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Marco vive en un museo. En su hogar todo es perfecto, los sofás blanco y turquesa son impecables.
Nadie puede sentarse sobre ellos. Están diseñados para ser mirados y elogiar su elegancia. Forman parte, junto a adornos exóticos de exquisito gusto, un cuadro real de comodidad.
Son parte del imperio de mamá, que se pasa la vida limpiando. Todo, en casa está para ser mostrado, nada para ser usado.
La vajilla fina de losa inglesa, es parte del decorado y las copas de fino bacará, de tarde en tarde, se llenan de espumante champán francés, cuando mujeres sumidas en la frivolidad organizan sus habituales encuentros, donde nada tiene importancia, sino guardar las apariencias.
No les preocupa, ni saben lo que pasa en el país, menos a su alrededor, están sumidas en una intensa vida social y les llena de pánico que alguien no las invite a la última boda o al té juego. Total, si para eso viven.
Marco, desde pequeño fue un niño diferente, se sentía extraño en ese mundo de oropel y fantasía. Refugiado en sus libros de cuentos y en los seres imaginarios que formaban parte de su universo personal, sólo se atrevía a rebelarse cuando sus padres, demostrando un status social de apariencias, le compraban los juguetes más caros y no le dejaban usarlos. En una vitrina impecable, debían ser mostrados a los hijos de las amigas de mamá.
Similar rabia le causaba oír, casi a diario, como su madre, el ser que más quería en el mundo, lastimaba con insultos a la empleada de casa, llamándola chola, ignorante, estúpida, a la única persona que le hacía reír y le contaba cuentos, en esas noches de tormenta, cuando el miedo invadía sus pocos años y papá y mamá estaban, como siempre ausentes, en sus frecuentes compromisos sociales.
Marco, a través de Rosario, sabía de la belleza del campo, cómo nacen los brotes en los árboles añosos y la vida renace con las primeras lluvias.
Era amigo imaginario de pájaros y duendes, de fantasmas burlones y de ríos interminables, que como cintas de plata, acompañaban sus insomnios, cuando solo y triste, añoraba la presencia de sus padres. Si tuviera un hermanito… pero mamá no lo buscaría, mantener su figura es su mayor preocupación.
Era tan grande la soledad de Marco, en su casa museo de exhibiciones, que dejó de comer varios días, cuando a empellones mamá echó de casa a Rosario acusándola de robo.
Las palabras se grabaron profundamente en su mente y corazón, y a pesar de sus pocos años, comprendió con certeza el significado de la injusticia.
—¡Fuera de aquí!, lárgate, chola refinada, desagradecida, yo he cambiado tus polleras de campesina por ropa decente, devuélveme el anillo que dejé sobre mi tocador.
—Señora, por favor yo no he tocado nada, no he visto su anillo.
—Mentirosa, todas ustedes son iguales, delincuentes.
—Por favor señora, no me vote, no tengo dónde ir. No tengo nada de plata.
—Y a mí que me importa, ¡lárgate!, antes que llame a la policía y te metan presa por ladrona. Recoge inmediatamente tus cosas y deja la habitación donde has aprendido a vivir como gente.
Marco temblando de furia y dolor, a pesar de sus pocos años, acompañó a Rosario a arreglar sus cosas y con absoluto desprendimiento le entregó el chanchito donde guardaba sus propinas y llevaba marcadas sus iniciales.
—Rosario, Rosarito, toma mis ahorros, como no tienes plata, te los regalo.
—Gracias Marquito, nunca te olvidaré.
Cuando Rosario dejó la casa, en silencio, luego de abrazarlo con fuerza, Marco experimentó la primera y gran pérdida de su vida.
Luego de llorar la ausencia de la única persona que realmente se preocupaba por él, comprendió qué duros pueden ser los seres humanos, especialmente con los más débiles.
Afuera, la calle, el frio, la soledad, el hambre y junto a ellos la resistencia heroica de dignidad y vergüenza, de saberse lanzada a la calle, acusada de un delito que no cometió, pero no podía defenderse, su palabra era nada, frente a la de ella que tenía el poder en sus manos.
Los insultos, las injustas acusaciones duelen más que un golpe, tantas horas entregadas a cuidar a su hijo, a quererlo como si fuese propio, no significaron nada al momento de culparla.
Rosario siente una inmensa tristeza por la soledad de Marquito, es tan bueno, tan diferente a sus padres, le entregó, bañado con lágrimas, su alcancía, esa que le regaló su mejor amigo. Siempre la iba a guardar, porque
al mirarla recordaría a su querido Marquito.
Gruesas lágrimas pugnan por brotar de sus ojos, pero no puede darse el lujo de llorar, desde niña aprendió a callar, a dominar sus sentimientos, esta vez, también tenía que hacerlo. Otra vez la calle, más larga y triste que nunca.
La ciudad se abre voraz ante sí. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Regresar a su pueblo? No, otra vez, tendría que responder muchas preguntas y volver a lo mismo.
Esperaría hasta el día siguiente, no importa, tal vez podría encontrar hospedaje, en los alrededores del mercado central, donde tantas jovencitas provincianas, se cobijan, por unos centavos, cuando no tienen a dónde ir, cuando tienen que pasar días y noches de hambre y pena, antes de conseguir trabajo.
Acurrucada como un fardo viejo, como un saco de papas, con una historia repetitiva, esperaría el nuevo día.
Rosario toda la noche no pudo dormir, muy de madrugada, fue hasta el paradero de carros que van a su pueblo y a la hora establecida no fue de la partida, se quedó sentada, un banco cualquiera y mientras los recuerdos la hacían llorar, pensaba con amargura en una alternativa para resolver su problema.
Qué duro es el éxodo de las niñas y adolescentes campesinas, que vienen a la ciudad buscando un futuro mejor, porque sus padres las obligan a dejar la casa paterna, ante la imposibilidad de ofrecerles un futuro. Ni mejor, ni peor, no queda otra alternativa que partir.
Llegar sin saber a dónde o tal vez a la casa de un conocido, un padrino, un pariente o un extraño. ¡Qué importa quién! Si igual, hay que aceptar horas de trabajo doméstico con el único derecho a comer lo que sobra en casa, vestirse con ropa usada, regalada y sobrevivir abrigando la promesa de ir a la escuela.
Promesa que, casi siempre no se cumple, porque la señora trabaja, porque tiene que cuidar a sus hijos pequeños, porque en la escuela las malogran, las vuelven malcriadas y tantas y tantas respuestas que intentan justificar la explotación de niños, niñas y adolescentes a través del trabajo.
Trabajo que nada tiene que ver con lo educativo, con una forma normal de aprendizaje, porque los convierte en víctimas, sin tener posibilidad de ejercer sus más elementales derechos. Por el peso de sus obligaciones, no tienen tiempo para jugar y sin embargo no dejan de ser niños.
Rosario, en medio de la calle, no sabía a dónde ir y cuando la señora cargada de bultos, le preguntó: “¿Puedes ayudarme?”. Ella solicita cargó con alguno de ellos.
Fue muy fácil que luego de interrogarla, la convenciera para ir con ella al Valle de la Convención para ayudar en la cosecha de café.
Allí en el pueblo de Maranura, ubicado entre montañas que guardan celosas la ruta del ferrocarril, que dicen lleva progreso a los pueblos, conoció a Rubén, mientras pilaban café, de inmediato la subyugó con sus piropos.
Era mayor que ella, fuerte, alegre, bromista y se sentía tan orgulloso de ser porteño y haber nacido junto al mar, en Mollendo. Simplemente, el pescador la deslumbró.
Rubén le contaba cómo era el mar, como sus aguas adquirían el color del cielo, la luz de la tarde y le hablaba de las lanchas de los pescadores, que partían al alba y al anochecer volvían con su preciada carga, le contó sus aventuras de pescador porteño, libre y fiestero...
Fascinada entre los cafetales de la hacienda Uchumayo, perdió su virginidad y supo, tal vez por primera y única vez, lo que era el amor del bueno. Buen amor que no mata, que es capaz de reír y llorar, de ponernos la piel de gallina y seguir jadeando, porque los besos y la pasión son espontáneos, únicos, generosos. La entrega es total.
Por eso cuando Rubén le habló de vivir juntos y llevarla a Mollendo, no dudo un solo instante, sus 20 años, se volvieron ligeros, le pusieron alas y se fue con él repican en su alma enamorada las palabras dulces y engañosas.
—Tú eres mi mujer, el único amor de mi vida, jamás he querido a nadie como a ti, viviremos siempre juntos. Todos mis besos serán tuyos, todos los abrazos, toda mi vida.
—Yo cocinaré para ti, te cuidare, seremos muy felices.
En el puerto las cosas cambiaron, apareció la otra mujer, reclamando a su hombre y cargando tres niños crecidos, ella tuvo que hacerse a un lado, para siempre.
Desde entonces, muchos hombres llamaron a su puerta, un estibador, un mil oficios, un marinero con ojos azules como el mar, con ninguno de ellos llegó más allá de la rama. Nunca se casó.
Cuando sintió que algo tibio se movía en sus entrañas, se comprometió con el Mariano, viejo borracho que lo único que le hizo fue tres hijos más.
Por falta de atención oportuna, en el último parto, una infección vaginal se convirtió en cáncer. Ni los cuidados de Mar, probablemente la hija del marinero, por sus ojos intensamente azules, ni los sollozos de sus hijos impidieron que ella se fuera, en el viaje sin retorno.
Marco siempre se preguntaba, en esas largas noches de insomnio que formaban parte de su estructura biológica supersensible:
—¿Dónde estará Rosario?, mientras veloces pasaban los días, semanas, meses, años, en su alma iban amontonándose nuevas rebeldías, nuevas constataciones de injusticias, especialmente contra los más débiles.
Después, cuando los años lo fueron alejando de la etapa feliz y dorada e inició sus estudios universitarios, daría el peso verdadero a las experiencias vividas y su alma justiciera recordando a Rosario y con ella a todos los pobres de su pueblo, no tendría descanso hasta intentar cambiar la realidad.
Buscaría otros senderos y métodos, lamentablemente equivocados, para reivindicar tanta injusticia. Así empezaron a tener explicación resentimientos profundos que hacían nido en su intelecto y con más fuerza en el corazón.
Cada vez más, estos sentimientos de rebeldía ocupaban espacio en su alma sensible, que no admitía diferencias sociales por el simple hecho de tener dinero, diferente color de piel y oportunidades que a muchos seres humanos se les niega, simplemente porque son considerados inferiores o porque la pobreza es un estigma para ellos.
Marco crecía y adquiría más conciencia que en la casa museo, sobraban muchas cosas materiales, pero faltaba amor, respeto, solidaridad. No se atrevía a juzgar a sus padres, porque los amaba, pero sentía por ellos tristeza infinita.
En su vida cotidiana, le dolía constatar como ellos sucumbían a la permanente presión de cuidar su imagen, no importa a qué precio, lo importante es el reconocimiento de los otros, la aceptación de su círculo, saberse importantes.
Con sutileza extraordinaria, creyendo hacer lo mejor, le enseñaban a esconder sus errores ante los ojos de los demás, a fingir, a no ser él mismo, a verse reflejado en el espejo de las opiniones ajenas.
Cuando las cosas no salían como ellos querían, tenían siempre a mano estrategias de supervivencia: evitar, ocultar información, mentir, apaciguar y disimular los verdaderos sentimientos, fingir, ponerse máscaras.
Máscaras que les impedían ser felices y descubrirse a si mismos.
Vivir en este ambiente, iba dejando en el espíritu de Marco una huella de amargura, en cuyo interior ardían pasiones, volcanes y tormentas, en pleno ardor juvenil.
Se volvió, casi sin darse cuenta, rebelde, inconforme, solitario, capaz de hacer cosas impredecibles y poco convencionales, sólo por contrariar al círculo social en el que se movían sus padres.
Ellos, ajenos a la tempestad que iba formándose en el mundo interno de Marco, hacían planes para su ingreso a la universidad. Por supuesto no tenían dinero para enviarlo a una privada, pero no importa, harían cualquier cosa, para guardar las apariencias y no dejar que se forme en una nacional, donde según ellos estaba la chusma.
Marco, insolente y decidido, se plantó, un día frente a ellos y desafiante, les increpó:
—Déjenme ser yo mismo, no quiero nada de ustedes, me voy a correr mundo, estoy harto de tanta falsedad.
—Por Dios hijo mío como puedes decir eso, si a ti no te falta nada, eres rico, inteligente, guapo.
—¿Con qué amistades te relacionas para pensar así, Jaime por favor escucha lo que está diciendo nuestro hijo. Voy a desmayarme, qué dirán mis amigas, por favor que no se enteren.
—Tranquilízate mujer, no hagas un drama, apenas finalicen las vacaciones lo enviaré a Lima para que se prepare en la mejor academia universitaria y estudie la carrera diplomática.
Marco, con fina ironía respondió:
—¿Diplomacia?, no hace falta, en esta casa todos son expertos en guardar las formas, yo mismo casi soy un graduado en el tema… por favor, mándenme a Lima, cuanto antes, quiero ir a esa Academia.
Felices, sus padres no supieron leer el mensaje de la respuesta dada y por eso cuando Marco, ingresó a la universidad con las notas más altas, la casa museo se vistió de fiesta y allí estaban las amigas y sus hijas, destacando
las dotes de Marquito.
—Qué guapo e inteligente es, qué clase, qué futuro brillante le espera, eso se llama un buen partido.
Futuro que todos adivinaban brillante y que se les cayó por tierra cuando Marquito recién graduado, con la mayor tranquilidad, anunció que quería ser docente en la universidad nacional.
Quería tener contacto con los jóvenes de las clases sociales más deprimidas, aquellos que saben lo que es llegar a la universidad hipotecando hasta los últimos centavos de sus padres, que cansados de soportar una vida de mediocridad y privaciones, son capaces de vender su alma al diablo, para que sus hijos accedan a la universidad.
Muchos consideran que es la única salida para encontrar un futuro en este país, reino de la improvisación, donde la educación es el sector más olvidado y menos atendido.