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Cómodamente instalada en casa de una familia
del lugar, me siento optimista. Amanda y su esposo José son
profesores jubilados, cuyos hijos han salido fuera, buscando futuro
en Bolivia.
Se marcharon, casi huyendo, cuando empezó la
fase de expansión terrorista y cualquier joven medianamente
inteligente era blanco propicio para la ideologización.
Apenas terminaron la secundaria, los dos
muchachos fueron a estudiar a Cochabamba y por el momento han
decidido quedarse en este país, por lo menos hasta que vengan
tiempos mejores.
Ambos son muy amables y me acogen con
cariño. Les he contado una historia que justifica mi presencia,
estoy cursando una Maestría en Sociología y quiero observar algunas
formas de vida de los artistas en zonas de conflicto terrorista,
sobre la base de lo cual elaboraré mi tesis de grado.
Me interesa conocer como perciben la
realidad a través de las diversas manifestaciones artísticas que se
dan, tal vez como un desahogo a las frustraciones de su mundo
interno o como el grito de angustia frente a una realidad que no
pueden cambiar.
Me rentan una habitación limpia y acogedora
y me dan alimentación a cambio de dinero que ellos lo necesitan,
con gran apuro, para enviar a sus hijos a Bolivia.
Constantemente reiteran que debo manejarme
con cuidado y algunas veces intercambiando largas miradas de
nostalgia entre ellos, dicen:
—¿Por qué no regresas después, cuando todo
esto hay pasado... si algún día pasa, ahora es muy peligroso, ojalá
no llames la atención, aquí todos desconfían de todos, no sabemos
ni quiénes somos. Si el padre Carlos no te hubiera recomendado
desconfiaríamos también de ti.
El padre Carlos estudió conmigo en la
universidad, luego desapareció. No supe más de él y lo encontré en
mis primeros días en esta dolida ciudad, atendiendo un hogar para
niños. Había ingresado a la orden jesuita y estaba metido, hasta la
médula, en un trabajo pastoral, con los más pobres de la ciudad,
brindando consuelo espiritual a viudas y padres, cuyos esposos e
hijos han desaparecido, encarcelados, fugitivos, secuestrados, no
habidos, víctimas dolientes de una guerra donde padres e hijos,
hermanos y esposos están en diferentes bandos.
Le pedí ayuda a Carlos para instalarme, él
me trajo donde estos profesores, no le confié el objeto de mi
presencia.
Por estrategia, decidimos con Iván, que no
me visitaría nunca en casa. Muchas veces, ambos, en la calle nos
comportamos como extraños, como si jamás nos hubiéramos conocido.
Es parte del pacto.
A la sombra de arbolitos de papaya dulce,
que crecen exuberantes en el clima tibio de Ayacucho, a través de
mis nuevos amigos, me estoy informando con mucho disimulo sobre la
situación que reina en Ayacucho.
De tarde en tarde, llega a visitarlos Carlos
y entonces junto a una taza caliente de chocolate, voy conociendo
el terreno en el que empiezo a desplazarme.
Me convencen que aquí reina una absoluta
desconfianza entre unos y otros, nadie expresa libremente sus
ideas.
Las experiencias vividas los ha tornado
sumamente observadores, suspicaces y desconfiados. El miedo ha
tomado sus vidas. Me cuentan que a un sobrino de ellos, que era
policía, lo destacaron aquí en Ayacucho:
—Como era familia, lo alojamos en casa.
Después de un tiempo empezó a salir con una chica simpática,
universitaria, hija de unos amigos nuestros. Se hicieron enamorados
y ella era muy cariñosa con nosotros, siempre estaba pendiente
sobre todo de nuestra salud, era estudiante de enfermería.
Con aire resignado, que deja percibir una
absoluta impotencia Amanda continúa:
—Venía todos los días a ponerle inyecciones
a José para combatir la artritis que hasta hoy lo tiene casi
postrado. Mi sobrino estaba muy enamorado quería casarse con ella,
un día de tantos, que no quisiera acordarme nunca, la encontramos
colgada en la plaza, cerca del cementerio, pegado a sus cabellos
había un cartel “Así mueren las perras traidoras”.
—Después nos enteramos que ella pertenecía a
una célula de Sendero, inmediatamente ayudamos a huir a nuestro
sobrino, pero todo era farsa. Más tarde nos enteramos que él
también pertenecía a Sendero, leímos su nombre entre los muertos
que dejó la matanza de Lurigancho.
—Quién iba a pensar, cobarde, nos engañó,
era infiltrado en la policía, desde entonces tenemos mucho miedo a
los tucos y a la policía, felizmente para entonces, nuestros hijos
ya se fueron.
Amanda se calla y mientras enrojecen sus
ojos de tanto dominar el llanto, empieza a apretar fuertemente el
rosario que cuelga de su pecho.
Carlos, muchas veces se siente solo e
incomprendido en su trabajo, porque el Obispo de Ayacucho le ha
cogido cierta ojeriza. El prelado no está cerca de los pobres, se
vincula más con los jefes del ejército y la marina.
Carlos, me ilustra con una descripción muy
realista sobre lo que ocurre en Ayacucho. Por momentos se queda
callado, parece que tiene miedo de hablar. Cuando le pregunto por
su actitud, con tristeza responde:
—Aquí todos temen, la desconfianza se ha
apoderado cruelmente del corazón de las gentes. Flor manéjate con
cuidado. El me llama así, aunque conoce mi verdadero nombre.
Es común en Ayacucho que las personas que
vienen de fuera, para cumplir diferentes labores se escondan detrás
de una falsa identidad. Esto es una norma entre elementos del
ejército, la policía e inteligencia. También muchos civiles hacen
lo mismo, por medidas de seguridad. Carlos continúa:
— Has llegado a Ayacucho en el momento más
duro y fuerte de la violencia. Después de todo lo que nos ha tocado
vivir, es difícil pensar en otra cosa que no sea la muerte y la
posibilidad de sobrevivir. ¿Por qué te arriesgas tanto?
—No lo sé Carlos, pero necesito estudiar el
rol del arte en esta etapa de la violencia en Ayacucho, es parte de
mi tesis doctoral. Tú sabes, en la universidad tenía fama de
chancona. No me gusta renunciar fácilmente a mis sueños. El miedo
no puede paralizarnos, además después de mi fracaso sentimental,
necesito hacer cosas, me aterra la depresión.
—Bueno eso tal vez justifique tu decisión,
pero por favor manéjate con cautela, recuerda que ahora, SL está en
su fase de aniquilamiento.
Me cuenta, que SL cuando comenzó cinco o tal
vez más años atrás, estuvo presente en la vida cotidiana de los
universitarios, de los estudiantes de secundaria, de docentes del
campo y la ciudad.
Abimael Guzmán y sus partidarios,
inteligentemente, se apropiaron de la mente y los sueños de los
jóvenes y los inyectaron ideas revolucionarias. Establecieron las
llamadas escuelas populares en el campo y en las ciudades donde
impartían enseñanzas, de manera didáctica y convincente, sobre la
ideología del maoísmo.
Inyectaban idealismo a los jóvenes
llamándolos defensores del pueblo, de los pobres, de los sin pan,
de los desterrados, de las víctimas de la injusticia.
—Era una estrategia válida, querían llegar
al poder para hacer justicia con los pobres.
—Yo también creía eso, sobre todo en la
segunda etapa en la que se los conocía como los Justicieros,
robaban para repartir la comida entre los pobres, mataban
autoridades corruptas, comerciantes explotadores, profesores
ineptos, jueces vendidos, narcotraficantes, ladrones, abigeos.
Ellos actuaban y se presentaban como un poder justiciero.
Con la mirada perdida en lejanía, Carlos
continúa:
—En las altas cúpulas de gobierno no querían
aceptar la dimensión que iba cobrando la violencia y actuaban como
si se tratase de simples brotes guerrilleros, como había ocurrido
en algún tiempo en las zonas de la Convención y Chaupimayo en el
departamento del Cusco, con las figuras de Luis de la Puente Uceda
y Hugo Blanco.
—En el imaginario popular, cansado de tanta
marginación y pobreza, se tornaron leyendas vivas, se los comparaba
con el legendario Che Guevara que se constituyó en expresión del
compromiso con los pobres, de las ideas revolucionarias inspiradas
en la injusticia social.
—Si lo recuerdo, yo era una niña y se
hablaba de Hugo Blanco como líder de las guerrillas. El Che Guevara
era el sueño de casi todos los jóvenes de esa generación.
—Yo creo que eso fue distinto.
Por un momento Carlos guarda silencio, como
ordenando sus ideas.
—En todos estos años que vivo en Ayacucho he
visto tanto y tan duro que considero que este acercamiento a los
pobres no fue sino una estrategia para asegurar el crecimiento
progresivo de Sendero.
—Comparto tu opinión.
—Sibilinamente, a través de contactos y
relaciones claves, se fue extendiendo, creando células
interconectadas entre sí, en Cusco, Lima, Apurímac, Huancavelica,
Huánuco, Puno, Trujillo y otras ciudades del país.
—Carlos, me pregunto, ¿Cuál era, en ese
entonces, la base social de un movimiento totalmente
clandestino?
—Evidentemente fueron docentes y
profesionales ideologizados en la Universidad de San Cristóbal de
Huamanga y algunos profesionales de la clase media de Ayacucho que
abrazaban ideas izquierdistas, luego manejando un discurso
mesiánico, lograron masificar a través de las escuelas populares,
volantes, pintas, manifiestos, graffitis y otras estrategias
comunicacionales, un análisis de la realidad peruana, ajustado a
sus intereses y propósitos.
—Claro, estaban propiciando la lucha de
clases.
—Así es. Señalaban que el Estado peruano era
burocrático y por lo tanto sólo estaba al servicio de la alta
burguesía que se quedaba con todo y sumía al pueblo en hambre,
dolor, miseria y explotación.
—Consideraban que la única manera de cambiar
esta situación era que el Estado debía ser tomado por la fuerza con
las armas, con la lucha sangrienta, porque según ellos, el poder
nace de las armas.
—¿Y este discurso empezó a extenderse?
Por supuesto, cada día SL ganaba más
adeptos, porque además se cuidaron mucho de inyectar una profunda
mística revolucionaria, basada en el rescate de los valores de la
cultura tradicional andina, que desde siempre habíamos visto y
sentido pisoteada por los que se creían superiores, basando su
prepotencia en racismo y desprecio.
Carlos, convertido en un analista de la
realidad, continúa explicándome, que esta manera de pensar, sobre
todo entre los jóvenes hombres y mujeres enrolados, cada día
cobraba más fuerza y cuando se les pedía que dejen familias,
estudios, hogares, proyectos de vida, para entregarse sin ataduras
a la causa, lo hacían convencidos que era lo mejor para ellos y
para el país.
—¿Crees que el discurso era suficiente...
cómo controlaron las posibles deserciones?
—Por la fuerza, que es el derecho de las
bestias. A todos los que caían en sus garras los intimidaban y
consideraban que traicionar a la causa, era razón suficiente para
morir y de qué maneras. Además no sólo amenazaban sino cumplían
ejecutando los denominados “asesinatos demostrativos”.
Con indignación creciente Carlos continúa
explicando:
—El miedo se extendió dentro del propio
movimiento clandestino y ese sentimiento fue aprovechado por sus
cúpulas para sembrar el terror, el odio.
—Es fácil comprobar, que desde entonces, la
traición se paga con la vida y que SL tiene mil ojos y oídos y a
nadie le tiembla la mano cuando hay que ajusticiar a los traidores
o desertores, como espías invisibles actúan en la sombra.
Iba a plantear una nueva pregunta que me
permitiría recibir valiosa información sobre la fase de
aniquilamiento que en estos últimos meses alcanzó los picos más
altos de violencia y terror, cuando nuestro diálogo fue
interrumpido por la presencia de una joven religiosa que busca al
padre Carlos. Presa de pánico balbucea:
—Padre Carlos… padre Carlos... una carga de
dinamita ha explosionado en la puerta de la iglesia.
—¿Cuándo, hay personas muertas?
—Felizmente no se han producido daños
personales, pero el pánico ha cundido entre los fieles y muchos de
ellos se niegan a salir de la iglesia... haga algo padre, por
favor, se teme que puedan tomarlos como rehenes.
Intento acompañar a Carlos pero él, con voz
imperativa que desconozco, ordena:
—No. Quédate aquí. No te olvides que estamos
en pleno proceso de aniquilamiento.
Más tarde, en los hechos que me tocó
observar y en los que tuve que ser protagonista, me ayudarían a
comprender que cuando el fanatismo se apodera del hombre, no existe
poder humano que pueda detenerlo. SL, está fanatizado, en toda su
extensión. La consigna es matar o morir, otras alternativas no son
posibles.
Los días siguientes en Ayacucho están
marcados por una apacible calma, muchos dicen, es presagio de algo
terrible. Los tucos no se manifiestan. La policía empieza a
relajarse.
¿Empieza? Que afirmación tan disparatada, es
voz popular, que ellos son tan crueles e incluso más cínicos que
los senderistas, representando a la justicia y al deber violan
mujeres, realizan orgías, intentando desfogar el odio que los
carcome por dentro.
El ejército y la marina se anotan cifras
negras en sus intervenciones. Cuando no están detrás de los
senderistas, están dando rienda suelta a la frustración. Tanto
movilizarse en escenarios de muerte, premunidos de sadismo
maquiavélico, alimentado en su diario entrenamiento, asesinan en la
sombra, detienen inocentes.
Cada día, las pocas crónicas periodísticas
no amordazadas por el poder, dan cuenta de jóvenes que al ser
interceptados por la policía no vuelven más a sus hogares y sus
paraderos son desconocidos para siempre.
En un clima de creciente interés, continúo
recabando información, mientras tanto Iván acuartelado en el hotel
de turistas, fingiendo ser un corresponsal de guerra, para una
reconocida revista europea, frente a sendos vasos de whisky
importado, departe con altos jefes de la marina y el
ejército.
Pese a ser un tipo avezado en asuntos de
guerra, me cuenta, que muchas veces se para a vomitar, escuchando
las escalofriantes historias contadas, entre bromas y risas.
Los días transcurren, entre petardos y
explosiones de bombas qué no se sabe por dónde aparecen, ni cómo
son colocadas.
Mi libreta de notas rebalsa de información.
Recoger cifras, datos estadísticos, testimonios, ocupan todo mi
tiempo.
Sólo de cuando en cuando, veo a Iván,
intercambiamos información y tomamos algunos acuerdos
estratégicos.
Hay una visible distancia entre los
dos.