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El aroma de la taza de café, que tengo frente a mí, envuelve mis recuerdos y pensando en lo que un día soñé ser, me propongo con aire resuelto, olvidar el pasado, debo huir de todo sentimiento de culpa, de lástima por mi misma, dejar de lado las noticias opresoras, las personas negativas, ellas tienen una oscura omnipresencia y tienden a invadirlo todo.
Por eso, porque siento que estoy viva, trato de convencerme a mi misma que soy y siempre fui una mujer segura, autosuficiente, de decisiones rápidas y convencidas que todas las batallas en la vida, incluso las que se pierden, sirven para enseñarnos.
Sumida en estas reflexiones tomo una decisión rápida, necesito estar sola, anhelo paz, silencio interior. Quiero huir de todo y encontrar esa fuerza que cuesta descubrir, pero cuando la hallamos somos capaces de mantener el control de nuestra propia vida.
Tengo que encontrar mi yo esencial, considero que no estoy en el grupo de personas que se resignan y viven en una desesperación silenciosa, debo sacar a flote la adrenalina interior que encapsulada reclama su lugar, pertenezco a los seres que se agitan sin descanso, porque quieren descubrir ese algo que justifique nuestra presencia en el mundo. Por eso decido partir, no importa mucho el rumbo, la soledad de los páramos andinos es un buen refugio…
En la estación del tren compro un boleto para Puno, ciudad lacustre, donde no conozco a nadie, es una solución inmediata. Qué más da cualquier lugar, lo importante es partir, olvidar, buscar, pensar, empezar, encontrar.
Estoy sola, frente a la estación del ferrocarril, desorientada, mirando el ir y venir de las gentes. Los aeropuertos y los terminales terrestres, siempre me parecieron lugares de encuentros y de adioses, tienen la energía de las grandes decisiones y de las rupturas inevitables.
Después de las tres campanadas, con las que los trenes anuncian su partida, con el alma sobrecogida de tristeza, me acurruco en un asiento y lentamente voy familiarizándome con un paisaje de maravilla, en la ruta que es considerada, para el turismo, como una de las tres más hermosas del planeta.
El viaje es largo e interminable y pone por momentos soñolencia en mis pupilas que muchas veces se pierden en el infinito, estrellándose en escarpadas cumbres rodeadas de nieve y páramos donde sólo el ichu pone pinceladas de vida.
Mis ojos se detienen, sin prisa, en cada recodo del paisaje.
Mis manos se aferran con demasiada frecuencia al cigarrillo, compañero inseparable de estos años, dulzura de humo en unos labios que están olvidando besar.
Al llegar a Puno, atardece. El sol parece un disco de oro que refleja toda su belleza en el lago más alto del mundo, con aguas intensamente azules.
Un hospitalario hotelito abriga mi cansancio y al día siguiente, detrás del cristal de la ventana, veo deslizarse en geométrico vuelo a las aves que anidan en el Titicaca.
Me siento invadida por un frenético deseo, compulsivo, inusual, de visitar una vez más la vieja y milenaria isla flotante de los Uros.
Salgo apresuradamente del hotel y como si todo estuviera fríamente calculado, a la orilla del apacible lago, una lancha me espera, otros pasajeros ajenos a mi drama interior buscan el mismo destino que el mío, posiblemente sus expectativas son diferentes.
Ensimismada en estos pensamientos, mis ojos descubren, entre los pasajeros, la vieja figura de un querido maestro universitario, con quien en años juveniles había entablado una cálida relación.
Jorge Luís, estrecha con afecto mis manos y mirándome a los ojos me pregunta con entusiasmo:
—¿Qué es de tu vida? ¿Estás ejerciendo el periodismo? Sigues tan interesada por tu profesión?
Quiero decirle que no, pero prefiero quedarme en silencio.
Juntos y sin hablar disfrutamos del viaje, mientras apacibles las aguas, se van tornando más azules que nunca.
A lo lejos, imponente, pero pobre surge la isla de los Uros, agua y más agua, intensa y hermosamente azul, totora, artesanías que ofertan al turista, son las únicas pertenencias de sus pobladores que apaciblemente viven contemplando las aguas y el cielo.
Ante nuestros ojos desfilan los pobladores del altiplano, con su tez bruñida por el sol de la altura y mientras tejen, con indescriptible maestría sus mantas y chuspas artesanales, en caprichosos dibujos, vuelcan su ignorada creatividad.
Pienso que así son felices, viven ajenos, ignorando el tiempo, la civilización, el confort, que a precio tan alto pagamos los que nos hemos alejado de la naturaleza, la maestra que siempre espera y aguarda con sabiduría de siglos.
Me duele la pobreza de la isla. En el preciso momento que bordo la lancha, en el flanco derecho, un movimiento inusual en las aguas, tambalea la frágil embarcación y quedo irremediablemente sumergida en las profundidades del lago.
No tengo conciencia del tiempo que permanezco dentro de ellas, sólo al llegar a la orilla cubierta de algas y temblando de frío comprendo que la muerte ha estado cerca, demasiado cerca para que no notara su presencia.
Creo que morí. Tal vez fue así. No lo puedo afirmar con certeza, lo cierto, es que después de este accidente nada volverá a ser igual.
Me convierto en otra persona. Quedan atrás las viejas formas de pensar, las pautas de conducta a las que viví aferrada.
Empiezo a mirar y encarar la vida de otra manera, tal vez soy otro ser. No siempre la muerte es física, también existe una muerte emocional y un renacer a otro tipo de experiencias. No preciso si éste es mi caso.
Armada de coraje, resto importancia al incidente y prosigo el viaje hacia la isla de Amantani.
Amantani, toma su nombre del vocablo aymara que alude a amantes que buscan entregarse de manera total y sin resistencias, como los lagartos, que entre el mito y la leyenda, se dice, llegaban a sus orillas para copular, mientras de sus ojos ardientes escapaban destellos de pasión y furia sexual.
Despacio, disfrutando de un paisaje de maravilla, entre el azul del cielo y de las aguas, entre la paz y la serenidad, refugio mi cansancio en una casa típica de la zona.
Felizmente en este lugar no existen albergues turísticos, ni hoteles, todo está librado a la hospitalidad de los lugareños.
Juanita, nuestra anfitriona vive en el barrio tradicional de Inkatiana y con la calidez de su raza, nos ofrece albergue, en cumplimiento de un nuevo sistema de organización turística, denominado turismo vivencial.
El turismo vivencial permite que los viajeros sean acogidos en casas campesinas, compartiendo con ellos su alimentación, cultura, sentimientos, fiestas, tradiciones, música, todo en un afán de recuperar identidad y luchar alternativamente contra la pobreza que se expresa en falta de oportunidades para lograr desarrollo compatible con la dignidad humana.
Al caer la tarde, luego de degustar una sabrosa sopita de quinua y olluco, intento, caminando a más de cuatro mil metros de altura, llegar a la cima de la montaña más alta de la isla.
En estas alturas, pobladas de viento y silencio se encuentra el Santuario, donde cada año, los habitantes de la isla, ofrecen el pago a la Pachamama, invocando no sólo un buen año, sino ofreciendo al dios Titicaca o tigre de piedra, sus propias vidas.
Mayuni, es el nombre de mi pequeña guía, que con sus doce años, tiene el fulgor de las estrellas nocturnas que pueblan de inmensa belleza el firmamento del altiplano.
¿Tomo estás Mayuni? Una sonrisa grande como el sol de Mayo ilumina su rostro. En su carita, quemada por el sol de la puna, se detienen todas las sonrisas dormidas de su pueblo. Sus pasos menudos y rápidos tienen la agilidad de las gaviotas del lago, mientras en sus ojos se refleja el fulgor de sus aguas, me cuenta, que el pago a la Pachamama, se hace desde siempre, en Amantani todos los 20 de Enero.
El despacho, enterrado al interior del Santuario, impide que durante todo el año, alguien pueda penetrar en el recinto, porque sería propiciar un año lleno de miserias, desastres y pobreza.
Mayuni, con picardía en sus grandes ojos, me dice:
—Aquisito nomás han enterrado el pago, cantando, bailando, mirando siempre al sol, ahora está cerrada la puerta.
—¿Podemos pedir a alguien que la abra?
—No se puede, desgracias traeríamos al pueblo, sólo una vez al año se abre.
Me mira y continúa:
—Pero no tengas pena, ahorita, se va a ocultar el sol y vas a ver qué bonito se vuelve el cielo.
En silencio, vemos como el sol en Amantani es soberano y majestuoso, nunca es tan rey, parece un disco de oro, en danza airosa con las nubes y los reflejos del agua.
En este lugar todo es mágico, como la sonrisa de Mayuni, que me cuenta una y otra vez que nunca ha ido a Puno, que sólo ha visto el color tornadizo de las aguas del lago.
Conoce su lenguaje, ama su isla, va a la escuela del pueblo y será como su madre y su abuela y la madre de su abuela, por siempre tejedora.
Al día siguiente, partimos rumbo a Taquile. Durante tres largas e interminables horas enfrentamos agua y cielo, en una competencia sin principio ni final.
La embarcación se desliza veloz y jamás pierde el camino a pesar de no tener brújula alguna, porque los dioses del agua, ponen en los ojos del viajero una increíble capacidad de asombro, no hay tiempo para la duda y el miedo.
En el Titicaca todo es eclosión vital de paisajes inconmensurables, que muestran y demuestran por qué la tierra es el planeta más hermoso del universo y por qué en el lago más alto del mundo, la palabra se convierte en un dios perverso que rompe la magia del absoluto arrobamiento.
En Taquile encontramos a Julián, Jacinta, Melchora, pobladores de la isla y dueños absolutos de una apacible calma y silencio.
Los artesanos de Taquile, maestros del tejido, son capaces de contar en hilos y lanas de colores su historia, su vida, sus sueños, esperanzas, angustias.
Los pallaes de los tejidos de Taquile tienen alma, parece, aunque no se quiera aceptar, una forma visual, textil, de escritura, que grafica la historia noble del pueblo quechua aymara afincado a orillas de un lago misterioso.
En este lugar los hombres pregonan ser solteros con hermosos chullos rojo y blanco, y las adolescentes muestran en sus polleras de colores, con predominio del rojo, el ardor del sexo despierto, que pronto las iniciará en el
Sirvinacuy.
Durante esta ceremonia, en Taquile, los mozos atrevidos quitan a las doncellas las mantas negras, adornadas de hermosos bordados, que se ponen sólo en esa etapa. Antes del Sirvinacuy ninguna doncella puede perder la virginidad, es repudiada por toda la comunidad y el autor de semejante atropello, acusado, ante la justicia, de abuso sexual, será separado de su comunidad.
Al dejar Taquile, siento envidia de sus gentes, que son felices entre las aguas y el cielo, entre el cielo y sus sueños, que cada mañana son posibles, porque no son víctimas de ambiciones, viven su realidad con apego y resignación.
Al volver, de las islas mágicas del altiplano, con frío y cierto dolor estomacal, recuerdo el incidente a orillas de la isla de los Uros, mi estrepitosa caída en las aguas del lago.
¿No sería este el bautismo anunciado por Nekim? Otra vez Nekim. Se está convirtiendo en un fantasma compañero. No quiero pensar. Mis ojos lo abarcan todo y eso es suficiente para sentirme extrañamente invadida por una enorme curiosidad de encontrar respuestas a preguntas ya conocidas.
—¿Qué pasó en esta parte del mundo? ¿Quién, cuándo y cómo construyó tan formidable cultura? ¿Cuándo y cómo empezó su ocaso y destrucción?
Cansada de tantas cavilaciones me quedo dormida.
Al llegar, camino al hotel, me siento desconcertada, quiero, una vez más, estar sola, empiezo a tenerle cariño a este sentimiento, sola con mi tristeza, con mis miedos y adversidades. Todavía, está lejos, el tiempo en que comprendería que ellas no tienen porqué gobernar nuestras vidas. Todos los seres humanos somos capaces de vencerlas y son ellas las grandes maestras, dejan espacios y tiempo para ejercitar tolerancia y paciencia y cuando nos toca enfrentarlas es cuando comprendemos cuánta reserva moral existe dentro de cada uno.
Luego de un rápido recorrido por la ciudad lacustre, donde un suculento plato de trucha a la parrilla, reanima mi cuerpo, decido tomar el camino, de regreso a mi ciudad, por tierra.
Necesito tiempo para detenerme en las inmensas soledades del altiplano, visitar Sillustani, un lugar especial, un anhelo largamente acariciado, quiero estar allí, sola, sin testigos, presiones, ni palabras.
Recuerdo, años atrás, en este lugar realicé uno de los reportajes periodísticos que más éxito me dieron. Hoy, sólo quiero estar sola, sin compañía que distrae la mente de lo esencial, de lo profundo.
La cultura pre-inca es una de las más resistentes al paso del tiempo y una de las pocas que ha dejado testimonios de la gran capacidad conquistadora de los incas y de su increíble sabiduría para no destruirlas, tomando lo más valioso e importante, para integrarlas al contenido de su sabiduría ancestral.
En Sillustani, las chullpas o cementerios circulares, que uno testimonio eterno prevalecen junto a la tenebrosa laguna de Umayo, traen a mi memoria una vieja leyenda, cuentan que sus aguas oscuras cubren los cadáveres de aquellos que osaron profanar las tumbas y que inexplicablemente fueron atraídos hacia ellas, intentando vanamente, cruzar el espacio que los separa de la isla misteriosa, de la meseta del Collao.
En esta meseta, que le confiere un aire fantasmal a la laguna, se realizan extraños pagos a la tierra y dicen que sólo regresan aquellos, que muestran respeto por creencias ajenas y no intentan explicaciones racionalistas. La fe es única y cada cual la siente a su manera.
Un hermoso atardecer me sorprende mirando fijamente las aguas quietas y negras de la laguna misteriosa y súbitamente me invade, una irrefrenable sensación de abrazar la muerte, siento temblor y sobresalto en todo mi cuerpo, que aterido empieza a sentirse invadido por un extraño frío.
Con angustia, tomo el último bus, que recoge a los pocos turistas que se atrasan en aquel helado atardecer, entre las piedras y el cielo, entre el misterio y las sombras de la noche, que empiezan a invadirlo todo.
El retorno de Sillustani a Puno es terrible, un frío intenso penetra los huesos y cala hasta lo más hondo del cuerpo, mi estómago no resiste ni el aire que respiro. En plena calle, al descender del ómnibus empiezo a vomitar compulsivamente, presa de inmenso nerviosismo no sé qué hacer, curiosa, se me acerca una humilde campesina vendedora de emolientes.
Luego de hacerme algunas preguntas de rigor, me pasa por el cuerpo una mezcla de alcohol y ruda, hierba a la que se atribuyen poderes.
Me explica luego, que muchas veces las aguas de la laguna de Umayo producen lo que los lugareños llaman kaijaska, y probablemente por eso tengo frío en el cuerpo, los músculos tensos, casi agarrotados.
Le doy las gracias con una sonrisa forzada y finalmente, en el pequeño hotel puedo descansar, aunque por momentos, despierto con extraños sobresaltos.
Al día siguiente, despierto abrazada por un sol tibio y después de disfrutar de un magnífico desayuno, tomo, de regreso a mi ciudad, el viejo bus, que más parece una lata de sardinas que un transporte digno del siglo XXI.
Acurrucada en un asiento, donde se hacinan bultos y personas, me sumerjo en cavilaciones interminables. Como en una película de hondo realismo, por mi mente desfilan todos los hechos de mi pasado. Me siento sin rumbo.
Descubro dentro de mí un terrible apego a los demás, egoísmo que crea dependencias, cadenas, obsesiones, olvidando que el amor es desprendimiento, generosidad, libertad.
Empiezo a sentir una infinita ternura por mi misma y quiero reconciliarme con el pasado. Con tiempo y sin prisa analizo mis sentimientos y reconozco que debo recuperar la alegría, vengo de una tristeza larga.
Descubro, felizmente, que el rencor no fermenta en mi alma. Acepto, sin violencia, que cuando se ama de verdad no hay espacio para la venganza ni el desquite.
Vuelvo al recuerdo del hombre amado y lo envuelvo en una luz rosada, muy fuerte y lanzo su imaginaria imagen al espacio. Algún día, tal vez volveremos a encontrarnos. ¡Adiós amor mío!
Adormecida por el denso calor que reina en la lata de sardinas, mal llamado bus, me quedo dormida hasta que un grito áspero y duro me despierta sobresaltada.
—Abajo todos los pasajeros... la llanta se ha reventado, no hay repuesto y hay que ir hasta Ayaviri para parcharla.
Un fuerte malestar se nota entre los pasajeros que empiezan a protestar.
—Si quieren pueden bajar, vamos a demorar varias horas hasta que el ayudante regrese.
Molestos descendimos del bus y cada cual intenta matar el tiempo, a su manera.
Lentamente, encamino mis pasos por el pequeño pueblo de Pucará, donde en una calle larga y muchas tiendas pequeñas ofertan hermosas piezas de barro de los famosos Loritos. Perdida en cavilaciones que denotan cansancio y malestar, sigo caminando sin rumbo fijo, no lejos está el complejo arqueológico de Pucará y despacio, casi contando mis pasos, me dirijo hacia él. Estuve muchos años atrás en este lugar y guardo recuerdo de este sitio, como un punto magnético que concentra fuerte energía, probablemente porque en lugares desolados la ausencia del hombre, no permite robar energía a la naturaleza y ésta permanece inalterable guardando la riqueza espiritual de sus antiguos moradores.
Fastidiada y con un visible mal humor busco un lugar para descansar, pronto mis ojos descubren una piedra de regular altura, finamente labrada que muestra, con claridad, ser uno de los vestigios de la magnífica cultura inca.
Irreverente, me acomodo despacio, trepada sobre ella y una postura horizontal intento descansar, colocando a un lado agua mineral a medio consumir y un paquete de cigarrillos aplastados.
Intento relajarme "utilizando para ello una vieja técnica que aprendí en mi juventud. Cuando el sueño empieza a ser cómplice de mi cansancio, bruscamente mi espalda es sacudida por unas manos torpes y con huellas visibles de un trabajo rudo.
Frente a mí, furibundo, está un viejo campesino de la zona, que enardecido me increpa en Quechua, con duros ademanes. La dulzura de este idioma que había aprendido en mi niñez, se torna dura e inquisitiva:
—Cómo te atreves a dormir en este lugar sagrado, es el altar de nuestros Apus. Ustedes los mistis no respetan nada.
Asombrada intento una explicación:
—Perdón, yo no sabía… no sabía que esta piedra era sagrada, discúlpeme.
Rápidamente me bajo a tierra, azorada y temerosa, recojo mis bártulos.
—Perdóneme, por favor, no fue intencional.
El campesino me mira dubitativo.
—Está bien, parece que dices la verdad. Estás cansada, toma un poco de coca. Con solicitud inesperada me alcanza unas hojas verdes, que al masticarlas me saben amargas.
Joaquín, así se llama mi nuevo amigo, respondiendo a mis preguntas, me cuenta que esa piedra, más conocida como q’uya es desde tiempos inmemorables, un lugar donde ellos hacen ofrendas a los Apus o montañas sagradas.
Sobre esta piedra depositan y arman sus despachos, con intenciones diversas y es la manera de hacer frente a conjuros malignos y en otros casos a solicitar y pedir favores a la Pachamama.
La Pachamama es la gran deidad andina, que rige todo el universo cotidiano y agrario de los pobladores que viven bajo la protección de la gran cordillera de los Andes.
Me explica, con paciencia inesperada, el sentido y significado de los despachos que aquí se ofrendan y compartiendo conmigo su llipta y coca iniciamos una larga y hermosa conversación.
A través de sus palabras lentas y un tanto cansadas, me adentra, cuando menos esperaba, en el conocimiento de la filosofía andina.
Con voz gruesa, calmada, que refleja una serenidad interior envidiable, empieza el relato que nuevamente trae a mi memoria, el imperativo de Nekim para encontrar mi misión.
Escuchándolo, comprendo que en la vida no existen casualidades sino causalidades y que cada cosa ocurre en el momento preciso y que nada se puede forzar o violentar.
Cuando se violenta la armonía de las cosas, la naturaleza cósmica toma justicia para recuperar el equilibrio universal, donde el hombre no es más que un punto insignificante, pero altamente importante. Cada ser humano tiene una misión que cumplir, descubrirla es parte de su búsqueda existencial.
Los labios gruesos y ennegrecidos de Joaquín tiemblan de emoción cuando recuerda un sabio mito de creación de la legendaria comunidad de Q’ero de Paucartambo.…
Joaquín, preso de una gran emoción, me cuenta que en la era del Padre Taytanchis, el dios creador, llamado Teqse Wiracocha, tuvo un hijo primogénito a quien le ordenó que pueble la tierra y para ello le concedió el supremo don del Amor, el Munay.
Joaquín, ahora dueño de una amplia y hermosa sonrisa sigue diciendo:
—Señora... con la fuerza del amor, que es el único capaz de transformar el mundo, el hijo mayor de Taytanchis pobló la tierra, desarrolló la primera civilización de los Incas donde florecieron los campos, se multiplicaron los animales y los hombres eran muy felices.
El anciano, con inmensa sabiduría prosigue:
—Con el paso de los años, Taytanchis Creador, tuvo otro hijo, al cual lo llamo Chaupiwawa y le encomendó el mundo de los Runas, es decir el de los hombres y le dio como a su hermano la misión de seguir poblando la tierra.
—A Chaupiwawa, su padre le dio otro don, muy importante llamado Llankay, que en Quechua significa trabajo y con esta fuerza, unida al amor, los hombres construyeron el Imperio de los Incas, donde todos, hombres y mujeres, niños y ancianos, con esfuerzo, perseverancia y laboriosidad, podían conseguir bienestar y alegría.
Con la mirada perdida en la lejanía, Joaquín prosigue su relato:
Con estos dones se fue formando el Imperio del Tawantinsuyo, donde nada faltaba y con amor y trabajo sus habitantes construyeron la hermosa ciudad del Qosqo, centro y ombligo del mundo.
El Qosqo, capital del imperio, tiene la forma de un puma y a pesar de los hombres de tez blanca, que llegaron de otros mares y otras tierras, existe una energía positiva que todavía no ha sido utilizada y cuando esto ocurra volverán los tiempos felices, el hambre y la tristeza serán derrotadas por el amor y el trabajo.
Vivamente interesada por el relato no me atrevo a interrumpir a Joaquín, quien absorto en sus propias palabras continúa diciendo....
Los años pasaron, el Tawantinsuyo florecía, Taytanchis pidió a su hijo primogénito que orientara a Chaupiwawa, que por tanto trabajar se estaba olvidando del amor.
Juntos los dos hermanos descubrieron el Ayni que es el don de compartir, la habilidad de ayudarse mutuamente, la solidaridad, la reciprocidad.
Su padre no les entregó el Ayni como un don especial, sino permitió que ellos lo descubran por si mismos, agregándole así el valor de la decisión propia y la libertad de su elección.
El Ayni es fuente de bienestar, porque es la capacidad de dar y dando se está más cerca de la felicidad. Joaquín emocionado de que lo escuche con atención, prosigue con entusiasmo:
—Los dos hermanos unidos por el amor, fueron creando otras maneras de trabajar, así nació la Minka que es el trabajo para la comunidad y la Mita que es el trabajo para todos.
Joaquín, por un momento se queda callado, ensombrece semblante y con un tono de tristeza, dice:
—El Ayni, con el paso de los años, se fue perdiendo en el Tawuantinsuyo. Los hermanos empezaron a pelear, su padre los miraba de lejos, mientras criaba con ternura a su tercer hijo, que lo llamó Chanawawa Yachayniyoc y como a sus otros hermanos le dio un nuevo don llamado Yachay, que significa conocimiento.
Con el semblante surcado por profunda tristeza, Joaquín continúa su relato:
—Este último hermano al ver como sus hermanos peleaban, se odiaban, se volvían envidiosos y ociosos, empezó a utilizar sus conocimientos para fines subalternos.
—Utilizó su sabiduría para dividir a los hombres, inventó máquinas para viajar, llegó más allá de los mares, hasta el mundo de los blancos y allí aprendió a explotar a los demás, a usarlos, a no compartir, se volvió egoísta.
—Cuando volvió a su imperio encontró a sus hermanos divididos, matándose entre sí, peleando, fue así como perdieron sus dones.
—Desde entonces, el conocimiento y el trabajo no están sirviendo al amor y el Ayni se ha escondido en las montañas de los Andes, esperando que llegue la era del nuevo Pachaquti.
Otra vez el semblante del anciano se ilumina y con destellos de ilusión en la mirada, muy convencido, afirma:
—El Pachaquti se producirá cuando los hombres recuperen el amor, el trabajo, el conocimiento, cuando el Ayni retorne y todos volvamos a ser hermanos.
Joaquín convencido, dueño de una fe inquebrantable, que tanta falta me hace a mí, especialmente en estos momentos, me abraza emocionado.
—Señora, eso ocurrirá en el Qosqo… será la era de Pachaquti, el regreso de Taytanchis, ve allá, busca esa energía. .. a pesar de que eres blanca estás sintiendo como yo, ¿Quieres mirar?, aquí en la coca aparecerá.
Tiende su manta multicolor, arroja las hojas sobre ella y en el preciso instante que empieza a evocar a sus Apus:
Apu Salcantay, Apu Qoyllurit'i... Apu Pachatusan...
La voz potente del chofer y el insistente sonido del claxon del bus empieza a llamar a los pasajeros. El ayudante ha retornado.
Presa de una extraña emoción, tomo las manos de Joaquín, las beso muchas veces y le doy las gracias. El muy seguro me dice:
—Apúrese le va a dejar el ómnibus, nos volveremos a ver.
Agitando sus viejas manos, curtidas por el trabajo me hace adiós. No sé por qué pero lágrimas furtivas se deslizan por mis mejillas.
—Adiós Joaquín, nunca te olvidaré.
A lo lejos se divisan los glaciares andinos, hundiendo puñales de hielo, estrangulando la soledad de los páramos.
El viaje es largo, no puedo dormir y a pesar del cansancio y la incomodidad una extraña alegría se apodera de mi ser, pienso reiterativamente en Joaquín, siento la impresión de conocerlo desde siempre. Me pongo a pensar en los hijos de Taytanchis, en sus dones que a pesar de todo siguen siendo el sustento doctrinario de la filosofía andina, que espera el retorno de Pachaquti, del tiempo nuevo, para recobrar su grandeza.