Prefacio del autor
Nunca habría escrito este libro si no hubiese tenido el honor de ser conferenciante Gifford en la Universidad de Edimburgo sobre el problema de la religión natural. Al buscar los temas para los dos ciclos de diez conferencias de las que era responsable, me pareció que el primero podía ser perfectamente descriptivo, a propósito de «Las necesidades religiosas del hombre», y metafísico el segundo «Su satisfacción por la filosofía». Sin embargo, el incremento inesperado, mientras escribía, de la problemática psicológica me hizo abandonar por completo el segundo tema, y el análisis de la constitución religiosa del hombre llena por entero las veinte conferencias. En la vigésima conferencia sugiero más que expreso mis propias conclusiones filosóficas. Si algún lector desea conocerlas directamente, tendrá que acudir a las páginas que les corresponden y al postcriptum del libro. Espero expresarlas algún día de manera más explícita.
De acuerdo con mi creencia de que un conocimiento detallado frecuentemente nos torna más sabios que la posesión de fórmulas abstractas, aunque sean profundas, he saturado las conferencias de ejemplos concretos, seleccionados entre las expresiones extremas del pensamiento religioso. Algunos lectores pueden pensar, en consecuencia, que ofrezco simplemente una caricatura del tema. Estas conclusiones piadosas, dirán, no resultan intelectualmente sanas… Si, con todo, tiene la paciencia de llegar al final creo que entonces esa impresión desfavorable desaparecerá porque he procurado combinar los impulsos religiosos con otros principios del sentido común, que servirán como correctivo de la exageración y permitirán que el lector individual llegue a conclusiones tan moderadas como desee.
Debo mi agradecimiento, por su ayuda en la redacción de estas conferencias, a Edwin M. Starbuck de la Universidad de Stanford, que me cedió su extensa colección de originales; a Henry W. Rankin, de East Northfield, un verdadero amigo que no he llegado a conocer, pero que me proporcionó información muy valiosa; a Theodore Flournoy de Ginebra; a Canming Schiller de Oxford y a mi colega Benjamin Raud, por la documentación aportada; al también colega Dickinson S. Miller, y a mis amigos Thomas Wrend Ward, de Nueva York y a Wincenty Lutoslawski, de Cracovia, por sus importantes consejos y sugerencias.
Por último, a las conversaciones con el añorado Thomas Davidson, así como a la utilización de sus libros en Glumare, cerca de Keene Valley, debo mayor gratitud de la que puedo expresar.
Universidad de Harvard
Mayo de 1902