Conferencia IX.
La conversión
Convertirse, regenerarse, recibir la gracia, experimentar la religión, adquirir seguridad, todas éstas son frases que denotan el proceso, repentino o gradual, por el cual un yo dividido hasta aquel momento, conscientemente equivocado, inferior o infeliz, se torna unificado y conscientemente feliz, superior y correcto, como consecuencia de sostenerse en realidades religiosas. Esto es lo que significa, al menos en términos generales, conversión, creamos o no que se precisa una actividad divina directa para provocar este cambio moral.
Antes de comenzar un estudio más minucioso del proceso, dejadme avivar la comprensión de la simple definición con un ejemplo concreto. Elijo el caso curioso de un hombre ignorante, Stephen H. Bradley, cuya experiencia se relata en un curioso folleto americano[97].
He escogido este caso porque muestra cómo en esas alteraciones internas se puede encontrar una profundidad inesperada bajo otra, como si las posibilidades del carácter apareciesen dispuestas en una serie de capas o caparazones, de las que no tenemos conocimiento premonitorio.
Bradley creía que se había convertido a la edad de catorce años:
«Pensaba que había visto al Salvador, a través de la fe, con forma humana, por un instante en la habitación, con los brazos extendidos como si me dijese: “¡Ven!”. Al día siguiente me congratulaba y temblaba a la vez; porco después mi felicidad era tan grande que afirmé que quería morir, este mundo no entraba en mis afecciones y cada día me parecía día del Señor[98]. Sentí el deseo ardiente de que toda la humanidad estuviese en mi estado; deseaba que todos amaran de una forma suprema a Dios. Antes era muy egoísta e hipócrita, pero ahora ansiaba el bienestar de toda la humanidad; de corazón podía perdonar a mis peores enemigos y me sentía dispuesto a soportar las burlas y mofas de cualquiera y sufrir cualquier cosa por Su amor, si fuese el medio para convertir un alma».
Al cabo de nueve años, el 1829, Bradley oyó hablar de que un renacimiento religioso había comenzado en su barrio.
«Muchos de los jóvenes conversos —dice— cuando nos reuníamos venían a preguntarme si yo tenía fe y normalmente la respuesta era: espero que sí. Eso no les satisfacía demasiado; afirmaban que ellos sabían que la tenían. Les pedía que rezasen por mí, pensando que si todavía no tenía fe, después de tanto tiempo llamándome cristiano, ya era hora de que la tuviese y esperaba que sus plegarias me beneficiaran.
»Un domingo fui a oír a un predicador metodista a la Academia. Hablaba de la anunciación del día del juicio final y lo subrayaba de manera tan solemne y terrible como nunca había escuchado. Parecía que estuviera ocurriendo y las facultades de mi mente estaban tan despiertas que temblé involuntariamente en el banco donde me sentaba, aunque no sentía nada en el corazón. A la tarde siguiente volví; cogí el texto de la Revelación: “Y vi a los muertos, pequeños y grandes, en pie delante de Dios”. Él representaba los terrores de aquel día de tal manera que parecía que hubiera de fundir el corazón de una piedra. Cuando acabó el sermón, un señor se volvió y me dijo: “Esto es predicar”. Pensé lo mismo pero mis sentimientos todavía parecían inconmovibles y no gozaba aún de la fe, y aunque él parece que sí.
»A continuación explicaré la experiencia del poder del Espíritu Santo que ocurrió la misma noche. Si alguien me hubiera dicho que podía ser testigo del poder del Espíritu Santo de la manera en que lo hice no lo habría creído y habría supuesto que me engañaba. Después de la reunión me fui a casa directamente, y comencé a reflexionar qué me hacía sentir tan estúpido. Me retiré pronto y continuaba indiferente ante las cosas de la religión hasta que, cinco minutos más tarde, el Espíritu Santo comenzó a actuar de la manera siguiente:
»Al principio, mi corazón comenzó a latir muy de prisa, así de repente, lo que me hizo pensar que enfermaría, y me alarmé porque no me dolía. Los latidos del corazón aumentaron y pronto me persuadí de que era el Espíritu Santo por el efecto que me producía. Comencé a sentir una alegría desbordante y humilde a la paz, sentimiento de indignidad que no había sentido nunca. No pude evitar hablar en voz alta y decir: “Señor, no merezco esta felicidad”, o algo parecido, mientras una corriente (que dada la sensación de parecerse al aire) me llenaba la boca y el corazón de manera más perceptible que cualquier bebida y que continuó, según creo, durante cinco minutos o más, pareciendo ser la causa de mi felicidad y del latir de mi corazón. Tomé posesión completa de mi alma y estoy seguro de haber deseado que el Señor no me diese mayor felicidad, ya que parecía no poder contener la que poseía. Parecía que el corazón me fuese a explotar, pero continuó latiendo hasta que sentí que estaba completamente lleno del amor y la gracia de Dios.
»Mientras sucedió esto, en mi cabeza se debatía un solo pensamiento, ¿qué podría significar?, y a continuación, como respuesta, mi memoria volvióse completamente clara y me pareció que tenía el Nuevo Testamento abierto ante mí, el capítulo octavo de los Romanos, y tan iluminado como si sujetase una vela, para que pudiese leer los versículos 26 y 27 del capítulo citado, leí: “El Espíritu comparte nuestra flaqueza con suspiros inefables”. Todo el tiempo que mi corazón latió, me forzó a gritar como una persona angustiada a la que no era fácil parar, aunque no sentía dolor alguno; mi hermano, que dormía en otra habitación, vino, abrió la puerta y me preguntó si me encontraba mal. Le dije que no, que volviera a dormirse. Intenté parar; no deseaba dormirme por miedo a perder aquella felicidad, pensaba en mi interior:
»“Mi alma, anhelante, permanecería en un lugar como éste”.
»Después de que el corazón se calmase, y sintiendo mi alma llena del Espíritu Santo, pensé que probablemente había ángeles rondando mi cama. Me dieron ganas de hablar con ellos y al final exclamé: “¡Oh, vosotros, ángeles bondadosos!, ¿cómo podéis interesaros tanto por nuestro bienestar si nosotros nos interesamos tan poco?”. Después me dormí con dificultad. El primer pensamiento de la mañana fue: “¿Qué se ha hecho de mi felicidad?”, y al sentir algo en el corazón supliqué de nuevo y se me dio con la rapidez del pensamiento. A continuación me vestí y, con gran sorpresa, descubrí que casi no me tenía en pie. Parecía que hubiese algo del cielo en la tierra; mi alma estaba tan por encima de los temores de la muerte como yo del sueño; como un pájaro enjaulado deseé, si Dios quería, liberarme de mi cuerpo y habitar con Cristo; pero también deseaba vivir para hacer el bien y pedir a los pecadores que se arrepintieran. Bajé sintiéndome tan solemne como si hubiese perdido todos los amigos y pensando que no lo daría a conocer a mis padres hasta que hubiese comprobado el Testamento. Me dirigí al anaquel y miré el capítulo ocho de la Epístola a los Romanos; cada versículo parecía hablar y confirmar que era la Palabra de Dios, y que mis sentimientos correspondían al significado de la Palabra. Entonces se lo conté a mis padres, y me pareció que no entendían cuando les hablaba, que no era mi voz, ya que así me sonaba a mí. Mi discurso parecía dirigido por el Espíritu que habitaba en mí; no quiero decir que las palabras no fuesen mías ya que lo eran, sino que pensaba estar iluminado como los Apóstoles el día de Pentecostés (con la excepción de no poseer el poder de darlo a otros y hacer lo que hicieron). Después del desayuno, salí a hablar con mis vecinos sobre religión —cosa que antes no hubiese hecho ni a sueldo— y si me lo solicitaban rezaba con ellos, aunque nunca lo había hecho en público.
»Ahora me siento como si hubiese cumplido con mi deber de decir la verdad y espero, por la bendición de Dios, hacer algún bien a cualquier hombre que lo lea. Él ha cumplido la promesa de enviar el Espíritu Santo a nuestros corazones, al menos al mío, y ahora desafió a todos los deístas y ateos del mundo a zarandear mi fe en Cristo».
Todo esto sobre mister Bradley y su conversión; no sabemos nada del efecto de todo ello en su vida posterior. Ahora, por un momento, examinaremos los elementos constitutivos del proceso de conversión.
Si abrimos el capítulo sobre asociación de cualquier tratado de psicología, leeremos que las ideas del hombre, los propósitos y los objetivos forman grupos y sistemas internos, relativamente independientes entre sí. Cada «objetivo» despierta un cierto tipo específico de interés y reúne un grupo de ideas subordinadas y asociadas a él; si el objetivo y la excitación son de tipo diferente, sus grupos de ideas tendrán poco en común. Cuando hay un grupo presente y aumenta el interés, todas las ideas relacionadas con otros grupos han de quedar excluidas del terreno mental. Cuando el presidente de Estados Unidos, con una escopeta y una caña de pescar acampa en un desierto para descansar, cambia su sistema de ideas de arriba abajo. Las preocupaciones presidenciales quedan completamente en el fondo, los hábitos oficiales son sustituidos por los hábitos de un hijo de la naturaleza y aquellos que sólo conocen al hombre como al firme magistrado no «lo tomarían por la misma persona» si le viesen de excursión. Si nunca volviera a su ocupación oficial, y nunca más se interesara por la política sería, desde intereses y propósitos prácticos, un ser que ha sufrido una transformación. Nuestras alteraciones ordinarias de carácter, mientras pasan de un objetivo a otro no se denominan transformaciones, porque cada una de ella es rápidamente seguida por la otra en dirección contraria, pero como nunca un objetivo es tan estable como para expulsar definitivamente a sus anteriores rivales de la vida del individuo, tendremos que hablar del fenómeno, y probablemente concebirlo, como una transformación.
Estas alteraciones constituyen las formas más completas en las que el yo se puede dividir. Una de las más incompletas es la coexistencia simultánea de dos o más grupos de objetivos, de los cuales uno tiene prácticamente el camino libre e instiga a la actividad, mientras los otros sólo son buenas intenciones, y prácticamente nunca llegan a nada. Las aspiraciones de san Agustín por alcanzar una vida más pura (en la conferencia anterior) pueden servir de ejemplo. Otro, puede ser el del presidente en el esplendor de su carrera preguntándose si todo es vanidad y si la vida del leñador no es el destino más saludable. Estas aspiraciones pasajeras son simples veleidades caprichosas; existen en los rincones más remotos de la mente y el yo real del hombre, pero el centro de sus energías está ocupado por un sistema totalmente diferente. Mientras la vida continúa se da un cambio constante en nuestros intereses, y en consecuencia, un cambio de lugar en nuestros sistemas de ideas, de partes de la conciencia más centrales a las más periféricas, y viceversa. Recuerdo, por ejemplo, una tarde, cuando era joven, que mi padre leía en un diario de Boston aquel fragmento del testamento de lord Gifford en el que crea estas cuatro plazas de profesor; en aquel tiempo no pensaba ser profesor de filosofía, y lo que sentí quedaba tan lejos de mi vida como si estuviese relacionado con Marte. Ahora estoy aquí, con el sistema Gifford como parte y parcela de mí mismo, y con todas mis energías, por el momento, dedicadas a identificarme con él. Mi alma, así, se sitúa en lo que antes era prácticamente un objeto irreal y desde allí habla como desde su propio entorno y centro.
Cuando digo «alma» no debéis tomarlo en sentido ontológico a menos que lo prefiráis así, ya que aunque el lenguaje ontológico es característico de estas materias, budistas o humeanos pueden describir perfectamente los hechos en los términos fenoménicos que prefieran; para ellos el alma es sólo una sucesión de campos de conciencia, aunque en cada campo se encuentra un centro de perspectiva que depende de los intereses momentáneos o de las tendencias permanentes del sujeto. Al hablar de esta parte, involuntariamente utilizamos señaladotes lingüísticos para distinguirla de las demás, usamos «aquí», «eso», «ahora», «mío», o «yo», y al resto les damos la posición de «allá», «entonces», «aquello», «suyo», «otro», «no yo». Pero un «aquí» puede volverse un «allá», un «allá» pasar a ser «aquí» y lo que era «mío» y «no mío» intercambiarse.
Provoca estos cambios la alteración de la excitación emocional; lo que ayer parecía cálido y vital, mañana es frío. Es como si mirásemos el resto desde las partes cálidas del campo y de aquí surgiese el deseo personal y la volición; bien entendido, constituyen los centros de nuestra energía dinámica, mientras que las partes frías nos dejan indiferentes y pasivos proporcionalmente a su frialdad.
De momento, la cuestión sobre si este lenguaje es rigurosamente exacto, no tiene importancia; será bastante exacto si reconocéis por propia experiencia los hechos que intento designar con él.
Puede haber una gran oscilación en el interés emocional y las cosas cálidas pueden cambiar ante nosotros casi tan rápidamente como las chispas que recorren el papel ardiendo. Si es así poseemos ese yo dividido e indeciso del que hemos hablado en la conferencia anterior; o el foco de excitación y calor, el punto de vista desde el que se toma el objetivo, puede pasar a formar parte permanente de un sistema determinado; entonces, si el cambio fuese religioso, lo llamaríamos conversión, particularmente si se produce una crisis súbita.
A partir de ahora hablaremos del lugar cálido en la conciencia de un hombre, del grupo de ideas que denominaremos el centro habitual de energía personal. Para un hombre existe una gran diferencia entre que sea un grupo de ideas u otro el centro de su energía, y también se establece una gran diferencia con respecto a cualquier grupo de ideas que posea, en tanto que éstas sean centrales o periféricas. Decir de un hombre que se ha «convertido» significa, en estos términos, que las ideas religiosas, antes periféricas en su conciencia, ocupan ahora un lugar central y que los objetivos religiosos constituyen el centro habitual de su energía. Ahora bien, si pedís a la psicología que explique cómo se desplaza la excitación en el sistema central de un hombre y por qué los objetivos periféricos se vuelven, en un momento dado, centrales, la psicología habrá de responder que aunque pueda dar una descripción general de lo que sucede, no puede explicar con precisión todas las fuerzas individuales que intervienen. Ni un observador externo, ni el sujeto que experimenta el proceso pueden explicar totalmente cómo las experiencias particulares pueden cambiar el centro de energía de un hombre de manera tan decisiva, o por qué con frecuencia se ha de esperar el momento propicio para hacerlo. Tenemos un pensamiento, o hacemos alguna cosa repetidamente, pero un día el significado real del pensamiento resuena en nosotros por vez primera, o el acto se convierte de golpe en una imposibilidad moral. Todo lo que sabemos es que hay sentimientos muertos, ideas muertas y heladas creencias y que las hay otras cálidas y vivas. Cuando algo comienza a caldearse y animar en nosotros, todo ha de cristalizar de nuevo a su alrededor; podemos decir que el valor y la vivacidad sólo son «la eficacia motora» largamente diferida y que ahora es activa, de la idea; pero en definitiva, se tratará sólo de un circunloquio ya que ¿de dónde procede súbitamente la eficacia motora? Entonces nuestras explicaciones resultan tan vagas y generales que todavía nos damos cuenta mejor de la intensa singularidad del fenómeno.
Al final volvemos al simbolismo trivial de un equilibrio mecánico. Una mente es un sistema de ideas; cada una con la excitación emotiva y con las tendencias impulsiva e inhibitiva que se verifican y refuerzan mutuamente. El conjunto de ideas se altera por la sustracción o la adición durante la experiencia, y las tendencias se modifican a medida que el organismo envejece. Un sistema mental puede ser socavado o debilitado por esta alteración intrínseca, al igual que un edificio, y puede mantenerse en pie por un hábito rutinario o de inercia. Pero una percepción nueva, un choque emocional súbito o una ocasión que ponga al descubierto la modificación orgánica, harán que toda la estructura se derrumbe al mismo tiempo, en cuyo caso el centro de gravedad se sitúa en una actitud más estable, ya que las ideas nuevas que llegan al centro, en la nueva estructura, parecen estar mejor ajustadas quedando la nueva estructura permanente, sin embargo.
Las asociaciones de ideas y los hábitos son, por lo general, factores de retardamiento de estos cambios de equilibrio; la nueva información, adquirida de la manera que sea, juega un papel acelerador en los cambios y la lenta mutación de nuestros instintos y propensiones ejerce gran influencia bajo «el inimaginable toque del tiempo». Además, tales influencias pueden actuar subconscientemente o medio inconscientemente[99]. Cuando encontramos un individuo de vida subconsciente muy desarrollada y que habitualmente madura los argumentos en silencio, tenemos un caso del que nunca podremos dar un informe completo, y esto, tanto para el individuo mismo como para el observador puede parecer un factor sorprendente. Las ocasiones emocionales, particularmente las violentas, son extremadamente eficaces para precipitar reestructuraciones mentales. Las formas explosivas y repentinas con las que nos sorprenden el amor, los celos, la culpabilidad, el miedo, los remordimientos o la cólera son bien conocidas de todos[100]; la esperanza, la felicidad, la resolución, emociones características de la conversión, pueden ser igualmente explosivas. Y las emociones que se presentan de esta forma tan explosiva pocas veces dejan las cosas como estaban.
El profesor Starbuck, de California, en su último trabajo sobre la psicología de la religión (Psychology of Religion) mostró mediante una encuesta el paralelismo, en todas sus manifestaciones, que hay entre la «conversión» ordinaria, que se da entre el joven educado en círculos evangélicos, y aquella tendencia hacia una vida espiritual más amplia que es una fase de la adolescencia en toda clase de seres humanos. La edad es la misma, normalmente se encuentra entre los catorce y los diecisiete años; los síntomas son los mismos: sensación de incompletud e imperfección, depresión, introspección morbosa y sentimiento de pecado, preocupación por el otro mundo, angustia por las dudas… y otros por el estilo. El resultado es idéntico, un desahogo feliz y cierto sentido de la objetividad, mientras aumenta la confianza en uno mismo, a medida que las facultades se ajustan a la perspectiva más amplia. En el despertar religioso espontáneo —aparte de los ejemplos de renacimiento en el tiempo tormentoso, tenso y cambiante de la adolescencia normal— podemos encontrar la experiencia mística, que sorprende a los individuos con su vehemencia al igual que en la conversión de renacimiento. De hecho, la analogía es completa y las conclusiones de Starbuck de que estas ordinarias conversiones juveniles habrían de coincidir, se reducen a una sola: la conversión es, en esencia, un fenómeno adolescente normal, incidental con el paso de la infancia, con su pequeño universo, a la vida más intelectual y espiritual de la madurez.
«La teología —dice el profesor Starbuck— asimila las tendencias de la adolescencia y construye sobre ellas; observa que lo esencial en el crecimiento adolescente es sacar a la persona de la infancia e introducirla en la nueva vida de madurez e intimidad personal. En consecuencia, concentra los medios que intensifican las tendencias normales, acorta el período de duración de los trastornos y su tensión. Los fenómenos de conversión del tipo “convicción de pecado” duran, según las estadísticas del investigador, una quinta parte que los de trastorno y tensión adolescentes, de los que también posee estadísticas, pero son mucho más intensos. Las secuelas corporales, la pérdida del sueño, del apetito, por ejemplo, son mucho más frecuentes en ellos. La diferencia esencial es que la conversión intensifica, aunque lo acorte, el período en cuestión; y conduce a la persona a una crisis definitiva»[101].
Las conversiones a las que el doctor Strabuck hace referencia son, principalmente, de personas más bien corrientes que se ajustan a un tipo caracterizado por la instrucción, la disciplina y el ejemplo. La forma particular que adoptan es el resultado de la sugestión y la imitación[102], y si pasaran las crisis de crecimiento en otros credos y otros países, aunque la esencia del cambio sería la misma (ya que es, en general, inevitable), sus trastornos serían diferentes… En países católicos, por ejemplo, y en nuestras sectas episcopalianas, esta preocupación y convicción de pecado no es tan usual como en las sectas que estimulan los renacimientos espirituales. Al confiar en los sacramentos, en esas instituciones eclesiásticas más estrictas, no hay tanta necesidad de orientar y acentuar la aceptación personal de la salvación.
Pero todo fenómeno imitativo ha de haber tenido un modelo original y propongo que en el futuro nos mantengamos tan cerca como podamos de las formas más directas y originales de experiencia. Se encuentran con mayor frecuencia en casos adultos esporádicos.
El profesor Leuba, en un valioso artículo sobre la psicología de la conversión[103], condiciona el aspecto teológico de la vida religiosa casi por entero a un aspecto moral. Define el sentido religioso como «el sentimiento de incompletud, de imperfección moral, de pecado —para hacer servir la palabra técnica— junto con el anhelo de encontrar la paz de la unidad». Escribe: «La palabra religión significa cada vez más el conglomerado de deseos y emociones que emergen del sentido de pecado y de su liberación», y proporciona numerosos ejemplos donde encontramos que en el pecado figura desde la embriaguez hasta la soberbia espiritual, para demostrar que el sentido de pecado nos asediará y ansiaremos la liberación de manera tan urgente como la angustia de la carne enferma en cualquier forma de miseria física.
Sin duda, esta concepción abraza un número inabarcable de casos. Uno de éstos, por ejemplo, es el de mister S. H. Hadley, que después de su conversión se transformó en un activo y útil redentor de alcohólicos en Nueva York. Su experiencia fue como sigue:
«Un martes por la tarde, sentado en un bar de Harlem, era un borracho sin casa, sin amigos, moribundo. Había empeñado o vendido todo lo que me podía proporcionar bebida; no podía dormir sin no estaba completamente embriagado. Hacía días que no comía y las cuatro noches anteriores había padecido delirium tremens, terrores, desde medianoche hasta la mañana. Frecuentemente me había repetido “jamás seré un vagabundo”, “nuca seré un holgazán; cuando llegue ese día, si llega, encontraré un lugar en el fondo del río”. Pero el Señor lo dispuso de tal manera que cuando llegó el día esperado no podía andar ni una cuarta parte del camino hasta el río. Mientras estaba así, pensando, sentí una presencia grande y poderosa. Entonces no sabía qué era, más tarde supe que era Jesús, el amigo del pecador. Fui hacia la barra del bar y la golpeé hasta que los vasos se tambalearon; los que bebían miraban con curiosidad desdeñosa. Grité que nunca más bebería si había de morir en la calle, y me sentía como si eso hubiese de suceder antes de la mañana siguiente. Alguien me respondió: “Si quieres mantener esta promesa ve a que te encierren”. Fui al cuartel de policía más próximo e hice que me encerraran; estaba en una celda estrecha y parecía que todos, todos los demonios que encontraban sitio estuviesen allí conmigo. No era ésta toda la compañía que tenía. ¡No!, por el amor de Dios, aquel espíritu que había aparecido en el bar estaba allí y repetía: “¡Reza!”. Lo hice y a pesar de que no encontraba gran ayuda continué. Tan pronto como pude dejar la celda me llevaron al tribunal y fui reenviado a la celda. Al final me dejaron libre y me dirigí a casa de mi hermano que me atendió. Mientras estaba en la cama el Espíritu consejero no me abandonó y cuando el segundo sábado me levanté noté que aquel día se decidiría mi destino; y hacia la tarde se me ocurrió ir a la misión de Jerry M’Auley. Fui, la casa estaba llena y me abrí paso con dificultad hacia la tribuna. Allí vi al apóstol del embriagado y el marginado, al hombre de Dios, Jerry M’Auley, se acercó y, en medio de un gran silencio, explicó su experiencia. Había tal sinceridad en aquel hombre que destilaba convicción y me encontré diciendo: “Te pregunto si Dios puede salvarme”. Escuché el testimonio de treinta personas, más o menos, cada una de las cuales había sido redimida del alcohol, y me dije que me salvaría o moriría allí mismo. Cuando se nos propuso me arrodillé junto con una multitud de bebedores; Jerry hizo la primera plegaria, después lo hizo su mujer, con fervor. ¡Qué conflicto había en mi alma! Un bendito susurro dijo: “¡Ven!”; el demonio insistía: “¡Vigila!”. Me paré un momento, y después, con el corazón deshecho, repetí: “Amado Jesús, ¿me puedes ayudar?”. Jamás, con mi lengua mortal, podré describir aquel momento, a pesar de que hasta entonces mi alma se había sentido presa de una oscuridad indescriptible, sentí la luz gloriosa del sol del mediodía brillando en mi corazón. Me sentí libre. ¡Oh preciado sentimiento de seguridad, de libertad, de estar con Jesús! Sentí que Cristo, con todo su resplandor y poder, había entrado en mi vida y que, de hecho, las viejas cosas habían desaparecido y todo se había vuelto nuevo.
»Desde aquel momento hasta ahora nunca he vuelto a beber un vaso de whisky y no existe el dinero suficiente para hacerme beber uno. Prometí a Dios aquella noche que si me libraba del deseo de beber trabajaría toda mi vida por Él. Él ha cumplido su parte y yo he intentado cumplir la mía»[104].
El doctor Leuba señala correctamente que hay poca teología doctrinal en esta experiencia que comienza con la absoluta necesidad de un auxilio superior y acaba con la sensación de que éste nos ha llegado. Ofrece tres casos de conversión de alcohólicos que son puramente éticos y que no contienen, tal como he dicho, ningún tipo de creencia teológica. Por ejemplo, el caso de John B. Gough es prácticamente, sostiene el doctor Leuba, la conversión de un ateo, no se menciona a Dios ni a Jesús[105]. Pero a pesar de la importancia de estos tipos de regeneración con poca o ninguna reordenación intelectual, el narrador lo hace seguramente demasiado exclusivo. Corresponde a la forma centrada subjetivamente de melancolía morbosa de la que Bunyan y Alline son ejemplos. Pero en la conferencia séptima veremos que también existen formas de melancolía objetivas, en las cuales la falta de significado racional del universo y de la vida constituye la carga que pesa sobre uno; recordad el caso de Tolstoi[106]. Así, pues, convergen diferentes elementos en la conversión y sus relaciones con las vidas individuales merecen ser diferenciadas[107].
Algunas personas, por ejemplo, nunca se convertirán y posiblemente jamás, bajo ninguna circunstancia, lo harían. Las ideas religiosas no pueden volverse el centro de su energía espiritual, pueden ser excelentes personas, servidores de Dios de una manera práctica, pero no son hijos de su reino; son incapaces de imaginar lo invisible o bien, en lenguaje devoto, son individuos de una «esterilidad» y «sequedad» de por vida. Ineptitud para la fe religiosa que puede, en algunos casos, ser de origen intelectual. Sus facultades religiosas se pueden comprobar en su tendencia natural a expresarse a través de creencias pesimistas y materialistas, por ejemplo, por las que tantas almas buenas, que en otros tiempos habrían satisfecho libremente sus apetencias religiosas, ahora se encuentran, por así decir, congeladas; o por medio de disimulos agnósticos sobre la fe, considerándola cosa débil y vergonzosa, bajo los que muchos de nosotros nos disfrazamos para poder dar salida a nuestros instintos. Muchas personas nunca superan estas inhibiciones, hasta el final de sus días no quieren creer, su energía personal nunca llega a su centro religioso y éste se mantiene perpetuamente inactivo.
En otras personas el problema es más profundo. Hay hombres insensibles con respecto a la religión, deficientes en esta categoría de la sensibilidad; como organismos sin sangre, nunca pueden, a pesar de toda la buena intención, llegar al temerario «espíritu vital» de que disfrutan los temperamentos optimistas; la naturaleza espiritualmente estéril no dejará de admirar y envidiar la fe de los demás, pero nunca podrá comprender el entusiasmo y la paz de que gozan aquellos que tienen un temperamento predispuesto a la fe. De cualquier modo, todo esto puede constituir una cuestión de inhibición temporal y que, a pesar de todo, al final de la vida se produzca un deshielo, cierta liberación; se puede romper el cerrojo del pecho más árido y el corazón duro puede suavizarse y estallar de sentimiento religioso. Estos casos, más que ningún otro, sugerirán que la conversión repentina fue un milagro. Mientras existan, no debemos imaginarnos luchando con categorías cerradas de manera irreparable.
Existen dos formas de desenvolvimiento mental en los seres humanos que conducen a una sorprendente diferencia en el proceso de conversión, una diferencia sobre la cual el profesor Starbuck llama nuestra atención. Sabéis qué pasa cuando intentáis recordar un nombre olvidado; normalmente ayudaréis al recuerdo trabajándolo, pensando mentalmente en los lugares, las personas y las cosas con las que la palabra estaba relacionada, pero a veces este esfuerzo falla y entonces sentís como si cuanto más lo intentarais menores esperanzas alcanzaseis, como si la palabra estuviese embozada y la presión que le hiciésemos sólo sirviera para dificultar todavía más que apareciese. El expediente opuesto frecuentemente obtiene éxito; no hacéis ningún esfuerzo, pensáis en una cosa totalmente diferente y al cabo de media hora la palabra perdida acude a vuestra cabeza, como dice Emerson, con toda despreocupación, como si nunca hubiese sido estimulada. Algún proceso escondido había comenzado a funcionar por el esfuerzo inicial después de que el esfuerzo mismo acabara, haciendo que el resultado aparezca como si fuese espontáneo. Cierto profesor de música, cuenta el doctor Starbuck, dice a sus alumnos, cuando ya ha explicado bien la tarea y ninguno sabe todavía realizarla, «no insistáis y saldrá solo»[108].
Existe una forma inconsciente e involuntaria y otra consciente y voluntaria de llevar a término los resultados mentales y ambas las encontramos ejemplificadas en la historia de la conversión, ofreciendo dos tipos que Starbuck denomina el tipo volitivo y el tipo de autorrendición respectivamente. En el volitivo, el cambio regenerativo es normalmente gradual y consiste en la construcción, poco a poco, de un nuevo conjunto de hábitos espirituales y morales. Pero siempre hay puntos críticos en los que el movimiento hacia adelante parece mucho más rápido; el hecho psicológico es ilustrado por el profesor Starbuck. Nuestra educación en cualquier realización práctica actúa por sobresaltos y sacudidas, igual que el crecimiento del cuerpo físico.
«Un atleta… a veces despierta bruscamente a la comprensión de los puntos sutiles del juego y alcanza su disfrute real, como el converso despierta a una apreciación religiosa. Si continúa dedicándose al deporte, puede llegar un día que el juego prosiga sólo a través de él cuando se encuentre perdido en una gran competición. De la misma manera, un músico puede alcanzar un punto en el que se pierde totalmente el sentido de la técnica del arte, y en algún momento de inspiración se transforma en el instrumento a través del cual la música fluye; yo mismo puede escuchar a dos personas casadas, la vida de las cuales fue hermosa desde el principio, afirmar que sólo al cabo de un año o más de estar casados se dieron cuenta de la dicha de la vida matrimonial. Así sucede con la experiencia religiosa de las personas que estamos estudiando»[109].
De ahora en adelante oiremos ejemplos todavía más curiosos de procesos de maduración subconsciente que ofrecen resultados de los que nos damos cuenta repentinamente. Sir William Hamilton y el profesor Laycock de Edimburgo fueron los primeros en llamar la atención sobre esta clase de efectos; pero el doctor Carpenter, si no me equivoco, fue el primero en introducir el término «cerebración inconsciente», que desde entonces constituye una frase explicativa popular. Nosotros ahora conocemos los hechos de manera mucho más extensiva de lo que él los pudo conocer, y cambiamos el adjetivo «inconsciente», incorrecto para la mayoría de hechos, por el término más vago de «subconsciente» o «subliminal».
Sería sencillo dar ejemplos del tipo de conversión volitiva[110], pero como norma, son menos interesantes que los del tipo de autorrendición, en el que los efectos subconscientes son más abundantes y sorprendentes. Por tanto, me ocuparé de este último, más que nada porque la diferencia entre los dos no es radical. A pesar de que en el tipo de regeneración más voluntariamente organizada hay partes de autorrendición parcial interpuesta.
En la mayoría de los casos, cuando la voluntad ha hecho lo máximo con el fin de conducir al hombre lo más cerca posible de la unificación a la que aspiraba, parece que el último paso ha de ser realizado por otras fuerzas sin la ayuda de su actividad. Dicho de otra manera, la autorrendición se hace entonces indispensable. «La voluntad personal —dice el profesor Starbuck— se ha de anular. En muchos casos el alejamiento no llega hasta que la persona deja de resistir o de hacer esfuerzos en la dirección que pretende seguir».
«Había dicho que no cedería, pero cuando mi voluntad cedió acabó todo», escribe uno de los comunicantes de Starbuck. Otro afirma: «Dije simplemente: “Señor, he hecho todo lo que puede, ahora lo dejo todo en tus manos”, y a continuación me penetró una inmensa paz». Otro: «De súbito se me ocurrió que también podía ser salvado si dejaba de intentar hacerlo todo solo y seguía a Jesús». Otro: «Finalmente dejé de resistir, me rendí ante el pensamiento de que se trataba de una ardua lucha. Gradualmente me penetró la sensación de que había realizado mi parte y de que Dios deseaba realizar la suya»[111]. «Señor, que se cumpla vuestro designio, ¡condenadme o salvadme!», grita John Nelson[112], cansado de la lucha tensa por escapar de la condenación, y en aquel momento su alma se inundó de paz.
El doctor Starbuck ofrece una interesante explicación y a mí me parece que correcta —siempre que concepciones tan esquemáticas puedan pretenderlo— de las razones por las que la autorrendición es tan indispensable en el último momento. Para comenzar, hay dos cosas fundamentales en la mente del candidato a la conversión: primero, la incompletud y la culpa, el «pecado» del que quiere escapar; segundo, el ideal positivo que desea conseguir. Ahora bien, en la mayoría de nosotros, el sentido de nuestro actuar equivocado constituye una parte de nuestra conciencia mucho más precisa de lo que suele ser la imaginación de cualquier ideal positivo que pretendamos alcanzar. En la mayoría de los casos, el «pecado» absorbe casi exclusivamente la atención de manera que la conversión es «un proceso de lucha para alejarse del pecado más que por alcanzar la rectitud»[113]. El espíritu y la voluntad consciente de un hombre, siempre que se esfuerza en pos del ideal, aspiran a una cosa sólo imaginada vagamente y de forma inexacta. Mientras tanto, las fuerzas del crecimiento puramente orgánico caminan hacia su resultado prefigurado y su pugna consciente arrastra aliados subconscientes disimulados, que a su manera trabajan por el reajuste, y éste, hacia el que todas esas fuerzas más profundas tienden, es definitivo, y definitivamente diferente del que coinciden y deciden conscientemente. En consecuencia, por estar interferido (embozado, por decirlo así, como la palabra perdida que pretendemos demasiado enérgicamente recordar) por su esfuerzo voluntario que se decanta hacia la dirección genuina.
Starbuck pone el dedo en la raíz de la cuestión cuando afirma que ejercer el deseo personal es vivir todavía en la región donde el yo imperfecto es la cosa más apreciada; allí, donde, por el contrario, las fuerzas subconscientes toman el mando, el yo mejor in posse es el que dirige la operación. En lugar de ser estimulado tosca y vagamente desde fuera, se instituye entonces en centro organizador. ¿Qué debe hacer una persona? «Debe ceder —dice el profesor Starbuck—, es decir, ha de recurrir al poder que lleva a la virtud, que brota de su propio ser y dejar que acabe el trabajo que comenzó a su manera… El acto de rendirse, desde este punto de vista, es liberarse para una nueva vida, haciéndola el centro de una personalidad nueva y viviendo, desde dentro, la verdad de aquello que antes se percibía objetivamente»[114].
«La necesidad del hombre es la oportunidad de Dios», es la manera teológica de afirmar el hecho de la inexorabilidad de la rendición, mientras que la manera fisiológica de decirlo sería: «Que cada cual haga lo que pueda y el sistema nervioso hará el resto». Con las dos afirmaciones subrayamos en el mismo hecho.[115]
Para decirlo en términos de nuestro simbolismo propio, afirmaríamos: cuando el nuevo centro de energía personal ha estado incubado durante tanto tiempo, por estar a punto de abrirse como una flor, la única cosa que podemos decir es «las manos quietas», y brotará espontáneamente.
Hemos usado el lenguaje vago y abstracto de la psicología, pero siempre y cuando, en los términos que sea, la crisis descrita es el abandono de nuestros yos conscientes a la merced de poderes que, sean cuales sean, son más ideales que nosotros, y que llevan a la rendición, veríamos por qué la autorrendición fue siempre y siempre ha de ser considerada como el punto decisivo de la vida religiosa, siempre que la vida religiosa sea espiritual y no un asunto de rituales externos y sacramentales. Se puede decir que la evolución del cristianismo hacia la interioridad consistió en poca cosa más que en el crecimiento que generó estas crisis de autorrendición. Desde el catolicismo al luteranismo y al calvinismo, de aquí al wesleianismo y de éste —al margen del cristianismo técnico— al puro «liberalismo» o al «idealismo trascendental», tanto si es como si no del tipo de mind-cure, pasando por los místicos medievales, los quietistas, los pietistas y los cuáqueros, podemos observar los diversos estadios que progresan hacia la idea de una ayuda espiritual inmediata, experimentada por el individuo en su desamparo y que no precisa en absoluto de aparato doctrinal ni ritual propiciatorio.
Así, pues, psicología y religión están en perfecta armonía hasta este momento, ya que las dos admiten que existen fuerzas aparentemente al margen del individuo consciente que redimen su vida. No obstante, la psicología, al definir tales fuerzas como «subconscientes» y al hablar de sus efectos afirmando que se deben a la «incubación» o a la «meditación», implica que no trascienden la personalidad del individuo y en esto diverge de la teología cristiana que insiste en que constituyen mediaciones directamente sobrenaturales de la Divinidad. Os sugiero que todavía no consideremos esta divergencia final y dejemos esta cuestión en suspenso por un momento, una investigación continuada nos permitirá resolver algunas de las aparentes discordancias.
Volvamos, pues, un momento todavía a la psicología de la autorrendición del autoabandono. Cuando conocemos un hombre que vive en el extremo angustiado de su conciencia, encerrado en su pecado, su insuficiencia y su incompletud, y en consecuencia inconsolable, y le decimos simplemente que no le pasa nada, que debe dejar de sufrir, poner fin a su descontento y abandonar la ansiedad, le parecerá que decimos puros disparates. La única conciencia positiva con que cuenta le sugiere que no está bien, y el camino mejor que le ofrecemos le suena a habilidosa artimaña. «La voluntad de creer» no se puede forzar hasta este punto; podemos tener más fe en una creencia de la que poseemos las primeras nociones, pero no podemos crear una creencia totalmente fabulada cuando nuestra percepción nos asegura activamente lo contrario. La mejor mentalidad que se nos propone nos llega, en este caso, en la forma de la pura negación de la única mentalidad que poseemos, y no podemos desear activamente una negación pura.
Sólo hay dos formas de liberarse de la ira, el miedo, el sufrimiento, la desesperación y otras afecciones poco deseables; una es que la afección contraria apunte hacia nosotros de manera exclusiva, y la otra es que acabando tan exhaustos por la lucha que nos obliguemos a parar, lo dejemos correr, abandonemos y nunca más vuelva a importarnos. Nuestros centros cerebrales emocionales dejan de trabajar y quedan en una apatía temporal. Ahora bien, hay pruebas documentales de que ese agotamiento temporal frecuentemente forma parte de la crisis de conversión. Mientras vigila la preocupación egoísta del alma enferma, la expansiva confianza del alma creyente no avanza, pero dejemos que la primera pierda el cuidado, tan sólo un momento, y la última puede aprovechar la oportunidad, y una vez haya tomado posiciones las mantendrá. El Teufelsdröckh de Carlyle pasa del No eterno al Sí eterno a través de un «Centro de Indiferencia».
Os daré una explicación de esta característica del proceso de conversión. Aquel santo genuino, David Brainerd, describe su propia crisis de la manera siguiente:
«Una mañana, cuando caminaba como de costumbre por un lugar solitario, vi de repente que todas las estratagemas y proyectos que tenía para llevar a término y conseguir liberarme eran totalmente vanos; había llegado a una posición donde me encontraba completamente perdido. Vi que siempre me sería imposible hacer nada para ayudarme o liberarme por mí mismo, que ya había hecho todas las demandas posibles a la eternidad, que todas eran en vano porque me di cuenta que el interés personal me había motivado y que ni una sola vez había rogado por nada relacionado con la gloria de Dios. Vi que no existía ninguna conexión necesaria entre mis plegarias y la obtención de la gracia divina, que no obligaban de ninguna manera a Dios a otorgarme su gracia y que no había más virtud o bondad en ellas que la que hay en el chapoteo de mis manos en el agua. Vi que había multiplicado mis devociones ante Dios, ayunando, rezando, etc., haciendo ver, y a veces creyendo realmente, que pretendía la gloria de Dios, cuando nunca, ni una sola vez lo pensaba; sólo buscaba mi propia felicidad. Vi que como nunca había hecho nada por Dios sólo podía esperar que me volviese pecador en virtud de mi hipocresía y mi sarcasmo. Cuando vi claramente que sólo tenía en cuenta el propio interés, mis devociones parecieron mera mofa vil y un camino de falsedades, ya que toda plegaria no era más que autoalabanza y horrible abuso de Dios.
»Continué en este estado de ánimo, según recuerdo, desde el viernes por la mañana hasta el sábado siguiente por la tarde (12 de julio de 1739), cuando volví a pasear por el mismo lugar solitario. Aquí, en un estado de triste melancolía, intentaba rezar pero no tuve el valor de cumplir este deber o cualquier otro; mi anterior preocupación, la práctica y las afecciones religiosas habían desaparecido. Pensé que el Espíritu de Dios me había abandonado, pero todavía no estaba perdido; simplemente desconsolado, como si no hubiese nada en el cielo o en la tierra que me hiciese feliz. Habíame esforzado por rezar, aunque pensaba que de forma estúpida y sin sentido, durante casi media hora. Entonces, cuando caminaba por un bosque espeso, una serenidad inexplicable pareció abrir camino a la aprehensión de mi alma. No hablo de ningún fenómeno externo, ni de ninguna ilusión de algo luminoso, sino de abrir una nueva aprehensión interior o visión que tuve de Dios, como nunca la había tenido, ni nada que se le pareciera mínimamente. No tuve ninguna aprehensión particular de ninguna persona de la Trinidad, ni del Padre, ni del Hijo, ni del Espíritu Santo, pero se asemejaba a la gloria divina. Mi alma se alegró con una alegría indescriptible de ver un Dios semejante, un Ser Divino glorioso como aquél, yo estaba interiormente complacido y satisfecho de que fuese Dios sobre todas las cosas y por los siglos de los siglos. Mi alma permanecía cautivada y gozosa con la excelencia de Dios, al extremo de que me sentía engullido por ella, al menos hasta el punto que no pensaba en mi salvación y apenas pensaba que existía una criatura como yo. Continué en este estado de alegría interior, paz y desconcierto hasta la tarde, sin notar que disminuyera, y después comencé a reflexionar y examinar lo que había visto y me sentí más sosegado durante toda la tarde. Me hallaba en un mundo nuevo, y todo presentaba un aspecto diferente del acostumbrado. En aquel momento, se me abrió un camino de salvación con una sabiduría tan infinita, una sencillez y una excelencia que me hizo preguntarme si nunca podría pensar en ningún otro camino de salvación. Me sorprendía que no hubiese abandonado este camino maravilloso, benéfico y excepcional ante todo; si hubiese podido salvarme con mis devociones o de alguna otra forma anteriormente, ahora mi alma lo rechazaría. Me sorprendía que, sobre todo, nadie viese y se conformase con este camino de salvación dependiente completamente de la justicia de Cristo»[116].
He subrayado el pasaje que relata el agotamiento emotivo, que hasta aquel momento era habitual. En gran proporción de relatos, probablemente la mayoría, el narrador habla como si el agotamiento exhaustivo de la emoción inferior y la entrada de la superior fuesen simultáneos[117], aunque frecuentemente también hablen como si la superior expulsara activamente a la inferior; eso es indudablemente cierto en muchos casos, tal como ahora veremos, pero parece ciertamente dudoso que las dos condiciones —la maduración subconsciente de una afección y el carácter exhaustivo de la otra— hayan actuado simultáneamente para producir un resultado.
T. W. B., un converso de Nettleton, conducido a un paroxismo agudo de conciencia de pecado no comía nada, se encerró en su habitación gritando completamente desesperado: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?».
«Después de repetir eso y otras cosas similares —dice— me pareció adentrarme en un estado de insensibilidad. Cuando volví en mí de nuevo, estaba arrodillado, rezando, no por mí sino por los demás. Me sentí sometido a la voluntad de Dios, deseando que hiciese de mí lo que le pareciera mejor. Mi propia preocupación parecía disuelta en la preocupación por los otros»[118].
Nuestro gran «renacentista» americano, Finney, escribe:
«Me dije a mí mismo: ¿qué es eso? Debo haber apenado completamente al Espíritu Santo. He perdido mi convicción. No poseo ni siquiera una partícula de ansiedad en mi alma y debe ser porque el Espíritu me ha abandonado. “¿Por qué?”, pensaba, ya que nunca me había sentido más lejos de preocuparme por mi salvación… Intenté recordar mis convicciones, sentir el peso del pecado; intenté en vano estimularme; estaba tan tranquilo e inundado de paz que intentaba inquietarme por ello asustado de que no fuese el resultado de haber ofendido al Espíritu»[119].
Sin duda, hay personas en las que independientemente del agotamiento de la capacidad del individuo para sentir, y a pesar también de la ausencia de cualquier sentimiento agudo previo, la convicción superior de conseguir el grado preciso de energía explota a través de todas las barreras y penetra como un súbito torrente, siendo éstos los casos más sorprendentes y memorables, los casos de conversión instantánea a los que estuvo muy peculiarmente unida la concepción de la gracia divina. He tratado sólo un caso a fondo, el de mister Bradley, pero prefiero reservar los otros y mis propios comentarios sobre el resto del tema para la próxima conferencia.