Conferencias XI, XII y XIII.
La santidad
La conferencia última nos dejó en un estado de expectación. ¿Cuáles pueden ser, para la vida, los frutos de las impresionantes conversiones que hemos oído? Con esta pregunta abrimos el capítulo realmente importante de nuestro trabajo; ya recordaréis que no sólo comenzamos esta investigación empírica para iniciar un capítulo curioso en la historia natural de la conciencia humana, sino más bien por adquirir un juicio espiritual respecto del valor total y significado positivo del problema religioso en su totalidad y de la felicidad conseguida. Por consiguiente, primero describiremos los frutos de la vida religiosa y después deberemos juzgarlos. Este planteamiento divide la investigación en dos partes bien diferenciadas; y sin extendernos más en el preámbulo, adentrémonos en la tarea descriptiva.
Debería ser ésta la parte más agradable de nuestro trabajo. Es cierto que algunas pequeñas porciones pueden ser dolorosas o incluso mostrar la naturaleza humana bajo una luz patética, pero resultará fundamentalmente agradable porque los frutos mejores de la experiencia religiosa constituyen el capitulo más gratificante que la historia puede exhibir. Siempre han sido considerados así, y si en alguna parte existe, aquí anida la vida ardua, y evocar una sucesión de ejemplos, como últimamente he tenido que aducir, aunque sencillamente los haya leído, es sentirse animado, estimulado y limpio hacia una atmósfera moral mejor.
Los impulsos de la caridad, la devoción, la confianza, la paciencia, el coraje, hacia los que las alas de la naturaleza humana se extienden, provienen de ideales religiosos. Lo mejor que puedo hacer es citar algunas observaciones que adelanta Sainte-Beuve en su History of Port Royal, sobre los resultados de la conversión o estado de gracia.
«Pese a todo, desde un punto de vista puramente humano, el fenómeno de la gracia parece demasiado extraordinario, eminente y raro, tanto por su naturaleza como por sus efectos, como para merecer un estudio más profundo. Porque el alma llega así a un estado equilibrado e inexpugnable; un estado que es genuinamente heroico y desde el cual se realizan los hechos más grandes que nunca podría realizar el alma. A través de las formas diferentes de comunión, y pese a la diversidad de medios que ayudan a producir este estado, ya se consiga mediante un jubileo, una confesión general o plegaria solitaria, o, resumiendo, cualquiera que sea el lugar y la ocasión, es fácil reconocer que fundamentalmente se trata de un estado fructífero y espiritual. Si penetramos en la diversidad de circunstancias, se manifiesta que es siempre una y la misma modificación la que afecta a cristianos de todas las épocas, que hay realmente un único espíritu fundamental e idéntico de piedad y caridad común a los que han recibido la gracia: un estado interior que, antes que nada, es de amor y de humildad, de infinita confianza en Dios y severidad con uno mismo acompañado de ternura hacia los semejantes. Los frutos característicos de esta condición del alma poseen, en su conjunto, el mismo sabor bajo distintos soles y en ambientes diferentes, tanto para santa Teresa de Ávila como para cualquier hermano moraviano de Herrnhut»[143].
Aquí, Saint-Beuve sólo piensa en los ejemplos más importantes de regeneración y, naturalmente, en los más instructivos para nosotros. Con frecuencia, estos devotos dispusieron de sus caminos de manera tan diferente a los demás hombres que si los juzgáramos mediante la ley mundana nos sentiríamos tentados a considerarlos monstruos o aberraciones de la naturaleza. Por consiguiente, comienzo planteando una cuestión psicológica general sobre cuáles son las condiciones íntimas que pueden hacer que un carácter humano sea tan diferente de otro.
Puedo contestar de inmediato que, por lo que respecta al carácter como algo distinto del intelecto, las causas de la diversidad humana se encuentran principalmente en nuestra sensibilidad emocional distinta y en los diferentes impulsos e inhibiciones que aquéllas comportan. Dejadme aclarároslo.
Hablando en general, nuestra actitud moral y práctica, en cualquier momento dado, constituye siempre el resultado de dos conjuntos de fuerzas en nosotros mismos: impulsos que se comprometen en una dirección e inhibiciones que los retienen. «Sí, si», dicen los impulsos; «no, no», las inhibiciones. Incluso aquellos que no hayan reflexionado expresamente sobre el tema se darán cuenta de cómo constantemente se manifiesta en nosotros este factor de inhibición, cómo nos reprime y moldea por su presión restrictiva como si de fluidos contenidos en un recipiente se tratara. La influencia es tan incesante que acaba siendo subconsciente. Todos vosotros, por ejemplo, estáis aquí en este momento soportando alguna inhibición, sin conciencia de la misma a causa de la influencia del momento; si os quedaseis solos en la habitación, cada uno de vosotros, inconscientemente, se recompondría y tomaría una actitud más «libre y abierta». Sin embargo, las convenciones e inhibiciones se rasgarían como una telaraña si sobreviniese una excitación emocional fuerte. He visto un dandy salir a la calle con la cara llena de crema de afeitar porque ardía una casa, y una señora convencional correría en camisón en plena calle si de salvar su vida o la de su hijo se tratara. Tomad la vida de una mujer mimada e indulgente consigo misma, se rendiría a todas las inhibiciones que sus desagradables sensaciones le provocasen, dormiría hasta tarde, viviría de té y sedantes y se quedaría en casa cuando hiciese frío; todas las dificultades la encontrarían con el «no» en los labios; pero hacedla madre, ¿qué sucede? Poseída por el entusiasmo maternal, ahora se resigna al insomnio, el cansancio y el trabajo pesado sin dudar ni un momento y sin queja alguna. El poder inhibitorio del dolor se extinguirá siempre que los intereses del hijo estén en juego, los inconvenientes que esta criatura ocasiona parecen, como dice James Hinton, la realidad resplandeciente de una inmensa alegría, y constituyen las condiciones genuinas por las que la felicidad es mucho más profunda.
Se trata de un ejemplo de lo que denominamos «el poder justificador de una noble pasión»; pero sea elevada o inferior, no hay diferencia alguna si la emoción que comporta es bastante fuerte. En uno de sus discursos, Henry Drummond habla de una inundación en la India en la que quedó indemne una colina con un bungalow que se convirtió en refugio ocasional tanto de los animales feroces y los reptiles como de los seres humanos que allí había. En un momento dado apareció un tigre real de Bengala que nadaba y nadaba hacia el lugar, llegó y se tumbó en tierra jadeando como un perro, huyendo de la gente, poseído por tal terror que uno de los ingleses se le acercó tranquilamente con un rifle y le voló la cabeza. La ferocidad habitual del tigre se encontraba temporalmente reprimida por la emoción del miedo, que se convirtió en soberana y se constituyó en el nuevo centro de su carácter.
A veces, no predomina estado alguno de emoción, sino que muchos de ellos, contrarios entre sí, se entremezclan, y en este caso sentimos «síes» y «noes» simultáneos y es la «voluntad» entonces la que debe resolver el conflicto. Pensad, por ejemplo, en un soldado al que el temor a la cobardía le induce a avanzar, el miedo le impulsa a correr y sus tendencias miméticas le empujan en diversas direcciones, si sus camaradas le ofrecen ejemplos diversos… Su personalidad se convierte en un conjunto de interferencias y dudará durante bastante tiempo porque ninguna emoción predomina. Existe un nivel de intensidad que si es alcanzado por alguna emoción se convierte en la única efectiva y elimina los antagonismos y todas sus inhibiciones. La furia de la carga de sus camaradas, una vez comenzada, proporcionará al soldado ese grado de coraje; el pánico de la derrota le proporcionará la medida del miedo. Cuando se producen estas excitaciones predominantes, las cosas que ordinariamente parecen imposibles se tornan naturales porque resultan anuladas las inhibiciones. Su «no, no» ya no se percibe porque no existe, y entonces los obstáculos aparecen como aros de papel para el jinete de circo —ningún impedimento existe porque la corriente es más fuerte que el obstáculo que suponen. «Lass sie betteln gehn wenn sie hungrig sind!», grita el granadero frenético por la captura de su emperador, cuando le hablan de su mujer y de sus hijos; y hombres encerrados en un teatro incendiado se han abierto paso entre una multitud a cuchilladas[144].
Una forma de excitabilidad emocional es, por su poder destructivo característico sobre las inhibiciones, importante en la composición del carácter enérgico. Me refiero a la que en su forma más atenuada es simple irascibilidad, susceptibilidad a la cólera, temperamento agresivo, y que en formas más sutiles todavía se manifiesta como impaciencia, severidad, seriedad, determinación. La determinación significa el deseo de vivir con energía, sin miedo al dolor que ésta pueda proporcionar; el dolor puede ser dolor en los demás o dolor propio, es indiferente ya que cuando el mal humor se instala en uno lo que se pretende es destruir algo sin importarnos qué o quién. Nada destruye una inhibición de la forma en que lo hace la ira, porque, como dice Moltke de la guerra, la destrucción pura y simple constituye su esencia. Eso la convierte en aliada valiosa de cualquier otra pasión; se aplastan los encantos más dulces con un placer feroz en el momento en que se interponen como portavoces de una causa que provoca nuestra indignación. Entonces no cuenta en absoluto perder amistades, renunciar a bienes y privilegios enraizados, romper las ligaduras sociales. Incluso, experimentamos una severa alegría en la austeridad y la desolación, y lo que denominamos debilidad de carácter es, en muchos casos, la ineptitud para sacrificar temperamentalmente las propias inclinaciones[145].
Hasta ahora he hablado de alteraciones temporales producidas por emociones cambiantes en la misma persona, pero las diferencias relativamente fijas del carácter de personas distintas se explican de forma muy similar. En un hombre con tendencia a un tipo particular de emoción, series completas de inhibiciones desaparecen —las que en otros hombres permanecen efectivas— y nuevos tipos de inhibiciones ocupan su lugar. Cuando alguien posee un don innato para determinadas emociones su vida difiere, curiosamente, de la propia de la gente ordinaria, ya que no le estorban ninguno de los frenos usuales; el simple aspirante a un tipo de carácter, por el contrario, sólo muestra la inferioridad, sin esperanza de acción voluntaria o instintiva, cuando aparece el luchador, amante o apóstol natural para quien la pasión es un don de la naturaleza. Deliberadamente ha de superar sus inhibiciones, el genio con pasión innata parece no sentirlas en absoluto, es libre de cualquier fricción interior y del desgaste nervioso; para un Fox, un Garibaldi, un general Booth, un John Brown, una Louise Michel, un Bradlaugh, los obstáculos insuperables resultan inexistentes y si el resto de nosotros no hiciésemos caso de tales obstáculos habría muchos héroes así, porque son numerosos los que tienen el deseo de vivir por ideales similares y sólo les falta el grado adecuado de energía anuladora de las inhibiciones[146].
La diferencia entre voluntad y deseo, entre poseer ideales creativos e ideales que nada más sean excusa y nimiedad, sólo depende así de la cantidad de presión que induzca al carácter en la dirección ideal, o bien de la cantidad de emoción ideal adquirida fugazmente. Dada una cierta cantidad de amor, de indignación, generosidad, magnanimidad, admiración, lealtad o entusiasmo siempre se obtiene el mismo resultado. Toda esta magnitud de obstrucciones cobardes que en personas dóciles y en humores apagados constituyen impedimentos fundamentales para la acción se desmoronan inmediatamente. Nuestro convencionalismo[147], nuestra timidez, nuestras demandas de paso y permiso, de garantía y seguridad, nuestros pequeños recelos, timideces, desesperanzas ¿dónde están ahora? Rotas como telarañas, disueltas como burbujas en el aire.
«Wo sind die Sorge nun und Noth
Die mich noch gestern Wollt’ erschlaffen?
Ich schäm’ mich dess’ im Morgenroth».
La corriente las empuja tan ligeramente que no percibimos su contacto; una vez liberados, flotamos, retozamos y cantamos. Esta franqueza y elevación aportan una brillante y alegre singularidad a los ideales creativos en todos sus niveles, una peculiaridad que en ningún otro lugar aparece tan marcada como cuando la emoción es religiosa. Un místico italiano escribe: «El verdadero monje sólo lleva consigo su lira».
Debemos pasar ahora de estas generalidades psicológicas a los resultados del estado religioso que constituyen específicamente el tema de esta conferencia. El hombre que vive en su centro religioso de energía y le impulsan entusiasmos espirituales difiere de su yo carnal anterior de una forma perfectamente definida. El nuevo ardor que enciende su pecho consume con su fulgor las inhibiciones inferiores que antes le perseguían y lo inmuniza de la porción vil de su naturaleza. La magnanimidad antes imposible ahora parece fácil; los convencionalismos insignificantes y los viles incentivos antes tiránicos, ahora ya no le sojuzgan. El muro de piedra de su interior se ha derrumbado. Pienso que podemos imaginamos todo esto recordando nuestro estado sentimental en aquellos «tiernos momentos» en los que a veces nos coloca la vida real, el teatro, o en ocasiones una novela. Especialmente si lloramos, ya que entonces parece como si nuestras lágrimas brotasen de un manantial interior inveterado y dejásemos que los viejos vicios y las esclusas morales fluyeran dejándonos limpios y con el corazón suave y abierto a toda noble iniciativa. La dureza habitual vuelve, en la mayoría de nosotros, en seguida; pero no ocurre así en las personas santas. Muchos santos, incluso los enérgicos como Teresa y Loyola, poseen lo que la iglesia tradicionalmente venera como una gracia particular, el denominado don de las lágrimas. En estas personas, la tierna emoción parece haber sido controlada casi interrumpidamente, ocurriendo también con otras afecciones exaltadas lo que sucede con las lágrimas y las emociones tiernas: su reinado puede advenir por un crecimiento gradual o por una crisis, pero en cualquier caso parece haber llegado «para quedarse».
Al final de la conferencia última vimos que dicha permanencia era cierta, la del primado del interior religioso, aunque con la disminución de la excitación emocional pueden sobrenadar temporalmente motivos más viles y producirse la recaída; sin embargo, también hemos probado con casos documentales que las tentaciones inferiores pueden quedar completamente anuladas, separadas de la emoción pasajera y en calidad de una alteración de la naturaleza habitual del hombre. Antes de embarcarnos en la historia natural general del carácter regenerativo quiero persuadiros de este hecho curioso con uno o dos ejemplos. Los más numerosos los constituyen los de los alcohólicos regenerados. Recordad el caso de mister Hadley de la última conferencia, la misión de Water Street de Jerry Auley presenta numerosos casos similares[148]. También recordaréis el graduado de Oxford que se convirtió a las tres de la tarde y se emborrachó en el campo de avena al día siguiente, pero que más tarde se apartó para siempre de este vicio. «Desde aquel momento la bebida ya no representó para mí un peligro, jamás la pruebo, no bebo nunca. Ocurre lo mismo con la pipa […] el deseo desapareció súbitamente y nunca volvió. Y lo mismo con cada pecado conocido, en cada caso la liberación ha sido permanente y completa. Desde la conversión no he tenido tentaciones».
Aquí tenemos un caso análogo de la recopilación manuscrita de Starbuck:
«Entré al viejo teatro Adelphi, donde había una reunión piadosa […] y comencé diciendo: “Señor, Señor, he de poseer tu bendición”. Entonces una voz audible en mi interior dijo: “¿Deseas abandonarlo todo al Señor?”, y continuó haciéndome pregunta tras pregunta a las que yo contestaba: “¡Sí, sí, Señor!” “¿Por qué no aceptas ahora la gracia?”. Dije: “La acepto Señor”. No sentía ninguna alegría extraordinaria, sólo confianza. Cuando acabó la reunión y salí a la calle encontré un señor fumando un cigarro de calidad, una nube de humo le cubría la cara, de la que inspiré buena parte. Alabé al Señor, mi apetito había desaparecido totalmente. “¡Gloria al Señor!” […]. Sin embargo, durante diez u once años (después de esto) estuve perturbado por sus altibajos, pero el gusto por el licor no volvió nunca».
El caso clásico del coronel Gardiner es el de un hombre que curó del apetito sexual en una hora. El coronel relató a mister Spears: «Estaba eficazmente curado de toda inclinación por este pecado al que había sido tan adicto que pensaba que sólo una bala en la cabeza me podría curar, y sin embargo el deseo e inclinación hacia él había desaparecido totalmente, tan por entero como si fuese un niño de pecho, y por el momento no ha vuelto la tentación». Las palabras de la señora Webster al respecto son: «Había oído frecuentemente que el coronel afirmaba ser demasiado adicto a la impureza, antes de su conocimiento de la religión, pero tan pronto como fue iluminado desde lo alto, sintió que el poder del Espíritu Santo transformaba su naturaleza de manera tan sorprendente que su santificación parecía más sorprendente que la de cualquier otro»[149].
Esta abolición súbita de viejos impulsos y tendencias nos recuerda lo observado previamente como consecuencia de la sugestión hipnótica y es difícil no creer que las influencias subliminales constituyen la parte decisiva en estos cambios tan abruptos de corazón, como ocurre en el hipnotismo[150]. Terapéuticas de sugestión encontramos en los informes de curación, después de algunas sesiones, de malos hábitos inveterados contra los que el paciente, abandonado a influencias físicas y morales ordinarias, había luchado en vano. Tanto la embriaguez como el vicio sexual fueron curados de esta forma, ya que la acción a través del elemento subliminal parece, en muchos individuos, poseer la prerrogativa de inducir a un cambio relativamente estable. Si la gracia de Dios opera milagrosamente, a buen seguro lo hace por la puerta de lo subliminal. Pero todavía no se ha explicado cómo cualquier cosa actúa en este ámbito, y haremos bien en despedirnos del proceso de transformación —si queréis, lo dejaremos en un gran misterio psicológico o teológico para pasar a los frutos de la condición religiosa, sin importarnos la forma en que éstos han sido producidos[151].
El nombre común para los frutos maduros de la religión en el carácter es el de santidad[152]; el carácter santo es aquel para el cual las emociones espirituales son el centro habitual de la energía personal, y existe una panorámica compuesta por la santidad universal, la misma para todas las religiones, de la cual podemos trazar fácilmente las características[153].
Son éstas, a saber:
1. La sensación de vivir una vida más abierta que la de los pequeños intereses egoístas de este mundo, y la convicción, no sólo intelectual sino sensible, de la existencia de un Poder Ideal. En la santidad cristiana este poder está siempre personificado en Dios, pero los ideales morales abstractos, las utopías cívicas o patrióticas, o las versiones íntimas de la felicidad y el bien también pueden sentirse como verdaderos dueños y estímulos de nuestra vida, de la forma que he descrito en la conferencia sobre la realidad de lo no visible[154].
2. La sensación de la continuidad amistosa del Poder Ideal con nuestra vida, y una rendición voluntaria a su control.
3. Una libertad y una alegría inmensas son los perfiles de esa individualidad ajena al egoísmo.
4. Un cambio del centro emocional hacia sentimientos de amor y armonía, hacia el «sí, sí» a y lejos del «no», por lo que respecta a las aspiraciones del no ego.
Estas condiciones externas fundamentales producen consecuencias prácticas características, como las siguientes:
a) Ascetismo. La autorrendición puede llegar a ser tan apasionada que acaba en la autoinmolación. Entonces puede anular las inhibiciones ordinarias de la carne de tal manera que el santo encuentra un placer positivo en el sacrificio y el ascetismo, que miden y expresan el grado de su lealtad al poder superior.
b) Fortaleza del alma. La sensación de que la vida se ensancha puede ser tan elevada que los motivos e inhibiciones personales, normalmente omnipotentes, se hacen insignificantes al darnos cuenta, y se abren nuevos horizontes de paciencia y fortaleza. Los temores y sufrimientos desaparecen y una feliz ecuanimidad toma su lugar. Venga del cielo o el infierno, ¡eso da igual ahora!
«Nos prohibimos a nosotros mismos la ambición de la popularidad, cualquier deseo de parecer importantes. Nos prometemos abstenemos de la falsedad en cualquiera de sus grados. Prometemos no crear o animar ilusiones en la medida de lo posible en cuanto decimos o escribimos. Nos prometemos unos a otros una activa sinceridad que procure ver claramente la verdad y que nunca tenga por qué decir lo que ve.
»Prometemos deliberada resistencia a los altibajos de la moda, a los booms y miedos del gran público, a toda forma de debilidad o miedo.
»Nos autocensuramos el uso del sarcasmo. Hablaremos seriamente y sin sonreír, sin burla y sin que parezca que nos mofamos —incluso de cualquier cosa, ya que todas son formas serias de constituir luz del corazón.
»Pondremos siempre por delante lo que somos, simplemente y sin falsa humildad, como también sin pedantería ni afectación u orgullo».
c) Pureza. El cambio del centro emocional comporta, primero, un incremento de pureza. Se eleva la sensibilidad a los desajustes espirituales y se hace imperativo limpiar la existencia de elementos brutales y sensuales. Se evitan las ocasiones de contacto con elementos semejantes; la vida santa debe profundizar su consistencia espiritual y mantenerse inmaculada. En algunos temperamentos, esta necesidad de pureza de espíritu toma una dirección ascética, y la debilidad de la carne es tratada con severidad despiadada.
d) Caridad. El cambio del centro emocional comporta, en segundo lugar, un aumento de la caridad y ternura hacia los semejantes. Los motivos ordinarios para la antipatía, que normalmente establecen los límites de la ternura entre los seres humanos, se inhiben. El santo ama a sus enemigos y trata a los mendigos incómodos como hermanos.
A continuación veremos algunas ilustraciones concretas de estos frutos del árbol espiritual. La única dificultad consiste en elegirlos, ya que son muy abundantes.
Puesto que la sensación de la presencia de un poder amigo superior parece ser la característica fundamental de la vida espiritual, comenzaré por ello. En nuestros relatos de conversión observaremos cómo el mundo puede parecer brillante y transfigurado al converso[155], y dejando aparte algo tan intensamente religioso, todos tenemos momentos en que la vida universal parece inundarnos de serenidad. En la juventud y la salud, en el verano, en bosques y montañas, hay días en los que el tiempo parece murmurar paz; horas en que la bondad y la belleza de la existencia nos arropa como un clima cálido y seco, o suena, como si nuestros sentidos internos resonasen a nuestro través, sutilmente, con la seguridad del mundo. Thoreau escribe:
«Una vez, cuando hacía pocas semanas que había llegado al bosque, pensé durante una hora si la compañía del hombre era esencial para una vida serena y saludable. Estar solo constituía algo desagradable. Sin embargo, bajo una dulce lluvia, cuando todavía pensaba de esta manera, me di cuenta repentinamente de la dulzura y beneficio de la compañía de la naturaleza, en las gotas que tamborileaban, en cada mirada y sonido al volver a casa; una amistad infinita e inexplicable, como una atmósfera que me sostuviera, hacía insignificantes las ventajas que imaginaba en la compañía humana y desde entonces no he vuelto a pensar en ello. Cada aguja de pino crecía y se ensanchaba con gracejo y se convertía en mi amiga, percibía con tanta precisión la presencia de algo análogo a mí que pensé que ningún lugar volvería a parecerme extraño»[156].
En la conciencia cristiana este sentido de amistad envolvente se hace más personal y definido. Un autor alemán escribe: «La compensación por la pérdida de esta sensación de independencia personal, que el hombre abandona sin ganas, es la desaparición del miedo en la vida de un hombre. El sentimiento indescriptible e inexplicable de una íntima seguridad que sólo puede experimentar uno mismo pero que, una vez experimentada, jamás puede olvidarse»[157].
Existe una excelente descripción de este estado en un sermón de mister Voysey:
«La experiencia de miríadas de almas que creen afirma que la sensación de la constante presencia de Dios en ellos, en sus idas y venidas, de día y de noche, es la fuente del reposo absoluto y de la tranquilidad confiada. Aleja cualquier temor de que nos pueda ocurrir. La proximidad de Dios ofrece una seguridad constante contra el temor y el sufrimiento; no se trata de seguridad física o de que se consideren protegidos por un amor denegado a los demás, sino que se encuentran en un estado de ánimo adecuado para la seguridad o para hacer frente a cualquier herida. Si sucediera un infortunio, estarían contentos de soportarlo porque el Señor los protege y nada puede ocurrir que Él no desee. Si se trata de su voluntad, el mal será para ellos una bendición y no una calamidad, sólo de esta manera el creyente se protege y ampara del mal. De cualquier modo, yo, que no soy en absoluto un hombre de piel dura ni nervios de acero, estoy completamente satisfecho con esta disposición y no deseo ningún otro tipo de inmunidad contra el peligro y la desgracia. Tan sensible al dolor como cualquier organismo, incluso el más susceptible, siento que lo peor ha sido conquistado y arrancado completamente el aguijón con el pensamiento de que Dios es nuestro cuidadoso amante y nos vigila sin que nada pueda dañarnos si no lo permite su voluntad»[158].
En la literatura religiosa abundan expresiones más exaltadas de esta condición. Os podría cansar fácilmente con su monotonía. Éste es el relato de la señora Jonathan Edwards:
«La noche de ayer fue la más agradable de mi vida. Nunca antes, durante tanto tiempo, había disfrutado de la luz y la dulzura del cielo dentro de mi alma, sin la más mínima agitación de mi cuerpo en ningún momento. Pasé parte de la noche despierta, a ratos dormida y a veces medio adormecida. Pero durante toda la noche tuve la sensación constante, clara y viva, de la dulzura celestial del amor excelso de Cristo, de su proximidad y de mi propio afecto hacia Él. Me parecía percibir cómo el fulgor del amor divino descendía del corazón de Cristo desde el cielo hasta mi corazón como un torrente constante, como una corriente o un fino rayo de suave luz. Al mismo tiempo, mi corazón y mi alma fluían de amor por Cristo, pareciendo que existía un flujo y reflujo constante de amor celestial, y me sentía flotando o nadando en estos dulces rayos como las motas suspendidas en los rayos del sol, o los raudales de su luz al entrar por la ventana. Pienso que lo que sentía posee más valor que todas las comodidades y placeres que tuve en mi vida. Era placer sin tormento alguno ni interrupción, era una dulzura en la que mi alma se sentía perdida; parecía ser cuanto mi débil cuerpo era capaz de soportar. Existía poca diferencia entre el sueño y la vigilia, pero si existía alguna, la dulzura era más grande cuando dormía[159]. Al despertarme, a mi hora habitual, me pareció que casi había roto conmigo misma, ya que las opiniones del mundo con respecto a mí no me importaban apenas nada, como de alguien totalmente desconocido. La gloria de Dios empapaba todos los deseos y anhelos de mi corazón… Después de reposar durante un tiempo me desperté y me encontré pensando en la misericordia de Dios para conmigo, al darme, durante muchos años, el deseo de morir para hacerme después desear vivir, realizar y sufrir todo lo que me mandase en esta vida. También pensé en cómo Dios me había proporcionado con su clemencia una completa resignación a su voluntad respecto del tipo de muerte que tendría, haciendo que deseara morir por la tortura o en la hoguera, y si era su voluntad, morir en la oscuridad. Pero solía pensar vivir el mismo tiempo que cualquier hombre; sobre esto llegué a pensar, a preguntarme si no deseaba alejarme del cielo durante más tiempo y mi corazón entero replicó inmediatamente: “Sí, mil años, mil años en el horror, si fuese por el honor de Dios; que el tormento de mi cuerpo sea tan grande, tan horrible e irresistible que nadie pueda vivir ante su espectáculo, y que el suplicio de mi mente fuese mucho mayor todavía”. Y parecía que había alcanzado una voluntad, tranquilidad y alegría de ánimo perfectas al consentir que así fuese si era para la gloria de Dios, de forma que en mi mente no cabía duda ni vacilación. La gloria de Dios me vencía y absorbía y con ella todos los sufrimientos concebibles y todo lo terrible para mi naturaleza quedaba reducido a pura nada. Tal resignación se prolongó resuelta y nítida durante toda la noche y el día siguiente y también su noche, y el lunes por la mañana, sin interrupción ni fisura»[160].
En los anales de santidad católicos hay muchos casos tan exóticos como éste o incluso más todavía: «Frecuentemente, los asaltos del amor divino —se dice de la hermana Séraphine de la Martinière— casi la conducían al instante de la muerte. Se quejaba con ternura a Dios y decía: “No puedo soportarlo, reforzad amablemente mi debilidad o moriré bajo la violencia de vuestro amor”»[161].
Permitidme pasar ahora a la caridad y al amor fraterno, que constituyen los dones usuales de la santidad y siempre estuvieron considerados virtudes teologales, sin importar los límites de aplicación que la teología particular impuso. El amor fraterno deriva lógicamente de la seguridad en la presencia amiga de Dios, constituyendo la noción de nuestra hermandad como hombres, inferencia inmediata de la paternidad de Dios. Cuando Cristo formula los preceptos: «Ama a tus enemigos, bendice a los que te maldigan, haz el bien a los que te odien, y ruega por los que te utilicen con despecho y te persigan», nos da como razón «seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo porque hizo que su sol se alzara sobre el bien y sobre el mal y envió la lluvia sobre los justos y sobre los injustos». Por consiguiente, tendríamos que explicar la humildad y la caridad que caracterizan la emoción espiritual en términos de resultados del carácter nivelador de su creencia teísta, pero, ciertamente, estos afectos no son simples derivados del teísmo; los encontramos también en el estoicismo, el hinduismo y el budismo en su grado más alto. Armonizan con el teísmo patriarcal, pero armonizan también con cualquier concepción sobre la dependencia de la humanidad de causas generales, y pienso que no hemos de considerarlas subordinadas, sino partes coordinadas de la compleja y gran emoción religiosa que ahora estudiamos. El éxtasis religioso, el entusiasmo moral, la maravilla ontológica, la emoción cósmica, son estados de ánimo unificadores en los que la arena del individualismo tiende a desaparecer y la ternura a dominar. Lo mejor es describir íntegramente esa condición como un estado característico al cual nuestra naturaleza puede tender; un ámbito en el que nos encontramos como en casa; un mar en el que nadamos, pero no debemos intentar explicar sus partes derivándolas una de otra. Como el amor o el miedo, el estado de fe es un complejo psíquico natural y comporta la caridad como una consecuencia orgánica. La alegría es una emoción expansiva y todas las emociones expansivas son amables y altruistas mientras duran.
Todo eso aparece incluso cuando son de origen patológico. En su obra tan instructiva, La Tristesse et la Jolie[162], George Dumas empareja la melancolía y la fase gozosa de la locura, y demuestra que mientras el egoísmo caracteriza a la primera, la segunda viene determinada por impulsos altruistas. Ningún ser humano es tan avaro e inútil como lo era María en su período de melancolía; pero en el momento en que el período feliz comienza, «la simpatía y la amabilidad se convierten en sus sentimientos característicos. Manifiesta una buena voluntad universal, no sólo en la intención sino también en sus actos […]. Se vuelve solícita por la salud de los otros pacientes, desea que puedan salir, busca lana para tejerles calcetines. Nunca, desde que permaneció bajo mi observación le oí decir, en el período gozoso, algo que no fuesen opiniones caritativas»[163]. Más adelante, el doctor Dumas añade sobre estas condiciones felices que «sólo podemos encontrar sentimientos desinteresados y tiernas emociones. La mente del individuo se encuentra cerrada a la envidia, al odio y al rencor, por el contrario parece completamente transformada en benevolencia, indulgencia y misericordia»[164].
Así, pues, existe una afinidad orgánica entre la alegría y la ternura, y que aparezcan acompañando a la vida santa no debe sorprendernos en absoluto. Junto a la felicidad, este incremento de la ternura es citado frecuentemente en los relatos de conversiones. «Comencé a trabajar para los demás». «Poseía un sentimiento más tierno por la familia y los amigos». «Al instante hablé con una persona con la que estaba enfadado». «Simpatizaba con todo el mundo y apreciaba más a mis amigos». «Sentía que todo el mundo era mi amigo»; éstas son expresiones de los relatos que el profesor Starbuck recogió[165].
«Cuando llegó la mañana del Sabbath —dice mister Edwards, siguiendo el relato que he citado hace un momento— sentí amor por toda la humanidad, muy peculiar en cuanto a su fuerza y suavidad, mucho más de lo que nunca había sentido. El poder de ese amor parecía inexpresable; pensaba que si estuviese completamente rodeada de enemigos que desearan volcar toda su maldad y crueldad sobre mí, todavía me sería imposible poder sentir hacia ellos sentimiento alguno que no fuese el del amor, la piedad y el deseo ardiente de su felicidad. Nunca me había sentido tan lejos de estar dispuesta a juzgar y censurar a los demás como aquella mañana. También me di cuenta, de manera insólita y viva, de qué aspecto tan importante del cristianismo interviene en la ejecución de nuestros deberes sociales y en nuestra relación con los demás. La misma sensación gozosa continuó durante todo el día, un amor dulce por Dios y la humanidad».
Sea cual sea la experiencia de la caridad, puede borrar todas las barreras humanas usuales[166]. Aquí tenemos, por ejemplo, un caso de disponibilidad cristiana en la biografía de Richard Weaver. Weaver era minero, y en su juventud había sido un pugilista semiprofesional que se convirtió en un evangelista muy apreciado. Parece que el pecado al que su carne se sentía más inclinada era el de la pelea, particularmente después de la bebida. Después de su primera conversión tuvo una recaída aguda que consistió en golpear a un hombre que había insultado a una chica. Dándose cuenta de que lo condenarían si reincidía, habiéndolo hecho ya una vez, se emborrachó y rompió la mandíbula de otro hombre que recientemente lo había retado a una pelea acusándole con sorna de cobarde, cuando había rehusado a fuerza de cristiano. Menciono tales incidentes para mostrar el genuino cambio de sentimientos que implica su conducta posterior que describe de la manera siguiente:
«Bajé al fondo de la galería y encontré al muchacho que lloraba porque un compañero de trabajo intentaba quitarle la vagoneta a la fuerza. Le dije:
»“Tom, no debes coger esta vagoneta”.
»Me insultó y me llamó demonio metodista; yo le dije que Dios no me exigía que le permitiese robarme; volvió a maldecir y afirmó que empujaría la vagoneta contra mí.
»“Bien —le dije— veamos si el demonio y tú sois más fuertes que el Señor y yo”.
»Como el Señor y yo demostramos ser más fuertes que él, y el demonio se quitó de en medio porque en caso contrario la vagoneta le habría atropellado; la devolví al muchacho y Tom me dijo:
»“Estoy decidido a pegarte”. “Bien —le contesté— si eso te hace bien, ¡hazlo!”, y me pegó en la cara. Puse la otra mejilla diciendo: “Vuelve a pegar”, y golpeó de nuevo hasta cinco veces. Puse la mejilla dispuesto para el sexto golpe, pero se volvió maldiciendo, le grité: “El Señor te perdone como yo lo hago, y el Señor te salve”.
»Eso ocurrió un sábado, cuando volví a casa, mi mujer vio que tenía la cara inflamada y me preguntó qué había ocurrido. Le dije: “Me he peleado y golpeado a un hombre”. Comenzó a llorar diciendo: “¡Oh, Richard!, ¿qué te ha hecho pelear?”. Le conté entonces lo ocurrido y agradeció al Señor que no hubiese respondido.
»Pero el Señor golpeó y sus golpes tuvieron más efecto que los del hombre. Llegó el lunes, el demonio comenzó a tentarme diciendo: “Los demás se reirán de ti por haber dejado que Tom te tratara como lo hizo el sábado”, y grité: “¡Marcha, Satanás!”, y seguí caminando hacia la mina.
»Tom fue el primer hombre que vi, le dije buenos días y no me contestó. Él bajó primero y cuando lo hice yo le vi sentado en la vagoneta esperándome y al acercarme comenzó a llorar diciéndome: “Richard, ¿me perdonas por haberte pegado?”.
»“Ya te he perdonado; pídele a Dios que lo haga. Que Él te bendiga”. Le di la mano y nos fuimos a trabajar»[167].
«Ama a tus enemigos», fijaos en esto, no sólo a aquellos que no son vuestros amigos sino a vuestros enemigos, a los enemigos declarados y activos. Esto, o bien es una hipérbole oriental, una extravagancia que pretende sugerir que deberíamos, cuanto nos sea posible, reprimir nuestras animosidades, o bien es una expresión sincera y literal. Excepto algunos casos de íntima relación individual, pocas veces fue tomada literalmente, pero nos lleva a preguntarnos: ¿puede existir un nivel de emoción tan unificador, tan insensible a las diferencias entre hombre y hombre en el que incluso la enemistad pueda constituir una circunstancia irrelevante que no pueda impedir los sentimientos amistosos que surjan? Si los buenos deseos positivos pudiesen alcanzar un nivel de excitación tan elevado, aquellos que no estuviesen influenciados parecerían seres sobrehumanos; su vida sería moralmente diferente de la de los otros hombres y, no es necesario decirlo, en ausencia del genuino tipo de experiencia positiva, ya que poseemos sólo unos pocos ejemplos en la Biblia y los ejemplos budistas son legendarios[168], estos efectos serían de tal naturaleza que seguramente transformarían el mundo.
En principio y, psicológicamente, el precepto «Ama a tus enemigos» no se autocontradice. Solamente representa el límite extremo de un tipo de magnanimidad con el cual, en forma de tolerancia compasiva hacia nuestros opresores, estamos familiarizados. Ahora bien, si lo seguimos radicalmente implicaría una ruptura tal con nuestros impulsos instintivos de acción en su conjunto y semejante enfrentamiento con la disposición actual del mundo que nos llevaría a un punto crítico y habríamos de nacer en un nuevo reino del ser. La emoción religiosa nos hace sentir este otro reino al alcance de la mano.
La inhibición de la repugnancia instintiva no sólo se prueba mostrando amor por los enemigos, sino mostrándolo a cualquiera que sea personalmente repugnante. En los anales de la santidad encontramos una curiosa muestra de motivos que empujan en esta dirección. El ascetismo tiene un papel importante y junto con la simple y pura caridad encontramos la humildad o el deseo de renunciar a la distinción y de situarse en el estrato más humilde delante de Dios. Ciertamente, estos tres principios actuaban cuando Ignacio de Loyola y Francisco de Asís cambiaron sus vestidos por los de harapientos mendigos. Los tres actúan cuando las personas religiosas consagran sus vidas al cuidado de la lepra y otras enfermedades especialmente desagradables. Cuidar un enfermo es una función a la cual la gente religiosa se siente especialmente llamada, al margen de que las tradiciones religiosas apuntan en esta dirección. Pero en los anales de este tipo de caridad encontramos excesos de devoción fantásticos que sólo se pueden explicar por la autoinmolación frenética que explota simultáneamente. Francisco de Asís besa a sus leprosos, Margarita María Alacoque, Francisco Javier, san Juan de Dios y otros limpiaron las llagas de sus pacientes con la lengua, y las vidas de santos como Isabel de Hungría y Madame de Chantal se encuentran repletas de una especie de delectación por purulencias de hospital desagradables de leer y que nos provocan admiración y estremecimientos.
Todo lo anterior, por lo que atañe al amor humano como estímulo del estado de fe; ahora hablaré de la ecuanimidad, la resignación, la fortaleza y la paciencia que comporta. «Un paraíso de íntima tranquilidad» parece ser el resultado usual de la fe, incluso sin ser religioso es fácilmente comprensible. Hace un instante, al hablar de la sensación de la presencia de Dios, señalé el inaprensible sentimiento de seguridad que puede proporcionar y de cómo podía tranquilizar los nervios, bajar la fiebre y apagar el desasosiego si el hombre es consciente de que, sin que importen cómo puedan presentarse las dificultades en aquel momento, la vida se encuentra en manos de un poder en el que es posible confiar plenamente. En hombres profundamente religiosos el abandono del yo a Dios es apasionante. El que no sólo dice sino que siente: «Que se haga la voluntad de Dios», se sitúa por encima de cualquier flaqueza, y la entera sucesión histórica de mártires, misioneros y reformadores religiosos no es más que una prueba de la tranquilidad del espíritu bajo circunstancias naturalmente angustiosas que conducen a la autorrendición. El estado de tranquilidad mental difiere, obviamente, según sea la constitución de la persona: de temperamento triste o alegre. En el triste participa más la resignación y la sumisión; en el alegre se consiente gozosamente. Como ejemplo del primer temperamento cito el fragmento de una carta del profesor Lagneau, un respetado profesor de filosofía que murió hace poco, inválido total, en París:
«Mi vida —tú deseas que me vaya muy bien— será lo que sea capaz de ser. No le pido nada, no espero nada. Hace muchos años que existo, pienso y actúo y valgo lo que valgo sólo a través de la desesperación, que constituye mi única fuerza y mi único fundamento. Espero conservar, a pesar de estas últimas pruebas por las que paso, el valor de actuar sin el deseo de liberación. No pido nada de la Fuente de donde proviene toda la fuerza, y si es así, tus deseos se cumplirán»[169].
Hay algo de fatalista y patético en esto, pero el poder persuasivo del tono, como protección contra impresiones exteriores, es manifiesto. Pascal es otro francés de temperamento natural pesimista y todavía expresa más ampliamente el espíritu resignado de la autorrendición:
«Libérame, Señor, de la tristeza por el propio sufrimiento que puede llevar al amor propio, y dame una tristeza como la tuya. Deja que mis sufrimientos apacigüen tu cólera. Presenta una ocasión para mi conversión y salvación. No te pido salud ni enfermedad, ni vida ni muerte, sino que dispongas de mi salud y mi enfermedad, de mi vida y de mi muerte para tu gloria, para mi salvación y para tu Iglesia y tus santos, de los que yo podría ser uno por tu gracia. Sólo Tú sabes lo conveniente para mí, eres el Señor soberano, haz de mí según tu voluntad. Dame o quítame, conforma mi voluntad según la tuya. Sólo sé una cosa, Señor, que es bueno seguirte y es malo ofenderte. Aparte de eso, no sé lo que es bueno o malo en cada caso. No sé qué es mejor para mí, si la salud o la enfermedad, la riqueza o la pobreza, ni ninguna otra cosa del mundo. Este discernimiento está más allá del poder de los hombres o de los ángeles, escondido entre los secretos de tu Providencia, que yo adoro, pero que no intento penetrar»[170].
Cuando encontramos temperamentos más optimistas es menos pasiva la resignación. Los ejemplos se encuentran tan al alcance que podríamos muy bien prescindir de ellos; me atengo al primero que me pasa por la cabeza. Madame Guyon, una criatura físicamente frágil y de una disposición innata a la alegría, pasó por multitud de peligros con una presencia de ánimo admirable. Después de ser encarcelada por herejía escribe:
«Algunos de mis amigos lloraban amargamente al enterarse, pero mi estado de resignación y sumisión era tal que no consiguieron hacerme llorar […]. Entonces se dio en mí, como ahora, una despreocupación tan absoluta de mí misma que ninguno de mis intereses me proporcionó dolor o placer, siempre quise para mí la voluntad de Dios». En otro lugar escribe: «Todos nosotros estuvimos a punto de morir en un río que debíamos atravesar. El carruaje se hundió en las arenas movedizas y los que estaban con nosotros se lanzaron fuera con un miedo terrible. Sin embargo, me di cuenta de que mis pensamientos se encontraban tan llenos de Dios que no tenía sensación clara de peligro. Es cierto que la idea de ahogarme me pasó por la cabeza, pero sólo tuve una sensación o pensamiento dominantes: me sentía fuerte y contenta y deseaba que sucediese lo peor si era lo que el Padre del Cielo me había reservado». Al navegar de Niza a Génova una tempestad la retuvo once días en el mar, y escribe: «Mientras las enfurecidas olas rompían a nuestro alrededor no pude evitar sentirme un poco satisfecha; me complacía pensando que aquellas turbulentas olas, bajo el mandato de Aquel que todo lo hace bien, serían mi tumba. Probablemente fui demasiado lejos en el placer que me proporcionaba verme batida por el oleaje. Los que estaban conmigo se dieron cuenta de mi intrepidez»[171].
El menosprecio del peligro que produce el entusiasmo religioso todavía puede ser más grande. Tomo un ejemplo de la reciente y fascinante autobiografía de Frank Bullen, Wish Christ at Sea. Un par de días después de convertirse a bordo de un barco, nos ofrece el siguiente relato:
«Soplaban los vientos con dureza y se forzaban las velas para dirigirnos hacia el norte y alejarnos del mal tiempo. Poco después de las cuatro, arriamos el foque volador y de un salto me encaramé en el botalón, pierna aquí, pierna allá, para recogerlo. Me encontraba sentado allí cuando súbitamente cedió y yo con él. La vela se deslizó de mis dedos y caí hacia atrás, cabeza abajo sobre el hervidero tumulto de brillante espuma bajo la proa del barco, para quedar colgando de un pie. Sin embargo, sólo sentí una gran alegría en la seguridad de la vida eterna; a pesar de separarme de la muerte la anchura de un cabello y de que no estaba plenamente consciente, sólo experimenté una sensación gozosa. Supongo que estuve allí colgado durante cinco segundos, pero en este tiempo viví toda una eternidad de felicidad. Mi cuerpo se tensó y, haciendo un esfuerzo gimnástico desesperado, volví al botalón. No sé cómo pude plegar la vela, pero entoné en el tono más elevado de mí voz plegarias al Señor, que se oyeron en toda la extensión oscura de las aguas»[172].
Los martirologios son, naturalmente, un terreno fértil del triunfo de la imperturbabilidad religiosa; dejadme citar, como ejemplo, lo que dice una humilde hugonote, perseguida durante el reinado de Luis XIV:
«Cerraron todas las puertas —dice Blanche Gamond— y vi a seis mujeres con un manojo de ramas de mimbre tan gruesas como podían abarcar sus manos y de un metro de longitud. Me ordenaron: “Desnúdate”, y lo hice. Añadieron: “Te has olvidado la camisa, debes quitártela”. Tenían tan poca paciencia que me la quitaron ellos y quedé desnuda hasta la cintura. Trajeron una cuerda y me ataron a una viga de la cocina, la tensaron con toda su rabia y me preguntaron: “¿Te hace daño?”. Y entonces descargaron su furia sobre mí exclamando mientras me pegaban: “Reza ahora a tu Dios”. Era Roulette quien hablaba así, pero en aquel momento recibí el consuelo más grande que nunca pude recibir, ya que tuve el honor de ser azotada en el nombre de Cristo, y más aún, de ser coronada con su misericordia y sus consuelos, ¿por qué no es posible describir los consuelos y la paz inconcebible que sentí interiormente? Para entenderlos debería haberse pasado por la misma prueba y eran de tal calidad que me sentía hechizada porque donde hay aflicción la gracia se da en superabundancia. Las mujeres gritaban en vano: “Aumenten los golpes, no los siente, ya que no grita ni llora”. ¡Cómo podría haber llorado si me desmayaba de felicidad por dentro!»[173].
El paso de la tensión, autorresponsabilidad y preocupación a la ecuanimidad, receptividad y paz constituye la transformación más maravillosa del equilibrio interior de todos los cambios del centro personal de energía que tan frecuentemente he analizado, y la sorpresa más grande es que llega sin hacer nada, sólo con que nos relajemos y lancemos todo el lastre. Este abandono de la responsabilidad personal parece constituir el acto fundamental en la práctica específicamente religiosa a diferencia de la moral. Es anterior a las teologías e independiente de las filosofías. La terapia de la mind-cure, la teosofía, el estoicismo, la higiene neurológica ordinaria, insisten sobre la cuestión tan enfáticamente como el cristianismo, y es una actitud compatible con cualquier credo especulativo[174]. Los cristianos que lo poseen viven en lo que se llama «recogimiento» y nunca sufren por el futuro ni por el resultado de cada día. Se dice que santa Catalina de Génova «tomaba en cuenta las cosas tal como se le presentaban sucesivamente, por momentos». Para su alma santa «el momento divino era el momento presente: y cuando consideraba el momento presente y sus relaciones, le estaba permitido olvidarlo como si hubiese pasado y dejar paso a los hechos y deberes del momento posterior»[175]. Tanto el hinduismo como la terapia de la mind-cure y la teosofía ponen el acento en esta concentración de la conciencia en el momento presente.
El próximo síntoma religioso que citaré es el que he denominado Pureza de vida. La persona santa se torna demasiado sensible a la discordancia interna o inconsistencia haciéndosele intolerable cualquier inconsistencia o confusión. Todos sus pensamientos y ocupaciones han de estar ordenados con referencia a la especial emoción espiritual que es ahora la nota dominante. Todo lo que no es espiritual corrompe al agua pura del alma y es repugnante. Mezclado con esta exaltación de la sensibilidad moral también se da un ardor de sacrificio, por amor a la deidad, de todo el que es indigno de ella. A veces, el ardor espiritual es tan soberano que alcanza la pureza de una sola vez, aunque de esto no hemos visto ejemplos y normalmente se trata de una conquista más gradual. El relato de Billy Bray de cómo abandonó el tabaco es un buen ejemplo de esta forma de llegar a ese estado.
«He sido un fumador y un bebedor, y me gustaba tanto el tabaco como la comida; prefería descender a la mina sin comer antes que sin mi pipa. Antiguamente, el Señor hablaba por boca de sus servidores, los profetas, ahora nos habla a través del espíritu de su Hijo: No sólo sentía la religión, sino que también percibía una voz interior sorda y fluida que me hablaba. Cuando cogía la pipa para fumar me decía en mi interior: “Es un ídolo, lascivia; adora al Señor con los labios limpios”. Así me di cuenta de que fumar no estaba bien. El Señor envió también a una mujer para convencerme. Un día estaba en mi casa y cogí la pipa para encenderla junto al fuego cuando Mary Hawke me dijo: “¿No te parece que no está bien fumar?”. Le contesté que sentía algo dentro que me decía que era mi ídolo y una torpeza, y me contestó que la voz era del Señor. Entonces afirmé: “Bien, debo dejarlo, ya que el Señor lo sugiere en mi interior y la mujer desde fuera, el tabaco debe desaparecer, aunque me guste tanto”. En aquel momento y allí mismo, saqué el tabaco del bolsillo y lo lancé al fuego y pisoteé la pipa: “la ceniza vuelve a la ceniza y el polvo al polvo”, y nunca más he vuelto a fumar. Me era difícil romper los hábitos, pero imploré ayuda al Señor y me dio fuerza ya que él ha dicho: “Llamadme cuando necesitéis y Yo os ayudaré”. Al día siguiente de dejar de fumar me sentía tan mal de las muelas que no sabía qué hacer, pensé que era debido al abandono de la pipa, pero al mismo tiempo me repetí que no volvería a fumar aunque perdiera todos los dientes. Supliqué: “Señor, vos nos habéis dicho: ‘Mi yugo es fácil y ligera mi carga’”, y al mismo tiempo que lo pronunciaba desaparecía el dolor. A veces el pensamiento de la pipa vuelve con fuerza, pero el Señor me proporciona fortaleza contra el vicio y, bendito sea su nombre, no he vuelto a fumar».
El biógrafo de Bray escribe que al dejar de fumar, a menudo, masticaba tabaco hasta que venció también ese sucio vicio. Bray continúa: «Una vez estando en una reunión piadosa con Hicks Mill, sentí que el Señor me decía: “Adórame con los labios limpios”. Por ello, cuando me levanté, me saqué el tabaco de la boca y lo lancé debajo del banco, pero cuando volvimos a arrodillamos puse otro trozo en mi boca. El Señor volvió a decirme: “Adórame con los labios limpios”, y me lo saqué de la boca y volví a lanzarlo debajo del banco diciendo: “Sí, Señor, así lo haré”. Desde aquel momento dejé de masticar tabaco y de fumar y he sido un hombre libre».
Las formas ascéticas que fundamentalmente inciden en la veracidad y la pureza de vida, con frecuencia resultan patéticas. Los primeros cuáqueros, por ejemplo, lucharon duramente contra la mundaneidad y la hipocresía de la institución cristiana eclesiástica de su tiempo. Pero la batalla que mayor número de heridos costó fue, probablemente, la que sostuvieron para defender su derecho a la veracidad, y la intención de la sinceridad social del tuteo se manifiesta también en el hecho de no quitarse el sombrero ni ofrecer títulos de respeto. Para George Fox todas estas convenciones constituían una vergüenza y una falsedad, por lo que todo el colectivo de sus seguidores renunciaron a las mismas como sacrificio en pos de la verdad y para lograr una mayor coherencia entre sus actos y el espíritu que profesaban.
«Cuando el Señor me envió al mundo —dice Fox en su Journal— me prohibió quitarme el sombrero ante nadie, superior o inferior; prometí tutear a todos, hombres y mujeres, sin diferenciar ricos y pobres, grandes o pequeños. En mis viajes no saludaría a nadie ni haría reverencias, esto enfurecía a las autoridades y a los que profesaban alguna fe. ¡Oh la cólera de los sacerdotes, magistrados, profesores y toda clase de gentes!, especialmente la de los sacerdotes y creyentes, ya que aunque el “tú” dirigido a esas personas concordaba con sus predicados y reglas gramaticales, y también con la Biblia, no soportaban escucharlo. Porque no me quitaba el sombrero ante ellos se enfurecían […]. ¡Cuán tremendo menosprecio, pasión y furia! ¡Oh los golpes, palizas y patadas que recibimos por no quitarnos el sombrero! A algunos se los arrebataron y los arrojaron lejos hasta casi perderlos de vista. Es difícil explicar el grosero lenguaje y los malos tratos que recibimos por esta causa, además del peligro en que nos encontramos frecuentemente por este motivo, a veces de perder incluso nuestra vida a manos de quienes se proclamaban los grandes maestros del cristianismo, con lo que descubrimos que no eran verdaderos creyentes. Aunque se tratara de algo insignificante a los ojos de los hombres se produjo gran confusión entre los creyentes y sacerdotes, pero ¡bendigo el nombre del Señor!, muchos acabaron aceptando la vanidad de la costumbre de quitarse el sombrero y sentimos el peso del testimonio de la Verdad contra esta costumbre».
En la autobiografía de Thomas Elwood, uno de los primeros cuáqueros y secretario de John Milton por una temporada, encontramos un relato exquisitamente cándido y pintoresco de las pruebas que sufrió, tanto en su país como en el extranjero, por observar los cánones de sinceridad de Fox. Las anécdotas son demasiado largas para ser citadas, pero Elwood explica su sentimiento en un pasaje más corto que cito como una expresión característica de sensibilidad espiritual:
«Entonces, gracias a esta luz divina —dice Elwood— observé que aunque no poseía el mal de la impureza, el libertinaje, la impiedad y las corrupciones del mundo, ya que merced a la bondad de Dios y a una educación cívica me había preservado de estos males tan vulgares, poseía muchos otros por eliminar y suprimir, algunos de los cuales no eran del mundo, que posee tanta maldad (1 Juan, V, 19), pero eran pecados importantes por los que también podíamos condenarnos.
»En particular, aquellos frutos y efectos del orgullo que se descubren en la vanidad y la superficialidad del vestir en los que encontraba demasiado placer debía eliminarlos, y pesó sobre mí mi severo juicio divino hasta que lo logré.
»Quité de mis vestidos los adornos innecesarios, lazos, cintas y botones inútiles que no me hacían ningún servicio, sino el simple ornamento y dejé asimismo de llevar anillos.
»Asimismo, ofrecer títulos aduladores a gentes con las que no tuviese relación alguna que los justificase era una mala costumbre a la que tenía singular adicción, por lo que se me pidió que abandonase esta mala costumbre. A partir de aquel momento no osé decir Señor, Amo, Señor mío, Señora (o Señora Mía), ni decir Vuestro servidor a nadie con quien no tuviese una relación de servidumbre, cosa que no ha ocurrido nunca.
»También, por respeto a las personas, constituía práctica frecuente descubrirme la cabeza o hacer reverencias con la rodilla o el cuerpo, costumbre vacía introducida por el espíritu mundano en lugar del verdadero honor al que servía de sucedáneo; usada falsamente como muestra de respeto de unas personas a las otras aunque realmente no se respeten; además, constituye un símbolo y emblema propios del honor divino que todos deberíamos rendir a Dios Todopoderoso y que todos los que se llaman cristianos muestran cuando le elevan sus plegarias, por lo que no debería ofrecerse a los hombres. Encontré que constituía uno de los males que había cometido durante mucho tiempo y debía ahora eliminar.
»Existe también la forma errónea y corrupta de hablar en plural a una sola persona, vos en lugar de tú, forma contraria al lenguaje puro, simple y sencillo de la verdad, tú por uno y vos para más de uno, lenguaje que siempre ha sido utilizado por Dios con los hombres y por los hombres con Dios, desde los tiempos más antiguos hasta que los hombres corruptos de un tiempo corrupto, por intenciones asimismo corruptas, usaron esta forma de hablar falsa y sin sentido para adular, lisonjear y halagar la naturaleza corrupta de los hombres. Esta perniciosa costumbre la he poseído yo como todo el mundo y ahora he de eliminarla.
»Éstas y otras malas costumbres que surgieron en la noche oscura de la apostasía general de la verdad y la religión verdadera, aparecen ahora, por la ignición del rayo de la luz divina en mi conciencia, y señalan aquello que debía abandonar, evitar y condenar»[176].
Los primeros cuáqueros fueron auténticos puritanos; la más pequeña inconsistencia entre creencia y acción los lanzaba a protestar activamente. John Woolman escribe en su diario:
«Durante esos días estuve en un lugar donde había importantes tintorerías y en muchas ocasiones caminé por lugares donde escurrían gran parte de los tintes. Todo esto produjo en mi mente el deseo de que la gente debería caminar hacia la limpieza espiritual, del cuerpo y de sus casas y vestidos. Los tintes han sido inventados, en parte, para alegrar los ojos, y en parte también para esconder la suciedad en nuestros vestidos; un espíritu que disimulara lo que es desagradable se reforzaría. La auténtica limpieza es digna de un pueblo santo, pero esconder lo que no es limpio tiñendo los vestidos es contrario al perfume de la sinceridad. Con algunos tipos de tintes la ropa se echa a perder, y si sumamos el valor del tinte, el trabajo y lo que se estropea la propia ropa, y aplicamos este costo a conservarlo todo limpio y agradable, la limpieza auténtica se impondría.
»Por el hecho de pensar frecuentemente en estas cuestiones, el uso de sombreros y vestidos con tintes que los estropearan, y el llevar más vestidos en verano de los necesarios me resultaba incómodo y creo que son costumbres no fundamentadas en la sabiduría. La constatación de mi diferencia con mis más queridos amigos era muy penosa para mí, y por ello continué usando algunas cosas contrarias a mi criterio durante nueve meses. Más tarde, pensé comprar un sombrero del color de la piel, pero me incomodaba pensar que todo el mundo me miraría como si fuese diferente. Por esta razón me sentía preocupado en el momento de la reunión general de la primavera de 1762 y deseaba de todo corazón tomar la decisión correcta. Cuando reverenciaba al Señor resolví someterme a lo que consideraba mi deber, y, al volver a casa, compré un sombrero del color de la piel.
»Cuando iba a reuniones esta singularidad representaba una prueba para mí, particularmente en un tiempo en que la moda era de sombreros blancos y los usaban todos aquellos que seguían las cambiantes costumbres del vestir. Algunos amigos que no sabían porqué motivos lo llevaba se avergonzaban de mí, y durante un tiempo me encontré aislado en el ejercicio del ministerio. Algunos de mis amigos temían que en el hecho de que yo llevase semejante sombrero anidara la necesidad de una singularidad afectada; informaba a quienes me hablaban amigablemente, en pocas palabras, que yo creía que llevar aquel sombrero no era por voluntad propia».
Cuando el deseo de consistencia moral y pureza se desarrolla hasta este punto, el individuo en cuestión puede encontrar el mundo exterior demasiado lleno de cosas sorprendentes para vivirlo, y puede unificar su vida y conservar su alma inmaculada sólo si se retira de él. La ley que empuja al artista a conseguir la armonía en su composición, incluso separando lo que desentona o lo que le sugiere contraste también rige en la vida espiritual. Omitir, dice Stevenson, es el arte de la literatura: «Si yo supiera cómo omitir, no pediría ningún otro conocimiento». La vida plena de desorden, dejadez y superfluidad vaga no puede alcanzar lo que denominamos carácter, como tampoco, bajo condiciones similares, lo puede conseguir la literatura. Por eso los monasterios y las Comunidades abren sus puertas, y en su orden inmutable, caracterizado por omisiones y constituido por acciones en igual medida, la persona de mente sana encuentra la serenidad interior y la pureza, puesto que es una tortura observar cómo se ven violadas a cada momento por los desajustes y brutalidades de la existencia secular.
Hemos de admitir que la escrupulosidad de la pureza ha de ser llevada hasta extremos fantásticos. En eso se parece al ascetismo, pero ahora pasaremos a la característica más alejada de la santidad. El adjetivo «ascético» se aplica a la conducta que se origina en diversos niveles psicológicos que a ahora trataré de distinguir:
1. El ascetismo puede ser una simple expresión de audacia orgánica en alguien hastiado de la vida fácil.
2. La moderación en el comer y en el beber, la sencillez en el vestir y el no atender demasiado al cuerpo, generalmente pueden ser frutos del amor a la pureza, en contraste con cualquier género de sensualidad.
3. También puede ser fruto del amor, es decir, puede atraer al individuo como sacrificio ofrecido a la Deidad que reverencia.
4. Por otro lado, las mortificaciones ascéticas y los tormentos pueden deberse a sentimientos pesimistas sobre el yo, junto con creencias teológicas por lo que respecta a la expiación. El asceta puede sentir que compra su libertad o que escapa de peores sufrimientos posteriores si ahora se ejercita en la penitencia.
5. En personas psicopáticas las mortificaciones se pueden iniciar irracionalmente, por un tipo de obsesión o idea fija que se presenta como un desafío, y ha de suprimirse porque sólo así el individuo vuelve a sentir bien su conciencia interior.
6. Por último, los ejercicios ascéticos raramente pueden motivarse por perversiones genuinas de la sensibilidad corporal como consecuencia de la cual los estímulos que normalmente causan dolor se perciben como placer.
Intentaré ofrecer un ejemplo de cada uno de estos apartados pero no es fácil obtenerlos en su estado puro, ya que en casos demasiado acentuados para ser abiertamente calificados como ascéticos, los encontramos algo distintos de los motivos señalados normalmente. Antes de citar ejemplo alguno, os sugiero incluso hacer algunas consideraciones generales concernientes por igual a todos.
Una transformación moral curiosa se extendió por el mundo occidental durante el siglo pasado. Ya no pensamos que estamos llamados a sufrir el dolor físico con ecuanimidad, ya no se espera que un hombre deba soportarlo o eludirlo, y cuando oímos relatos de casos de dolor se nos pone la carne de gallina, tanto moral como físicamente. El modo en que nuestros antepasados consideraban el dolor, en calidad de un ingrediente eterno del orden del mundo, y tanto el hecho de sufrirlo como de proveerlo era una rutina del trabajo diario, nos llena de sorpresa. Nos maravilla que los seres humanos fuesen tan insensibles. El resultado de esta transformación histórica es que incluso en la Iglesia católica, donde la disciplina ascética tiene un prestigio tradicional como un factor de mérito, ha caído en desuso, por no decir en total descrédito. Un creyente que se flagela o «disciplina» hoy en día provoca más sorpresa y temor que emulación. Muchos escritores católicos que admiten que los tiempos han cambiado en este aspecto lo afirman con resignación, e incluso añaden que quizá sea para no malgastar sentimientos, ya que volver a la heroica disciplina corporal de antes puede constituir una extravagancia.
Buscar lo fácil y placentero parece ser instintivo y así debe conducirse el hombre. Cualquier tendencia a perseguir lo difícil y doloroso como tales y por su propio interés se presenta como puramente anormal. No obstante, es natural y corriente que la naturaleza humana busque lo difícil en grados moderados. Sólo las manifestaciones extremas de esa tendencia deben mirarse como una paradoja.
Las razones psicológicas de todo esto son bastante simples. Cuando abandonemos las abstracciones y tomemos lo que denominamos nuestra voluntad en acto, veremos que se trata de una función muy compleja. Implica estímulos e inhibiciones, sigue hábitos generalizados, está acompañada de críticas reflexivas y deja un buen o mal gusto a tenor de cómo se haya realizado. El resultado es que, un poco al margen del placer inmediato que puede proporcionarnos cualquier experiencia de los sentidos, nuestra actitud moral general por procurar o proseguir la experiencia comporta una satisfacción o aversión secundarias. Algunos hombres y mujeres pueden vivir siempre de sonrisas y de la palabra «sí»; pero para otros (de hecho la mayoría) esto constituye un clima moral demasiado tibio y moderado. La felicidad pasiva es laxa e insípida, y frecuentemente se vuelve intolerable. Si hay que mezclar una pizca de austeridad, de fría negatividad, de rudeza, de peligro, de rigor y de esfuerzo, algunos «no, no» son necesarios para producir la sensación de una existencia con carácter, textura y fuerza. La lista de diferencias individuales con respecto a todo esto es enorme, pero sea cual sea la mezcla de síes y noes, la persona concreta se da cuenta infaliblemente de cuándo presenta la proporción adecuada para él sí; esto es, piensa, «mi vocación constituye lo óptimo, la ley, la vida que debo vivir; encuentro aquí el grado de equilibrio, de seguridad y de calma que necesito o bien el desafío, la pasión, la lucha y la dureza sin las que mi energía moral languidece».
El alma individual, resumiendo, como cualquier máquina u organismo individuales, posee sus mejores condiciones de eficiencia; una determinada máquina funcionará mejor con una cierta presión de vapor, un amperaje determinado; un organismo vivo lo hará con una cierta dieta, peso o ejercicio. Parece que está mejor, le dice el médico al paciente, con una presión arterial de 140 milímetros. Y ocurre lo mismo con nuestras bien diferentes almas; algunas se sienten más felices con el buen tiempo, otras precisan la sensación de tensión, de voluntad tensa para sentirse bien y activas; sin embargo, estas últimas pagarán lo que ganan día a día con el sacrificio y la inhibición; lo contrario resulta demasiado fácil y apenas entusiasma.
Ahora bien, cuando los caracteres de este último tipo se vuelven religiosos, se convierten en idóneos para oponer su extremada necesidad de esfuerzo y negatividad frente a ellos mismos, contra su yo natural, y como consecuencia se desarrollará la vida ascética.
Cuando el profesor Tyndall afirma en una de sus conferencias que gracias a la influencia de Thomas Carlyle se metía en la bañera cada mañana del invierno helado en Berlín, subraya uno de los complejos inferiores de ascetismo; inclusive sin Carlyle, la mayoría de nosotros encontramos saludable para el alma comenzar el día con una inmersión fría; y un poco más arriba en la escala encontramos asimismo afirmaciones como ésta, de un agnóstico confidente mío:
«Con frecuencia, caliente en mi cama, me avergonzaba de depender del calor y siempre que lo recordaba me levantaba, sin importarme la hora, y permanecía un minuto de pie en medio del frío, sólo para probar mi virilidad».
Casos como éste pertenecen al apartado 1. En el próximo ejemplo encontraremos una mezcla del 2 y el 3, donde el ascetismo aparece mucho más sistemático y pronunciado. Describe un protestante el sentido de la energía moral del que no podía gratificarse con tintes menos duros; tomo el caso de la colección de Starbuck:
«Practicaba el ayuno y la mortificación de la carne. En secreto confeccionaba camisas de arpillera y colocaba el borde rudo cerca de la piel y llevaba piedras en los zapatos. Pasaba noches enteras acostado en el suelo de lado, sin taparme».
La Iglesia Romana ha organizado y codificado todo este género de actividades dándoles valor comercial en forma de «mérito»; pero, sin embargo, vemos que el cultivo de la dureza aflora bajo todos los cielos y todas las religiones como una necesidad de carácter espontáneo. Y así, leemos que Channing, cuando se estableció en calidad de ministro unitario:
«Era más sencillo que nunca y parecía haberse vuelto incapaz de cualquier forma de autoindulgencia. Tomó la habitación más pequeña de la casa para estudiar a pesar de que podía haber pedido una de las más iluminadas, aireada y adecuada, y para dormir buscó un ático que compartía con un hermano más joven. El mobiliario de esta habitación parecía el de la celda de un anacoreta y consistía en un colchón duro sobre un jergón de paja; sillas y mesa de madera con una estera en el suelo. No había fuego, y había sido siempre muy sensible al frío, pero nunca se quejó ni parecía ser consciente de la incomodidad. “Recuerdo —dice su hermano— que después de una noche muy fría, aludí deportivamente a su sufrimiento así: Si mi cama fuese mi país sería como Bonaparte; no tengo control sino sobre la parte que ocupo, cuando me muevo el hielo toma posesión”. Sólo cuando estaba enfermo aceptaba por un tiempo el cambio de habitación y algunas comodidades. También el vestido que le cubría normalmente era de la calidad más inferior y llevaba siempre ropas que el mundo calificaría de pobres, a pesar de que una pulcritud casi femenina le protegía de parecer descuidado»[177].
El ascetismo de Channing era, evidentemente, un compuesto de dureza y amor a la pureza. La democracia que es un esqueje del entusiasmo de la humanidad y de la cual hablaré más tarde bajo el título de culto a la pobreza, llevaba sin duda parte en todo esto. Ciertamente, no había elemento pesimista alguno en este caso; en el próximo sí tenemos un elemento fuertemente pesimista, de manera que pertenece al apartado 4. John Cennick fue el primer predicador metodista laico; en 1735 era convicto de pecado y cuando caminaba por Cheapside…
«[…] de súbito dejó las canciones, las cartas y de frecuentar el teatro. A veces pensaba marchar a un monasterio papista para vivir allí en devoto retiro. Otras veces deseaba vivir en una cueva durmiendo sobre hojas secas y comiendo frutos del bosque. Frecuentemente ayunaba y durante mucho tiempo rezaba nueve veces al día. […] Imaginaba que el pan seco era una indulgencia demasiado grande para un pecador como él, comenzó a alimentarse de patatas, bellotas, manzanas, hierbas, y a menudo deseaba poder vivir de las raíces y las hierbas silvestres. Al final, en 1737, encontró la paz de Dios y siguió su gozoso camino».[178]
En este pobre hombre observamos la melancolía morbosa y el miedo; los sacrificios que realiza son para purgar el pecado y comprar la seguridad. La desconfianza de la teología cristiana con respecto a la carne y al hombre natural, por lo general, consiste en sistematizar el miedo, haciendo de él un incentivo tremendo en la autoafirmación. Sería injusto, a pesar de que este incentivo haya estado utilizado de manera mercenaria por propósitos disuasorios, llamarlo un incentivo mercenario. El impulso de expiación y de penitencia es, en principio, una expresión demasiado inmediata y espontánea de desesperación y remordimiento para ser «detestable». En la forma de sacrificio amoroso, gastando todo lo que poseemos para demostrar nuestra devoción, la disciplina ascética más severa puede ser el fruto de un sentimiento religioso sensiblemente optimista.
M. Vianney, el cura de Ars, era un capellán rural francés, cuya santidad fue ejemplar. En su Vida leemos el siguiente relato de su necesidad de sacrificio:
«En este camino —dijo M. Vianney— sólo cuenta el primer paso. En la mortificación se encuentra un bálsamo y un sabor sin el cual una vez conocido no podríamos vivir. Sólo hay una forma de darse a Dios, es decir, de darse completamente sin reservar nada para uno mismo. Lo poco que se conserva sólo sirve de turbación y mortificación. Como consecuencia se impuso que nunca olería una flor, ni bebería cuando se muriera de sed; nunca alejaría de sí ni a una mosca, ni mostraría disgusto ante algo repugnante. “Nunca me quejaría de nada que tuviera relación con el bienestar personal; no me sentaría, no me apoyaría sobre los codos cuando estuviera arrodillado”. El capellán de Ars era muy friolero, pero nunca tomaba medidas para protegerse; durante un invierno muy crudo, uno de sus colaboradores inventó un falso suelo para su confesionario y puso una caja metálica con agua caliente debajo; la trampa tuvo éxito y el santo resultó engañado. “Dios es muy bueno —decía emocionado—, este año a pesar del frío mis pies han estado siempre calientes”»[179].
En el caso mencionado, el impulso espontáneo de realizar sacrificios por amor de Dios era probablemente el motivo consciente principal; así pues, podemos clasificarlo en el apartado 3. Algunos, autores piensan que el impulso de sacrificio es el fenómeno religioso más importante. Ciertamente es un fenómeno importante y universal, se encuentra enraizado más profundamente que cualquier confesión religiosa particular. He aquí lo que parece un ejemplo espontáneo que expresa simplemente el itinerario que parecía correcto entre el individuo y su Creador. Cotton Mather, el teólogo puritano de Nueva Inglaterra, es conocido como un pedante grotesco, pero ¿qué es más conmovedoramente simple que su relato de lo que sucedió cuando murió su esposa?
«Cuando vi qué grado de sacrificio me pedía el Señor —dice— decidí glorificarlo con su ayuda. Así, pues, dos horas antes de que mi esposa expiara me arrodillé a su lado y tomé su amada mano, la mano más amada del mundo, entre las mías; teniéndola así, la ofrecí solemne y sinceramente al Señor y como prueba de mi real resignación aparté su mano, y decidí que no la tocaría más. Fue la acción más difícil y posiblemente la más valiente que nunca he hecho. Ella […] me dijo que rubricaba y sellaba mi acto de resignación. Y aunque antes me llamaba continuamente, después no volvió ya a reclamarme»[180].
El ascetismo del padre Vlanney tomado en su totalidad era simplemente el resultado de una corriente de elevado entusiasmo espiritual deseosa de probarse a sí misma. La Iglesia Romana tiene por costumbre inapreciable recoger los motivos para el ascetismo y codificarlos de forma que cualquiera que persiga la perfección cristiana puede encontrar un sistema práctico, organizado, en cualquiera de los manuales existentes[181]. La noción dominante de perfección en la Iglesia es, naturalmente, la negativa a cometer el pecado. El pecado proviene de la concupiscencia, y la concupiscencia de nuestras pasiones y tentaciones carnales, de las que el orgullo es su cenit, junto con la sensualidad en todas sus formas y la tendencia a los placeres mundanos. Deben resistirse todas estas fuentes de pecado, siendo la disciplina y la austeridad el modo más eficaz de enfrentarse con ellas; por consiguiente, siempre aparecen en los libros citados capítulos de automortificación. Pero siempre que se codifica un procedimiento, su espíritu más sutil se desvanece, y si pretendemos el espíritu estático y sin diluir, la pasión del automenosprecio vengándose en la pobre carne, la divina irracionalidad del santo haciendo un presente sacrificial de todo lo que posee (es decir, de su sensibilidad) al objeto de su adoración, habremos de referirnos a las autobiografías u otros documentos individuales.
San Juan de la Cruz, un místico español que destacó, o más bien sencillamente existió, ya que hay poca cosa que sugiera que prosperase, en el siglo XVI, nos proporcionará un pasaje adecuado a nuestro propósito:
«Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él.
»Lo segundo, para poder bien hacer esto, cualquiera gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloría de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto ni le quiso que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba él su comida y manjar. Pongo ejemplo: Si se le ofreciere gusto de oír cosas que no importen para servicio y honra de Dios, ni lo quiera gustar ni las quiera oír; y si le diere gusto mirar cosas que no le ayuden a amar más a Dios, ni quiera el gusto ni mirar las tales cosas; y si en el hablar u otra cualquiera cosa se le ofreciere, haga lo mismo; y en todos los sentidos ni más ni menos, en cuanto lo pudiere excusar buenamente, porque, si no pudiere, basta que no quiera gustar de ello, aunque estas cosas pasen por él. Y de esta manera ha de procurar dejar luego mortificados y vacíos de aquel gusto a los sentidos, como a escuras. Y con este cuidado en breve aprovechará mucho.
»Y para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen éstos y los demás bienes, es total remedio lo que sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes:
»Procure siempre inclinarse:
no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;
no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;
no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto;
no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso;
no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo;
no a lo más, sino a lo menos
no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciable;
no a lo que es querer algo, sino a no querer nada;
no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor;
y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo.
»Y estas obras conviene las abrace de corazón y procure allanar la voluntad en ellas; porque, si de corazón las obra, muy en breve vendrá a hallar en ellas gran deleite y consuelo, obrando ordenada y discretamente.
»Lo que está dicho, bien exercitado, bien basta para entrar en la noche sensitiva. Pero, para mayor abundancia, diremos otra manera de ejercicio que enseña a mortificar la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida, que son las cosas que dice san Juan reinan en el mundo, de las cuales proceden todos los demás apetitos.
»Lo primero, procurar obrar en su desprecio y desear que todos lo hagan.
»Lo segundo, procurar hablar en su desprecio y desear que todos lo hagan.
»Lo tercero, procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos lo hagan.
»En conclusión de estos avisos y reglas conviene poner aquí aquellos versos que se escriben en la Subida del Monte, que es la figura que está al principio de este libro, los cuales son doctrina para subir a él, que es lo alto de la unión; porque, aunque es verdad que allí habla de lo espiritual e interior, también trata del espíritu de imperfección según lo sensual y exterior, como se puede ver en los dos caminos que están en los lados de la senda de perfección. Y así, según ese sentido los entenderemos aquí, conviene a saber: según lo sensual. Los cuales, después, en la Segunda Parte de esta Noche, se han de entender según lo espiritual.
»Dice:
Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada;
para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada;
para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada;
para venir a saberlo todo;
no quieras saber algo en nada;
para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas;
para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes;
para venir a lo que no posees,
has de ir por donde no posees;
para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.
MODO PARA NO IMPEDIR AL TODO
Cuando reparas en algo,
dejas de arrojarte al todo;
porque, para venir del todo al todo,
has de negarte del todo en todo;
y cuando lo vengas del todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer;
porque, si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro.
»En esta desnudez halla el alma espiritual su quietud y descanso, porque, no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad; porque, cuando algo codicia, en eso mismo se fatiga».
Estos últimos versos juegan con el vértigo de la autocontradicción que fascina al misticismo. Los que perseveran son completamente místicos, ya que san Juan pasa de Dios a la noción más metafísica del Todo.
«Cuando os detengáis en algo abriros al Todo. Ya que para llegar al Todo habéis de abandonar el Todo, y si conseguís poseer el Todo, habéis de poseerlo sin desear Nada.
»En esta expoliación el alma encuentra su tranquilidad y reposo. Profundamente establecida en el centro de su propio ser, no puede ser acometida por lo que llega de abajo, y ya que no desea nada, lo que llega de arriba no la puede deprimir, porque sólo sus deseos son la causa de su aflicción»[182].
A continuación, como ejemplo más concreto de los apartados 4 y 5, en realidad de todos los apartados juntos, y del extremo irracional al que el individuo psicopático puede llegar a través de la austeridad corporal, citaré el sincero relato del beato Suso de sus propias torturas. Recordaréis que el beato Suso fue uno de los místicos alemanes del siglo XIV; su biografía, escrita en tercera persona, es un documento religioso clásico.
«De joven poseía un temperamento lleno de fuego y vida, y cuando comenzó a darse cuenta fue muy penoso para él y buscó mediante todo lo que pudo sujetar su cuerpo. Durante mucho tiempo llevó una camisa de piel rugosa y una cadena de hierro hasta que sangró y tuvo que quitársela; en secreto se hizo confeccionar ropa interior donde había tiras de piel con ciento cincuenta agujas de latón, puntiagudas y afiladas, dirigidas hacia la carne. Se la hizo muy estrecha y de manera que ciñese y se la ataba delante, bien prieta y con las puntas hacia la carne, siendo lo bastante larga como para llegarle al ombligo. En verano, cuando hacía mucha calor y estaba muy cansado de sus viajes, o de su tarea de lector, a veces, mientras estaba acostado, oprimido por la presión y atormentado también por insectos perniciosos, gritaba y gemía y se volvía y revolvía con agonía como lo hace un gusano atravesado por una aguja afilada. A menudo se sentía como si estuviese sobre un nido de hormigas de tanto como le torturaban los insectos, ya que si quería dormir, o cuando ya dormía, competían entre ellos en atormentarle[183]. Aveces gritaba a Dios Todopoderoso con todo el corazón: “¡Ah, buen Dios!, ¿qué muerte es ésta? ¡Cuando alguien es asesinado por hombres o bestias de presa es más rápido; pero yo estoy pereciendo bajo los crueles insectos y no puedo morir!”. Las noches de invierno nunca eran lo bastante largas ni el verano caluroso para hacerle abandonar sus ejercicios. Al contrario, inventó todavía otra cosa, dos tiras de piel en las que ponía las manos y las ataba a cada lado del cuello, y las ajustaba tan bien que aunque su celda se incendiase no se podría salvar. Continuaba así hasta que las manos y los brazos casi temblaban por la tensión; y después todavía inventó algo nuevo: dos guantes de piel donde hacía adaptar un dedal lleno de tachuelas de latón muy afiladas. Se los ponía por la noche de forma que si intentaba quitarse la ropa interior durmiendo, o al alejarse del tormento de los insectos, las tachuelas se les clavaban en el cuerpo. Y así vivía. Si alguna vez intentaba defenderse mientras dormía se arañaba con las tachuelas en el pecho y se lo desgarraba hasta que la carne le sangraba. Cuando las heridas se le curaban, al cabo de algunas semanas, se desgarraba de nuevo haciéndose nuevas heridas.
»Siguió con este ejercicio terrible durante siete años. Al final, cuando su sangre se había enfriado y el fuego de su temperamento destruido, se le apareció una visión; un domingo de Pentecostés, un mensajero del cielo le dijo que el Señor ya no le pedía ese suplicio. Con lo que abandonó esta práctica y lanzó todos los objetos a un torrente».
Suso explica cómo, para emular las penas del Señor crucificado, se hizo una cruz con treinta agujas y clavos de hierro puntiagudos, la llevó sobre la espalda desnuda día y noche. «La primera vez que se puso la cruz en la espalda su cuerpo se estremeció de terror y despuntó los afilados clavos contra una piedra. Pero en cuanto se arrepintió de su cobardía femenina, los afiló de nuevo con una lima y se volvió a poner sobre la espalda la cruz, haciendo que ésta le sangrara y supurara. Cuando se sentaba o agachaba parecía que tuviese una piel de erizo encima y apenas alguien le tocaba sin querer o palpaba sus ropas se desgarraba».
A renglón seguido, Suso habla de las penitencias que se imponía tocando la cruz o clavándose los finos clavos más todavía en la carne, y explica también las flagelaciones, una historia verdaderamente pavorosa; continúa después así: «Durante el mismo tiempo, el Servidor se procuró una puerta vieja, inservible, y por la noche se acostaba sin ropa de cama que la hiciese confortable; se quitaba los zapatos y se envolvía en un abrigo recio. Tenía una almohada miserable, ya que se ponía tallos de guisantes bajo la cabeza; la cruz con los clavos enganchada a la espalda, los brazos vendados, la ropa interior de pelo de caballo encima, el abrigo demasiado pesado y la puerta demasiado dura. Así dormía, miserablemente, y ofrecía más de un llanto al Señor. En el invierno sufría mucho con las heladas, si estiraba los pies tocaban el suelo desnudo y se helaban; si los encogía, la sangre se le encendía en las piernas y le hacía sufrir grandemente. Tenía los pies completamente llagados, las piernas hidrópicas, las rodillas sangraban y supuraban, la espalda cubierta de las cicatrices de la ropa interior, su cuerpo devastado, la boca reseca por la sed y sus manos temblorosas por la fiebre. Pasaba días y noches en medio de estos tormentos y los resistía por la grandeza del amor de su corazón hacia la Sabiduría Divina y Eterna, nuestro Señor Jesucristo, del que quería imitar sus sacrificios. Al cabo de un tiempo abandonó la penitencia de la puerta y en su lugar ocupó una celda muy pequeña usando el banco, demasiado estrecho y corto, para acostarse como si fuera una cama. Así durmió, en este agujero o en la puerta descrita durante ocho años. Tuvo también la costumbre durante los veinticinco años que estuvo en el convento de no ir nunca a una habitación caliente después de completas, o a la cocina del convento para calentarse hiciese el frío que hiciese, a menos que estuviese obligado por otras razones. Nunca, durante estos años, se bañó; ni siquiera un solo baño de agua o de vapor, y lo hacía para mortificar el cuerpo, que buscaba comodidades. Durante mucho tiempo practicó una pobreza tan rígida que no recibía ni tocaba un céntimo, ni con permiso ni sin él. Durante un tiempo considerable intentó conseguir un grado de pureza tan elevado que no se rascaba ni tocaba parte alguna de su cuerpo excepto las manos y los pies»[184].
Os ahorro el relato de las torturas que se autoinflingía el pobre Suso con la sed. Bueno es saber que después de mortificarse cuarenta años, el Señor le dio a entender, mediante una serie de visiones, que ya había estropeado bastante al hombre natural y que debía abandonar los ejercicios. Su caso es claramente patológico, pero no parece que haya tenido el distanciamiento que disfrutaron algunos ascetas ni la alteración de la sensibilidad capaz de transformar el tormento en un tipo de placer perverso. Por ejemplo, leyendo a la fundadora del orden Sagrado Corazón:
«Su amor por el dolor y el sufrimiento era insaciable […]. Decía que podía vivir alegremente hasta el día del juicio, siempre que tuviese materia para sufrir por Dios, pero que vivir un solo día sin sufrimiento sería intolerable. Decía también que se sentía devorada por dos fiebres que no se podían mitigar, una por la santa comunión y otra por el sufrimiento, la humillación y la aniquilación. “Nada, excepto el dolor —repetía siempre en sus cartas— hace mi vida soportable”»[185].
Todo esto sobre los fenómenos que se produjeron en algunas personas por el impulso ascético. En el carácter consagrado a la Iglesia, se han reconocido tres ramas menores de la automortificación como caminos indispensables hacia la perfección. Son la castidad, la obediencia y la pobreza que el monje promete observar. Me permito un par de comentarios sobre la obediencia y la pobreza.
En primer lugar, la obediencia. La vida secular del siglo XX no tiene en gran estima esta virtud; el deber del individuo de determinar su propia conducta y sacar provecho o sufrimiento de las consecuencias, parece ser uno de nuestros ideales sociales protestantes más relevantes; tanto, que es difícil imaginar cómo hombres poseídos de una vida interior propia pueden llegar a pensar que la sujeción de su voluntad a la de otras criaturas finitas sea recomendable. Confieso que a mí me resulta un misterio, pero es evidente que corresponde a una profunda necesidad interior de numerosas personas y hemos de hacer todo lo posible por entenderlo.
En el plano más bajo posible, se observa que la conveniencia de la obediencia en organizaciones eclesiásticas férreas debió llevar a considerarlo meritorio. Además, la experiencia muestra que hay ocasiones en la vida de cada uno en que es posible ser aconsejado más bien por otros que por uno mismo. La incapacidad de decidir es uno de los síntomas más comunes de la fatiga nerviosa; los amigos que viven más distanciadamente nuestros problemas también los viven más sensatamente que nosotros; por ello es un acto de virtud consultar y obedecer a un médico, un compañero o a la esposa. Pero dejando estas regiones inferiores de prudencia, encontramos en la naturaleza de algunas de las emociones espirituales que hemos estudiado buenas razones para idealizar la obediencia. La obediencia puede nacer del fenómeno religioso general de la docilidad interna, de la mansedumbre y del abandono a poderes superiores. Estas actitudes se consideran tan salvificas que, aparte de su utilidad, aparecen ya consagradas idealmente; y nosotros, al obedecer a un hombre en el que vemos claramente la falibilidad, debemos sentirnos como cuando inclinamos nuestra voluntad a la de la sabiduría infinita. Añadid, además, la desconfianza extrema, la pasión de la autoinmolación, y la obediencia se torna un sacrificio ascético, agradable, sin tener demasiado en cuenta los usos discrecionales que pueda tener.
Los escritores católicos concibieron primariamente la obediencia como una ofrenda, una forma de «mortificación», un «sacrificio» que el hombre presenta a Dios y del que él es el sacerdote y la víctima. Por la pobreza inmola sus posesiones exteriores, por la castidad inmola su cuerpo y por medio de la obediencia absoluta y el sacrificio ofrece a Dios todo lo que posee, sus dos bienes más preciados: el intelecto y la voluntad. Entonces el sacrificio es completo y sin reserva, un genuino holocausto, ya que ahora la víctima es aniquilada en honor de Dios[186]. A tenor de esto, en la disciplina católica obedecemos a nuestros superiores no como a simples hombres, sino como representantes de Cristo. Obedecer a Dios según esa intención de obediencia es fácil, pero cuando los teólogos de libre interpretación ordenan colectivamente todas sus razones para recomendarla, la mezcla nos suena bastante extraña.
«Uno de los grandes consuelos de la vida monástica —afirma una autoridad jesuita— es la seguridad que poseemos de que si obedecemos no podemos cometer ningún error. El superior puede cometerlo cuando os ordena que hagáis esto o aquello, pero tú estás seguro de que no cometerás errores si obedeces porque Dios sólo pedirá cuentas de tu obediencia a las órdenes recibidas, y si puedes responder con claridad al respecto, estás completamente absuelto. Si lo que ibas a realizar era oportuno o si había algo mejor que hacer, no son preguntas que se te exijan, sino más bien a tu superior. En el momento en que lo hiciste, lo hiciste obedeciendo, y el Señor lo suprime de tu informe y lo incluye en el de tu superior. Por todo esto exclama san Jerónimo alegrándose de las ventajas de la obediencia: “¡Oh, libertad soberana! ¡Oh, santa y bendita seguridad por la que me convierto casi en no susceptible de pecado!”.
»San Juan Climaco compartía el mismo sentimiento cuando afirma que la obediencia es una excusa ante Dios. De hecho, cuando Dios te pregunta por qué has hecho esto o aquello y le respondes “porque así me lo han ordenado mis superiores”, no exigirá ninguna otra razón. Al igual que el pasajero de un buen barco con un excelente piloto no sufre en absoluto y puede dormir tranquilo, ya que el piloto se encarga de todo y “vigila por él”, el religioso que vive bajo el yugo de la obediencia camina hacia el cielo como en un sueño, es decir, contando por completo con la conducta de sus superiores que son los pilotos de su barco y vigilan por él continuamente. Sin embargo, para un verdadero creyente no es poca cosa poder cruzar el mar tempestuoso de la vida sobre las espaldas y brazos de otro, y ésta es precisamente la gracia que Dios otorga a los que viven bajo el yugo de la obediencia; su superior soporta toda su carga […]. Un sesudo doctor afirmó que prefería pasarse la vida recogiendo hierbas por obediencia que afanándose por decisión propia en los trabajos de caridad más sublimes, porque se está seguro de seguir la voluntad de Dios haciendo cualquier cosa por obediencia, pero nunca se halla uno en el mismo grado de seguridad haciendo cualquier cosa por decisión propia»[187].
Deberíamos leer las cartas en las que san Ignacio de Loyola recomienda la obediencia como la columna vertebral de su orden si pretendemos formarnos una completa idea del espíritu de sumisión[188]. Son demasiado largas para citarlas, pero la creencia de Ignacio está expresada tan vívidamente en un par de fragmentos que relatan los compañeros que, a pesar de haber sido citados frecuentemente, solicito vuestro permiso para repetirlos de nuevo:
«Debería, al entrar en religión y a partir de ahora, ponerme completamente en las manos de Dios, y de aquel que toma Su lugar por Su autoridad. Habría de desear que mi superior me obligara a abandonar mi criterio y conquistar mi mente. No debería diferenciar entre un superior y cualquier otro […], antes bien, reconocer que todos son iguales ante Dios, cuyo lugar ocupan. En las manos de mi superior deberé ser cera blanda, algo de lo que se pueda solicitar lo que se quiera, ya sea escribir cartas o recibirlas, hablar o no hacerlo con tal persona, o cosas por el estilo, y deberé poner todo mi fervor en ejecutar celosa y exactamente lo que me encomienden. Habré de considerarme como un cuerpo sin inteligencia ni voluntad, ser como una masa de materia que sin oponer resistencia se deja colocar donde se quiera, como el bastón en las manos de un anciano que lo utiliza según sus necesidades y lo abandona donde le conviene. Así, pues, estaré bajo las manos de la Orden para servirla de la manera que encuentre más útil.
»Nunca debo solicitar al superior que me envíe a un determinado lugar, ni realizar una tarea particular… tampoco debo considerar nada de mi propiedad y por lo que respecta a las cosas que utilizo, ser como la estatua que se deja moldear y nunca opone resistencia»[189].
La cita siguiente es del padre Rodríguez y se encuentra en el capítulo que he citado hace un momento. Hablando de la autoridad del papa el padre Rodríguez escribe:
«San Ignacio dijo, siendo general de su Compañía, que si el santo padre le ordenase embarcarse en la primera barca que encontrara en el puerto de Ostia, cerca de Roma, y abandonarse a la mar, sin vela ni mástil, ni remos, ni timón, ni ninguno de los aparejos necesarios para la navegación y la subsistencia, no sólo obedecería prontamente, sino también sin ansiedad ni repugnancia, y pese a todo con una inmensa satisfacción interna»[190].
Con tan sólo un ejemplo concreto de la extravagancia contenida en la virtud que estamos considerando pasaré al tema siguiente.
«La hermana Marie Claire (de Port Royal) había quedado impresionada por la santidad y excelencia de M. de Langres. Este prelado, poco después de llegar a Port Royal, le dijo cierto día, viéndola afectuosamente unida a la madre Angélica, que posiblemente fuera más conveniente que no le volviese a hablar. Marie Claire, ávida de obediencia, tomó estas desconsideradas palabras como oráculo divino y desde aquel día estuvo varios años sin hablar ni una sola vez con su hermana»[191].
El próximo tema será el de la pobreza, que siempre y en todos los credos fue considerada un adorno de la vida santa. Siendo el espíritu de posesión fundamental en la naturaleza del hombre, constituye un ejemplo más de la paradoja ascética. Pero no constituye ninguna paradoja en absoluto, sino que resulta perfectamente razonable, desde el momento que se recuerda la facilidad con que elevados estímulos impiden bajas codicias. He citado ya al jesuita padre Rodríguez con respecto al tema de la obediencia, y ahora, para centrarnos concretamente en la discusión sobre la pobreza, volveré a citarlo leyendo una página de su capítulo sobre esta última virtud. Recordar que escribe instrucciones para los hermanos de su orden y las fundamenta todas ellas en la jaculatoria «Benditos los pobres de espíritu».
«Si alguno de vosotros —dice— quiere saber si realmente es o no es pobre de espíritu, considerar si abraza las consecuencias ordinarias y efectos de la pobreza, que son el hambre, el frío y la fatiga y la renuncia a todos esos inconvenientes. Mirad si estáis contentos por llevar un hábito muy usado y lleno de remiendos, mirad si estáis contentos cuando a vuestra comida le falta casi todo, cuando se olvidan de serviros, cuando aquello que recibís no os agrada, cuando vuestra celda necesita reparación. Si no estáis contentos de todas estas cosas, si en lugar de desearlas las evitáis, entonces ahí tenéis la prueba de que no habéis conseguido la perfección de la pobreza de espíritu». El padre Rodríguez continúa describiendo la práctica de la pobreza más detalladamente: «El primer punto es el que san Ignacio propone en las constituciones cuando dice: “No dejéis que nadie utilice nada como si le perteneciera”. “Una persona religiosa —afirma—, con respecto a los objetos que usa, debería ser como la estatua que puede cubrirse con ropa y no siente pena ni opone resistencia cuando la despojan de nuevo. De esta forma deberíais considerar vuestra ropa, vuestros libros, vuestra celda y todas las demás cosas que utilizáis. Si se os ordena que las dejéis o que las cambiéis por otras no debéis sentir más pena que si fueseis una estatua a la que se despojara. Así evitaréis usarlas como si de cosas privadas se tratase. Pero si cuando abandonéis la celda o abandonéis la posesión de este o aquel objeto sentís repugnancia y no sois como una estatua eso demostrará que miráis estas cosas como propiedad privada”.
»Por eso nuestro santo fundador deseaba que los superiores probasen a los hermanos de manera parecida a como lo hizo Dios con Abraham, y probasen su pobreza y su obediencia para conocer el grado de su virtud y poseer la oportunidad de avanzar todavía más en la perfección…, que los hiciesen salir de la habitación cuando la encontraban confortable, y si se habían acostumbrado que se les retirara un libro que les agradaba mucho o que se les obligara a cambiar la ropa por otra peor. Si no se obrara así acabaríamos por adquirir una especie de propiedad sobre todos estos objetos y, poco a poco, el muro de pobreza que nos envuelve y constituye nuestra principal defensa quedaría derrumbado. Frecuentemente, los antiguos padres del desierto trataban así a los hermanos […]. San Dositeo, enfermero, deseaba un cuchillo determinado y lo solicitó a san Doroteo no para su uso privado sino para la enfermería a su cargo, a lo que contestó este último: “¡Ah, Dositeo, este cuchillo te gusta más!, ¿eres esclavo de un cuchillo o esclavo de Cristo? ¿No te causa vergüenza desear que un cuchillo sea tu maestro? ¡No te lo dejaré tocar!”. Esta acusación y negativa tuvieron tal efecto en el santo discípulo que nunca más tocó el cuchillo […].
»Por tanto, en nuestras habitaciones —continúa el padre Rodríguez— sólo habrá un lecho, una mesa, un banco, una vela, cosas puramente necesarias y nada más. No está permitido entre nosotros que las celdas estén adornadas con pinturas o alguna otra cosa, ni con sofás, alfombras, cortinas, ni ningún tipo de armario o escritorio elegantes. Tampoco se nos permite guardar comida ni para nosotros ni para las visitas. Debemos pedir permiso para ir al refectorio, incluso para coger un vaso de agua y, finalmente, no podemos tener libro alguno en el que se pueda escribir ni que pueda llevarse consigo. Nadie puede negar que así vivimos en medio de una gran pobreza, pero esta pobreza constituye, al mismo tiempo, una inmensa tranquilidad y perfección. Sería inevitable, en el caso en que el religioso poseyera permiso para tener cosas superfluas, que éstas ocupasen gran parte de su pensamiento ya fuese para comprarlas, para conservarlas o para aumentarlas, de manera que no permitiéndonos en absoluto poseerlas solucionamos tales inconvenientes. Una de las razones por las que la compañía prohíbe que las personas seglares entren en las celdas estriba en que así permanecemos más fácilmente en la pobreza. A pesar de todo somos hombres y si pudiésemos recibir visitas mundanas en nuestras celdas no tendríamos fuerza suficiente para permanecer en los limites prescritos, ya que cuando menos queríamos adornarlas con algunos libros para mejor ofrecer a nuestros visitantes una mejor impresión de nuestra erudición»[192].
Ya que los faquires hindúes, los monjes budistas y los derviches musulmanes coinciden con los jesuitas y los franciscanos en idealizar la pobreza como el estado individual más elevado, merece la pena examinar los fundamentos espirituales de opinión que parece tan antinatural. Y en primer lugar, los que se encuentran más cerca de la naturaleza humana.
La oposición entre los hombres que tienen y los que son es inmemorial, a pesar de que los caballeros, en el sentido antiguo de la palabra, hombre de nacimiento noble, ejercieron normalmente de depredadores y les agradaron las tierras y los bienes, nunca identificaron su esencia con esas posesiones, sino más bien con la superioridad personal, el valor, la generosidad y el orgullo que se supone constituyen su patrimonio. Agradecía a Dios que fuese completamente inaccesible a ciertos géneros de consideración propios de feriante, y, si las vicisitudes de la vida le conducían mediante la escasez a la miseria, se contentaba al pensar que con su valor absoluto era mucho más libre para conseguir su salvación. «Wer nur selbst was hätte», dice el templario de Lessing en Nathan el Sabio, «mein Gott, mein Gott, ich habe nichts». Este ideal de hombre noble, sin posesiones, personificado en un caballero errante y altruista, pero horriblemente corrupto, que siempre se ha admirado, domina todavía sentimentalmente, si no prácticamente, la visión de la vida militar y aristocrática. Glorificamos al soldado como al hombre absolutamente desprendido, poseedor nada más que de su vida y deseoso de ofrecerla cuando la causa lo solicita; constituye el representante de la completa libertad hacia los ideales. El trabajador que a diario paga con su jornal y no posee derechos invertidos en el futuro también ofrece mucho de este desinterés ideal. Como el nómada, también él construye su tienda allá donde su brazo derecho le sostiene y desde su actitud simple y sencilla, el terrateniente parece enterrado y ahogado por preocupaciones externas y dificultades innobles. «Caminando por un río con hierba y suciedad hasta la rodilla». Las exigencias que imponen las cosas materiales corrompen la humanidad, hipotecan el alma y son el ancla que impide nuestro progreso hacia adentro.
«Todo lo que veo —afirma Whitefield— parece decir: “Ve y predica la Palabra de Dios, sé un peregrino en la tierra, no tomes partido ni tengas casa”. Mi corazón repite: “Señor Jesús, ayúdame a hacer o sufrir tu voluntad. Cuando me veáis en peligro de anidar, con piedad, con dulce piedad, poned una espina en mi nido para evitar que lo haga”»[193].
Este odio al «capital» con el que las clases trabajadoras parecen cada vez más identificadas, se encuentra firmemente compuesto por este sentimiento de antipatía hacia las vidas fundamentadas en el simple tener. Un poeta anarquista escribe:
«No acumulando riquezas sino abandonando las que tenéis seréis hermosos.
»Debéis deshacer las ataduras, no acomodaros a ellas.
»No os procuraréis un cuerpo más firme y saludable multiplicando los vestidos; más bien los desecharéis, ya que un soldado que va de campaña no busca qué aditamentos se puede cargar en la espalda, sino los que puede dejar, porque conoce perfectamente que cada cosa adicional que no pueda usar con libertad es un impedimento»[194].
Resumiendo, pues, las vidas basadas en la posesión son menos libres que las que se fundamentan en ser o en hacer, y en interés de la acción, la gente presa del entusiasmo espiritual arroja las posesiones e impedimentos. Sólo las que no poseen intereses privados pueden regirse mediante un ideal de derecho; la pereza y la cobardía arrastran con cada moneda y cada céntimo que guardamos. Cuando un hermano novicio dijo a san Francisco: «Padre, me sería muy consolador poseer un salterio, pero a pesar de que nuestro general me concediera tal indulgencia, también desearía vuestro consentimiento». Francisco le desanimó con los ejemplos de Carlomagno, Rolando y Oliveros, que perseguían a los infieles con penas y sudores para finalmente morir en el campo de batalla, «de forma que no te preocupes por poseer libros y conocimientos, sino más bien por la bondad y tus obras». Y cuando al cabo de unas semanas el novicio volvió a comunicarle su deseo de un salterio, Francisco le contestó: «Después del salterio querrás un breviario y cuando tengas el breviario subirás a tu silla en el coro como un gran prelado y dirás a tu hermano: “Dame mi breviario”». Y entonces denegó tales demandas diciendo: «Un hombre sólo posee el conocimiento que demuestra en la acción; y un monje sólo es un buen predicador cuando sus hechos así lo proclaman, porque cada árbol se conoce por sus frutos»[195].
Pero más allá de esta actitud, dignamente deportiva, implicada en el hacer y en el ser, existe, en el deseo mismo de no poseer algo todavía más profundo; algo relacionado con aquel misterio fundamental de la experiencia religiosa, la satisfacción hallada en la rendición absoluta al poder superior. Mientras que se ostenta una precaución secular, mientras que se continúa manteniendo una garantía de prudencia, mientras la rendición es incompleta, no se ha superado la crisis vital; el temor todavía ejerce de centinela y todavía desconfía de la divinidad: preñado de dudas, mirando a Dios, ciertamente, de alguna manera, pero disimulando también nuestras propias maquinaciones. En algunas experiencias médicas debemos superar idéntico punto critico. Un alcohólico o un adicto de la morfina o la cocaína se presenta para ser curado y pide al médico que le ayude a abandonar sus adicciones, que le aparte del enemigo, pero no se atreve a enfrentarse con la vacía abstinencia; la tiránica droga todavía constituye el ancla para la supervivencia, esconde provisiones bajo el vestido, realiza apaños secretos para contar con ella en caso de necesidad. A pesar de todo, un hombre tan incompletamente regenerado todavía confía en sus propios títulos, su dinero es como la poción para dormir que el enfermo de insomnio crónico tiene junto a su lecho. Se ofrece a Dios, pero si necesitara de la otra ayuda, allí estaría. Todos conocéis casos de semejante deseo de reforma incompleta e ineficaz; alcohólicos que, a pesar de sus propias blasfemias y propósitos parecen poco deseosos de no volver a embriagarse nunca más. Dejar realmente algo en lo que hemos confiado, dejarlo definitivamente «de una vez por todas», significa una de aquellas alteraciones radicales del carácter que descubrimos en las conferencias sobre la conversión. En esta transformación el interior del hombre se inclina hacía una posición de equilibrio completamente diferente, vive en un nuevo centro de energía a partir de aquel momento, y el instante decisivo y eje de todas estas operaciones parece implicar la sincera aceptación de una cierta desnudez y desamparo.
En consecuencia, a través de los anales de la vida de los santos encontramos esta nota reiterada siempre: abandónate a Dios y su providencia sin reserva alguna, no pienses en el mañana, vende todo lo que poseas y dáselo al pobre. Sólo cuando un sacrificio es comprometido y temerario llegará realmente a la más alta seguridad. Como un ejemplo concreto permitidme leer una página de la biografía de Antoinette Bourignon, una buena mujer, perseguida en su día por protestantes y católicos porque no aceptaba una religión de segunda mano. Siendo joven, en casa de su padre:
«Pasaba noches enteras rezando, repitiendo frecuentemente: “Señor, ¿qué queréis que haga?”. Y una noche estando en profunda penitencia dijo de todo corazón: “¡Oh, Señor mío! ¿Qué debo hacer para complaceros? No tengo a nadie que me enseñe, hablad a mi alma y os escuchará”. En aquel momento oyó como si alguien hablara en su interior: “Abandona todas las cosas terrenas. Distánciate del amor de las criaturas. Niégate a ti misma”. Se encontraba fuertemente sorprendida, no entendía ese lenguaje y meditó mucho en los tres puntos pensando cómo podría cumplirlos. Pensó que no podía vivir sin las cosas terrenas ni sin el amor de las criaturas, ni sin su propia estimación, pero a pesar de todo respondió: “Lo haré por vuestra gracia, Señor”. Cuando quiso hacerlo no sabía por dónde comenzar; al pensar en los religiosos de los monasterios que abandonaban las cosas terrenas encerrándose en un claustro, solicitó ingresar en la orden de carmelitas descalzas, pero su padre no se lo permitió afirmando que prefería verla muerta y en la tumba. Todo esto le pareció de una gran crueldad, ya que esperaba encontrar en el claustro las verdades cristianas que buscaba, pero más adelante comprendió que su padre conocía los claustros mejor que ella. Cuando se lo prohibió y le dijo que nunca la dejaría ser religiosa, ni le daría dinero alguno para entrar allí, visitó al padre Laurens, el superior, y se ofreció para servir en el monasterio y trabajar ganándose el pan, y contentarse con poco si la aceptaba. Él sonrió y le contestó: “Eso no puede ser. Necesitamos dinero para edificar monasterios y no aceptamos jóvenes sin dinero; debes encontrar una forma de conseguirlo, y sí no es así, no puedes ingresar”.
»Le sorprendió tanto todo esto que se desengañó respecto de los conventos; así es que decidió abandonar toda compañía y vivir sola hasta que el Señor quisiera mostrarle lo que debía hacer y hacia dónde debía ir. Preguntaba siempre tenazmente: “¿Cuándo os perteneceré por entero? ¡Oh, Señor!”. Y pensaba que le contestaba “cuando no poseas nada y mueras en ti misma”. “¿Y dónde conseguiré eso, Señor?”. “En el desierto”, le respondía. La respuesta impresionó tanto a su alma que llegó a ambicionarlo, pero no tenía más que 18 años, temía a los infortunios y desconocía cómo llegar allí ya que nunca había viajado. Dejó a un lado estas dudas y dijo: “Señor, me guiarás al sitio y me dirás cómo debo complaceros. Lo hago por vos, dejaré mi vestido de doncella, vestiré el de un ermitaño y nadie me conocerá”. Se confeccionó el hábito en secreto en tanto sus padres pensaban casarla y la habían prometido a un comerciante francés; no se opuso a nada y la noche de Pascua, habiéndose cortado los cabellos, vistió el hábito, durmió algo y salió de la habitación hacia las cuatro de la mañana, cogiendo tan sólo unos céntimos para comprar el pan de aquel día. Al salir oyó: “¿Dónde está tu fe, en unos céntimos?”, y arrojándolos lejos pidió perdón a Dios por su falta diciendo: “No, Señor, mi fe no consiste en unos céntimos, sólo confía en ti”. Salió así completamente liberada de su pesada carga de preocupaciones y bienes de este mundo, y encontró su alma tan satisfecha que no deseó ya nada terreno, ofreciéndose sólo a Dios y con el único temor de ser descubierta y obligada a volver a casa, porque se sentía más contenta en su pobreza que jamás se había sentido en toda su vida con los placeres del mundo»[196].
Los escasos céntimos constituían una pequeña salvaguarda económica, pero un obstáculo espiritual efectivo; hasta que no los abandonó su carácter no pudo asentarse completamente en el nuevo equilibrio.
Además del misterio de la autorrendición, existen otros misterios religiosos en el culto a la pobreza, como el de la veracidad, por ejemplo: «Vine al mundo desnudo», etc., y el primero que afirmó tal cosa poseía este misterio. Ha de ganar la batalla mi propia verdad desnuda y no podrán salvarme los engaños. Existe también el misterio de la democracia o el sentimiento de la igualdad ante Dios de todas las criaturas. Sentimiento que (y en general parece estar más extendido entre los mahometanos que en tierras cristianas) tiende a anular la usual codicia del hombre. Aquellos que lo poseen rechazan dignidades y honores, privilegios y ventajas, y prefieren, como dije en una conferencia anterior, presentarse ante Dios en el estrato más humilde. No se trata exactamente del sentimiento de humildad, aunque en la práctica se le parezca mucho, se trata más bien de un sentimiento de humanidad que rechaza disfrutar nada que no compartan otros. Un profundo moralista al comentar la afirmación de Cristo: «Vended todo lo que poseáis y seguidme», dice lo siguiente:
«Puede ser que Cristo quisiera decir: “Si amáis absolutamente a la humanidad no os importarán los bienes”, y esto parece una afirmación bastante verosímil. Pero una cosa es creer que probablemente sea verdadera y otra es aceptarla como un hecho. Si amaseis a la humanidad como Cristo lo hacía, aceptaríais su inclusión como una realidad; venderíais obviamente las posesiones y esto no representaría pérdida alguna. Todas estas verdades, literales para Cristo y para cualquiera que sienta el amor de Cristo por la humanidad, se convierten en simples parábolas para naturalezas inferiores. Toda generación cuenta con personas que, aun comenzando inocentemente, sin intención predeterminada de ser santos, se encuentran envueltos en el torbellino por su interés en ayudar a la humanidad y por la serenidad que produce hacerlo. El abandono de su forma de vivir anterior es como el polvo en la balanza, se deposita gradualmente, incidentalmente, imperceptiblemente. De esta manera, todo el arduo problema del abandono de la lujuria consiste no en un problema, sino en un simple incidente hacia otra cuestión, o lo que es lo mismo, el grado en que nos abandonamos a la lógica de nuestro amor por nuestros semejantes sin remordimientos»[197].
Sin embargo, en todas estas cuestiones que atañen a los sentimientos se ha de haber «estado» personalmente para entenderlas. Ningún norteamericano puede conseguir nunca entender la lealtad de un británico por su rey, ni la de un alemán hacia su emperador, y tampoco ningún británico o alemán puede entender la paz de espíritu de un norteamericano por no tener rey ni emperador ni tampoco intermediario espúreo alguno sin sentido entre él y el Dios común de todos. Si sentimientos tan simples como éste son misterios que debemos recibir como regalos de nacimiento, mucho más lo es con respecto a los sentimientos religiosos más sutiles que hemos considerado. No se puede penetrar una emoción o sus dictados divinos desde fuera. En la hora brillante de la emoción, sin embargo, todas las incomprensiones se resuelven y lo que desde fuera parecía enigmático se torna obvio y transparente. Cada emoción obedece a una lógica propia y actúa deductivamente como ninguna otra lógica puede hacerlo. La piedad y la caridad viven en universos diferentes de las pasiones y temores terrenales y establecen un centro de energía diferente. Como el dolor supremo, las menores vejaciones pueden convertirse en un consuelo; así como un amor supremo puede convertir los pequeños sacrificios en ganancias, una confianza suprema puede hacer que las previsiones más comunes resulten odiosas y en algunos fulgores de generosa emoción puede parecer mezquino retener las posesiones personales. El único lugar razonable, si estamos al margen de tales emociones, consiste en observar tan atentamente como podamos a los que las sienten y retener con claridad nuestras observaciones. Esto, no es necesario decirlo, es lo que he pretendido llevar a cabo en estas dos últimas conferencias descriptivas, que espero hayan sido exhaustivas según nuestras necesidades actuales.