Conferencia X.
La conversión (conclusión)
En esta conferencia concluiremos el tema de la conversión. En primer lugar, consideremos aquellos ejemplos instantáneos, sorprendentes, de los que es más notable el de san Pablo, y en los que frecuentemente en medio de una tremenda excitación emocional o perturbación de los sentidos, se establece una completa división en un abrir y cerrar de ojos entre la vida anterior y la nueva. Este tipo de conversión es una fase muy importante en la experiencia religiosa, a causa particularmente del papel que ha desempeñado en la teología protestante, y nos corresponde a nosotros estudiar a plena conciencia en virtud de este motivo.
Pienso que es mejor que cite un par de casos antes de pasar a un estudio más generalizado. Primero debemos conocer ejemplos concretos, ya que, como decía el profesor Agassiz, no podemos ver en una generalización nada más que lo que ya conocíamos particularmente y lo que este conocimiento previo nos permite entender. Así, pues, volveré al caso de nuestro amigo Henry Alline y citaré su relato del 26 de marzo de 1775, cuando su pobre mente dividida se unificó para siempre.
«Al final de la tarde, mientras paseaba por los campos lamentando mi miserable condición, perdido y deshecho, y dispuesto a sucumbir bajo mi carga, pensé que estaba en una situación tan miserable como ningún hombre lo había estado nunca. Volví a casa, y al llegar a la puerta, cuando atravesaba el lindero me vinieron a la mente, con voz poderosa, pero suave, las siguientes palabras: “Has estado buscando, rezando, trabajando, leyendo, escuchando atentamente y meditando, y con todo ¿qué has hecho por la salvación? ¿Estás ahora más cerca de la conversión que cuando comenzaste? ¿Estás ahora más preparado para el cielo, para comparecer delante del tribunal imparcial de Dios que cuando comenzaste la búsqueda?”. Me convenció de tal manera que me vi obligado a decir que no pensaba haber adelantado ni un solo paso desde el comienzo, sino que me sentía tan condenado, tan vacío y tan miserable como antes. Grité en mi interior: “¡Oh, Señor Dios, estoy perdido, y si Tú, Señor, no encuentras algún camino nuevo, no sé nada, nunca me salvaré ya que los caminos y métodos que me he impuesto, todos han fallado y acepto que así sea!… ¡Oh, Señor, tened compasión! ¡Señor, tened compasión!”.
»Estas reflexiones continuaron hasta que entré en casa y me senté; después, confuso como el hombre que se ahoga, abandona y se hunde, y casi en agonía, me di la vuelta de repente y viendo un volumen de una vieja Biblia en una silla la agarré precipitadamente, y abriéndola sin premeditación fijé mis ojos en el salmo 38; era la primera vez que percibía de verdad la Palabra de Dios. Me sujetó con tal fuerza que parecía llenar toda mi alma, de manera que el propio Dios oraba con y por mí. En aquel momento mi padre convocó a la familia para las oraciones vespertinas, acudí pero no estaba atento a lo que se decía en la oración, sino que continué repitiendo las palabras del salmo: “¡Oh, ayúdame, ayúdame!”, exclamaba. “¡Tú, redentor de almas sálvame, o me hundiré para siempre! ¡Tú puedes, si quieres, esta noche expiar mis pecados con una gota de tu sangre y aplacar la ira de Dios!”. En aquel instante, cuando lo dejé todo y sólo quería y deseaba que Dios me dirigiese según su voluntad, el amor del redentor penetró en mi alma por medio de las escrituras con tanta fuerza que toda mi alma parecía fundida en amor; la carga de la culpa y la condenación había desaparecido, la oscuridad quedó conjurada y mi cuerpo se humilló y llenó de gratitud, y mi alma, que unos minutos antes gemía bajo montañas de muerte y pedía ayuda a un Dios desconocido, ahora estaba llena de amor inmoral, elevada por las alas de la fe, libre de las cadenas de la muerte y la oscuridad, y gritaba: “¡Señor mío y Dios mío, sois mi roca y mi fortaleza, mi refugio y mi torre, mi vida, mi alegría, mi presente y mi eternidad!”. Al mirar a lo alto pensé que veía la misma luz (más de una vez Alline había visto subjetivamente una llamarada de luz brillante), aunque me parecía diferente, y en cuanto la vi comprendí la intención, según su promesa, y volví a gritar: “¡Basta, Dios bendito!”. La conversión, el cambio y sus manifestaciones no son más discutibles que la luz que vi o nada de lo que jamás haya visto.
»En medio de mi alegría, menos de media hora después de que mi alma fuese liberada, el Señor me descubrió mi tarea en el sacerdocio y me llamó a predicar el Evangelio. Grité: “¡Amén, Señor, así sea, envíame!”. Pasé la mayor parte de la noche en un éxtasis de alegría, loando al Padre Eterno por su gracia gratuita e ilimitada. Después de estar un buen rato en este estado y marco celestial, como mi naturaleza comenzaba a necesitar dormir, pensé que cerraría los ojos por un tiempo; entonces entró el demonio y me insinuó que si dormía lo perdería todo y cuando me despertase encontraría que todo era una ilusión y un engaño. Inmediatamente grité: “¡Oh, Señor Dios, si estoy engañado, desengañadme!”.
»Cerré los ojos por un instante y me pareció que me tranquilizaba durmiendo; cuando me desperté la primera pregunta fue: “¿Dónde está mi Dios?”. Y al instante, mi alma despertó en Dios y con Dios, y rodeada por los brazos del amor eterno. Me levanté a la hora de la salida del sol con alegría, para contar a mis padres lo que Dios había hecho por mi alma y relatar el milagro de la gracia infinita de Dios. Tomé la Biblia para mostrarles las palabras que Dios imprimió en mi alma la tarde anterior, apenas la abrí y todo me pareció nuevo.
»Durante mucho tiempo he querido ser útil a la causa de Cristo, predicar el Evangelio; me parecía urgente partir para hablar de las maravillas del amor redentor. Perdí el gusto por los placeres carnales y la compañía mortal, y me sentía capaz de renunciar a ellos»[120].
El joven Alline, sin demora, sin otra lectura que la de la Biblia y sin ninguna otra enseñanza que la propia experiencia se transformó en un sacerdote cristiano, y a partir de aquel momento su vida se podría comparar, por austeridad y perseverancia, a la de los santos más devotos. Fue tan feliz en su dura vida que nunca volvió a sentir gusto por el más inocente de los placeres carnales. Debemos clasificarlo, junto a Bunyan y Tolstoi, entre aquellos en los que el hierro de la melancolía deja una impresión permanente. Su redención fue en otro universo que no es este mundo natural, y la vida continuó siendo para él una prueba triste y paciente. Unos años más tarde encontramos que escribe lo siguiente en su diario: «El miércoles 12 prediqué en una boda y tuve la alegría de ser el medio de excluir la alegría carnal».
El otro caso que veremos es el de un confidente del profesor Leuba, incluido en su artículo, ya citado, en el volumen VI de «American Journal of Psychology». Este individuo era graduado en Oxford, hijo de un pastor eclesiástico, y la historia se parece en muchos momentos a la clásica historia del coronel Gardiner, que supongo todo el mundo conoce. Aquí la tenéis, algo resumida:
«En el período que cubre desde que dejé Oxford hasta mi conversión nunca pasé por la puerta de la iglesia de mi padre, a pesar de que viví ocho años con él, ganando el dinero que quería como periodista y gastándolo en juergas con cualquiera que aceptara estar conmigo y beber sin tope. Así vivía, a menudo borracho durante toda una semana, seguida de un terrible arrepentimiento y sin probar entonces ni una gota durante un mes.
»En todo este tiempo, o quizá más, hasta los treinta y tres años, nunca me asaltó el deseo de reformarme en el terreno religioso. Todos mis sufrimientos fueron provocados por los terribles remordimientos que tuve después de una juerga memorable; el remordimiento tomó la forma de arrepentimiento después de la locura que supuso malgastar la vida de aquella manera, siendo un hombre de talento y educación. Remordimiento terrible que me volvió los cabellos grises en una noche; cada vez que me miraba a la mañana siguiente los tenía más blancos. Lo que padecí no puede explicarse, se trataba del infierno en sus peores torturas; frecuentemente prometí que si salía de aquello me reformaría. Sin embargo, me recuperaba en tres días y me volvía más feliz que nunca, y seguí así todavía durante años, ya que, con el físico de un elefante, siempre me recuperaba y cuando dejaba de beber era el hombre que más disfrutaba de la vida.
»Me convertí en mi habitación de la rectoría de mi padre, exactamente a las tres de la tarde de un caluroso día de julio (13 de julio de 1886). Gozaba una salud perfecta ya que hacía casi un mes que no bebía. Mi alma no tenía ninguna preocupación; de hecho, aquel día no pensaba en Dios. Una señora joven me envió el libro Natural Law in the Spiritual World, del profesor Drummond, pidiéndome mi opinión del mismo como una obra literaria. Orgulloso de mi talento crítico, y con ganas de incrementar la estimación de mi nueva amiga, llevé el libro a mi habitación para estudiarlo detenidamente y escribirle lo que pensaba. Aquí fue donde Dios me encontró cara a cara y jamás olvidaré el encuentro. “Aquel que posee al Hijo tiene la vida eterna, aquel que no posee al Hijo no tiene vida”, había leído eso mil veces, pero ésta fue diferente. Ahora estaba en presencia de Dios y mi atención parecía absolutamente “soldada” a este versículo, sin poder continuar el libro hasta que resolviera las implicaciones de tales palabras. Sólo entonces pude percibir que había otro ser en mi habitación a pesar de que no lo veía; el silencio era maravilloso y me sentí extremadamente feliz; se me demostró claramente por segunda vez que nunca había estado en contacto con el Eterno y que si moría en aquel momento estaría inevitablemente perdido. Estaba condenado, lo sabía tan bien como ahora sé que estoy salvado.
»El Espíritu de Dios me lo mostró con amor inefable, sin terror; sentía el amor de Dios sobre mí tan poderosamente que sólo la enorme pena de haberlo perdido todo me sobrecogió en mi locura. ¿Qué podía hacer? ¿qué debía hacer?, ni siquiera me arrepentía; Dios nunca me pidió que lo hiciera. Todo lo que sentía era “estoy perdido” y Dios no podía hacer nada aunque me amara. El Todopoderoso no tenía ninguna culpa. Me sentí todo el tiempo extremadamente alegre, como un niño pequeño cuando está con su padre; me había portado mal pero mi padre no me reñía, sino que me quería de la forma más maravillosa. Mi condena estaba decidida, estaba perdido; y siendo de naturaleza valiente, no desfallecí; sólo estaba embargado por una intensa pena de lo pasado, confundido, con pesar por lo que había perdido, y mi alma se tambaleaba dentro de mí al pensar que todo había terminado.
»Entonces penetró en mí suavemente, con amor, inequívocamente, el convencimiento de una solución. ¿Cuál era después de todo?, la vieja historia de siempre relatada de la manera más sencilla: “No hay ningún medio en la tierra por el que te puedas salvar excepto Jesucristo”. No se me dijo nada más, mi alma parecía ver al Salvador en su espíritu, y desde aquel momento hasta ahora, nueve años después, nunca tuve una sola duda de que aquella tarde el Señor Jesucristo y Dios Padre me persuadieron, cada uno de forma diferente, los dos con el amor más perfecto que se pueda imaginar; y yo disfruté, allí y en aquel momento, de una conversión tan sorprendente que todo el pueblo se enteró en veinticuatro horas.
»Pero todavía llegaría un tiempo de conflictos. A la mañana siguiente de mi conversión fui al campo de heno para ayudar en la recogida, y al no haber prometido a Dios que me abstendría de beber, o que al menos me moderaría, bebí demasiado y volví a casa embriagado. Mi hermana estaba muy triste y me avergoncé de mí mismo retirándome en seguida a mi habitación. Me siguió llorando, y me dijo que había caído de nuevo. Aunque estaba saturado de bebida (pero no inconsciente), supe que el trabajo de Dios, que había comenzado ya, no sería en vano. Al mediodía hice, de rodillas, mi primera plegaria a Dios en veinte años; no pedí perdón, sabía que esto no era bueno porque reincidiría. Bien, ¿qué podía hacer?, me comprometí, con el convencimiento más profundo, a destruir mi individualidad, que Dios solicitaba y yo deseaba entregar. El secreto de una vida feliz y santa consiste en una rendición semejante; desde aquel momento nunca más he temido a la bebida y jamás la toco, nunca la deseo. Me pasó lo mismo con la pipa, después de ser un regular fumador desde los doce años, el deseo desapareció de golpe y nunca más volvió. Así de cada pecado conocido me he ido liberando, en cada ocasión completa y permanentemente. No he padecido ninguna tentación desde la conversión; parece que Dios ha excluido a Satanás de mi camino. En otras cosas tuvo vía libre, pero nunca en los pecados de la carne. Desde que dejé a Dios la posesión de mi vida me ha guiado de mil maneras y ha abierto mi camino de modo casi increíble para quienes no disfrutan de la bendición de una vida auténticamente entregada».
Eso es todo sobre el graduado de Oxford, en quien vemos la abolición completa de un antiguo apetito como fruto de la conversión.
El caso de conversión más curioso conocido es el de mister Alphonse Ratisbonne, un judío librepensador francés, convertido al catolicismo en Roma en 1842. Este converso hace una descripción palpitante de las circunstancias, en una carta enviada unos meses más tarde a un clérigo amigo[121]. Las condiciones de predisposición fueron escasas. Tenía un hermano mayor que se había convertido y era capellán católico; él no era religioso y alimentaba seria antipatía por el hermano apóstata, que extendía a todo lo «clerical». Contaba veintinueve años y estaba en Roma cuando encontró a un francés que intentaba convertirlo, pero que después de dos o tres conversaciones, sólo consiguió que se colgara (medio en broma) una medalla religiosa al cuello y que leyera un ejemplar de una corta plegaria a la Virgen. Ratisbonne explica su participación en las explicaciones como nula y como tomadura de pelo, pero señala que durante algunos días fue incapaz de desterrar las palabras de la plegaria de su mente, y que la noche anterior a la crisis sufrió una especie de pesadilla donde aparecía una cruz negra sin Cristo. Sin embargo, mantuvo la mente despejada hasta el mediodía siguiente y pasó el tiempo en conversaciones triviales. Veamos sus palabras:
«Si en aquel momento alguien me hubiera advertido diciendo: “Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo como a Dios y Salvador tuyo, te postrarás con el rostro en tierra en una iglesia humilde, golpearás tu pecho a los pies de la capilla, pasarás el carnaval en un colegio de jesuitas preparándote para el bautismo, ofreciendo tu vida por la fe católica, y renunciarás al mundo, a sus pompas y a sus placeres; a tu fortuna, tus esperanzas y, si es necesario, a tu esposa, al amor de tu familia, a la estimación de tus amigos y a tus lazos con el pueblo judío; tu única aspiración será seguir a Cristo y llevar su cruz hasta la muerte”; si, repito, un profeta se me hubiese aparecido con esta predicción, habría pensado que nadie podía estar más loco que él excepto alguien que creyera en la posibilidad de que esta locura absurda pudiera ser cierta. Y esta locura es ahora mi única sabiduría, mi única felicidad.
»Al salir del café me encontré el carruaje del señor B. (el amigo proselitista), se detuvo y me invitó a dar una vuelta, pero antes me pidió que le esperase mientras cumplía un deber en la iglesia de S. Andrea della Fratte. En lugar de esperar en el carruaje entré en la iglesia simplemente por verla. Era pobre, pequeña y vacía; me pareció que estaba allí solo. Ninguna obra de arte me llamó la atención y contemplé mecánicamente el interior sin pensar nada especial, sólo puedo recordar que un perro completamente negro se paseaba brincando delante de mí mientras yo reflexionaba. En cierto momento el perro desapareció, la iglesia se esfumó y no vi nada más… o más bien, vi, ¡oh, Dios mío!, una sola cosa.
»¡Señor!, ¿cómo puedo explicarlo?, ¡oh, no! Las palabras humanas no consiguen expresar lo inexplicable. Cualquier descripción, por más sublime que sea, sólo sería una profanación de la verdad inefable.
»Estaba postrado en tierra, bañado en lágrimas, con el corazón fuera de sí, cuando el señor B. me volvió a la vida gritándome. No pude responder en seguida a sus preguntas, al fin tomé la medalla que llevaba en el pecho y, con toda la efusión de mi alma, besé la imagen de la Virgen, radiante de gracia, que llevaba la medalla. ¡Oh, era Ella, era Ella de verdad! (Había tenido una visión de la Virgen).
»No sabía quién era, no sabía si era Alphonse u otro. Me sentía cambiado y pensaba que era otro, buscaba en mi interior y no me encontraba a mi mismo. En el fondo de mi alma sentía la explosión de la alegría más ardiente; no podía hablar, no quería revelar lo que me había sucedido. Pero sentía algo solemne y sagrado dentro de mi que me hacía pedir un capellán. Me llevaron ante uno, sólo después de que me diese su aquiescencia hablé como pude, de rodillas y con el corazón todavía tembloroso. No podía explicar la verdad que había conocido y creído, todo lo que pude decir fue que la venda había caído de mis ojos apenas en un momento; y no sólo la venda, también toda la multiplicidad de vendas con las que me había educado desaparecieron rápidamente, una tras la otra, como el barro y el limo se esfuman con los rayos de sol radiantes.
»Salí de un sepulcro, de un abismo de oscuridad y ¡vivía!, ¡estaba perfectamente vivo! Pero lloré amargamente porque en el fondo de este abismo veía la extremada miseria de la que había sido redimido por la misericordia divina y sudé de horror al ver mis iniquidades, aturdido, derrotado, abrumado del portento de gratitud. Os preguntaréis cómo tuve esta nueva intuición ya que nunca había abierto un libro de religión o leído una sola página de la Biblia, y el dogma del pecado original es rechazado completamente por los hebreos actuales, o lo han olvidado, de forma que había pensado tan poco sobre él que dudo conocía ni tan siquiera el nombre. Así, pues, ¿cómo conseguí tal percepción?, sólo puedo contestar que al penetrar en aquella iglesia me encontraba completamente a oscuras, y al salir percibí la plenitud de la luz. No puedo explicar el cambio si no es comparándolo con un sueño profundo o con la analogía de un ciego de nacimiento que de repente abre los ojos al día; ve, pero no puede definir la luz que le baña y en virtud de la cual percibe los objetos que le maravillan. Si no podemos explicar la luz física, ¿cómo podremos explicar la luz que supone la propia verdad? Me parece que me quedo en los límites de la verdad cuando afirmo que sin tener ningún conocimiento de la doctrina religiosa capté intuitivamente su sentido y su espíritu. Más que verlas, sentí estas cosas escondidas; las sentí por los efectos inexplicables que producían en mí. Todo ocurrió en el interior de mi mente, y aquellas impresiones, más rápidas que el pensamiento, sacudieron mi alma, la trastocaron y giraron —por decirlo así— en otra dirección, hacia otros objetivos, por otros caminos. Me expreso con dificultad, pero ¿Señor, queréis que envuelva mis sentimientos que sólo el alma puede comprender de palabras vacías y pobres?».
Podría multiplicar los casos infinitamente, pero los citados serán suficientes, ¿cuán real, definida y memorable puede ser una conversión para el que sufre la experiencia? Ante la magnitud del hecho, indudablemente tomamos la postura de un espectador pasivo o receptor de un proceso sorprendente que se realiza desde arriba. Hay demasiada evidencia en todo esto para dudar de que sea posible. La teología, combinando este hecho con la doctrina de la elección y la gracia, llega a la conclusión de que el Espíritu de Dios está con nosotros en estos dramáticos momentos de manera peculiarmente milagrosa, como no ocurre en ningún otro momento crítico de nuestras vidas. Cree que en aquel instante se nos informa de una naturaleza absolutamente nueva y nos hacemos partícipes de la auténtica sustancia de la Deidad.
Según este punto de vista, parece un requisito esencial que la conversión sea instantánea; los protestantes de Moravia fueron los primeros en observar esta consecuencia lógica. Los metodistas pronto hicieron prácticamente lo mismo, aunque no dogmáticamente, y poco tiempo antes de morir John Wesley escribía:
«Sólo en Londres encontré 652 miembros de nuestra sociedad con un testimonio muy claro y del que no podía dudarse. Cada uno de ellos (sin excepción) ha declarado que su liberación del pecado fue instantánea, que el cambio se produjo en un momento. Si la mitad o la tercera parte o uno de cada veinte hubiesen declarado que fue gradual, yo lo habría creído, pero al respecto habría pensado que algunos fueron santificados gradualmente y otros instantáneamente. Sin embargo, ya que no he encontrado, en todo este tiempo, ni una sola persona que dijese eso, sólo puedo creer que la santificación es normalmente, si no siempre, una obra instantánea»[122].
Mientras tanto, las sectas protestantes más usuales no dieron tanta importancia a la conversión instantánea. Para ellos, como para la iglesia católica, la sangre de Cristo, los sacramentos y los deberes religiosos ordinarios del individuo son suficientes en teoría para su salvación, aunque no experimenten ninguna crisis aguda de desesperación seguida por el alejamiento. Para los metodistas, por el contrario, la salvación sólo les es ofrecida, y no efectivamente recibida, a menos que haya habido una crisis de este tipo, y hasta ese momento, el sacrificio de Cristo es incompleto. El metodismo sigue en esto si no la religión de mentalidad sana, al menos en conjunto, el instinto espiritual más profundo. Los modelos individuales que establece como típicos y dignos de imitación no son sólo los más dramáticamente interesante, sino también los psicológicamente más completos.
En el revitalismo religioso desarrollado completamente en Gran Bretaña y América tenemos, por decirlo así, el codificado y estereotipado procedimiento que comportó esta manera de pensar. A pesar del hecho incuestionable de que los santos del tipo nacidos-una-vez existiesen, de que debe darse un crecimiento gradual en la santidad sin rupturas ni cataclismos, a pesar de la filtración de abundante bondad natural en el esquema de la salvación, la revitalización asumió siempre que sólo ese tipo de experiencia religiosa propia puede ser perfecta; primero ha de ser clavado en la cruz del desespero y la agonía naturales, y después, en un abrir y cerrar de ojos, resultar milagrosamente liberado.
Es perfectamente natural que aquellos que atraviesan personalmente por una experiencia como ésta experimenten la sensación de que se trata más que de un proceso natural de algo milagroso. Frecuentemente se sienten observados, ven luces o presencian visiones, ocurren extraños fenómenos y siempre parece, después de la rendición de la voluntad personal, que un extraño poder superior haya penetrado y tomado posesión del hombre. Más aún, la sensación de renovación, de seguridad, de limpieza, de rectitud puede ser tan sorprendente y jubilosa que garantice la creencia en una naturaleza substancial radicalmente nueva.
«La conversión —escribe el purista de Nueva Inglaterra Joseph Alline— no consiste en alcanzar un pedazo de felicidad; en la auténtica conversión la santidad está entretejida de todos sus poderes, principios y prácticas. El cristiano sincero es un edificio nuevo, desde los cimientos a la última piedra; es un hombre nuevo, una nueva criatura».
Jonathan Edwards afirma, en el mismo sentido:
«Esas influencias enajenadoras que constituyen el espíritu divino son sobrenaturales; son bien diferentes de todo lo que experimentan los hombres no regenerados. Son lo que nunca podrá conseguir mejora alguna ni composición de las cualidades naturales o principios, porque no sólo se diferencian de aquello que es natural y de todo lo que los hombres naturales experimentan, y no sólo en grado y en circunstancia, sino también en tipo, y son de naturaleza mucho más excelente. De esto se deduce que en las afecciones enajenadoras existen (también) percepciones nuevas y sensaciones completamente diferentes en su naturaleza de cualquier cosa experimentada por los mismos santos antes de ser santificados… Las concepciones que los santos tienen del amor de Dios y el tipo de fruición que experimentan son sensiblemente peculiares y por completo diferentes de todo lo que los hombres naturales poseen o puedan formar noción adecuada».
Edwards demuestra, en otro fragmento, que esta transformación gloriosa habría necesariamente de verse precedida del desespero.
«No puede ser irracional que porque Dios nos libere de un estado de pecado y de la carga del dolor eterno, nos dé una sensación considerable del mal del que nos libera, de manera que podamos saber y sentir la importancia de la salvación y podamos apreciar el valor de lo que Dios pretende hacer por nosotros. Así como aquellos que son redimidos pasan sucesivamente por dos estados extremadamente diferentes, primero por un estado de condenación y después por otro de justificación y bendición, y así como Dios, en la salvación de los hombres, los trata como a criaturas inteligentes y racionales, parece que estaría de acuerdo con su sabiduría que, antes de ser salvados, los hombres abandonasen su Ser en aquellos dos estados diferentes. En primer lugar, en su estado de condenación y después en su estado de liberación y felicidad».
Estas citas expresan bastante bien para nuestro propósito la interpretación doctrinal de estos cambios. Sea cual sea la parte que la sugestión y la imitación hayan tenido en la transformación de hombres y mujeres, en innumerables casos individuales, ha constituido a pesar de todo una experiencia original y genuina. Si escribiésemos la historia de la mente, sin ningún tipo de interés religioso, desde el punto de vista de la historia natural, tendríamos todavía que explicar la facilidad del hombre para convertirse de repente y por entero como una de sus peculiaridades más curiosas.
Ahora bien, ¿qué debemos pensar de todo esto? ¿Se trata de una conversión instantánea, de un milagro en el que Dios está presente como no sucede en ningún otro cambio anímico menos impresionantemente abrupto? ¿Hay dos clases de seres humanos incluso entre los aparentemente regenerados, una de las cuales comparte la naturaleza de Cristo y la otra sólo produce esta impresión? O por el contrario, ¿puede ser el fenómeno completo de la regeneración, hasta en los casos más sorprendentes, puede, repito, ser un proceso estrictamente natural, de resultados divinos, pero en un caso más y en el otro menos, y nunca más o menos divino en su causa y en su mecanismo que cualquier otro proceso superior o inferior de la vida interior del hombre?
Antes de pasar a contestar esta pregunta quiero solicitaros que escuchéis otras apreciaciones psicológicas. En la última conferencia expliqué el cambio de los centros de energía en los hombres y el estallido de nuevas crisis de emoción. Expliqué los fenómenos debidos en parte a procesos explícitamente conscientes del pensamiento o la voluntad y, en parte, también a la incubación subconsciente y la maduración de motivos que sedimentan las experiencias de la vida. Cuando están maduros los resultados, florecen. Hablaré a continuación de la religión subconsciente donde ocurren estos procesos de floración de manera un poco menos vaga; sólo lamento que los límites de tiempo me obliguen a ser breve.
La expresión «ámbito o campo de la conciencia» hace poco que está de moda en los libros de psicología. Hasta hace bien poco tiempo, la unidad de la vida mental se expresaba con el término «idea» y se consideraba algo definitivamente esbozado. Actualmente, los psicólogos tienden, primero, a admitir que la unidad real es probablemente el estado mental total de conciencia, o el conjunto de objetos presentes en el pensamiento en cualquier momento; y en segundo lugar, a afirmar que es imposible esbozar la ondulación, el campo, de manera precisa.
A medida que los campos mentales se suceden, cada uno presenta su centro de interés, por medio del cual los objetos de los que somos menos conscientes desaparecen, estableciéndose un margen tan tenue que casi no podemos precisar los límites. Normalmente nos alegramos cuando poseemos un amplio campo porque entonces observamos los conjuntos de verdades y vemos fácilmente las relaciones, o más bien las adivinamos, ya que nos transportan más allá del campo a regiones de objetividad todavía más remotas, regiones que más bien estamos a punto de percibir que realmente percibimos. En otros casos de aturdimiento, de cansancio o enfermedad, nuestros campos se reducen casi hasta un punto y nos encontramos contrariados y oprimidos.
Individuos diversos presentan diferencias constitucionales en cuanto a la amplitud del campo. Los grandes genios organizadores son hombres con amplios campos de visión mental en la que un programa de acciones futuras aparece de inmediato estructurado y los rayos se dirigen lejos en direcciones definidas. En la gente común nunca se produce esta magnífica visión inclusiva de un problema; tropiezan continuamente, tantean el camino punto por punto y se detienen con frecuencia. En algunas condiciones de enfermedad la conciencia es sólo un vestigio, sin memoria del pasado ni pensamiento del futuro y con el presente restringido a alguna emoción somera o sensación corporal.
El hecho importante que recuerda esta fórmula del «ámbito o campo» es la indeterminación del margen. Aunque la materia que contiene el margen la percibamos con descuido, sin embargo nos ayuda a orientar nuestro comportamiento y a determinar el movimiento siguiendo nuestra atención. Está alrededor nuestro como «el campo magnético», dentro del que nuestro centro de energía gira como la aguja de la brújula, mientras la fase actual de conciencia cambia a la siguiente. Todo nuestro repertorio de recuerdos prospera más allá de este margen, a punto de penetrar al primer aviso, y en el conjunto de poderes residuales; los impulsos y los conocimientos que constituyen nuestro yo empírico tienden continuamente más allá. El bombardeo de lo que es real y de lo que es sólo potencial se dibuja tan vagamente que siempre es difícil decir si son conscientes o no algunos elementos mentales.
La psicología ordinaria, a pesar de admitir totalmente la dificultad del estudio del perfil marginal, admite como seguro que, primero: la conciencia entera que la persona posee, ya sea focal o marginal, atenta o descuidada, aparece en el «ámbito» en un momento tan tenue e imposible de señalar como puede serlo el perfil del ámbito mismo; y segundo, que lo que es absolutamente extramarginal es absolutamente inexistente y no puede ser, de ninguna manera, un hecho de conciencia.
Al llegar a este punto, os pediré que recordéis lo que dije en la última conferencia sobre la vida subconsciente. Como recordaréis, afirmé que los primeros que insisten en este fenómeno no podían conocer los hechos tal y como los conocemos en la actualidad. Es mi deber mostraros lo que pretendía decir con esta afirmación.
Considero que el paso adelante más importante que se ha dado en psicología desde que era estudiante fue el descubrimiento, en el año 1886, de que en algunos individuos no sólo existe la conciencia del campo ordinario, con sus centros y su margen usuales, sino que, sumido en ello existe también un conjunto de recuerdos, pensamientos y sentimientos que son extraperiféricos y totalmente fuera de la conciencia primaria, pero que han de ser clasificados como hechos conscientes de algún tipo y que pueden revelar su presencia con signos elocuentes. He tratado el paso de importante porque, contrariamente a otros avances hechos por la psicología, este descubrimiento nos reveló una peculiaridad completamente insospechada de la constitución de la naturaleza humana. Ninguno de los progresos que ha conseguido la psicología puede reivindicar nada semejante.
En particular, el descubrimiento de que existe una conciencia más allá del campo, o subliminal como la denomina Myes, ilumina muchos de los fenómenos de las biografías religiosas. Por ello, prefiero en este momento, porque está naturalmente fuera de lugar, no ofrecer explicación alguna de la evidencia en que se fundamenta la aceptación de esta conciencia; lo encontraréis tratado en muchos libros recientes y puedo recomendar Alterations of Personality de Binet[123].
El material humano con el que se ha realizado la demostración ha sido, hasta ahora, muy limitado y de carácter más bien excéntrico, al menos en parte, ya que consistió en individuos hipnóticos extraordinariamente sugestionables, y en pacientes histéricos. Los mecanismos elementales de nuestra vida son, seguramente, tan uniformes que lo que es verdad en grado notable para algunas personas, probablemente sea verdad en algún grado para todas, y sólo en unos pocos puede serlo en un grado muy elevado.
La consecuencia más importante de haber desarrollado una vida intensamente ultramarginal de este género es que los campos ordinarios de conciencia de un hombre tienden a incursiones de las que los individuos no conocen la causa y que, por lo tanto, toman la forma de impulsos inexplicables para la acción; de ideas obsesivas o inhibiciones para la acción e inicuo alucinaciones en la visión o el oído. Los impulsos pueden estimular a escribir o hablar automáticamente, y el individuo no entenderá el significado de lo que dicen. Generalizando este fenómeno, Myers dio el nombre de automatismo, sensorial o motor, emocional o intelectual, a toda esa esfera de efectos debida a los «asaltos» a la conciencia ordinaria de las energías que se originan en las partes subliminal de la mente.
El ejemplo más simple de automatismo es el fenómeno de sugestión posthipnótica. A un individuo hipnotizado, adecuadamente susceptible, le dan la orden de efectuar un acto determinado, normal o excéntrico, es igual, después de despertar del sueño hipnótico. Puntualmente, apenas le hacemos una señal o llega el momento de efectuar la acción, la realiza, pero al hacerlo no recuerda la sugestión y siempre inventa un pretexto improvisado para justificar su actuación cuando es excéntrica. También se le puede sugerir a un individuo que tenga una visión u oiga una voz al cabo de un intervalo determinado después de despertar, y en su momento, la visión se presenta o se percibe la voz sin que el individuo mismo muestre sospecha alguna de su origen. En los extraordinarios experimentos de Binet, Janet, Brener, Freud, Mason, Prince y otros sobre la conciencia subliminal de los pacientes histéricos, se han revelado sistemas completos de vida subterránea en la forma de recuerdos dolorosos que soportan una existencia parasitaria, enterrada fuera de los campos primarios de conciencia y que irrumpen en ella con alucinaciones, dolores, convulsiones, parálisis sensitivas o emociones y todos los síntomas característicos de la enfermedad histérica del cuerpo o de la mente. Alterad o eliminad por sugestión estos recuerdos subconscientes, y el paciente sanará inmediatamente. Sus síntomas serán automatismos en el sentido en que Myers usa esta palabra. Esos informes clínicos parecen cuentos de hadas la primera vez que los leemos, a pesar de que es imposible dudar de su exactitud, y una vez abierto el camino por estos primeros investigadores se ha incidido en observaciones similares. Aportan nueva luz sobre nuestra constitución natural.
Me parece inevitable un paso adelante al interpretar lo desconocido por analogía con aquello que conocen; parece que de ahora en adelante, siempre que encontremos un fenómeno de automatismo, ya sean impulsos motores, una idea obsesiva, un capricho inexplicable, o un engaño o alucinación, en primer lugar tendremos que investigar si no se trata de una eclosión en el campo de la conciencia ordinaria o de ciertas ideas elaboradas fuera de este campo en las regiones subliminales de la mente; por consiguiente, debemos indagar su origen en la vida subconsciente del sujeto. En casos de hipnóticos, nosotros mismos creamos el estímulo para nuestra sugestión de manera que la conocemos directamente; en casos histéricos, los recuerdos perdidos que constituyen la fuente, deben ser extraídos del ámbito subliminal del paciente por medio de métodos ingeniosos, de los que encontraremos amplia explicación en los libros. En otros casos patológicos, ilusiones enfermizas, por ejemplo, u obsesiones psicopáticas de origen desconocido, pero que, por analogía, también pertenecerían a las regiones subliminales, nuestros métodos seguramente nos los harían fácilmente asequibles. Existe un mecanismo que se ha de asumir lógicamente, pero la asunción implica un amplio programa de trabajo a realizar respecto de la verificación de que las experiencias religiosas del hombre tienen su función específica[124].
De esta manera vuelvo a nuestro tema concreto de las conversiones instantáneas. Recordaréis los casos de Alline, Bradley, Brainard y del graduado en Oxford que se convirtió a las tres de la tarde. Abundan ejemplos similares, con o sin visiones luminosas, con un sentido siempre de felicidad estupefacta y originadas y producidas por un poder superior. Cuando, abstrayéndonos de la cuestión de su valor para la futura vida espiritual del individuo, los abordamos exclusivamente de forma psicológica, aparecen tantas peculiaridades que nos recuerdan lo que encontramos fuera de la conversión que nos vemos tentados a clasificarlos junto a otros automatismos y a sospechar que la diferencia entre un converso súbito y uno gradual no es necesariamente la presencia del milagro divino en el primer caso y de algo menos divino en el otro, sino una peculiar psicología muy simple, a saber, el hecho de que en el receptor de la gracia más instantánea tenemos uno de aquellos individuos en posesión de una amplia región donde el trabajo mental puede hacerse subliminalmente y del cual pueden provenir experiencias que alteren abruptamente el equilibrio de la conciencia primara.
No veo por qué los metodistas han de objetar nada a este punto de vista. Os ruego que volváis atrás y recordéis una de las conclusiones a las que llegamos en la primera conferencia. Recordaréis cómo discutí la noción de que el valor de una cosa puede quedar decidido por su origen. Nuestro juicio espiritual, es decir, nuestra opinión sobre el significado y el valor de un acontecimiento o condición humana ha de ser decidido exclusivamente en términos empíricos. Si los dones para la vida del estado de conversión son buenos, los debemos de idealizar y venerar aunque constituyan una parte de la psicología natural, en caso contrario debemos seguir adelante sin importarnos el ser sobrenatural que los haya infundido.
Ahora bien, ¿cómo es la vida con tales dones? Si exceptuamos la clase de los santos preeminentes, con nombres que iluminan la historia, y sólo consideramos la serie usual de «santos», los comerciantes miembros de una iglesia y los receptores, jóvenes o de mediana edad de la conversión instantánea, ya sea por renacimiento o en el curso espontáneo de la formación metodista, seguramente estaréis de acuerdo en que no fulgura ningún esplendor digno de una criatura totalmente sobrenatural, ni se distingue de los mortales que no han experimentado nunca este favor. Si fuese cierto, como dice Edwards, que un hombre convertido de repente es de un tipo completamente diferente del hombre natural, ya que comparte directamente la esencia de Cristo, tendría alguna exquisita marca de clase, alguna brillantez distintiva que incluyera hasta el espécimen inferior de sus genes, a la que ninguna de nosotros podría ser insensible y que demostraría que este hombre es más excepcional que el más dotado de los hombres naturales. Sin embargo, como es bien notorio, no se da semejante brillantez; los conversos, como clase, son indistinguibles de los hombres naturales, algunos hombres naturales incluso superan a los conversos en sus virtudes y nadie que ignore la teología doctrinal podría adivinar, por la simple inspección cotidiana de los «accidentes» de los dos grupos de personas que tiene delante, que su sustancia difiere como lo hace la divina de la humana.
Los que creen en el carácter no natural de la conversión repentina han tenido que reconocer prácticamente que no hay marca alguna de clase, distintiva peculiar de los auténticos conversos. Los incidentes sobrenaturales, como voces y visiones e impresiones clarificadoras del significado de los textos de la Escritura que se presentaron de repente, las dulces emociones y las afecciones tumultuosas relacionadas con las crisis del cambio, pueden llegar todas por vía natural, o todavía peor, como una falsificación urdida por Satanás. El auténtico testimonio del espíritu del segundo nacimiento sólo puede encontrarse en la disposición de la genuina criatura de Dios: el corazón permanentemente paciente y generoso, sin egoísmo. Y esto hemos de admitirlo, pues también lo encontramos en aquellos que no sufren crisis alguna e incluso fuera de la cristiandad.
En toda la admirable, rica y delicada descripción que Jonathan Edwards[125] hace de la condición infundida sobrenaturalmente en su Treatise on Religious Affections, no hay ni un solo aspecto decisivo, ni una señal, que lo diferencie inequívocamente de lo que puede ser sólo un grado excepcionalmente elevado de bondad natural. En realidad, difícilmente podríamos leer un argumento más claro que el que ofrece este libro, sin intención declarada, a favor de las tesis de que no existe ningún abismo entre los órdenes de excelencia humana, sino que aquí, como en cualquier otro sitio, la naturaleza muestra continuamente diferencias y la generación y regeneración constituyen cuestiones de grado.
Toda esta negación de las dos clases objetivas de seres humanos separados por un abismo, no debe cegarnos ante la extraordinaria trascendencia del hecho de su conversión para el individuo convertido. Hay límites de posibilidad más o menos elevados establecidos en cada vida personal. Si una corriente nos cubre por entero, su elevación absoluta constituye un hecho de poca importancia y cuando nosotros rozamos nuestro límite superior y vivimos en nuestros centros de energía más alto nos podremos considerar redimidos sin que importe que el centro de otro sea mucho más elevado. La salvación de un hombre exiguo siempre será para él mismo la gran salvación y lo más grande, y eso deberíamos de recordarlo cuando los frutos de nuestra evangelización nos parezcan descorazonadores. ¿Quién sabe cuánto menos ideales podrían haber sido las vidas de estos gusanos de tierra espiritual, de estos Crumps y Stiggnis, si la pobre gracia que han recibido no les hubiese tocado en absoluto?[126]
Si clasificamos a los seres humanos en clases, y cada clase representa un grado de excelencia espiritual, creo que encontraremos hombres naturales y conversos, de súbito y gradualmente, en cualquiera de las clases. Las formas que resulten del cambio regenerativo no tienen, entonces, significación espiritual general, sino psicológica. Hemos visto cómo los estudios estadísticos de Starbuck tienden a asimilar la conversión con el crecimiento espiritual ordinario. Otro psicólogo americano, el profesor George A. Coe[127], analizó los casos de setenta y siete conversos o excandidatos a la conversión que conocía, y los resultados confirman la visión de que la conversión repentina está en relación con la presencia de un yo subliminal activo. Al examinar a los individuos con referencia a su sensibilidad hipnótica y a automatismos tales como alucinaciones hipnagógicas, impulsos extraños, sueños religiosos en el tiempo de su conversión, etc., encontró que eran relativamente mucho más frecuentes en el grupo de conversos que habían experimentado una transformación «sorprendente», entendiendo «sorprendente» como un cambio que, aunque no sea necesariamente instantáneo, al individuo le parezca totalmente distinto de un proceso de crecimiento, aunque sea rápido[128]. Los candidatos a la conversión por renacimiento frecuentemente, ya lo sabéis bien, quedan decepcionados, no experimentan nada sorprendente. El profesor Coe contaba con un cierto número de personas de esta clase en su grupo de setenta y siete individuos, y casi todos, al ser examinados hipnóticamente, demostraron pertenecer a una subclase que denomina «espontánea», es decir, fértil en autosugestiones, contrastando con la subclase «pasiva» a la que pertenecen casi todos los individuos de transformación sorprendente. Su inferencia es que la autosugestión de imposibilidad frenó el influjo sobre estas personas de un ambiente que había provocado fácilmente los efectos buscados en los individuos más «pasivos». Es difícil distinguir claramente en estas regiones, y los casos del profesor Coe son reducidos, pero sus métodos eran cuidadosos y los resultados se corresponden con lo que se esperaba, y, en conjunto, parecen justificar su conclusión práctica: si exponemos un individuo en el que se dan esos tres factores unidos a una influencia conversora, los tres factores serían primero, una sensibilidad emocional pronunciada, segundo, tendencia a los automatismos y tercero, sugestibilidad de tipo pasivo; podemos predecir el resultado con seguridad: se dará una conversión súbita, una transformación del tipo sorprendente.
«¿Este origen temperamental hace que, cuando sucede, el significado de la conversión súbita disminuya? ¡Nunca!, como dice el profesor Coe: “Ya que la última prueba de los valores religiosos no es nada psicológico; no existe nada que pueda definirse en términos de como sucede, sino que es algo ético que sólo puede definirse en términos de que se consiga”»[129].
Cuando avancemos en nuestra investigación veremos que lo que se consigue es frecuentemente un nivel de vitalidad espiritual completamente nuevo, un nivel relativamente heroico, en el que lo imposible se hace posible y aparecen nuevas energías y resistencia. Se transforma la personalidad, el hombre vuelve a nacer, ya sean o no las nuevas peculiaridades las que dan la forma particular a esta metamorfosis. El término técnico que define el resultado es «santificación», y de ahora en adelante veremos ejemplos. Todavía tengo un par de cosas que decir sobre la seguridad y la paz que colman la hora del cambio.
Diré algo todavía al respecto, por temor a que malinterpretéis el propósito último de mi explicación de la significación de lo repentino en la actividad subliminal. Creo realmente que si el individuo no está sujeto a esta actividad subconsciente, o si su campo consciente presenta una corteza de piel dura que resiste las incursiones del más allá, su conversión será gradual, cuando se produce, y parecerá un crecimiento normal hacia nuevos hábitos experimentales. La posesión de un yo subliminal desarrollado y un margen permeable es conditio sine qua non para que el individuo se convierta de manera instantánea. Pero si vosotros, cristianos ortodoxos, me preguntáis como psicólogo si la referencia de un fenómeno a un yo subliminal no excluye la noción de la presencia directa de la idea, he de decir francamente que, como psicólogo, repito, no veo por qué habría de hacerlo necesariamente. Las manifestaciones inferiores de lo subliminal pertenecen a los recursos del individuo particular; su material sensitivo, tomado inadvertidamente, recordado y combinado subconscientemente explicará todos sus automatismos usuales. Pero así como nuestra conciencia primaria totalmente despierta empuja nuestros sentidos al tacto de las cosas materiales, es lógicamente concebible que si hubiera acciones espirituales superiores que los pudieran impresionar directamente, la condición psicológica de su acción habría de ser, así, nuestra posesión de una conciencia subliminal que sólo tuviese acceso a ellos. El tráfago de la vida despierta puede cerrar una puerta que en lo subliminal adormecido puede permanecer abierta o entreabierta.
De esta forma, la percepción del control externo, que constituye un aspecto tan esencial en la conversión, ha de ser interpretada, particularmente en algunos casos, como lo hacen los ortodoxos: fuerzas que transcienden al individuo finito y le pueden impresionar, con la condición de que se trate de lo que denominamos un espécimen humano subliminal. Pero, de cualquier forma, el valor de estas fuerzas habría de quedar determinado por sus efectos, y el solo hecho de su trascendencia no establecería presunción alguna de que sean más divinos que diabólicos.
Confieso que es así como habría de dejar el tema hasta que en otra conferencia vuelva a insistir sobre ello, y en la que espero podré resumir de nuevo todos los hilos dispersos en una conclusión mucho más definida. La noción de un yo subconsciente no tendría, en este punto de la investigación, que ser defendida para excluir cualquier noción de una intervención superior. Si existen poderes superiores capaces de impresionarnos, sólo tendrán acceso a nosotros a través de una puerta subliminal. [Véanse Las conclusiones, W. J.]
Pasamos ahora a los sentimientos que colman inmediatamente el momento de la experiencia de la conversión. Debemos señalar en primer lugar el sentido de control superior que no está siempre presente pero sí con frecuencia. Veíamos ejemplos en Alline, Bradley, Brainard y en otros autores. La necesidad de esta acción superior de control queda bien expresada en la corta conferencia que el eminente protestante francés Adolphe Monod hace de la crisis de su propia conversión. Fue en Nápoles, en los primeros años de madurez, y en el verano de 1827.
«Mi tristeza —dice— no tenía límite y me había poseído completamente; llenaba mi vida desde los actos externos más indiferentes hasta los pensamientos más secretos, y corrompía mis sentimientos en su raíz, como también mi juicio y mi felicidad. Fue entonces cuando me di cuenta de que esperar que tal desorden acabase por medio de mi razón y mi voluntad, también enfermas, sería actuar como un hombre ciego que intenta corregir uno de sus ojos con la ayuda del otro también ciego. No tuve otro recurso que alguna influencia externa. Recordé la promesa del Espíritu Santo, de la que nunca me había dado cuenta por las declaraciones positivas del Evangelio; por último aprendí por necesidad y creí por primera vez en mi vida en esta promesa, en el único sentido que respondía a las necesidades de mi alma, es decir, en el de una acción externa sobrenatural capaz tanto de darme como de quitarme pensamientos y ejercida por un Dios tan dueño de mi corazón como del resto de la naturaleza. Renunciando a todo mérito, toda fuerza, abandonando todos los recursos personales y no reconociendo ningún otro título a su misericordia que mi miseria absoluta, fui a casa y me arrodillé y recé como nunca lo he hecho en mi vida. A partir de este día comenzó una nueva vida interior, la melancolía no desapareció, pero había perdido su estimulo. La esperanza entró en mi corazón, y una vez en el camino, Jesucristo, en quien he aprendido a abandonarme, hizo el resto»[130].
No habré de recordar otra vez la formidable congruencia de la teología protestante con la estructura de la mente tal como aparece en estas experiencias. En el extremo de la melancolía, el yo que es consciente de no poder hacer nada; falla completamente, se encuentra sin recursos y nada de lo que haga servirá de ayuda. La redención de estas condiciones tan subjetivas ha de ser un regalo o nada, y la gracia por el sacrificio de Cristo constituye este regalo.
«Dios —dice Lutero— es el Dios del humilde, del miserable, del oprimido, del desesperado, y su naturaleza consiste en hacer que el ciego vea, consolar al que está triste, justificar al pecador y salvar a los desesperados y condenados. Ahora bien, esta opinión perniciosa y pestilente de la virtud del hombre, que no será pecador, sucio, miserable ni condenable, sino justo y santo, ha impedido que Dios realice su obra propia y natural. Por ello ha de ocuparse Dios de similar desastre (la ley, quiero decir) para reducir y aniquilar a esta bestia ensoberbecida por una confianza vana, para aprender por su propia miseria que está completamente abandonada y condenada. Pero aquí radica la dificultad, cuando un hombre está aterrado y deprimido, es bien poco capaz de animarse de nuevo y decir “estoy muy triste y afligido, es el momento de la gracia, es el momento de escuchar a Cristo”. La locura del corazón humano es tan grande que se buscan entonces otras leyes para satisfacer su conciencia. “Si vivo, corregiré mi vida, haré esto, haré aquello”. Por este camino, a menos que haga lo contrarío, excepto que abandone a Moisés y su ley, y en sus terrores y angustia se aferre a Cristo que murió por nuestros pecados, no busca la salvación. Su capucha, su tonsura, su castidad, su obediencia, su pobreza, sus obras, sus méritos, ¿qué valdrán? ¿De qué servirá la ley de Moisés si yo, pecador miserable y condenado, podía haber alabado al Hijo de Dios con mis obras y así llegar a Él? Si yo pecador, miserable y condenado, podía ser redimido por otro precio, ¿qué necesidad tuvo de ofrecerse por mí? Porque no había ningún otro precio, no ofreció ni corderos, ni bueyes, ni oro, ni plata, sino a Dios mismo, completa y totalmente “por mí”; también “por mí” miserable y condenado pecador. Me consuelo y me aplico todo eso a mí mismo. Y esta manera de acusar es la verdadera fuerza y poder de la fe, ya que Él no murió para justificar a los justos sino a los que no lo son, y para hacerlos hijos de Dios»[131].
Es decir, cuando más literalmente perdido se está, más literalmente se alcanza a ser el ser que el sacrificio de Cristo ha redimido. Imagino que no existe punto en la teología cristiana que haya hablado tan directamente a las almas enfermas como este mensaje de la experiencia personal de Lutero. Como los protestantes no son todos almas enfermas, naturalmente, la confianza en lo que Lutero disfruta en llamar heces de los méritos y letrina inmunda de la propia virtud ha vuelto a situarse al frente de su religión; pero la adecuación de esta visión de la cristiandad a las parcelas más profundas de la estructura mental humana se demuestra por su propagación como si de un fuego descontrolado se tratara cuando era todavía algo nuevo y estimulante.
La certeza en que Cristo había hecho su obra genuinamente formaba parte de lo que Lutero entendía por fe, que es la fe en un hecho concebido intelectualmente, pero esto constituye nada más que una parte de la fe de Lutero, la otra es la más vital. Esta otra parte no es algo intelectual, sino inmediato e intuitivo, la seguridad —por decirlo así— de que yo, este yo individual, estoy salvado ahora y para siempre[132]. El profesor Leuba indudablemente tiene razón al afirmar que la creencia conceptual en la obra de Cristo, aunque frecuentemente es eficaz y premonitoria, es en realidad accesoria e inesencial, y que la «gozosa convicción» también puede llegar por canales muy diferentes. Es a esta gozosa convicción en sí, a la seguridad de que todo en uno mismo está bien, a la que daría el nombre de fe par excellence.
«El sentimiento de alienación —escribe— que encierra al hombre en un yo estrechamente limitado se quiebra y el individuo se encuentra por entero de acuerdo con toda la creación. Vive en la vida universal; él y el hombre, él y la naturaleza, él y Dios son uno. Este estado de confianza, esperanza de unión con todas las cosas, que persigue la consecución de la unidad moral, es el estado de fe. Diversas creencias dogmáticas, con el advenimiento del estado de fe, toman un carácter de certeza, asumen una nueva realidad, se convierten en un objeto de fe. Ya que el ámbito de esta seguridad no es racional la argumentación resulta irrelevante. Pero por el hecho de que esta convicción constituye un simple esqueje casual del estado de fe, parece un grave error imaginar que el valor práctico más importante del estado de fe es su poder para estampar el sello de realidad a determinadas concepciones teológicas particulares[133]. Por el contrario, su valor se sitúa en el hecho de que es el correlato psíquico de un crecimiento biológico, que reduce los deseos opuestos en una sola dirección, un crecimiento que se expresa en nuestros estados afectivos y nuevas reacciones, de manera más amplia y noble, en actividades más parecidas a las de Cristo. El ámbito de la seguridad específica en los dogmas religiosos es entonces una experiencia afectiva. Los objetos de fe pueden, a pesar de todo, ser absurdos; la corriente afectiva los hará prosperar y les investirá de una certeza inquebrantable. Cuanto más sorprendente resulta la experiencia afectiva, más inexplicable parece y más fácilmente puede hacerse portadora de nociones insustanciales»[134].
Las características de la experiencia afectiva que, por evitar ambigüedades, pienso que debe llamarse el estado de certeza y no estado de fe, se pueden enumerar fácilmente, aunque resulte difícil darse cuenta de su intensidad, a menos que se haya experimentado.
La característica central es la pérdida de toda preocupación, la sensación de que todo esta bien en uno mismo, la paz, la armonía, el deseo de ser, a pesar de que las condiciones exteriores sean las mismas; la certeza de la «gracia», la «justicia», la «salvación» de Dios es una creencia objetiva que normalmente suele acompañar el cambio en los cristianos, pero puede ocurrir que eso nos falte completamente y, sin embargo, que la paz afectiva sea la misma —recordaréis el caso del graduado de Oxford— y se podrían dar muchos otros en los que la seguridad de la salvación personal sólo es un resultado tardío. Una pasión de buena voluntad, de aquiescencia, de admiración, es el centro luminoso de este estado de ánimo.
La segunda característica es la sensación de percibir verdades desconocidas. Los misterios de la vida se hacen claros —como dice el profesor Leuba— y con frecuencia más sutiles normalmente, la solución casi siempre imposible de traducir a palabras. Pero estos fenómenos marcadamente intelectuales pueden posponerse hasta que hablemos del misticismo.
Una tercera peculiaridad del estado de certeza es el cambio de objetivo que parece sufrir frecuentemente el mundo. «Una apariencia de novedad embellece todos los objetos»; exactamente al contrario que otros tipos de novedad, como la irrealidad espantosa y la alienación en la apariencia del mundo que experimentan los pacientes melancólicos de la que, recordaréis, di algunos ejemplos[135]. Esta sensación de hermosa realidad interna y externa es una de las constantes que encontramos en los relatos de conversión. Jonathan Edwards la describe así:
«Más tarde, mi sentido de las cosas divinas aumentó gradualmente y se hizo más y más vivo, poseyendo mayor suavidad interior. Se altera la apariencia de todas las cosas, parecían, por así decir, una proyección tranquila, dulce, una apariencia de gloria divina en casi todas las cosas. Parecía que la excelencia de Dios, su sabiduría, su pureza y su amor se manifestasen en todas las cosas, en el sol, en la luna, en las estrellas, en las nubes y en el cielo azul, en la hierba, en las flores y los árboles, en el agua y en toda la naturaleza, lo que favorecía sensiblemente mi atención. Apenas nada (de entre todas las obras de la naturaleza) era tan suave como los relámpagos y truenos cuando antes nada me había parecido tan terrible. Antes me asustaba irremediablemente con los truenos y el terror me atacaba cada vez que se acercaba una tempestad, pero ahora, al contrario, me alegran»[136].
Billy Bray, notable evangelista inglés, analfabeto, explica su sensación de novedad así:
«Dije al Señor: “Has dicho: aquellos que piden recibirán, los que buscan encontrarán, y los que llaman a la puerta se les abrirá; yo tengo fe y lo creo”. Al momento el Señor me hizo tan feliz que no puedo expresar lo que sentía. Gritaba de alegría y alabé al Señor de todo corazón… Me parece que era noviembre de 1823, pero no sé el día del mes, recuerdo que todo parecía nuevo, la gente, los campos, los animales, los árboles. Me sentía un hombre nuevo en un mundo nuevo. Pasé casi todo el tiempo alabando al Señor»[137].
Starbuck y Leuba ilustran esta sensación de novedad con ejemplos. Tomo los dos que siguen de la colección de manuscritos de Starbuck. Una señora dice:
«Me llevaban a una reunión en el campo, en tanto mi madre y amigos creyentes rogaban por mi conversión. Mi naturaleza emocional se conmovió hasta lo más profundo; las confesiones de depravación y el hecho de suplicar a Dios que me salvase me hicieron olvidar lo que me rodeaba; pedí clemencia y me di cuenta vivamente que me había sido concedido el perdón y la renovación de mi naturaleza. Al levantarme exclamé: “Ya no existen los viejos hábitos, han desaparecido; todos se han vuelto nuevos”. Era como entrar en un mundo nuevo, otro estado de existencia donde los objetos naturales aparecían glorificados; mi visión espiritual mostraba tal claridad que percibía la belleza en cada objeto material del universo, los bosques parecían dotados de vida, con música celestial, mi alma exultaba en el amor de Dios y deseaba que todos compartieran mi alegría».
El siguiente caso es de un hombre:
«No sé cómo volví al campamento, pero me encontré tambaleándome hacia la tienda de consagración, completamente llena de menesterosos: unos quejándose, otros riendo y otros gritando; cerca de un roble intenté rezar, pero cada vez que llamaba a Dios algo que me parecía una mano humana me ahogaba. No sé si había alguien cerca de mí o no; pensaba que si no pedía ayuda moriría, pero cada vez que deseaba rogar de nuevo aquella mano invisible me agarraba el cuello y apretaba. Al final alguien dijo: “Arriésgate a expiar tu culpa porque si no lo haces morirás igualmente”. Todavía con la presión y el ahogo hice un último esfuerzo por llamar a Dios en mi socorro, decidido a terminar la plegaria de misericordia aunque me ahogara y muriese, y lo último que recuerdo es que caí al suelo con la misma mano invisible en el cuello. No sé el tiempo que permanecí allí ni lo que pasó, no había compañero alguno y cuando volví en mí una multitud estaba a mi alrededor rogando a Dios. No fue sólo un momento, durante todo el día y la noche más bien ríos de luz y gloria parecían filtrarse en el interior de mi alma y, ¡oh, cómo había cambiado!, pareciéndome distintas todas las cosas: mis caballos, los cerdos, todo parecía distinto».
El caso de este hombre introduce la característica de automatismo que en individuos sugestionables ha sido tan sorprendente desde que, en tiempos de Wesley, Edwards y Whitfield, llegaron a ser instrumentos regulares de propagación del Evangelio. Al principio, se creía que constituían pruebas semimilagrosas de «poder» por parte del Espíritu Santo, pero pronto surgió fuerte divergencia de opiniones sobre el tema. Edwards, en Thoughts on the Revival of Religion in New England, las defiende frente a sus críticos, aunque su valor fue discutido durante mucho tiempo incluso dentro de la secta revivalista[138]. Indudablemente, no tienen un significado espiritual esencial y a pesar de que su presencia hace que la conversión sea más impresionante para los conversos, nunca quedó probado que aquellos que las experimentaron sean más perseverantes o fértiles en sus frutos que aquellos otros que realizaron el cambio interior con acompañamientos menos violentos. En conjunto, la inconsciencia, las convulsiones, las visiones, el hablar involuntariamente y la sofocación se deben adscribir simplemente al hecho de que el individuo posee una región subliminal dilatada que implica inestabilidad nerviosa. Con respecto al sujeto que la experimenta, ésta es la visión que conserva después; uno de los confidentes de Starbuck escribe, por ejemplo:
«He pasado por la experiencia llamada conversión. Ésta es mi explicación del hecho: el sujeto lleva sus emociones hasta el límite y al mismo tiempo resiste sus manifestaciones físicas como la aceleración del pulso, etc., que repentinamente dejan de ejercer su influencia sobre mí. La distensión es maravillosa y los placenteros efectos de las emociones se experimentan hasta el más agudo nivel».
Existe una forma de automatismo sensorial que posiblemente merece atención particular a causa de su frecuencia. Me refiero a los fenómenos lumínicos alucinadores o pseudoalucinadores, photismes, por usar el término psicológico. La visión cegadora de san Pablo parece ser un fenómeno de este tipo y también la cruz en el cielo de Constantino. El último caso citado menciona raudales de luz y gloria; Henry Alline habla de una luz, de cuya exteriorización no está seguro; el coronel Gardiner ve una brillante luz; el presidente Finney dice:
«Súbitamente la gloria de Dios brilló encima y a mi alrededor de manera maravillosa […]. Una luz perfectamente inefable brilló en mi alma y casi me arrastró a tierra […]. Luz que asemejaba la claridad del sol en todas direcciones. Era demasiado intensa para los ojos […]. Me pareció saber entonces, por experiencia, algo de la luz que postró a san Pablo cuando se dirigía a Damasco. Era tal la luz que no pude soportarla demasiado tiempo»[139].
Estos informes de fotismos no son inusuales. Aquí presentamos otro de la recopilación de Starbuck, en el que la luz apareció evidentemente del exterior:
«Había asistido intermitentemente a una serie de servicios revivalistas durante dos semanas. Estuve invitado en varias ocasiones al altar y cada vez quedaba más profundamente impresionado, hasta que decidí que lo tenía que intentar o estaría perdido. Me di cuenta vívidamente de la conversión como si me despojasen de una tonelada de peso del corazón, una extraña luz parecía iluminar toda la habitación (estaba oscuro), una suprema felicidad que me hacía repetir “Gloria a Dios” me poseyó durante mucho tiempo. Decidí ser hijo de Dios para siempre y dejar la ambición que acariciaba, el dinero y la posición social. Mis hábitos de vida anteriores impedían de alguna manera mi crecimiento, pero decidí superarlos sistemáticamente y en un año mi naturaleza toda cambió, es decir, mis ambiciones fueron de otro orden».
Veamos otro caso de Starbuck que incluye un elemento luminoso:
«Hacía veintitrés años que me había convertido claramente, o reformado, al menos, Mi experiencia de regeneración era clara y espiritual y no había reincidido. Pero el día 15 de marzo de 1893 experimenté una completa satisfacción. Era hacia las once de la mañana, y lo que acompañó a la experiencia santificadora fue totalmente inesperado. Estaba tranquilo en casa cantando algunos salmos de Pentecostés; de súbito, noté como si algo se introdujera en mí e inflamara todo mi ser, una sensación que jamás había tenido. Cuando viví la experiencia parecía ser conducido por una amplia habitación, espaciosa y bien iluminada; mientras caminaba con mi guía invisible, y observaba a mi alrededor, se troquelaba en mi mente un claro pensamiento. “No están aquí, se han marchado”. En el momento en que el pensamiento se configuraba en mi mente, aún sin decir nada, el Espíritu Santo me hizo saber que estaba contemplando mi propia alma. Entonces, por primera vez en la vida, supe que estaba limpio de pecado y lleno de la plenitud divina».
Leuba cita el caso de Mr. Peek, en el que la afección luminosa recuerda una de las alucinaciones cromáticas que producen los brotes del cactus tóxico que los mejicanos llaman mescal.
«Por la mañana, cuando salí a trabajar al campo, la gloria de Dios apareció en toda su creación visible. Recuerdo bien que habíamos segado la avena y cómo la paja y las espigas parecían dispuestas —por decirlo de alguna manera— en forma de arco iris o, si puedo expresarme así, brillando a la gloria de Dios».
El elemento más característico de todos en las crisis de conversión, y el último que citaré, se trata del éxtasis de felicidad que se produce; ya hemos escuchado algunos relatos al respecto, pero añadiré dos más: el del coronel Finney es tan vívido que lo ofrezco completo:
«Todos mis sentimientos parecían crecer y desbordarse, y mi corazón afirmaba: “Quiero abandonar mi alma por entero a Dios”. La exultación de mi alma fue tan grande que corrí a la habitación trasera para rezar; allí no había ni fuego, ni luz, no obstante, me pareció como si estuviese completamente iluminada. Cuando entré y cerré la puerta pensé que tropezaba con nuestro Señor Jesucristo cara a cara; entonces no se me ocurrió ni me di cuenta, sino al cabo de cierto tiempo, que era un ser espiritual; al contrario, me parecía que lo veía como vería a cualquier otro hombre. No dijo nada pero me miró de una manera como para postrarme a sus pies. Siempre que he explicado todo esto como un estado mental notable, he reparado en que me pareció real que Él estaba delante de mí, y yo caí a sus pies y le ofrecí mi alma. Lloré como un niño e hice las confesiones que pude con hablar entrecortado. Me pareció que bañaba sus pies con mis lágrimas y no recuerdo haber tenido la sensación de tocarlo. Debí quedar así durante un largo rato, pero mi mente se encontraba demasiado absorta para recordar nada de lo que dije. Sin embargo, sé que cuando mi mente se calmó lo bastante como para cortar la entrevista, volví a la habitación de delante y vi que el fuego encendido con un tronco grande casi se había consumido. Mientras me sentaba junto al fuego recibí el bautismo del Espíritu Santo. Sin esperarlo, sin haber sentido nunca a nadie que me hablara, sin haber pensado nunca que habría algo así esperándome, el Espíritu Santo bajó sobre mí de forma que pareció me traspasase tanto el cuerpo como el alma. Podía sentir la impresión como una ola de electricidad que discurría dentro de mí; en realidad parecía llegar en oleadas de amor, ya que no puedo expresarlo de ninguna otra manera. Se asemejaba al hálito divino; recuerdo claramente que me daba aire como unas inmensas alas. Ninguna palabra puede expresar el amor maravilloso que cayó sobre mi corazón, lloré de alegría y amor y no sé si decir que literalmente vomité las efusiones inexpresables de mi corazón. Estas oleadas me inundaron repetidamente, una detrás de la otra hasta que recuerdo que grité: “Moriré si estas oleadas continúan discurriendo sobre mí. ¡Señor, no puedo soportarlo más!”; sin embargo, no temía a la muerte.
»No sé cuánto tiempo continué en este estado, con semejante bautismo fluyendo sobre y a través de mí, pero sé que era de noche cuando un miembro del coro, del que yo era director, vino a buscarme; era también un miembro de la iglesia, me encontró llorando y me dijo: “Mister Finney, ¿qué le molesta?”. No pude responderle hasta al cabo de un rato y volvió a repetir: “¿Está enfermo?”. Me recuperé como pude y le contesté: “No, pero soy tan feliz que muero”»[140].
Cito a Billy Bray, pero apenas puedo ofrecer el relato corto de sus sentimientos posteriores a la conversión.
«No puedo cesar de adorar al Señor. Cuando camino por la calle alzo un pie y parece decir “Gloria”, y levanto el otro y parece que afirma “Amén”, y así mientras camino».
Antes de acabar esta conferencia, unas palabras simplemente sobre la cuestión de la permanencia o transitoriedad de estas conversiones súbitas. Algunos de vosotros, estoy seguro, sabiendo que ocurren reincidencias y recaídas, interpretáis el problema desde este conjunto de manifestaciones y lo zanjáis con una sonrisa irónica hacia tantos «histéricos». Tanto religiosa como psicológicamente se trata de una interpretación superficial, ya que desatiende el centro de interés que no es tanto la duración como la naturaleza y la cualidad de estos cambios de carácter. Los hombres resbalan en cualquier nivel, no precisamos estadísticas para saberlo; por ejemplo, es bien conocido que el amor no es inmutable, es constante e inconstante, revela nuestros deseos y pretensiones ideales mientras dura. Estas revelaciones conforman su significado para hombres y mujeres sean cual sea su duración. Pasa igual con la experiencia de la conversión, que incluso por un período corto de tiempo muestra a un ser humano cuál es su capacidad espiritual, y esto es lo que constituye su importancia; una importancia que la reincidencia no puede disminuir, aunque la persistencia la aumente. En realidad, todos los ejemplos más sorprendentes de conversión, por ejemplo todos los citados, han sido permanentes; podríamos dudar, en virtud de la fuerte impresión de un ataque epiléptico, de M. Ratisbone. Con todo, sé que el futuro de M. Ratisbone quedó marcado por aquellos minutos. Abandonó su proyecto de matrimonio, se hizo sacerdote en Jerusalén donde fue a vivir, fundó allí una misión regular para convertir a los judíos; no mostró tendencia alguna a utilizar para fines egoístas la fama que le dieron las circunstancias particulares de su conversión, a la que pocas veces podía referirse sin llanto, y en toda ocasión recordó a un hijo ejemplar de la iglesia, que murió cumplidos los 80 años si no recuerdo mal[141].
Las únicas estadísticas que conozco sobre la duración de las conversiones son las de miss Johnston recogidas por Starbuck. Sólo incluyen un centenar de personas, miembros de la iglesia evangélica, más de la mitad de los cuales eran metodistas. Según las declaraciones de los mismos, hubo un tiempo de reincidencia en la mayoría de los casos, el 93% de las mujeres y el 77% de los hombres. Al hablar con más detalle de las reincidencias, Starbuck observa que nada más que el 6% representan recaídas de la fe religiosa que la conversión confirmaba, y que las quejas se deben sobre todo a cierta fluctuación en el ardor del sentimiento. La conclusión de Starbuck es que el efecto de la conversión consiste en proporcionar «un cambio en la actitud hacia la vida, que es constante y permanente, a pesar de que los sentimientos fluctúen…». Dicho de otra manera, «las personas que han pasado por la conversión, una vez decididas firmemente por la vida religiosa, tienden a sentirse allí identificadas plenamente con ella, sin que importe cuándo declina su entusiasmo religioso»[142].