Conferencias XIV y XV.
El valor de la santidad

Hasta ahora hemos pasado revista a los fenómenos más importantes considerados como frutos religiosos genuinos y característicos de los hombres devotos. Hoy cambiaremos nuestra actitud, pasando de la descripción a la apreciación; y hemos de preguntarnos si los frutos en cuestión nos pueden ayudar a juzgar el valor absoluto de lo que la religión aporta a la vida humana. Si tuviera que parodiar a Kant, diría que nuestro tema ha de constituir una «Crítica de la Santidad Pura».

Si al tratar este tema pudiésemos contemplar nuestro objeto desde arriba, como los teólogos católicos, con definiciones establecidas del hombre y de la perfección del hombre, y a partir de dogmas positivos sobre Dios, sería todo muy fácil. La perfección del hombre vendría a ser el cumplimiento de su objetivo, y su objetivo último la unión con su Creador. Esta unión la perseguiría por tres caminos: el activo, el purgatorio y el contemplativo respectivamente, y el progreso a lo largo de cada uno de los tres sería una simple cuestión de medida, aplicando un número limitado de concepciones y definiciones teológicas y morales. El significado absoluto y el valor de cualquier porción de experiencia religiosa que podamos conocer nos vendría a las manos casi matemáticamente.

Si la conveniencia fuera todo, nos debería entristecer el encontrarnos desconectados de un método tan admirablemente conveniente como éste. Pero nos hemos distanciado nosotros mismos deliberadamente a través de las observaciones que recordaréis hicimos, en la primera conferencia, sobre el método empírico, y debemos confesar que tras este acto de renuncia jamás podremos esperar resultados académicos y claros. No podemos dividir al hombre en una parte animal y otra racional. No podemos distinguir los efectos naturales de los sobrenaturales, ni entre estos últimos podemos saber cuáles constituyen favores de Dios y cuáles son simples operaciones falsificadas del demonio. Tan sólo hemos de reunir estímulos sin ningún sistema teológico a priori, y de un conglomerado de juicios sin sistema referencial fijo respecto al valor de esta o aquella experiencia —juicios en los que nuestros prejuicios filosóficos generales, nuestros instintos y nuestro sentido común son las únicas guías—, hemos de decidir que, en su conjunto, un tipo de religión es aprobado por sus frutos y otro resulta condenado. «En su conjunto», y temo que nunca escaparemos de la complicidad con esta calificación, tan aflorada por el hombre práctico y tan odiosa para el sistematizador.

También temo que, al hacer esta franca confesión, pueda pareceros, a algunos cuando menos, que lanzo por la borda la brújula y que adopto el capricho por piloto. Podéis pensar que el escepticismo o la elección caprichosa pueden ser los únicos resultados de un método tan poco formal como el que he elegido. Un par de observaciones que desvaloricen esta opinión y una explicación de los principios empiristas que profeso pueden, en buena medida, resultar oportunas.

De manera abstracta, parecería carente de lógica intentar medir el valor de los frutos de la religión en términos de valor puramente humano. ¿Cómo podéis justipreciar su valor sin considerar si existe el Dios que se supone que los inspira? Si realmente existe, la conducta instituida por los hombres para satisfacer sus deseos ha de ser, en ese caso, un fruto razonable de su religión —solo no sería razonable en el supuesto de que no existiese. Si, por ejemplo, tenéis que condenar una religión de sacrificios humanos o animales en virtud de vuestros sentimientos objetivos y, mientras tanto, Dios estuviera pidiendo realmente esos sacrificios, os hallaríais cometiendo un error teórico al asumir tácitamente que la deidad no debe existir, estaríais estableciendo una teología propia como si fueseis filósofos escolásticos. En este sentido, en el sentido de no creer perentoriamente en ciertos tipos de deidad, confieso francamente que debemos ser teólogos. Si puede decirse que las no creencias constituyen una teología, los prejuicios, los instintos y el sentido común que yo he elegido como guía nos convertirán en partidarios de la teología, siempre que hagan detestables determinadas creencias.

Pero estos prejuicios de sentido común y los propios instintos son ellos mismos fruto de una evolución empírica. Nada hay más impresionante que la alteración secular que se da en el tono moral y religioso de los hombres, a medida que se desarrolla progresivamente su conocimiento de la naturaleza y la organización social. Después de un par de generaciones, el clima mental se muestra poco favorable para las nociones de deidad que, en una fecha anterior, eran perfectamente satisfactorias; los viejos dioses han caído por debajo del nivel secular y ya no se puede creer en ellos. Hoy en día, una deidad que necesitase sangrientos sacrificios para apaciguarse, sería demasiado cruel para ser tomada en serio. Aun cuando se adujesen poderosas credenciales históricas a su favor, no las consideraríamos. Por el contrario, hubo un tiempo en que sus apetitos crueles fueron credenciales suficientes. Se recomendaba positivamente a la imaginación de los hombres en épocas en las cuales estos rudos signos de poder eran respetables y no se podían entender otros. Estas deidades eran entonces adoradas porque agradaban tales frutos.

Los accidentes históricos, sin duda alguna, han jugado siempre un papel posterior, pero el factor original que fijaba la figura de los dioses debe haber sido siempre psicológico. La deidad a quien testimoniaban los profetas, visionarios y devotos que fundaron el culto particular, era algo valioso para ellos personalmente. Guiaba su imaginación, garantizaba sus esperanzas y controlaba su voluntad y asimismo la requerían como salvaguarda contra el demonio o como freno para los crímenes de otras personas. En cualquier caso la preferían por el valor de los frutos que les parecía que producía. Tan pronto como los frutos comenzaron a carecer de valor, tan pronto como entraron en pugna con ideales humanos indispensables o estorbaron otros valores de forma demasiado ostentosa, tan pronto como parecieron infantiles, desdeñables o inmorales cuando se reflexionaba sobre ellos, la deidad empezó a desacreditarse y a partir de aquel momento fue dejada de lado y olvidada. Es así como los paganos cultos dejaron de creer en los dioses griegos y romanos, es así cómo nosotros juzgamos las teologías de los hindúes, los budistas y los musulmanes. Así han tratado los protestantes las nociones católicas de deidad, y los protestantes liberales han hecho lo mismo con nociones protestantes más antiguas; así nos juzgan los chinos y así nos juzgarán a todos los que ahora vivimos nuestros descendientes. Cuando dejamos de admirar o aprobar lo que implica la definición de una deidad, acabamos pensando que esta deidad es inconcebible.

Pocos cambios históricos hay más curiosos que estas mutaciones de opinión teológica. El sistema de soberanía monárquica, por ejemplo, estaba inculcado de forma tan indeleble en la mente de nuestros antepasados que parece positivamente que su imaginación requería cierta dosis de crueldad y de arbitrariedad en su deidad. Llamaban a la crueldad «justicia retributiva», y un Dios que no la tuviese les habría parecido poco «soberano». Sin embargo, hoy detestamos la sola noción de sufrimiento infligido eternamente, y esta distribución arbitraria de la salvación y la condenación por individuos elegidos, de la que Jonathan Edwards podía persuadirse que tenía no sólo la convicción, sino una «convicción fascinante» de una doctrina «sobremanera agradable, brillante y suave», nos parece, si soberanamente es algo, soberanamente irracional y vil. No sólo la crueldad, sino también la mezquindad de los dioses en quienes se creía en siglos pasados sorprende a los siglos posteriores. Veremos ejemplos procedentes de los anales del santoral católico que asombrarán a nuestra mirada protestante. El culto ritual en general se presenta a los transcendentalistas modernos, así como al espíritu ultrapuritano, como dirigido a una deidad de carácter casi absurdamente infantil que disfruta con aderezos de guardarropías, cirios, oropeles, disfraces, susurros y mascaradas, y que encuentra su «gloria» incomprensiblemente realzada de esta manera. Igual como, por otra parte, el infinito sin forma del panteísmo parece vacío a las naturalezas ritualistas, y el teísmo severo de las sectas evangélicas parece intolerablemente baldío, seco, frío. Lutero, afirma Emerson, se habría cortado la mano derecha antes de colgar sus tesis en la puerta en Wittenberg si hubiese imaginado que estaban destinadas a conducir a las pálidas negaciones del unitarismo bostoniano.

En consecuencia, aunque estamos obligados, sean cuales sean nuestras pretensiones empiristas, a usar algún tipo de criterio personal de probabilidad teológica si queremos apreciar los frutos de la religión de otros hombres, sin embargo este criterio lo hemos tomado de la corriente de la vida común. Es la voz de la experiencia humana dentro de nosotros la que juzga y condena a todos los dioses que se sitúan a lo largo del camino en el que se cree avanzan. La experiencia, si la tomamos en su sentido más amplio, es así el origen de aquellas descreencias que, se alegaba, eran inconsistentes en el método experimental… La inconsistencia, puede verse, es inmaterial, y la alegación puede ser rechazada.

Si pasamos de las descreencias a las creencias positivas, me parece que incluso no existe ni una sola inconsistencia formal que aducir frente a nuestro método. Los dioses en quienes confiamos son los que necesitamos y podemos usar; los dioses cuyas exigencias refuerzan lo que exigimos de nosotros y de los demás. Lo que propongo hacer es, dicho brevemente, analizar la santidad mediante el sentido común, utilizar los modelos humanos para ayudarnos a decidir hasta qué punto la vida religiosa es recomendable como un tipo ideal de actividad humana. Si es recomendable, cualquier creencia teológica que la inspire quedará acreditada a partir de ese momento. En caso contrario, quedarán desacreditadas y sin referencia a nada excepto a los principios operativos humanos. Tan sólo constituye la eliminación de lo que es inadecuado humanamente y la supervivencia de lo más adecuado, aplicado a las creencias religiosas. Y si miramos la historia cándidamente y sin prejuicios, hemos de admitir que ninguna religión en cualquier caso, nunca, al fin y al cabo se ha establecido o acreditado de ninguna otra manera. Las religiones se han autoaprobado, han satisfecho diversas necesidades vitales imperantes. Cuando han violado otras necesidades demasiado rotundamente o cuando han llegado nuevas creencias que satisfacen mejor las mismas necesidades, las primeras religiones se han visto suplantadas.

Las necesidades siempre fueron numerosas y las pruebas nunca demasiado claras. Así, pues, el reproche de vaguedad, subjetividad y «generalidad» que con toda justicia puede hacerse al método empírico que nos vemos obligados a utilizar es, después de todo, un reproche aplicable a toda la vida del hombre. Ninguna religión ha debido nunca su prevalencia a una «certeza apodíctica». En una conferencia posterior cuestionaré si la certeza objetiva puede añadirse en algún caso, por razones teológicas, a una religión que se impone empíricamente.

También añadiré algunas palabras sobre el reproche de que al seguir este tipo de método empírico nos entregamos al escepticismo sistemático.

Ya que parece imposible negar las alteraciones seculares en nuestros sentimientos y necesidades, sería absurdo afirmar que nuestra época actual puede situarse más allá de las censuras que la época próxima. El escepticismo, por lo tanto, no puede ser excluido por ningún grupo de pensadores como una posibilidad contra la que sus conclusiones están aseguradas, y ningún empirista debería pedir exención de este riesgo universal. Pero admitir la propia responsabilidad es una cosa, y embarcarse en un mar de dudas absurdas es otra. No podemos ser acusados de abandonarnos voluntariamente en manos del escepticismo. Quien conoce la imperfección de su instrumento y la tiene en consideración al discutir las observaciones está en una posición mucho mejor para llegar a la verdad que si pretendiera que su instrumento es infalible. ¿Pero es la teología escolástica o dogmática menos dudosa de hecho por proclamar, como lo hace, que es infalible por derecho? Y en caso contrario, ¿qué poder de credibilidad perdería realmente este tipo de teología si, en lugar de proclamar una certeza absoluta, proclamara una probabilidad razonable para sus conclusiones? Nosotros sólo reivindicamos la probabilidad razonable, y eso será todo lo que los hombres que aman la verdad pueden, en un momento dado, esperar alcanzar. Con toda seguridad será más de lo que podríamos haber obtenido si fuésemos inconscientes de nuestra tendencia a errar.

De cualquier modo, el dogmatismo, sin duda, seguirá condenándonos por esta confesión. La sola forma exterior de certeza inalterable es tan valiosa para algunas mentes que renunciar a ella explícitamente resulta para ellos imposible. Lo reivindicaran incluso cuando los hechos pongan en evidencia su absurdo. Pero lo más sensato probablemente es reconocer que todas las intuiciones de criaturas efímeras, como nosotros mismos, han de ser provisionales. El crítico más inteligente es un ser que cambia atento a la mejor percepción del mañana, y se siente a gusto en cualquier momento sólo «hasta la fecha» y «en su conjunto». Cuando se establecen pretensiones de verdad más amplias es mejor disponernos a su recepción sin las trabas de nuestras pretensiones anteriores. «Sinceramente sabemos que cuando los pseudo-dioses se van, llegan los dioses».

El hecho de diversos juicios sobre fenómenos religiosos es, por lo tanto, ineludible, sea cual sea el propio deseo de alcanzar lo irreversible. Pero aparte de este hecho nos espera una cuestión más fundamental; la pregunta sobre si cabía esperar que las opiniones de los hombres fueran absolutamente uniformes en este terreno. ¿Todos los hombres deberían tener la misma religión? ¿Deberían aprobar las mismas virtudes y seguir los mismos preceptos? ¿Son tan iguales en sus necesidades interiores que se requieren exactamente los mismos incentivos religiosos para el fuerte y el débil, para el orgulloso y el humilde, para el tenaz y el perezoso, para el de mente sana y el desesperado? ¿O existen diferentes funciones en el organismo de la humanidad asignadas a diferentes tipos de hombres, de manera que algunos han de ser realmente los mejores para una religión de consuelo y seguridad mientras que otros son mejores para una de terror y reprobación? Podría ser así, y sospecho que a medida que vayamos avanzando nos parecerá cada vez más que así es. Y si así fuese ¿cómo puede un juez o crítico evitar tener prejuicios a favor de la religión en la que sus necesidades se satisfacen mejor? El crítico aspira a la imparcialidad, pero está demasiado cerca de la batalla para no ser partícipe en algún grado, y está seguro de aprobar más calurosamente en otros aquellos frutos de piedad que sean mejores y más nutricios para él.

Soy muy consciente de que muchas de las cosas que digo pueden sonar a anárquicas. Al expresarme tan abstracta y brevemente puede parecer que desconfío de la noción de verdad. Pero os ruego que suspendáis vuestro juicio hasta que lo consideremos aplicado a los problemas que tenemos por delante. En realidad, no creo que nosotros ni ningún otro hombre mortal pueda llegar, en un momento dado, a la verdad absolutamente perfecta sobre las cuestiones de hecho que trata la religión. Pero no rechazo este ideal dogmático por un placer perverso en la inestabilidad intelectual. No aprecio el desorden y la duda como tales. Más bien temo perder credibilidad por esa pretensión de poseerla completamente. Creo como cualquiera que cada día podemos avanzar un poco más si siempre nos movemos en la dirección adecuada, y espero llevaros a compartir mi manera de pensar antes de terminar estas conferencias. Hasta entonces os ruego que no endurezcáis vuestras mentes de manera irrevocable contra el empirismo que profeso.

No malgasto más palabras en una justificación abstracta de mi método y paso a utilizarlo inmediatamente sobre los hechos.

Al juzgar críticamente el valor de los fenómenos religiosos, es muy importante insistir en la distinción entre la religión como una función personal individual y la religión como producto institucional, colectivo o tribal. Recordaréis que esbocé esta distinción en la segunda conferencia. La palabra religión, tal como se usa ordinariamente, es equívoca. Un estudio de la historia nos muestra que los genios religiosos atraen discípulos y convocan grupos de simpatizantes. Cuando estos grupos son bastante fuertes para «organizarse», se tornan instituciones eclesiásticas con ambiciones colectivas propias. El espíritu de la política y la ambición de dominio dogmático son entonces oportunos para entrar en esa institución originariamente inocente y contaminarla, de manera que cuando oímos la palabra «religión», hoy en día, pensamos inevitablemente en alguna otra «Iglesia». Para algunas personas, la palabra «Iglesia» sugiere tanta hipocresía y tiranía, tanta vileza y tanta tenacidad supersticiosa, que de alguna manera sutilmente indiscernible se vanaglorian cuando afirman que tienen «manía» a cualquier religión. Incluso los que pertenecemos a alguna Iglesia no eximimos a otras iglesias que no son la nuestra de la condena general.

Pero en este curso de conferencias las instituciones eclesiásticas no nos interesan en absoluto. La experiencia religiosa que estamos estudiando es la que anida sola y privadamente en el interior. La experiencia religiosa espontánea de esta clase siempre ha sido considerada un tipo herético de innovación para quienes han sido testigos de su nacimiento. Llega al mundo desnuda y sola y siempre ha conducido, al menos por cierto tiempo, a quien la posee al desierto, a menudo literalmente al desierto exterior, donde Buda, Jesús, Mahoma, san Francisco, Fox y tantos otros tuvieron que ir. Fox expresa esta soledad a la perfección, y en este punto lo mejor que puedo hacer es leeros una página de su Journal, que se refiere al período de su juventud en que la religión comenzó a fermentar en él seriamente.

«Ayunaba mucho —dice Fox—, iba a pasear a lugares solitarios y a menudo cogía la Biblia y me sentaba en huecos de árboles y en lugares aislados hasta que la noche llegaba. Frecuentemente, de noche, caminaba tristemente solo, porque era un hombre afligido en la época de las primeras obras del Señor en mí.

»Durante este tiempo nunca me uní en profesión religiosa con nadie sino que me abandoné al Señor, después de haber abandonado toda compañía perniciosa, de haber dejado padre y madre y todas las otras relaciones; y viajé arriba y abajo como un extraño sobre la tierra por los caminos por los que el Señor inclinaba mi corazón. Tomaba habitación en las ciudades donde llegaba y permanecía más o menos tiempo en un lugar, ya que no me atrevía a quedarme mucho tiempo; temía al creyente y al profano, y tenía miedo, joven como era, de hablar demasiado con cualquiera y que me dañase. Por esta razón permanecí como un extraño, buscando la sabiduría celestial y adquiriendo conocimientos del Señor. Como había renegado de los sacerdotes, también lo hice de los predicadores aislados y de la llamada gente más experimentada, ya que vi que entre ellos no había ni uno que pudiese hablar de mi condición. Y cuando todas mis esperanzas en ellos y en todos los demás hombres habían desaparecido y ya no tenía nadie en quien confiar fuera de mí, ni sabía qué hacer, entonces, oh, entonces, oí una voz que decía: “Hay uno, Jesucristo, que puede hablarte”. Cuando lo oí mi corazón saltó de alegría. Entonces el Señor me dejó ver por qué no había nadie en la tierra que pudiese hablarme. No era compañero de nadie, ni de sacerdotes ni de creyentes ni de ningún tipo de persona. Tenía miedo de toda conversación y de cualquier conversador carnal, ya que sólo podía ver corrupción. Cuando estaba en lo profundo, aprisionado debajo del abismo, no podía creer que alguna vez lo superaría; mis problemas, mis penas y mis tentaciones eran tan grandes que frecuentemente pensaba que debería de haber desesperado, de tan fuertemente tentado como estaba. Pero cuando Cristo me mostró cómo Él había sido tentado por el mismo diablo y lo había superado, y le había machacado la cabeza, y que por Él y su poder, vida, gracia y espíritu yo también lo podía superar, confié en Él. Si hubiese tenido el palacio, la riqueza y el servicio de un rey, todo me habría dado igual, ya que nada me confortaba sino el Señor y su poder. Y vi que los creyentes, los sacerdotes y la gente estaban satisfechos en la condición que era mi desgracia y que amaban aquello que yo había dejado. Pero el Señor mantuvo mis deseos hacia Él y mi cuidado estaba orientado por Él solo»[198].

Una genuina experiencia religiosa de primera mano como ésta parece destinada a constituir una heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros, se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.

El hecho sencillo es que las mentes de los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión, casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el espíritu de dominio colectivo. Y los fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que participaban en la expedición.

No habríamos de hacer a la piedad más responsable de las atrocidades pasadas que de éstas. Como mucho podemos culpar a la piedad de no servir para controlar nuestras pasiones naturales y, a veces, de proporcionarles hipócritas excusas. Pero la hipocresía también impone obligaciones y a la excusa normalmente se unen restricciones. Cuando la racha de pasión ha pasado, la piedad puede comportar una reacción de arrepentimiento que el hombre natural no religioso nunca habría mostrado.

No puede acusarse a la religión como tal de muchas de las aberraciones históricas que se le han atribuido, pero una de las tendencias de la que no podemos exculparla es del celo excesivo o fanatismo. A continuación insistiré sobre este punto, pero antes debo hacer una observación preliminar que se relaciona directamente con lo que seguirá.

Nuestro estudio del fenómeno de la santidad ha producido, de manera incuestionable en vuestras mentes, una impresión de extravagancia. Algunos de vosotros os habéis preguntado, mientras se sucedían los ejemplos, si es necesario ser tan fantásticamente virtuoso. Quienes no tenemos vocación para el rango más extremo de santidad, con seguridad el último día nos salvaremos si nuestra humildad, ascetismo y devoción resultan de un tipo menos turbulento. Esto es prácticamente como decir que mucho de lo que en este terreno es legítimo de admirar no ha de ser necesariamente imitado, y que los fenómenos religiosos, como todos los otros fenómenos humanos, están sujetos a la ley del término medio ideal. Los reformadores políticos cumplen sus funciones en la historia siendo ciegos durante un tiempo a otras causas. Muchas escuelas de arte extraen los resultados, cuya misión fundamental es revelar, a costa de cierta unilateralidad por la que otras escuelas han de hacer rectificaciones. Aceptamos un Howard, un Mazzini, un Botticelli, un Michelangelo con cierta satisfacción. Estamos contentos de que existieran para mostrarnos ese camino, pero también estamos contentos de que hayan otras maneras de mirar y tomar la vida. Y pasa lo mismo con muchos de los santos que hemos estudiado. Estamos orgullosos de una naturaleza humana que puede llegar a ser tan apasionada, pero evitamos aconsejar a otros que sigan el ejemplo. La conducta que nos reprochamos no seguir está cercana a la línea media del esfuerzo humano. Es menos dependiente de las creencias y doctrinas particulares. Es como las modas que todos los jueces, bajo diferentes cielos, pueden recomendar.

Los frutos de la religión son, en otras palabras, como todos los productos humanos, propensos a la corrupción por exceso. El sentido común los ha de juzgar. No se ha de acusar al devoto, pero el sentido común lo puede elogiar sólo condicionalmente, como quien actúa con lealtad según su inteligencia. Nos muestra una forma de heroísmo, pero la forma incondicionalmente perfecta es aquella por la cual no hay que pedir indulgencia.

Encontramos que el error por exceso lo ejemplifican todas las virtudes de las vidas de los santos. El exceso, en las facultades humanas, significa normalmente unilateralidad o falta de equilibrio, ya que es difícil imaginar una facultad esencial demasiado fuerte si sólo hay otras facultades igualmente fuertes para cooperar en la acción. Las emociones fuertes necesitan una voluntad poderosa. Las actividades poderosas precisan un intelecto fuerte, y éste necesita complicidades asimismo fuertes para mantener la vida estable. Si el equilibrio existe, ninguna facultad puede ser demasiado fuerte —simplemente obtenemos el carácter completo más fuerte. En la vida de los santos, llamada así técnicamente, las facultades espirituales son fuertes, pero lo que otorga una impresión de extravagancia resulta ser, al estudiarlo, una deficiencia relativa del intelecto. La exaltación intelectual toma forma patológica cuando otros intereses son demasiado escasos y el intelecto demasiado restringido. Así lo vemos ejemplificado en todos los atributos santos —el amor devoto a Dios, la pureza, la castidad, el ascetismo, todos pueden desencaminarse. Pasaré revista a todas estas virtudes sucesivamente.

En primer lugar, tomemos la devoción. Cuando está desequilibrada uno de sus vicios se llama fanatismo. El fanatismo (cuando no es una simple expresión de la ambición eclesiástica) no es otra cosa que lealtad llevada a un extremo exaltado. Cuando una mente intensamente leal pero estrecha se aferra a la idea de que una persona sobrehumana merece su devoción exclusiva, una de las primeras cosas que suceden es que idealiza esa misma devoción. Darse cuenta adecuadamente de los méritos del ídolo llega a ser un gran mérito del adorador, y los sacrificios y servilismos mediante los que los hombres de las tribus salvajes manifestaban, desde tiempos inmemoriales, su fidelidad a los jefes, quedan ahora sobrepasados en favor de la deidad. Se agotan los vocabularios y se alteran los lenguajes en el intento de alabarla suficientemente; se mira la muerte como una ganancia si atrae su benevolencia, y la actitud personal de ser su devoto se torna lo que casi podríamos llamar un tipo nuevo y exaltado de especialidad profesional de la tribu[199]. Las leyendas que se acumulan alrededor de las personas santas son fruto de este impulso de glorificación. Buda[200], Mahoma[201], sus seguidores y muchos santos cristianos están insertos en una serie de anécdotas que pretenden ser honoríficas pero que son simplemente abgeschmackt, estúpidas, y forman una conmovedora expresión de la equivocada propensión del hombre a la alabanza.

Una consecuencia inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad. ¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente; las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo, de manera que la intolerancia y la persecución han llegado a ser vicios que algunos de nosotros asociamos siempre con la santidad. Éstos son incuestionablemente sus pecados habituales. El temperamento santo es un temperamento moral y un temperamento moral frecuentemente ha de ser cruel. Un David no conoce la diferencia entre sus enemigos y los enemigos de Jehová; una Catalina de Siena que anhelaba detener la guerra entre los cristianos, que era el escándalo de la época, no puede pensar ningún lazo mejor de unión que una cruzada para aniquilar a los turcos; Lutero no encuentra ninguna palabra de protesta o de piedad con referencia a los atroces tormentos en que morían los cabecillas anabaptistas; Cromwell alaba al Señor porque le ha brindado los enemigos para su «ejecución». En todos estos casos interviene la política, pero la piedad no encuentra antinatural la asociación. Así, cuando los librepensadores afirman que la religión y el fanatismo son gemelos, no podemos aducir una negación incondicional de la acusación.

El fanatismo, entonces, debe inscribirse en el lado equivocado de la religión, siempre que el intelecto de la persona religiosa se sitúa en el estilo que satisface a un Dios despótico. Tan pronto como Dios se representa como menos celoso de su propio honor y gloria, deja de ser un peligro.

El fanatismo sólo se encuentra allí donde el carácter personal es dominante y agresivo. En los caracteres moderados, en quienes la devoción es intensa y la inteligencia débil, observamos una absorción imaginativa en el amor de Dios tendente a excluir todos los intereses humanos prácticos que, aunque bastante inocente, es demasiado unilateral para ser admirable. Una mentalidad demasiado estrecha no tiene espacio sino para una clase de afecto. Cuando el amor de Dios toma posesión de esa mente, expulsa de inmediato todos los amores y prácticas humanas. No hay ninguna palabra para este lánguido exceso de devoción, por eso me referiré a ello como una condición teopática.

La bienaventurada Margarita María Alacoque puede servir de ejemplo:

«Ser amada aquí en la tierra —exclama un reciente biógrafo—, ser estimada por un ser noble, elevado, distinguido; ser amada con fidelidad, con devoción, ¡qué delicia! Pero ¡ser amada por Dios y que te ame hasta la locura (aimé jusqu’à la follie)! Margarita se derretía de amor pensándolo. Como san Felipe Neri en tiempos anteriores, o como san Francisco Javier, ella le decía a Dios: “¡Refrena, oh Señor mío, estos torrentes que me inundan o de lo contrario aumenta mi capacidad para su recepción!”[202].

»Las pruebas más significativas del amor de Dios que Margarita recibió fueron sus alucinaciones visuales, de tacto y de oído, y de ellas las más significativas asimismo fueron las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús, “rodeado de rayos más brillantes que el Sol y transparentes como el cristal. La herida que recibió en la cruz se veía claramente. Había una corona de espinas alrededor de este divino corazón y una cruz encima”. Al mismo tiempo la voz de Cristo le dijo que, incapaz de contener las llamas de su amor por la humanidad, la había elegido a ella para difundir su conocimiento. Inmediatamente sacó su corazón mortal, lo puso dentro del suyo propio y lo inflamó; después lo volvió a poner en el pecho de la santa diciendo: “De ahora en adelante has tomado el nombre de esclava mía, y serás llamada la discípula bien amada de mi Sagrado Corazón”.

»En una visión posterior el Salvador le reveló detalladamente el “gran designio” que quería establecer por su mediación: “Te pido que consigas que cada primer viernes después de la semana del Corpus Christi sea una fiesta especial para honrar mi Corazón con la comunión general y ejercicios destinados a reparar las indignidades que ha recibido. Y te prometo que mi corazón se dilatará para derramar en abundancia la influencia de su amor sobre todos aquellos que le rindan estos honores o estimulen que otros hagan lo mismo”».

«Esta revelación —dice M. Bongand— es indudablemente la más importante de todas las revelaciones que han iluminado a la Iglesia desde la de la Encarnación y la de la Cena del Señor… Después de la Eucaristía, el supremo esfuerzo del Sagrado Corazón»[203]. Ahora bien, ¿cuáles fueron los frutos para la vida de Margarita? Aparentemente poca cosa más que sufrimientos, plegarias, ausencias mentales, desmayos y éxtasis. Se fue volviendo cada vez más inútil en el convento; su absorción en el amor de Cristo, «que cada día crecía en ella, la volvía cada vez más y más incapaz de cumplir sus deberes exteriores. La pusieron en la enfermería sin demasiado éxito aunque su bondad, su celo y su devoción no tenían límites, y su caridad llegó hasta actos de un heroísmo tal que nuestros lectores no podrían soportar su relación. Intentaron ponerla en la cocina, pero se vieron obligados a abandonar sin esperanza —todo se le caía de las manos. La admirable humildad con que se arrepentía por su poca maña no podía evitar que ésta fuera perjudicial para el orden y la regularidad que siempre deben reinar en una comunidad. La pusieron en la escuela, donde las niñas la amaban y cortaban trocitos de su vestido (reliquias) como si ya fuese santa, pero ella estaba demasiado absorta interiormente para prestar la atención necesaria. ¡Pobre querida hermana!, después de sus visiones todavía era menos habitante de la tierra que antes de tenerlas, y tuvieron que dejarla en su cielo»[204].

Realmente, ¡pobre querida hermana! Simpática y buena, pero tan débil en el aspecto intelectual que sería pedirnos demasiado, desde nuestra educación moderna y protestante, que sintiésemos algo más que compasión por el tipo de santidad que encarna. Un ejemplo inferior de santidad teocrática es la de santa Gertrudis, una monja benedictina del siglo XIII, cuyas Revelationes, de autoridad mística reconocida, consisten principalmente en pruebas de la predilección de Cristo para con su indigna persona. El tejido de esta relación banal está forjado de garantías de su amor, de intimidades, caricias y cumplidos del tipo más pueril y absurdo que Cristo dirigía a Gertrudis personalmente[205]. Al leer una narración así nos damos cuenta del vacío entre el siglo XIII y el siglo XX, y sentimos que la santidad de carácter puede proporcionar frutos casi absolutamente sin valor si está asociada con capacidades intelectuales tan inferiores. Con la ciencia, el idealismo y la democracia nuestra imaginación ha llegado a necesitar un Dios completamente diferente en temperamento de aquel Ser exclusivamente interesado en distribuir favores personales, con quien nuestros antepasados estaban tan satisfechos. Tan entusiasmados como estamos con la visión de la justicia social, un Dios indiferente a todo aquello que no sea adulación y ciego de parcialidad por sus elegidos está falto de un elemento esencial de amplitud, e incluso la mejor santidad profesional de los siglos pasados, tenida como está en esta concepción, nos parece curiosamente superficial y poco edificante.

Tomad, por ejemplo, a santa Teresa, una de las mujeres más capacitadas en muchos aspectos de las que tenemos datos. Poseía un intelecto poderoso de orden práctico, escribió admirable psicología descriptiva, contaba con una voluntad capaz para cualquier emergencia, un gran talento para la política y los negocios, una disposición optimista y un estilo literario de primera clase. Era tenazmente ambiciosa y puso toda su vida al servicio de sus ideales religiosos. Pero éstos eran tan insignificantes, según nuestro punto de vista actual, que confieso que el único sentimiento que tuve al leerla fue la tristeza de que tanta viveza de ánimo encontrara una ocupación tan pobre, aunque sé que otros se han conmovido de manera diferente.

A pesar de los sufrimientos que soportó, hay un curioso regusto de superficialidad en su genio. Un antropólogo de Birmingham, el doctor Jordan, ha dividido a la raza humana en dos tipos «arpías» y «no arpías» respectivamente[206]. El tipo arpía se define como poseedor de un «temperamento activo y desapasionado». Dicho de otra manera, los arpías son los «motores» y no los «sensores»[207] y, como norma, sus expresiones son más enérgicas que los sentimientos que las motivan. Santa Teresa, aunque este juicio parezca paradójico, era, en este sentido de la palabra, una arpía típica. La viveza de su estilo, así como la de su vida, lo demuestran. No sólo ha de recibir de su Salvador favores personales inauditos y gracias espirituales, sino que además ha de relatarlo inmediatamente, explotarlo profesionalmente y usar su experiencia para destruir a aquellos menos privilegiados. Su egotismo voluble; su sentido particular, propio no de un ser radicalmente malo, como lo detentan los realmente contritos, sino de sus «faltas» e «imperfecciones» en plural; su humildad estereotipada y su ensimismamiento, como si estuviese llena de «confusión», a cada nueva manifestación de la singular parcialidad de Dios para con una persona tan indigna, son típicas del carácter de arpía: una naturaleza en extremo sensible estaría objetivamente anegada de gratitud y permanecería en silencio. Poseía, ciertamente, algunos instintos públicos; odiaba a los luteranos y anhelaba el triunfo de la Iglesia sobre ellos, pero lo importante de su idea de la religión parece haber sido la de un coqueteo amoroso inacabable —si podemos hablar así sin ser irreverentes— entre el devoto y la deidad. Aparte de ayudar a las monjas más jóvenes a tentar este camino a través de su ejemplo e instrucción, no hay absolutamente ningún sentido de solidaridad humana en ella ni ningún signo de interés general asimismo humano. Con todo, el espíritu de su época, lejos de reprenderla, la exaltó como sobrehumana.

Hemos de pronunciar un juicio similar al conjunto de la noción de santidad basada en los méritos. Un Dios que, por una parte, pueda preocuparse de registrar un informe pedantemente minucioso de los defectos individuales y, por otra parte, sea capaz de sentir tales parcialidades, y cargar a las criaturas individuales con tan insípidas señales de favor, es un Dios de mentalidad demasiado reducida para ser creíble. Cuando Lutero, a su manera resueltamente masculina, barrió de golpe la noción de una cuenta de debe y haber de los individuos llevada escrupulosamente por el Todopoderoso, ensanchó la imaginación del alma y salvó a la teología de la puerilidad.

Hasta aquí lo referente a la simple devoción, divorciada de las concepciones intelectuales que podrían orientarla hacia la producción de frutos humanos útiles.

La siguiente virtud santa donde encontramos exceso es la pureza. En los caracteres teopáticos, como los que acabamos de considerar, el amor de Dios no ha de mezclarse con ningún otro amor. El padre y la madre, los hermanos, las hermanas y los amigos son considerados distracciones que interfieren, ya que la sensibilidad y la pequeñez de espíritu, cuando van juntos como suele suceder, requieren un mundo simplificado para existir. La variedad y la confusión exceden a sus poderes y su cómoda adaptación. Sin embargo, mientras el devoto agresivo alcanza su identidad objetivamente, destruyendo con violencia el desorden y la divergencia, el devoto reservado alcanza la suya subjetivamente, dejando el desorden al mundo en general y forjando un mundo más reducido donde habita y desde el que elimina por entero al otro. Así, paralelamente frente a la iglesia militante, con sus prisiones, persecuciones y métodos inquisitoriales, tenemos la iglesia fugitiva —como podríamos llamarla— con sus monasterios, ermitas y organizaciones sectarias, y ambas persiguen el mismo objetivo —unificar la vida[208] y simplificar el espectáculo que se presenta al espíritu. Una mente extremadamente sensible a las discordias interiores abandonará una relación exterior tras otra porque interfieren la abstracción de la conciencia en cosas espirituales. Las diversiones primero, luego la «sociedad» convencional, seguidamente los negocios, más tarde los deberes familiares, hasta llegar a la reclusión, con una división del día en horas para actos religiosos establecidos, que es lo único que el alma puede soportar. Las vidas de santos son una historia de continuas renuncias a la complicación, una forma de contacto con la vida exterior tras otra es abandonada para preservar la pureza del tono íntimo[209]. «¿No es mejor —pregunta una hermana joven a la superiora— que yo no hable durante la hora de esparcimiento para no correr el riesgo, al hablar, de caer en algún pecado del que no sea consciente?»[210]. Si la vida sigue siendo de alguna manera social, quienes tomen parte en ella han de seguir una norma idéntica. Encerrado en esta monotonía, el fanático de la pureza vuelve a encontrarse limpio y libre. La uniformidad minuciosa que se mantiene en algunas comunidades, ya sean monásticas o no, es algo casi inconcebible para un hombre de mundo. El vestido, la fraseología, los horarios y las costumbres resultan absolutamente estereotipadas y no hay duda de que algunas personas están hechas para encontrar en semejante estabilidad un género de reposo mental incomparable.

No tenemos tiempo para multiplicar los ejemplos, de manera que dejaré que el caso de san Luis Gonzaga sirva como modelo de exceso de purificación. Me parece que estaréis de acuerdo en que este joven lleva la eliminación de lo externo y discordante hasta un punto que no podemos admirar sin reservas. A los diez años, su biógrafo dice que:

«Tuvo la inspiración de consagrar su propia virginidad a la Madre de Dios —éste era, de todos los posibles, el presente más agradable para ella. Entonces, sin dilación y con todo el fervor del que era capaz, con el corazón contento y ardiendo de amor, hizo su promesa de castidad perpetua. María aceptó la ofrenda de su inocente corazón y obtuvo de Dios, para él y como gracia singular, la extraordinaria recompensa de que nunca, durante toda su vida, tuviera la más mínima tentación contra la virtud de la pureza. Éste era un favor completamente excepcional, concedido raramente incluso a los mismos santos, y es todavía más maravilloso porque Luis vivió siempre en la corte y en medio de gente importante, donde el peligro y la ocasión son tan inusualmente frecuentes. Es cierto que Luis mostró desde su primera infancia una repugnancia natural por todo aquello que pudiese ser impuro o no virginal, e incluso hacia cualquier tipo de relación entre personas del sexo opuesto. Pero esto todavía hacía más sorprendente que encontrara necesario, especialmente a partir de su promesa, recurrir a un número tan grande de recursos para proteger, incluso de la sombra de peligro, la virginidad que había consagrado, se podría suponer que si alguien podía haberse contentado con las precauciones ordinarias, prescritas para todos los cristianos, esa persona debería haber sido él. Pero ¡no!, fue más lejos que la mayoría de los santos tanto en el uso de cautelas y medios de defensa, huyendo de las ocasiones más insignificantes de peligro, como también en la mortificación de su propia carne. Él, que por una protección extraordinaria de la gracia de Dios nunca era tentado, medía todos sus movimientos como si a cada paso estuviese amenazado por peligros extraordinarios. Desde entonces nunca levantó los ojos, ni cuando caminaba por las calles ni cuando estaba en sociedad. No sólo evitaba, mucho más escrupulosamente que antes, todo trato con mujeres, sino que renunció a toda conversación y cualquier tipo de pasatiempo social, a pesar de que su padre intentó hacer que participara, y comenzó demasiado pronto a ofrecer su inocente cuerpo a austeridades de toda clase»[211].

Leemos que cuando contaba doce años, este joven, si por casualidad su madre enviaba una de sus damas de honor con un mensaje para él, nunca la dejaba entrar, sino que la escuchaba con la puerta entreabierta y la despedía inmediatamente. No le gustaba estar solo con su propia madre, ni en la mesa ni en la conversación, y cuando el resto de la gente se retiraba también buscaba un pretexto para retirarse…

«A algunas importantes señoras, parientes suyas, no las quería ni siquiera conocer de vista, e hizo una especie de trato con su padre por el que accedía a cumplir rápidamente y de buena gana todos sus deseos si le eximía de todas las visitas a señoras». (ídem., p. 71).

Cuando tenía diecisiete años, Luis ingresó en la orden de los jesuitas[212], contra los ruegos apasionados de su padre, ya que era heredero de una casa principesca. Cuando al cabo de un año su padre murió, tomó la pérdida como una «atención particular» de Dios hacia él, y escribió cartas de ampulosos buenos consejos a su afligida madre, como si fuesen de un superior espiritual. Bien pronto llegó a ser tan buen religioso que cuando alguien le preguntaba el número de hermanos y hermanas que tenía, había de pensar y contarlos antes de contestar. Un padre le preguntó un día si se afligía al pensar en su familia, y la única respuesta que recibió fue «nunca pienso en ellos excepto cuando ruego por ellos». Nunca se le vio con una flor o algo perfumado en la mano que pudiera complacerle; por el contrario, en el hospital buscaba aquello que fuese más desagradable y arrebatada ávidamente de las manos de sus compañeros las vendas de las úlceras. Evitaba la conversación mundana y trataba inmediatamente de elevarla hacia temas piadosos; de lo contrario, permanecía en silencio. Le pidieron un día que trajera un libro de la silla del rector en el refectorio y tuvo que preguntar dónde se sentaba el rector, ya que durante tres meses que había pasado comiendo allí, había bajado sus ojos de tal manera que no se había dado cuenta del lugar. Un día, durante el recreo, se acusó de haber cometido un gran pecado contra la modestia por haber mirado a un compañero por casualidad. Cultivaba el silencio para preservarse de los pecados de la lengua, y su penitencia más grande era el límite que sus superiores habían puesto a sus penitencias corporales. Suspiraba por las falsas acusaciones y las reprimendas injustas como ocasiones de humildad. Su obediencia era tal que cuando un compañero de celda que no tenía más papel le pidió una hoja, se sintió imposibilitado de darla sin obtener primero el permiso del superior, quien, en calidad de tal, estaba en el lugar de Dios y transmitía sus órdenes.

No puedo encontrar otro género de frutos que estos en la santidad de Luis. Murió en el año 1591, a los veintinueve años y en la Iglesia es conocido como patrón de la juventud. El día de su fiesta, el altar de una capilla dedicada a su recuerdo en una iglesia de Roma «se llena de flores arregladas con un gusto exquisito, y a su pie puede verse un montón de cartas que hombres y mujeres jóvenes escriben al santo y las dirigen al “Paraíso”. Se supone que son quemadas sin leerse, excepto por san Luigi, que debe encontrar peticiones muy curiosas en estas bonitas misivas bien atadas con cintas verdes, que expresan esperanza, o bien rojas, emblemas del amor, etc»[213].

Nuestro juicio definitivo del valor de una vida semejante dependerá en gran parte de nuestra concepción de Dios y del tipo de conducta de sus criaturas que le complace más. El catolicismo del siglo XVI no tenía demasiado en cuenta la justicia social y, en ese caso, dejar el mundo al demonio, siempre que uno salvara su propia alma, no era un proyecto desacreditado. Hoy en día, con o sin razón, la utilidad para los asuntos humanos generales, como consecuencia de una de aquellas mutaciones seculares en el sentimiento moral de las que he hablado, es considerada como un elemento esencial de valor en el carácter individual, y ser de uso público o privado también es evaluado como una especie de servicio divino. Otros jesuitas eminentes, especialmente aquellos que eran misioneros, los Javieres, Brébeufs, Jogues, eran espíritus objetivos y a su manera luchaban por el bien del mundo, por lo tanto sus vidas nos inspiran aún hoy. Pero cuando el intelecto, como en san Luis, no es más grande que la cabeza de un alfiler, y propicia ideas sobre Dios de una insignificancia similar, el resultado a pesar del heroísmo desplegado es totalmente repulsivo. La pureza, lo vemos en el modelo ejemplar, no es la cosa necesaria, y es mejor que una vida adquiera numerosas manchas que falsear la utilidad de sus esfuerzos por mantenerse inmaculado.

Siguiendo adelante en la investigación de la extravagancia religiosa, llegamos a los excesos de ternura y de caridad. Aquí la santidad tiene que encararse con la acusación de proteger a los incapaces y de alimentar parásitos y mendigos. «No resistas al mal», «Ama a tu enemigo», éstas son las máximas de las que los hombres de este mundo encuentran difícil hablar sin impacientarse. ¿Tienen razón los hombres del mundo o son los santos quienes poseen la verdad más profunda?

No cabe ninguna respuesta simple. Aquí se percibe la complejidad de la vida moral y el misterio del camino en el que los hechos y los ideales aparecen entretejidos.

La conducta perfecta consiste en una relación entre tres términos: el actor, los objetos por los cuales actúa y los receptores de la acción. Para que la conducta sea abstractamente perfecta, los tres términos, intención, ejecución y recepción han de adecuarse mutuamente. La mejor intención fallará si utiliza medios falsos o se dirige al receptor equivocado. Así, pues, ningún crítico o evaluación de la conducta puede limitarse sólo al designio del actor separado de los restantes elementos de la representación. Como no hay peor mentira que una verdad mal entendida por aquellos que la escuchan, los argumentos razonables, los desafíos a la magnanimidad y las apelaciones a la simpatía o a la justicia, son pura locura cuando estamos tratando con cuervos y boas constrictoras humanas. El santo puede, por mera confianza, dejar simplemente el universo en manos del enemigo. Pero la pasividad puede comprometer asimismo su propia supervivencia.

Herbert Spencer nos dice que la conducta del hombre perfecto sólo se mostrará perfecta cuando el ambiente sea perfecto; no se adapta adecuadamente a un ambiente inferior. Podemos parafrasear lo dicho admitiendo cordialmente que la conducta santa sería la conducta más perfecta que se puede concebir en un medio donde todos ya fuesen santos, pero añadiendo que en un ambiente donde hay pocos santos y una gran mayoría que son el reverso exacto de un santo, estará mal adaptada. Francamente hemos de confesar, en consecuencia, poniendo en juego nuestro sentido común empírico y los prejuicios prácticos ordinarios, que en el mundo actual las virtudes de simpatía, caridad y pasividad pueden ser, y con frecuencia lo han sido, exhibidas en exceso. Los poderes de las tinieblas las han aventajado sistemáticamente. Toda la organización científica moderna de la caridad es una consecuencia sencilla del fracaso de dar limosna. Toda la historia del gobierno constitucional es un apéndice sobre la excelencia de resistir al mal y cuando una mejilla es golpeada devolver el golpe y no poner también la otra mejilla.

En general estaréis de acuerdo en esto, ya que a pesar del Evangelio, a pesar del cuaquerismo, a pesar de Tolstoi, aceptáis combatir el fuego con el fuego, matar a los usurpadores, encerrar a los ladrones y eliminar a vagabundos y estafadores.

Sin embargo, vosotros estáis seguros, al igual que yo lo estoy, de que si limitásemos el mundo a los métodos de corazón duro y mano dura exclusivamente, si no hubiese alguien dispuesto a ayudar primero a un hermano y preguntarse después si valía la pena, si no hubiese nadie deseoso de olvidar las equivocaciones privadas por piedad hacia la persona equivocada, nadie dispuesto a ser estafado muchas veces antes que a vivir desconfiado, nadie contento de tratar a los demás apasionada e impulsivamente en lugar de hacerlo según las normas generales y con prudencia, el mundo sería un lugar infinitamente peor para vivir de lo que es ahora. La suave gracia del día que todavía ha de nacer, y no la del día que muere, que con la regla de oro ha llegado a ser natural, quedaría desconectada de la perspectiva de nuestra imaginación.

Los santos pueden, con sus extravagancias de bondad humana, ser proféticos. Mejor dicho, numerosas veces han demostrado ser proféticos. Al tratar como dignos a aquellos que conocieron, a pesar del pasado y las apariencia, los han estimulado a ser dignos, los han transformado milagrosamente con su ejemplo radiante y por el reto de su esperanza.

Desde este punto de vista hemos de admitir que la caridad humana que encontramos en todos los santos, y el exceso de la misma en algunos de ellos, es una fuerza social genuinamente creativa que tiende a hacer real un grado de virtud que sólo ella está preparada para asumir en calidad de posible. Los santos son autores, auctores, promotores de bondad. Las potencialidades de desarrollo de las almas humanas son insondables: muchos que parecían irreparablemente endurecidos han sido, de hecho, suavizados, convertidos, regenerados de forma que sorprendía más a los propios sujetos que a los espectadores del milagro, así que nunca podemos estar seguros previamente de que la salvación de un hombre por el amor es imposible. No tenemos derecho a hablar de cuervos y chacales humanos como seres resueltamente incurables. No conocemos las complejidades de la personalidad, los focos emocionales latentes, las distintas facetas del poder del carácter, los recursos de la región subliminal. Hace mucho tiempo, san Pablo hizo que nuestros antepasados se familiarizaran con la idea de que cada alma es virtualmente sagrada. Desde que Cristo murió por todos nosotros sin excepción, san Pablo sostuvo que no debemos desesperar de la salvación de nadie. Esta creencia en lo sagrado esencial de cada uno se expresa hoy en todo tipo de costumbres humanas y de instituciones reformadoras, y en una creciente aversión hacia la pena de muerte y la brutalidad en el castigo. Los santos, con su extravagancia de ternura humana, son los grandes portadores de la antorcha de esta creencia, el extremo de la lanza, los iluminadores de la oscuridad. Como las gotas que centellean al sol cuando son proyectadas por delante de la cresta de la ola o de una corriente, ellos nos muestran el camino y son los predecesores. El mundo todavía no está con ellos, por eso con frecuencia parecen insensatos en medio de los asuntos del mundo. Sin embargo, impregnan el mundo, vivifican y animan unas potencialidades de bondad que sin ellos dormirían para siempre. No es posible que seamos tan viles como lo somos normalmente una vez que han pasado ante nosotros. Un fuego enciende otro; sin esta confianza desmedida en la validez humana que muestran, el resto de nosotros permaneceríamos estancados espiritualmente.

El santo, considerado momentáneamente, puede malgastar su ternura y ser la víctima y el engañado de su fiebre caritativa, pero la función general de su caridad en la evolución social es vital y esencial. Si las cosas han de ir hacia arriba alguna vez, alguien ha de estar dispuesto a dar el primer paso y asumir el riesgo. Nadie que no esté dispuesto a intentar ser caritativo, a intentar la pasividad, como el santo siempre lo está, podrá juzgar si esos métodos tendrán o no buenos resultados. Cuando tienen éxito, éste es mucho más rotundo que el de la fuerza o prudencia mundanas. La fuerza destruye a los enemigos, y lo mejor que puede decirse de la prudencia es que salvaguarda lo que ya tenemos seguro. Pero la pasividad, cuando alcanza éxito, convierte a los enemigos en amigos y la caridad regenera a sus objetos. Estos métodos santos son, como ya he dicho, energías creativas, y los santos genuinos ostentan, en la excitación elevada que su fe les proporciona, una autoridad y sensibilidad que los hace imperturbables en situaciones que hombres de naturaleza más superficial no podrían resistir en absoluto sin utilizar la prudencia humana. Esta prueba práctica de que la sabiduría humana puede ser trascendida sin peligro, es el regalo mágico del santo a la humanidad[214]. Su visión de un mundo mejor no Sólo nos consuela de la esterilidad y la prosa que generalmente predominan, sino que incluso cuando hemos de confesar que es un inadaptado, consigue algunos incondicionales y el ambiente mejora por su ministerio. Es un fermento eficaz de la bondad, un lento transmutador de las cosas terrenas en un orden más celestial.

En este sentido los sueños utópicos de justicia social que abrigan muchos socialistas y anarquistas contemporáneos son, a pesar de su impracticabilidad y su inadaptación práctica a las condiciones actuales del medio, análogos a la creencia del santo en la existencia de un reino celestial. Ayudan a romper el límite del predominio de la violencia y son el fermento de un orden mejor.

El siguiente tema, según el orden establecido, es el ascetismo que, supongo, estaréis todos dispuestos a considerar sin discusión como una virtud que tiende asimismo a la extravagancia y el exceso. El optimismo y el refinamiento de la imaginación moderna, como ya he dicho en algún otro lugar, han transformado la actitud de la Iglesia hacia la mortificación corporal y, hoy en día, un beato Suso o un san Pedro de Alcántara[215], se nos presentan más bien como trágicos saltimbanquis que como hombres sensatos que nos inspiren respeto. Si las disposiciones internas son correctas, nos preguntamos ¿qué necesidad hay de todo este tormento, de semejante violación de la naturaleza externa? Concede demasiada importancia a la naturaleza exterior. Cualquiera que esté genuinamente emancipado de la carne, mirará los placeres y los dolores, la abundancia y la privación como igualmente irrelevantes e indiferentes. Puede emprender acciones y experimentar placeres sin tener miedo de la corrupción o la esclavitud. Como dice el Bhagavad-Gita, sólo necesitan renunciar a las acciones mundanas quienes están internamente ligados a ellas. Si uno está genuinamente desligado de los resultados de la acción, puede mezclarse con el mundo con ecuanimidad. En una conferencia anterior cité la antinomia de san Agustín: «Si amáis bastante a Dios, podéis seguir sin peligro todas vuestras inclinaciones». «No necesita prácticas devotas quien se conmueve hasta llorar con la simple mención del nombre de Hari»[216], dice una de las máximas de Rama-Krishna. Y Buda, al señalar a sus discípulos lo que llamaba el «camino de en medio», les dijo que se abstuviesen de los extremos, ya que la mortificación excesiva es tan irreal e indigna como el simple deseo y el placer. La única vía perfecta, dijo, es la de la sabiduría interior que hace que una cosa nos sea tan indiferente como otra, y nos conduce al reposo, a la paz y al Nirvana[217].

En consecuencia, encontramos que los santos ascéticos, según van envejeciendo, y los directores de conciencia más experimentados, han mostrado una tendencia clara a insistir menos en las mortificaciones particulares del cuerpo. Los maestros espirituales católicos siempre han profesado la norma que, ya que la salud debe ser esencial para la eficacia en el servicio de Dios, no se ha de sacrificar a la mortificación. El optimismo y la mentalidad sana de los círculos protestantes hacen que en la actualidad nos repugne la mortificación por amor a la mortificación. Ya no podemos seguir simpatizando con deidades crueles, y la noción de que Dios se deleita en el espectáculo de los sufrimientos autoinflingidos en su honor es abominable. Como consecuencia de todos estos argumentos, probablemente estaréis dispuestos, a menos que pueda mostrarse alguna utilidad especial en la disciplina específica de algún individuo, a tratar la tendencia general al ascetismo como patológica.

No obstante, creo que una consideración más cuidadosa de toda la cuestión, distinguiendo entre la buena intención general del ascetismo y la inutilidad de algunos de los actos particulares de los que pueda ser culpable, habría de rehabilitarlo ante nuestra consideración. El ascetismo, en su significado espiritual, representa nada menos que la esencia de la filosofía de un renacimiento. Simboliza, bastante defectuosamente, sin duda, pero con sinceridad, la creencia de que existe un elemento de injusticia real en este mundo que no ha de ser ignorado ni eludido, sino afrontado directamente y superado apelando a los recursos heroicos del alma, que se ha de neutralizar y limpiar por el sufrimiento. Como contraposición a este punto de vista, la forma ultraoptimista de la filosofía anterior sostiene que hemos de tratar el mal mediante el recurso de ignorarlo. Dejad que un hombre que por su salud y unas circunstancias afortunadas escapa de la experiencia en su propia persona de una considerable cantidad de mal, cierre también sus ojos al mal que existe en el universo fuera de su experiencia privada y se liberará de todo el mal completamente y podrá navegar felizmente por la vida. Pero vimos en otras conferencias sobre la melancolía cuán precario es necesariamente este intento. Por otra parte, sólo vale para el individuo y deja al propio mal fuera de él, irredento y desmantelado en su propia filosofía.

Un intento de este género no puede constituir una solución general del problema. Para las mentes de matiz pesimista, que sienten la vida como un misterio trágico, este optimismo es un simple dispositivo de evasión vil. Acepta, en lugar de una liberación real, lo que meramente es un accidente personal afortunado, una grieta por la que escapar. Deja el mundo desamparado y en las garras de Satán. La liberación auténtica, según insiste la gente renacida, ha de ser de aplicación universal. El dolor, los errores y la muerte se han de afrontar con justicia y se han de superar por un estímulo superior, de otro modo su aguijón permanece esencialmente entero. Si alguien alguna vez ha percibido claramente en su mente el hecho de la presencia de la muerte trágica en la historia de este mundo —congelación, muerte por ahogo, enterramiento en vivo, devorado por bestias salvajes, en manos de criminales y las enfermedades más espantosas—, me parece que con dificultad pueda continuar su propia vida de prosperidad mundana sin sospechar que mientras tanto quizá no esté realmente dentro del juego, puesto que le falta la gran iniciación.

Pues bien, eso es exactamente lo que sostiene el ascetismo y toma la iniciación voluntariamente. La vida no es ni una farsa ni una comedia elegante, afirma, sino algo que hemos de contemplar con vestidos de luto, esperando que su sabor amargo nos purgará de nuestra locura. La insensatez y el heroísmo son partes de ella tan enraizadas que la mentalidad sana, pura y simple, con su optimismo sentimental, difícilmente puede ser contemplada por ningún hombre sensato como una solución seria. Las frases de consuelo elegantes y reconfortantes nunca pueden ser una respuesta al enigma de la esfinge.

En estas observaciones me baso sencillamente en el común instinto de realidad de la humanidad que de hecho siempre ha mantenido que el mundo es esencialmente un teatro para el heroísmo. En el heroísmo percibimos que se oculta el supremo misterio de la vida. No toleramos a nadie que no tenga capacidad para el heroísmo en algún aspecto. Por otra parte, no nos importan las debilidades de un hombre si está deseoso de arriesgarse hasta la muerte y aún más, si la padece heroicamente en la causa que ha elegido; este hecho lo consagrará para siempre. Aunque sea inferior a nosotros en este o en otro aspecto, cuando nosotros, sin embargo, nos aferramos a la vida y él puede «lanzarla como una flor», como si no le importase nada, lo consideramos nuestro superior en el más profundo sentido. Cada uno de nosotros siente personalmente que la indiferencia magnánima hacía la vida expiaría todos sus defectos.

El misterio metafísico, reconocido de esta suerte por el sentido común, por el cual quien se alimenta de la muerte que se nutre a su vez de los hombres posee la vida de manera eminente y conoce mejor los requerimientos secretos del universo, constituye la verdad justa de la que el ascetismo ha sido propiamente el campeón. La locura de la cruz, tan inexplicable para el intelecto, tiene su significado vital indestructible.

Representativa y simbólicamente, por lo tanto, y aparte de los caprichos por los que inteligencias poco instruidas de épocas anteriores lo pueden haber dejado divagar, creo que se ha de reconocer que el ascetismo va ligado con la manera más profunda de tratar el regalo de la existencia. El optimismo naturalista, en comparación, es mera palabrería, adulación y lisonja. Por consiguiente, el recurso a la línea práctica de conducta para nosotros, hombres religiosos, me parece que no debería ser simplemente dar la espalda al impulso ascético, tal como hacemos la mayoría, sino más bien estribaría en descubrirle alguna salida cuyos resultados, en forma de privación y dureza, fuesen objetivamente útiles. El ascetismo monástico de antes se ocupaba de futilidades patéticas o terminaba en el simple egoísmo del individuo aumentando su propia perfección[218]. Sin embargo, ¿no nos es posible descartar la mayoría de estas formas antiguas de mortificación y encontrar canales más sensatos para el heroísmo que las inspiraba?

Por ejemplo, el culto del lujo material y de la riqueza, que constituye una porción tan amplia del «espíritu» de nuestra época, ¿no es en definitiva algo afeminado y poco viril? La manera exclusivamente despreocupada y evasiva de educar a la mayoría de los niños de hoy —tan diferente de la educación de hace cien años, especialmente en círculos evangélicos—, ¿no corre el peligro, pese a sus numerosos avances, de desarrollar una cierta inutilidad de carácter? ¿No emergen por aquí algunos puntos de aplicación para una disciplina ascética renovada y corregida?

Muchos de vosotros reconoceréis estos peligros, pero señalaríais el deporte, el militarismo y la empresa, la aventura individual y nacional como remedios. Estos ideales contemporáneos son estimulantes por la energía con que estimulan los modelos heroicos de vida, como la religión contemporánea es notable por la manera en que los anula[219]. Es seguro que la guerra y la aventura exigen de quienes las emprenden el considerarse a sí mismos demasiado débilmente. Demandan unos esfuerzos tan increíbles, de intensidad tan exacerbada, tanto en grado como en duración, que se altera toda la escala de motivaciones. La incomodidad, las molestias, el hambre, la humedad, el frío, la miseria y la suciedad dejan de tener cualquier tipo de capacidad disuasoria. La muerte se convierte en un tema vulgar y su poder cotidiano de frenar nuestra acción se desvanece. Con la anulación de estas inhibiciones comunes se liberan esferas de nueva energía y la vida parece proyectarse sobre un plano de poder más elevado.

La belleza de la guerra en este sentido estriba en el hecho que sea tan congruente con la naturaleza humana. La evolución ancestral nos ha hecho guerreros potenciales, de manera que el individuo más insignificante cuando es lanzado al campo de batalla pierde gradualmente el exceso de delicadeza hacia su valiosa persona que puede llevar a convertirle fácilmente en un monstruo de insensibilidad.

Pero cuando comparamos el tipo militar de autoseveridad con el del santo ascético, contrastamos una inmensa diferencia en todas sus concomitancias espirituales.

Un oficial austriaco lúcido escribe: «“Vive y deja vivir” no es una divisa para un ejército. Lo que una guerra exige de cada uno es menosprecio por los compañeros, por las tropas del enemigo y, sobre todo, un menosprecio intenso por la propia persona. Para un ejército es mucho mejor ser demasiado salvaje, demasiado cruel y demasiado bárbaro que poseer excesivo sentimentalismo y sensibilidad humana. Si un soldado ha de ser bueno para algo en tanto que soldado, ha de ser exactamente lo opuesto de un hombre razonable y reflexivo. La medida de su bondad es su posible utilidad en la guerra. La guerra, e incluso la paz, requiere del soldado unos modelos de moralidad absolutamente peculiares. El recluta tiene unas nociones morales comunes de las que ha de intentar liberarse inmediatamente. Para él la victoria y el éxito han de serlo todo. Las tendencias más salvajes del hombre resucitan en la guerra, y son inconmensurablemente valiosas para utilizarlas en la guerra»[220].

Estas palabras son, por supuesto, literalmente ciertas. El propósito inmediato de la vida del soldado es, como dijo Moltke, la destrucción y nada más que la destrucción, y sean cuales sean las «construcciones» que pueda producir la guerra, son remotas y no militares. Consecuentemente, el soldado debe ejercitarse en ser insensible hacia esas simpatías y respetos usuales, ya sea hacia las personas o las cosas, que contribuyen a la conservación. Sin embargo, persiste el hecho de que la guerra es una escuela de la vida esforzada y del heroísmo, y al estar en la línea del instinto primigenio, es la única escuela que de momento es universalmente asequible. Pero cuando nos preguntamos seriamente si esta organización a gran escala de la irracionalidad y del crimen sería nuestro único parapeto contra el afeminamiento, nos horrorizamos sólo de pensarlo y reflexionamos con mayor indulgencia sobre la religión ascética. Se oye hablar del equivalente mecánico del calor. Lo que hemos de descubrir ahora en el reino social es el equivalente moral de la guerra, algo heroico que hable a los hombres tan universalmente como lo hace la guerra y que, al mismo tiempo, sea tan compatible con su yo espiritual como la guerra es de incompatible. Frecuentemente he pensado que en el antiguo culto de la pobreza monástica, a pesar de la pedantería que lo teñía, debía haber alguna cosa parecida a este equivalente moral a la guerra que buscamos. ¿No podría ser que la pobreza aceptada voluntariamente fuese la «vida esforzada», sin necesidad de aplastar a la gente más débil?

En realidad, la pobreza es la vida esforzada —sin fanfarrias ni uniformes ni aplausos populares histéricos, ni mentiras ni circunloquios. Cuando se ve de qué forma el deseo de riqueza penetra como ideal hasta la médula de nuestra generación, uno se pregunta si un renacimiento de la creencia de que la pobreza es una vocación religiosa que vale la pena no implicaría «la transformación del valor militar» y la reforma espiritual que nuestro tiempo está necesitando más.

Entre los pueblos de habla inglesa, especialmente, vuelve a ser necesario que se entonen con valentía alabanzas de la pobreza. Hemos crecido literalmente temiendo ser pobres. Menospreciamos a cualquiera que elige la pobreza para simplificar y preservar su vida interior. Si una persona no se une a la lucha y al anhelo general por hacer dinero, la consideramos sin espíritu y sin ambición. Incluso hemos perdido el poder de imaginar lo que la antigua idealización de la pobreza podía haber significado: la liberación de las ataduras materiales, el alma insobornable, la indiferencia viril hacia el mundo; resolver las propias necesidades por lo que se es o se hace y no por lo que se posee, el derecho a desaprovechar la vida irresponsablemente en cualquier momento, una disposición más deportiva, en resumen, la forma moral de lucha. Cuando los que pertenecemos a las llamadas clases superiores quedamos horrorizados, como ningún hombre en la historia lo ha estado, de la dureza y fealdad material, cuando aplazamos el matrimonio hasta que la casa pueda estar bien decorada y temblamos con el solo pensamiento de tener un hijo sin poseer una cuenta saludable en el banco, es el momento para que los pensadores protesten contra un estado de opinión tan poco humano e irreligioso.

Cierto es que mientras la riqueza proporcione ocasión para fines ideales y ejercicio a las energías ideales, la riqueza es mejor que la pobreza y debería ser preferida. Pero ésta tan sólo consigue esos resultados en una porción limitada de casos reales; en los otros, el deseo de ganar riquezas y el miedo a perderlas son los factores más resueltos de la cobardía y los propagadores de la corrupción. Hay miles de coyunturas en las cuales un hombre rico debe ser un esclavo, mientras que un hombre para quien la pobreza no representa horrores llega a ser un hombre libre. Pensad en la fuerza que nos daría la indiferencia personal hacia la pobreza si nos dedicásemos a causas poco populares. Ya no necesitamos callar ni hemos de temer votar el programa revolucionario o reformador. Nuestro capital podría disminuir, nuestras esperanzas de promoción desaparecer, los salarios menguar, las puertas de nuestro club podrían cerrarse en nuestra cara; sin embargo, mientras viviéramos, podríamos ser el testimonio imperturbable del espíritu y nuestro ejemplo ayudaría a liberar a nuestra generación. La causa necesitaría unos fondos, pero nosotros, sus siervos, seríamos potentes en la proporción en que personalmente estuviéramos satisfechos con nuestra pobreza.

Recomiendo que meditéis seriamente sobre este tema, ya que es seguro que el temor a la pobreza que prevalece en las clases cultas es la enfermedad moral más grave que padece nuestra civilización.

Ya he dicho todo lo que con provecho puede decirse de los diversos frutos de la religión tal como se manifiestan en las vidas santas; por consiguiente, haré un breve repaso y pasaré a las conclusiones generales.

Nuestra cuestión inicial, recordaréis, se refiere a si la religión es confirmada por sus resultados tal como éstos se manifiestan en la santidad. Los atributos singulares de la santidad pueden ser, es cierto, cualidades temperamentales que se encuentren en individuos no religiosos. Pero todos en conjunto forman una combinación que, como tal, es religiosa, ya que parece surgir del sentido de lo divino y de su centro psicológico. Aquel que posee este sentido de forma poderosa llega a pensar de manera natural que los detalles más pequeños de este mundo obtienen un significado infinito a través de su relación con un orden divino invisible. El pensamiento de este orden específico le produce una superior denominación de felicidad y una firmeza de alma incomparable. Su utilidad en las relaciones sociales es ejemplar, tiende a la solidaridad. Su ayuda es tanto interior como exterior, ya que su simpatía llega a las almas, a los cuerpos y a las insospechadas facultades menos bondadosas que anidan allí dentro. En lugar de situar la felicidad allí donde los hombres comunes la ponen, en la comodidad, en un tipo más elevado de estímulo interno, las incomodidades se convierten en fuentes de alegría y se elimina la tristeza. No vuelve la espalda a ningún tipo de deber, aunque sea ingrato, y cuando necesitamos ayuda podemos contar con que el santo nos echará una mano con mayor seguridad de lo que podemos esperar de cualquier otra persona. Finalmente, su mentalidad humilde y sus tendencias ascéticas le protegen de las egoístas pretensiones personales que obstruyen tan seriamente nuestras relaciones sociales ordinarias, y su pureza nos proporciona un hombre ideal por compañero. La felicidad, la pureza, la caridad, la paciencia, la autoseveridad son virtudes espléndidas y el santo, de entre todos los hombres, las muestra en la medida más acabada posible.

Pero ya vimos que todas estas cosas en su conjunto no hacen infalibles a los santos. Cuando su visión intelectual es estrecha caen en todo tipo de santos excesos, en el fanatismo o absorción teopática, mortificaciones desorbitadas, puritanismo, escrupulosidad, beatería o en una inhabilidad morbosa para encarar el mundo. Por la intensidad de su fidelidad a los ideales insignificantes con que un intelecto menguado puede inspirarles, un santo puede resultar todavía más incómodo y condenable que un hombre vulgar y superficial que se encontrara en la misma situación, No lo hemos de juzgar sólo sentimentalmente, ni tampoco aislado, sino usando nuestros modelos intelectuales, situándolo en su ambiente y valorando su función total.

En lo que respecta a los modelos intelectuales, hemos de tener en cuenta que es injusto que siempre que encontremos estrechez mental la imputemos como un vicio al individuo, ya que en temas religiosos y teológicos probablemente absorbe su estrechez de su época. Además, no hemos de confundir las pasiones esenciales de la santidad, que son aquellas pasiones generales de las que he hablado, con sus accidentes, que son las determinaciones particulares de estas pasiones en cualquier momento histórico. En estas determinaciones los santos serán normalmente leales a los ídolos temporales de la institución. En la Edad Media encerrarse en un monasterio era tanto un fetiche como en la actualidad puede serlo colaborar en la actividad social. San Francisco o san Bernardo, si viviesen hoy, llevarían indudablemente unas vidas consagradas, pero con igual probabilidad no las vivirían retirados. Nuestra animosidad hacia sus manifestaciones históricas no debe conducirnos a dejar las pulsiones de santidad, en su naturaleza esencial, a merced de los críticos hostiles.

El crítico más declarado de los impulsos de santidad que conozco es Nietzsche. Las compara con las pasiones humanas tal como las encontramos encarnadas en el carácter depredador militar, con total ventaja para estas últimas. El santo, hay que reconocerlo, con frecuencia tiene alguna cosa que hace que un hombre normal se irrite, de manera que será provechoso considerar la comparación con mayor profundidad.

La antipatía hacia la santidad parece ser un resultado negativo del instinto biológicamente útil de acoger positivamente el liderazgo y glorificar al jefe de la tribu. El jefe es el tirano potencial, cuando no el real; el hombre autoritario, dominador, el hombre de presa. Confesamos nuestra inferioridad y nos humillamos ante él. Nos acobardamos bajo su mirada y al mismo tiempo nos sentimos orgullosos de tener un señor tan peligroso. Este culto instintivo y sumiso al héroe debe haber sido indispensable en la vida tribal primitiva. En las guerras interminables de aquellos tiempos, los líderes eran indispensables para la supervivencia de la tribu. Si hubo tribus sin líderes no han podido dejar constancia alguna de su destino. Los líderes siempre tenían buena conciencia, ya que la conciencia en ellos se funde con la voluntad, y quienes les miraban a la cara se conmovían tanto por la maravilla de su ausencia de escrúpulos internos como por el temor ante la energía de sus acciones externas.

Comparados con estos dominadores del mundo de pico y garras, los santos son animales herbívoros, mansos, inofensivos, aves de corral. Son santos a quienes puedes mesar las barbas, siempre que quieras, con total impunidad. Un hombre así no provoca temblores de admiración velados por el temor; su conciencia está llena de escrúpulos y circunloquios; no nos desconcierta ni por su libertad interior ni por su poder externo, y a menos que encontrase en nosotros una facultad de admiración totalmente diferente a la que apelar, lo desdeñaríamos con menosprecio.

De hecho, ya apela a una facultad diferente. La fábula del viento, el sol y el viajero está representada en la naturaleza humana. Los sexos encarnan la discrepancia. La mujer ama más al hombre cuanto más violento se muestra, y el mundo deifica a sus gobernantes cuando son obstinados e inescrutables. Pero al mismo tiempo, la mujer subyuga al hombre por el misterio de su belleza, y el santo siempre ha maravillado al mundo por algo similar. La humanidad es susceptible y sugestionable en direcciones opuestas y la rivalidad de las influencias no duerme. El ideal santo y el mundano prosiguen su enemistad tanto en la literatura como en la vida real.

Para Nietzsche el santo representa poca cosa más que vileza y esclavitud. Es el inválido sofisticado, el degenerado par excellence, el hombre de vitalidad insuficiente. Su preponderancia pondría al género humano en peligro.

«Los enfermos son el peligro más grande para los sanos. Los más débiles, no los más fuertes, son la perdición del fuerte. No habríamos de desear que disminuyese el miedo de nuestros hermanos, porque el temor eleva a aquellos que son fuertes para llegar a ser, ellos mismos, terribles, y preserva el tipo de humanidad del éxito y la competencia. Lo que hemos de temer más que ninguna otra suerte funesta no es el temor, sino más bien la aversión y la piedad grande —aversión y piedad hacia los otros humanos… los morbosos son nuestro peligro más grande, y no los hombres “malos” ni los seres predadores. Aquellos que han nacido equivocados, los mal encaminados, los desesperados; ellos, los más débiles, que van minando la vitalidad de la raza, envenenando nuestra confianza en la vida y cuestionando la humanidad entera. Cada mirada suya es una queja. ¡Si fuera otro! Estoy enfermo y cansado de lo que soy. En este terreno pantanoso de autocompasión florecen todas las hierbas venenosas, y todas tan pequeñas, tan secretas, tan deshonestas y tan dulcemente podridas. Aquí abundan los gusanos de la sensibilidad y el resentimiento, aquí el aire huele abominablemente por el sigilo, por lo que no ha de saberse; aquí se teje la red inacabable de las conspiraciones, la conspiración de aquellos que sufren contra aquellos que tienen éxito y son victoriosos, aquí se odia el aspecto de los victoriosos como si la salud, la fuerza, el orgullo y el sentido de poder fuesen cosas viciosas en sí mismas, por las que hubiera que padecer una expiación amarga. ¡Oh, cómo le gustaría a esta gente infligir por sí mismos la expiación, qué sed tienen de ser los verdugos!, y al propio tiempo su duplicidad nunca confiesa su odio a ser odiados»[221].

La antipatía del pobre Nietzsche es ciertamente enfermiza, pero todos sabemos lo que quiere decir y expresa bien el choque entre los dos ideales. Los «hombres fuertes» de mentalidad devoradora, los adultos machos y caníbales, sólo alcanzan a ver la podredumbre, la morbosidad en la bondad y el ascetismo del santo, y lo miran con no disimulada aversión. Toda la enemistad gira esencialmente sobre dos ejes: ¿Cuál será nuestra esfera de adaptación más importante, el mundo que percibimos o el no visible?, y nuestro medio de adaptación en este mundo que percibimos ¿ha de ser la agresividad o la pasividad?

El debate es serio. En algún sentido y hasta cierto punto ambos mundos deben ser conocidos y tenidos en cuenta, y en el mundo que percibimos tanto la pasividad como la agresividad son necesarias. Es una cuestión de énfasis, de más o menos. El tipo ideal ¿es el santo o el hombre fuerte?

A menudo se ha pensado, y me parece que incluso hoy bastantes personas lo hacen, que sólo puede darse un tipo intrínsecamente ideal de carácter humano. Se piensa que un tipo determinado de hombre ha de ser el hombre resueltamente mejor, al margen de la utilidad de su función y aparte también de consideraciones económicas. El santo y el caballero o señor siempre han sido rivales, reivindicando esa idealidad absoluta, y ambos modelos estaban de alguna manera mezclados en el ideal de las órdenes religiosas militares. Según la filosofía empírica, de cualquier forma, todos los ideales son una cuestión de proporción. Seria absurdo, por ejemplo, pedir una definición del «caballo ideal» cuando sabemos que tirar de carros pesados, hacer carreras, llevar niños y transportar paquetes son diferenciaciones indispensables de la función equina. Podéis tomar lo que llamamos un animal completo como una exigencia, pero será inferior en algún aspecto particular a cualquier otro caballo de un tipo más especializado. No hemos de olvidar esto cuando al hablar de la santidad nos preguntamos si constituye un tipo ideal de «naturaleza humana»; conviene analizarlo mejor según sus relaciones económicas.

Me parece que el método que Spencer utiliza en Data of Ethics nos ayudará a perfilar nuestra opinión. La idealidad en la conducta es una cuestión de adaptación. Una sociedad en la que todos fuesen invariablemente agresivos se destruiría a sí misma por fricción interna, y en una sociedad en la que algunos son agresivos, si ha de existir algún tipo de orden, otros han de ser pasivos. Ésta es la constitución actual de la sociedad y hemos de agradecer a la mezcla muchas de nuestras ventajas. Pero los miembros agresivos de la sociedad siempre tienden a ser ladrones, arrogantes y estafadores; y nadie cree que un estado de cosas como el que vivimos ahora sea el paraíso. Mientras tanto es posible concebir una sociedad imaginaria en la que no quepa la agresividad sino sólo la simpatía y la justicia —cualquier pequeña comunidad de verdaderos amigos conduce a esta sociedad. Cuando consideramos abstractamente esta sociedad sería, a gran escala, el paraíso, ya que cada cosa buena se produciría sin ningún desgaste. El santo se adaptaría perfectamente a esa sociedad. Sus maneras pacíficas de súplica serían positivas para sus compañeros y no habría nadie que se aprovechase de su pasividad. Por lo tanto, el santo es abstractamente un tipo de hombre superior al de «hombre fuerte», porque se adapta a la sociedad más elevada concebible, sin depender para nada de si esta sociedad se concreta o no jamás. El hombre fuerte, por su nueva presencia, tendería inmediatamente a provocar que esta sociedad se deteriorase; llegaría a ser inferior en todo, excepto en un determinado tipo de entusiasmo combativo, agradable a los hombres del presente.

Pero si pasamos de la cuestión abstracta a la situación real vemos que el individuo santo puede adaptarse bien o mal según las circunstancias particulares. En resumen, pues, no hay nada absoluto en la santidad. Hemos de confesar que, tal como va el mundo, quien haga de sí mismo un santo convencido, lo hace por su cuenta y riesgo. Si no es suficientemente un hombre grande puede parecer todavía más insignificante y despreciable, en razón de su santidad, que si hubiese permanecido en el rasero de una persona corriente[222].

En consecuencia, la religión en el mundo occidental pocas veces ha sido tomada tan radicalmente que los devotos no pudiesen sazonarla con una pizca de temperamento mundano. Siempre ha tropezado con adeptos que podían seguir la mayoría de sus preceptos, pero que se paraban en seco cuando se trataba de la pasividad. El propio Cristo fue violento en alguna ocasión. Los Cromwell, los Stonewall Jackson, los Gordons, demuestran que los cristianos también pueden ser hombres fuertes.

¿Cómo se mide el éxito cuando se dan tantos ambientes distintos y tantas maneras de considerar la adaptación? No se puede medir de manera absoluta; el veredicto variará según el punto de vista que se adopte. Desde el punto de vista biológico, san Pablo fue un fracasado porque fue decapitado. Sin embargo, se adaptó magníficamente al medio social de la historia, y mientras el ejemplo de un santo sea fermento de la justicia en el mundo y lo estimule en la dirección de los hábitos de la santidad, constituye un éxito sin importar cuál pueda ser su mala fortuna inmediata. Los santos más grandes, los héroes espirituales que todos conocen, los Franciscos, Bernardos, Luteros, Loyolas, Weslevs, Chammings, Moodys, Gratrys Phillip Brooks, Agnes Jones, M. Hallahans y las Dora Pattison, son positivos desde el principio. Se muestran ellos mismos y, no cabe duda, todos perciben su fuerza y su envergadura. Su sentido del misterio de las cosas, su pasión, su bondad, irradia por encima de ellos y engrandece su contorno al tiempo que lo suaviza. Son como fotografías con una atmósfera y un fondo, y los hombres fuertes de este mundo, puestos a su lado, parecen secos como palos y tan duros y rudos como bloques de piedra o trozos de ladrillo.

Por lo tanto, de manera general y «en conjunto»[223], al margen de los criterios teológicos, nuestro examen de la religión por el sentido común práctico y por el método empírico la deja en su lugar eminente de la historia. A nivel económico, el conjunto de cualidades santas es indispensable para la riqueza del mundo. Los grandes santos son positivos de por si; los más insignificantes son, como mínimo, heraldos o precursores, y también pueden llegar a ser fermentos de un orden secular mejor. Así pues, seamos santos si podemos, tanto si alcanzamos un éxito visible temporal como si no lo conseguimos. Pero en la casa del Padre hay muchas mansiones, y cada uno de nosotros ha de descubrir por si solo el tipo de religión y la dosis de santidad que mejor concuerde con lo que él crea que son sus capacidades y lo que piensa que es su misión y vocación más verdadera. No hay éxito que pueda garantizarse ni preceptos determinados para los individuos concretos mientras sigamos los métodos de la filosofía empírica.

Ésta es mi conclusión hasta aquí. Sé que en algunas de vuestras mentes deja un sentimiento de sorpresa el hecho que un método semejante se aplique a un tema tal, y ello a pesar de todas las observaciones sobre el empirismo que hice al comienzo de la Conferencia XIII[224]. Diréis ¿cómo puede la religión, que cree en dos mundos y en un orden invisible, ser valorada por la adaptación de sus resultados al orden de este mundo? Es su verdad y no su utilidad, insistiréis, sobre la que debería reposar nuestro veredicto. Si la religión es verdadera sus frutos son frutos buenos, incluso aunque en este mundo resultaran uniformemente mal adaptados y sólo saturados de pietismo. Esto nos remite, después de todo, a la cuestión de la verdad de la teología. La trama se va espesando de manera inevitable por encima de nosotros; no podemos escapar de las consideraciones teóricas. Propongo entonces que afrontemos la responsabilidad hasta cierto punto. Con frecuencia, las personas religiosas, aunque no de manera uniforme, han confesado que perciben la verdad de un modo peculiar. Este modo es conocido como misticismo. Consecuentemente procederé ahora a tratar el fenómeno místico, y después, aunque más brevemente, consideraré la filosofía religiosa.