Conferencia XVIII.
La filosofía
El tema de la santidad nos sitúa frente a la cuestión siguiente: la experiencia de la presencia divina ¿es una sensación de algo objetivamente cierto? De entrada recurrimos al misticismo buscando una respuesta, y encontramos que aunque el misticismo desea resueltamente corroborar la religión, es demasiado privado (y también demasiado diverso) en sus manifestaciones para poder pretender una autoridad universal. La filosofía ofrece, por el contrario, resultados que pretenden ser universalmente válidos, de manera que, con nuestra nueva pregunta, pasamos a la filosofía. ¿Puede pretender dar la filosofía garantía de veracidad de la intuición de la divinidad para el hombre religioso?
Imagino que muchos de vosotros comenzáis a adivinar mi propósito. He cuestionado la autoridad del misticismo, diréis, y probablemente la próxima cosa que haré será intentar desacreditar la de la filosofía. Esperáis que acabe diciendo que la religión sólo es una cuestión de fe, basada en un sentimiento vago o en la vívida sensación de la realidad de las cosas no visibles de las que di tantos ejemplos en la segunda conferencia y en la precedente sobre el misticismo. Es esencialmente privada e individualista, excede siempre nuestras capacidades de formulación, y aunque con toda probabilidad siempre habrá intentos de verter su contenido en un molde filosófico —los hombres son así—, tales intentos constituyen procesos secundarios que de ninguna manera aumentan la autoridad, ni garantizan la veracidad de los sentimientos de los que derivan sus estímulos y de los que toman todo el poder de convicción que pueden poseer. Resumiendo, pues, sospecháis que intento defender el sentimiento a expensas de la razón, para rehabilitar lo primitivo e irreflexivo y para disuadiros de confiar en cualquier teología que merezca este nombre.
Hasta cierto punto he de admitir que tenéis razón. Creo que el sentimiento es la fuente más profunda de la religión y que las fórmulas filosóficas y teológicas son productos secundarios, al igual que traducciones de un texto a otra lengua. Pero todas estas afirmaciones son equívocas por su brevedad, y me tomará toda la hora explicaros exactamente lo que pretendo decir.
Cuando sostengo que las fórmulas teológicas son productos secundarios, quiero decir que, en un mundo en el que nunca ha existido un sentimiento religioso, nunca puede formularse ninguna teología filosófica. Dudo de si la desapasionada contemplación intelectual del universo, separada, por un lado, de la infelicidad interior y la necesidad de liberación, y, por otro, de la emoción mística habrían dado nunca como resultado filosofías religiosas como las que poseemos hoy. Los hombres habrían partido de explicaciones animistas del hecho natural, y las habrían comparado con otras científicas, como han hecho ahora. En la ciencia habrían dejado una cierta dosis de «investigación psíquica», probablemente al igual que ahora habrían de admitir de nuevo alguna participación de la misma. Pero las especulaciones de alto vuelo, como las propias de la teología dogmática o idealista, no tendrían ningún motivo para ponerlas en cuestión al no sentir necesidad de comerciar con semejantes deidades. Estas especulaciones, me parece, han de clasificarse como supercreencias, construcciones producidas por el intelecto en direcciones originalmente sugeridas por el sentimiento.
Sin embargo, incluso si el primer estímulo de la filosofía religiosa fue proporcionado por el sentimiento, ¿no podía haber tratado el tema sugerido por éste de una manera más elevada? El sentimiento es individual e inexpresable, incapaz de dar cuenta de sí mismo. Permite que sus resultados sean enigmas y misterios, declina justificarlos racionalmente y a menudo desea incluso que pasen por paradójicos y absurdos. La filosofa toma la actitud opuesta. Su aspiración es rescatar del misterio y la paradoja todo el territorio que ella abarque. El ideal más acariciado de la razón siempre ha consistido en encontrar una salida desde la persuasión personal oscura y voluntariosa a la verdad objetivamente válida para todos los hombres, siendo la tarea de la razón redimir a la religión del individualismo nocivo y dar estatuto público y derecho universal a su capacidad liberadora.
Creo que la filosofía siempre tendrá la oportunidad de colaborar en su tarea[288]. Somos seres que pensamos y no podemos excluir el intelecto en cualquiera de nuestras funciones. Incluso en el soliloquio con nosotros mismos interpretamos nuestros sentimientos intelectualmente. Tanto nuestros ideales personales como nuestras experiencias religiosas y místicas han de interpretarse congruentemente con el tipo de representación que exige nuestro intelecto. El clima filosófico de nuestro tiempo nos condiciona inevitablemente. Además, estamos obligados a intercambiar nuestros sentimientos, y al hacerlo debemos hablar y utilizar fórmulas verbales abstractas y generales. Las concepciones y las construcciones son, así, parte necesaria de nuestra religión, y la filosofía tendrá que intervenir como mediadora entre concepciones opuestas y como moderadora del choque entre hipótesis conflictivas. Sería curioso que yo discutiese esto, cuando las presentes conferencias son (como se verá con mayor claridad de ahora en adelante) un intento laborioso por extraer, de entre las entrañas de la experiencia religiosa, algunos hechos generales que puedan ser definidos mediante fórmulas sobre las que todo el mundo pueda estar de acuerdo.
Con otras palabras, la experiencia religiosa espontánea e inevitable engendra mitos, supersticiones, dogmas, credos y teologías metafísicas, y la crítica de una serie de factores por los partidarios de otra. Últimamente ha sido posible establecer clasificaciones y comparaciones imparciales, junto a las críticas y anatemas que monopolizaban el intercambio entre credos. Estamos en los comienzos de una, así llamada, «Ciencia de las Religiones», y si estas conferencias pueden considerarse en alguna medida una contribución ínfima a esta ciencia, me sentiría feliz.
Pero todas estas operaciones intelectuales, ya sean constructivas o comparativas y críticas, presuponen experiencias inmediatas como tema. Son operaciones interpretativas e inductivas, operaciones post factum, paralelas al sentimiento religioso, no coordinadas con él y tampoco independientes de lo que se pretende indagar.
El intelectualismo religioso que intento desacreditar pretende ser algo completamente diferente. Se atribuye la construcción de objetos religiosos sólo desde las fuentes de la razón pura; extraer con la razón inferencias rigurosas desde hechos no subjetivos. Llama a sus conclusiones teología dogmática, o filosofía del absoluto, según el caso, pero no las titula ciencia de las religiones; las establece de una forma a priori y garantiza su veracidad. Los sistemas garantizados fueron siempre los ídolos de las almas ambiciosas. El sistema lo incluye todo y, sin embargo, es simple y directo, limpio, claro, estable, riguroso, verdadero, ¿qué refugio puede haber más ideal que el que ofrecería un sistema semejante a las almas ultrajadas por la turbulencia y la accidentalidad del mundo de las cosas sensibles? De acuerdo con todo esto, encontramos que en las escuelas teológicas de hoy, casi tanto como en las de ayer, existe un desprecio intencionado por la verdad meramente posible o probable y por los resultados que tan sólo pueden adquirirse individualmente. Tanto los escolásticos como los idealistas coinciden abiertamente en este desprecio; por ejemplo, John Caird, escribe lo que sigue en su Introduction to the Philosophy of Religion:
«La religión ha de ser una cosa del corazón, pero para elevarla de la región del capricho subjetivo y de la simple voluntariedad, y para distinguir entre lo verdadero y lo falso hemos de apelar a un modelo objetivo. Lo que penetra en el corazón antes ha de ser discernido por la inteligencia como verdadero, ha de verse como dotado por su propia naturaleza del derecho a dominar el sentimiento y como componente fundamental del principio por el que el sentimiento ha de juzgarse[289]. Al valorar el carácter religioso de los individuos, naciones o razas, la primera cuestión no estriba en saber qué sienten, sino qué creen y piensan; no si su religión es según se manifiesta emotivamente, con mayor o menor vehemencia y entusiasmo, sino cuáles son las concepciones de Dios y de las cosas divinas que constituyen la causa de esas emociones. El sentimiento es necesario para la religión, pero su carácter y su valor ha de ser determinado por el contenido racional o base intelectual de la religión y no por el sentimiento»[290].
El cardenal Newman, en su obra The Idea of a University, todavía presenta una idea más enfática de este menosprecio por el sentimiento[291]. La teología, afirma, es una ciencia en el sentido más estricto de la palabra. Os diré, insiste, que éstas son interpretaciones vagas y subjetivas […], «evidencias físicas de la existencia de Dios», «religión natural», etc…
«Si —continúa— el Ser supremo es poderoso o preciso, tan poderoso como el telescopio o tan preciso como el microscopio, si su ley moral ha de determinarse simplemente por los procesos físicos de la estructura animal, o su voluntad inferida de los resultados inmediatos de los asuntos humanos, si su Esencia es tan elevada, profunda y amplia como el universo, si es así, confieso que no hay ninguna ciencia específica acerca de Dios; que la teología sólo es un nombre, y una demanda en su favor constituye una hipocresía. Entonces, por muy piadoso que sea pensar en Él, mientras el espectáculo del mundo o el razonamiento abstracto se desarrolla, esa piedad no es nada más que la poesía del pensamiento, o un adorno del lenguaje, una determinada visión de la Naturaleza que un hombre posee y otro no, que una mente privilegiada suprime, que otras, sin embargo, entienden que es admirable e ingeniosa y que, adoptándola, todos seríamos mejores. No es sino la teología de la Naturaleza, al igual que hablamos de la filosofía o el drama histórico, de la poesía de la infancia, de lo pintoresco, sentimental, humorístico o cualquier otra cualidad abstracta que el genio o el capricho del individuo, la moda del día o el concierto del mundo reconoce en cualquier conjunto de objetos que estén sometidos a su contemplación. No veo mucha diferencia entre confesar que no hay Dios y argüir que no puede saberse con certeza nada definido sobre Él». «Cuando yo hablo de Teología —continúa Newman—, no quiero referirme a ninguna de estas cosas: simplemente quiero decir La Ciencia de Dios, o las verdades que sabemos sobre Dios ordenadas en un sistema, al igual que tenemos una ciencia de las estrellas y la llamamos astrología o de la corteza terrestre y la llamamos geología».
En ambos fragmentos la conclusión es del todo elocuente: el sentimiento, que sólo es válido para el individuo, enfrentado con la razón, válida universalmente. La argumentación, de hecho, es perfectamente simple: la teología basada en la razón pura ha de convencer a los hombres universalmente. Si no lo hiciese, ¿en qué consistiría su superioridad? Si sólo formase sectas y escuelas, como las establecen el sentimiento y el misticismo, ¿cómo cumpliría su cometido de liberarnos del capricho y la voluntariedad personales? Esta prueba práctica, perfectamente definida, de las pretensiones de la filosofía de fundamentar la religión en la razón universal simplifica mi modo de proceder actual. No necesito desacreditar a la filosofía mediante una crítica laboriosa de sus argumentos. Será suficiente que muestre como una cuestión histórica el fracaso de ser «objetivamente» convincente. De hecho, la filosofía fracasa. No destierra las diferencias individuales, funda escuelas y sectas como lo hace el sentimiento; creo, en efecto, que la razón lógica del hombre opera en este campo de la divinidad exactamente como siempre ha actuado en el amor, en el patriotismo, en la política o en cualquier otro de los asuntos de la vida en los que nuestras pasiones y nuestras intuiciones místicas fijan de antemano nuestras creencias. Encuentra argumentos para convencernos ya que, de hecho, ha de encontrarlos; amplifica y define nuestra fe, y la dignifica y le proporciona palabras y plausibilidad. Difícilmente la origina, menos puede ahora asegurarla[292].
Prestadme atención mientras recorro algunos de los argumentos de la vieja teología sistemática. Los encontraréis en los manuales protestantes y católicos, y más aún en los innumerables libros de texto que se han publicado desde la Encíclica del papa León XIII que recomendaba el estudio de santo Tomás. Primero echaré un vistazo a los argumentos por los que la teología dogmática prueba la existencia de Dios, después a aquellos por los que se establece su naturaleza[293].
Los argumentos sobre la existencia de Dios han resistido durante centenares de años los embates del criticismo no creyente, y sin desacreditarlos nunca por entero a los oídos de los hombres de fe, sin embargo, en su conjunto, estas críticas fueron disolviendo, lenta y eficazmente, la argamasa entre las junturas. Si ya tienes un Dios en quien crees, estos argumentos te reafirman en tu fe, si eres ateo, fracasan al pretender corregirte. Las pruebas son diversas; la llamada «cosmológica» razona desde la contingencia del mundo a una Causa Primera que ha de contener todas las perfecciones presentes en el mundo. El «argumento del proyecto divino», que del hecho de que las leyes de la Naturaleza son matemáticas y sus partes se adaptan dócilmente una a otra, infiere que dicha causa es intelectual y positiva. El «argumento moral» afirma que la ley del deber presupone un legislador. El «argumento ex consensu gentium» sostiene que la extensión de la creencia en Dios y su enrizamiento en la naturaleza racional del hombre añadiría autoridad a esta afirmación.
Como acabo de decir, no discutiré técnicamente estos argumentos. El solo hecho de que todos los idealistas, a partir de Kant, se hayan creído en el derecho de rechazarlos o menospreciarlos muestra que no son lo bastante sólidos para servir como fundamento suficiente de la religión. Razones absolutamente impersonales habrían de mostrar un convencimiento más general. La causalidad, en efecto, es un principio demasiado oscuro para soportar el peso de toda la estructura de la teología. En cuanto al argumento del proyecto divino, observad cómo las ideas darwininas lo revolucionaron radicalmente. Concebidas como lo hacemos hoy en día, como salidas afortunadas de procesos de extinción casi ilimitados, las armoniosas adaptaciones que encontramos en la Naturaleza sugieren una deidad muy diferente de la que figuraba en las primitivas versiones del argumento finalista[294]. El hecho es que tales argumentos tan sólo obedecen las sugerencias combinadas de los hechos y nuestro sentimiento. No prueban nada rigurosamente. Sólo corroboran nuestras parcialidades preexistentes.
Si la filosofía puede hacer tan poca cosa por establecer la existencia de Dios, ¿cómo se explican sus esfuerzos por definir sus atributos? Vale la pena estudiar las tentativas de la teología sistemática en esta dirección.
Ya que Dios es la Causa Primera, sostiene esta ciencia de las ciencias, difiere de todas las otras criaturas en el hecho de poseer una existencia a se. De esta cualidad de a se de Dios, la teología deduce, por simple lógica, la mayoría de sus otras perfecciones. Por ejemplo, ha de ser necesario y absoluto, no puede no serlo y de ninguna manera puede ser determinado por otra cosa. Esto lo hace absolutamente ilimitado desde fuera y, también, ilimitado desde dentro, puesto que la limitación es no ser y Dios es ser en sí. Esta ausencia de limitación hace a Dios infinitamente perfecto. Aún más, Dios es Uno, y Único, porque lo infinitamente perfecto no admite par. Él es Espiritual ya que, si estuviera compuesto de partes físicas, algún otro poder las habría combinado en el todo y esto contravendría su condición de a se. Es, por tanto, de naturaleza simple y no física. Es simple metafísicamente, es decir, su naturaleza y su existencia no pueden ser diferentes, ya que están presentes en infinitas sustancias que comparten sus naturalezas formales y sólo son individuales en su aspecto material. Como Dios es uno y único, su essentia y su esse deben darse de una sola vez. Esto excluye de su ser todas aquellas distinciones, tan familiares en el mundo de las cosas finitas, entre la potencialidad y la realidad, entre sustancia y accidente, entre ser y actividad, entre existencia y atributos. Podemos hablar, es verdad, de actos de Dios y de atributos precisos, pero estas distinciones sólo son «virtuales» y establecidas desde el punto de vista humano. En Dios todas estas perspectivas forman parte de una identidad del ser absoluta.
Esta ausencia de toda potencialidad en Dios, le obliga a ser inmutable. Es actualidad de los pies a la cabeza. Si hubiese algo potencial en Él, con su actualización o bien perdería o bien ganaría, y entonces o la pérdida o la ganancia contravendrían su perfección. Por consiguiente, no puede cambiar. Aún más, es inmenso, ilimitado, pues si pudiera ser dibujado en el espacio, sería compuesto y contravendría así su indivisibilidad. Por lo tanto, es omnipresente, indivisible en cada punto del espacio. También está presente en cada instante temporal; en otras palabras, es eterno. Porque si tuviese origen en el tiempo, necesitaría una causa anterior, y eso negaría su cualidad de a se. Si fuese finito, contravendría su necesidad. Si pasara por cualquier sucesión, negaría su inmutabilidad.
Tiene inteligencia y voluntad y todas las otras perfecciones de las criaturas, puesto que nosotros las poseemos y eflectus nequit superare causam. De cualquier modo, en Él están absoluta y eternamente en acto, y su objeto, dado que Dios no puede ser limitado por nada externo, no puede ser tampoco, primariamente, nada más que Dios mismo. Así, pues, Él se conoce a si mismo en un acto eterno indivisible y se desea con un deleite infinito[295]. Ya que por necesidad lógica ha de amarse y estimarse así, no le podemos llamar «libre» ad intra, con la libertad de discrepancia que caracteriza a las criaturas finitas. Ad extra, sin embargo, o con respecto a su creación, Dios es libre. No puede necesitar crear, siendo ya perfecto en ser y felicidad. Desea crear, entonces, por un acto de libertad absoluta.
Siendo una sustancia dotada de intelecto, voluntad y libertad, Dios es una persona, y una persona viva ya que es el objeto y el sujeto de su propia actividad, y ser así es lo que distingue a los vivientes de los que carecen de vida. En consecuencia, es absolutamente autosuficiente: su amor y su conocimiento son infinitos y adecuados y no necesita condiciones externas para perfeccionarlos.
Es omnisciente, pues al conocerse Él como causa conoce asimismo a todas las criaturas, cosas y hechos por implicación. Su conocimiento es preesciente porque está presente siempre, incluso conoce con antelación nuestros actos libres, ya que en caso contrario su sabiduría admitiría momentos sucesivos de enriquecimiento, y eso contravendría su inmutabilidad. Es omnipotente porque todas las cosas que hace no implican contradicción lógica; puede hacer ser o dicho de otra manera, su poder incluye la creación. Si lo que crea procediese de su sustancia, por ejemplo, de una materia que existiera eternamente y que Dios hubiese encontrado al alcance de la mano y le hubiese dado forma, se negaría con esto la definición de Dios como Causa Primera y lo convertiría en el simple motor de una cosa ya creada. Por consiguiente, las cosas que crea las crea ex nihilo, y les da ser absoluto como sustancias finitas que le son adicionales. Las formas que imprime a lo que crea tienen sus prototipos en sus ideas, pero como en Dios no hay multiplicidad y estas ideas en la práctica son múltiples, hemos de distinguir entre las ideas que hay en Dios y la manera en que nuestra mente las refleja externamente. Las hemos de atribuir a Él sólo en un sentido terminativo, como aspectos que difieren de su esencia única desde un punto de vista finito.
Dios es naturalmente santo, bueno y justo. No puede desear el mal, ya que Él es la plenitud positiva de los seres y el mal es la negación. Es cierto que en algunos lugares ha creado mal físico, pero sólo como medio para un bien más amplio, pues bonum totius praeeminet bonum partis. No puede desear el mal moral, ni como medio ni como fin, porque eso contravendría su santidad. Al crear seres libres sólo lo permite, y ni su justicia ni su bondad le obligan a disuadir a los receptores de la libertad para que no hagan un mal uso del presente.
Por lo que respecta al propósito de Dios al crear, en primer lugar sólo pudo haber sido por ejercer su libertad absoluta y manifestar a los otros su gloria. De lo que se deduce que los demás han de ser seres racionales, capaces, en principio, de conocimiento, de amor y de dignidad, y en segundo lugar, de felicidad, pues el conocimiento y el amor de Dios son la fuente principal de la felicidad. Podemos decir que el propósito secundario de Dios al crear es el amor.
No os cansaré llevando estas determinaciones metafísicas más allá, hasta los misterios de la Trinidad de Dios, por ejemplo; lo que he resumido servirá de muestra de la teología filosófica ortodoxa de católicos y protestantes. Newman, preso de entusiasmo por el repertorio de perfecciones divinas, continúa el fragmento que comencé a citaros con un par de páginas de una retórica tan magnífica que apenas puedo resistir incluirlas, a pesar del tiempo que nos ocuparían[296]. Primero enumera someramente los atributos de Dios, después celebra su posesión de todas las cosas en la tierra y en el cielo, y la dependencia de todo lo que acontece de su voluntad. Nos presenta la filosofía escolástica «conmovida por la emoción», y toda filosofía habría de estarlo para ser entendida. Así pues, emocionalmente, la teología dogmática contiene algún valor para mentes como la de Newman. Nos ayudará a estimar el valor intelectual que posee si me permito una pequeña disgresión en este punto.
Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. Las escuelas de filosofía continentales a menudo han pasado por alto el hecho de que el pensamiento humano está orgánicamente conectado a su conducta. Me parece que la mayor gloria de los pensadores ingleses y escoceses es que hayan tenido en cuenta esta conexión orgánica. El principio que guía la filosofía británica ha sido, en efecto, que cada diferencia ha de dar lugar a una diferencia; cada diferencia teórica ha de resultar una diferencia práctica, y que el mejor método de discutir puntos teóricos es comenzar por establecer qué diferencia práctica resultaría de una alternativa o de otra que fuesen verdaderas. ¿Cuál es la verdad particular que conocemos? ¿De qué hecho resulta? ¿Cuál es el valor efectivo en temas de experiencia particular? Ésta es la forma inglesa característica de enfocar una cuestión. Recordad que Locke aborda de esta manera la cuestión de la identidad personal. Afirma al respecto: lo que queremos indicar con ello es nuestra cadena de recuerdos personales; en esto consiste la parte concreta verificable de su significado. Todas las otras ideas sobre el tema, tales como la unicidad o la pluralidad de la sustancia espiritual en que está basada, quedan, por lo tanto, vacías de significado inteligible; las proposiciones que contienen estas ideas pueden ser afirmadas o negadas indiferentemente. Lo mismo hace Berkeley con la «materia». El valor efectivo de la materia son nuestras sensaciones físicas, así es como la conocemos y esto es todo lo que verificamos concretamente de su concepción. Por consiguiente, éste es el significado del término materia —cualquier otro significado que se le pretenda dar es un simple juego de palabras. Hume hace lo mismo con la causalidad. Se entiende como conexión habitual, y como tendencia a buscar algo definido por consecuencia. Fuera de este significado práctico no tiene otro alguno, y los libros que tratan el tema pueden ser entregados a las llamas, dice Hume. Dugald Stewart y Thomas Brown, James Mill, John S. Mill y el profesor Bain han seguido más o menos consistentemente el mismo método. Shadworth Hodgson ha usado el principio de forma explícita. Cuando todo estaba dicho y hecho, fueron los autores ingleses y escoceses, y no Kant, quienes introdujeron el «método critico» en la filosofía; el único adecuado para hacer que esta disciplina llegase a ser un estudio digno de hombres serios. Pues, ¿qué seriedad puede pretender el debatir proposiciones filosóficas que nunca producirán en la acción una diferencia apreciable? ¿Qué podría importar, si todas las proposiciones fueran prácticamente indiferentes, a cuál de ellas considerásemos verdadera y a cuál falsa?
Un filósofo norteamericano de eminente originalidad, Charles Sanders Peirce, ha hecho un gran servicio al pensamiento al desligar, de los casos particulares a que se había aplicado, el principio por el que los hombres se guiaban intuitivamente, al singularizarlo como básico y darle un nombre griego. Lo llama el principio del pragmatismo, y lo defiende como sigue:[297]
«El pensamiento en movimiento tiene, como único objetivo concebible, el logro de la creencia, o del pensamiento en reposo. Sólo cuando nuestro pensamiento ha encontrado su reposo en la creencia, nuestra acción puede ser firme y segura. En resumen, las creencias son reglas para la acción y la función entera del pensamiento sólo es un elemento en la producción de hábitos activos. Si hubiera alguna fracción de un pensamiento que no produjera ninguna diferencia en las consecuencias prácticas del pensamiento mismo, entonces esta fracción no sería un elemento propio del significado del pensamiento. Para desarrollar el significado de un pensamiento, por consiguiente, hemos de determinar qué conducta puede producir; esta conducta es para nosotros su único significado; y el hecho tangible en la búsqueda de todas las distinciones intelectuales es que no quepa ninguna tan sutil como la que consiste tan sólo en una posible diferencia en la práctica. Para conseguir una claridad perfecta en nuestra reflexión sobre un objeto, hemos de considerar qué sensaciones, inmediatas o remotas, concebimos; qué podemos esperar de él y qué conducta hemos de disponer en el caso que el objeto fuera verdadero. Nuestra concepción sobre el objeto, siempre que esta concepción ostente un significado positivo, arranca de la concepción de estas consecuencias prácticas».
En esto consiste el principio de Peirce: el principio del pragmatismo. Este principio nos ayudará a decidir, de entre los diversos atributos que se han establecido en el repertorio escolástico de las perfecciones de Dios, si algunos no son menos significativos que otros.
Si aplicamos el principio del pragmatismo a los atributos metafísicos de Dios, los consideramos estrictamente así para distinguirlos de sus atributos morales, pienso que, incluso si nos viésemos forzados a aceptarlos por una lógica coercitiva, aún habríamos de reconocer que están desposeídos de todo significado inteligible. Tomad la cualidad de a se de Dios, por ejemplo, o su necesidad; su inmaterialidad, su «simplicidad» superior a la variedad interior que encontramos en los seres finitos, su indivisibilidad y ausencia de distinciones internas entre ser y actividad, sustancia y accidente, potencialidad y realidad, y así sucesivamente: su rechazo a ser incluido en un género, su infinitud en acto; su «personalidad» al margen de las cualidades morales que puede comportar su relación con el mal; su autosuficiencia, amor y absoluta felicidad en sí mismo… —cándidamente hablando—, ¿cómo pueden unas cualidades como éstas establecer alguna conexión definida con nuestra vida? Y si cada una de ellas no requiere ninguna transformación sensible de nuestra conducta, ¿qué diferencia vital pueden producir en la religión de un hombre que sean verdaderas o falsas?
Por mi parte, aunque me disgusta profundamente decir algo que pueda herir a personas susceptibles, he de confesar con franqueza que, aunque estos atributos fueran deducidos de manera impecable, no puedo concebir ninguna consecuencia para nuestra religiosidad de que alguno de ellos sea verdadero. Decidme, ¿qué acto específico puedo realizar para adaptarme lo mejor posible a la simplicidad de Dios? O bien, ¿cómo ayuda a ordenar mi comportamiento saber que su felicidad es en cualquier caso absolutamente completa?
A mitad del siglo pasado, Mayne Reid era el gran escritor de libros de aventuras. Elogiaba siempre a los cazadores y a los investigadores de campo de las costumbres de los animales, y lanzaba continuas invectivas contra los «naturalistas de gabinete», como él llamaba a los coleccionistas y clasificadores, y a los que atesoraban pieles y esqueletos. Cuando era niño, pensaba que un naturalista de gabinete debía ser el tipo más vil y miserable bajo el sol. Los teólogos sistemáticos son los naturalistas de gabinete de la deidad, en el sentido del capitán Mayne Reid. Su deducción de los atributos metafísicos no es sino un intercambio y un juego de adjetivos pedantes, distanciados de la moral, de las necesidades humanas; algo que podría obtener de la simple palabra «Dios» una de esas máquinas lógicas de madera y latón que la ingenuidad reciente ha contrapuesto a un hombre de carne y hueso. Tienen el rastro de la serpiente sobre ellos. Uno presiente que en manos de los teólogos constituyen sólo una serie de atributos obtenidos por una manipulación mecánica de sinónimos; el verbalismo ha ocupado el lugar de la visión, el profesionalismo el de la vida. En vez de pan obtenemos una piedra, en lugar de un pez una serpiente. Si este conglomerado de términos abstractos diese realmente el quid de nuestro conocimiento de la deidad, las escuelas de teología podrían continuar floreciendo, pero la religión, la religión vital, habría desaparecido de este mundo. Lo que hace que la religión persista es algo más que las definiciones abstractas y los sistemas de adjetivos concadenados, y algo diferente también de las facultades de teología y de sus profesores. Todas estas cosas constituyen efectos posteriores, añadidos secundarios a aquellos fenómenos de comunión vital con la divinidad no visible de los que he dado numerosos ejemplos, que se renuevan in saecula saeculorum en la vida de los hombres más humildes.
Concluyo el tema de los atributos metafísicos de Dios. Desde el punto de vista de la religión práctica, el monstruo metafísico que ofrecen a nuestro culto es una invención absolutamente inútil de la mente erudita.
¿Qué diremos ahora de los llamados atributos morales? Pragmáticamente se encuentran en una posición por entero diferente. Determinan positivamente al temor, la esperanza y son la base para la vida santa. Sólo hemos de dar un vistazo para mostrar su enorme importancia.
La santidad de Dios, por ejemplo. Siendo santo, Dios sólo puede desear el bien. Siendo omnipotente, puede asegurar su triunfo. Siendo omnisciente, nos puede observar en la oscuridad. Siendo justo, puede castigarnos por lo que ve. Siendo amante, puede perdonar. Siendo inalterable, podemos confiar y contar con Él. Estas cualidades se relacionan con nuestra vida y es importante que estemos bien informados al respecto. El hecho de que el propósito de Dios en la creación fuese la manifestación de su gloria, también es un atributo que establece relaciones definidas con nuestra vida práctica. Entre otras cosas, ha dado un carácter definido al culto en todos los países cristianos. Si la teología dogmática prueba realmente y sin discusión posible que un Dios de estas características realmente existe, puede reivindicar plenamente que suministra una base sólida al sentimiento religioso. Pero, en realidad, ¿cómo lo demuestra con argumentos?
Lo demuestra tan mal como argumentaba su existencia. No sólo los idealista poskantianos lo rechazan de plano, sino que es un hecho histórico que nunca convirtieron a nadie que, dada la índole moral del mundo, haya encontrado razones para dudar que un buen Dios pueda haberlo diseñado. Probar la bondad de Dios por el argumento escolástico de que no hay no ser en su esencia, a un escéptico como el mencionado le resultaría simplemente estúpido.
¡No! El libro de Job trató este tema de una vez por todas y definitivamente. El razonamiento es un camino relativamente superficial e irreal hacia la deidad: «Pondré mi mano sobre mi boca; he oído hablar de ti de oídas, pero ahora mis ojos te ven». Un intelecto perplejo y confundido, un confiado sentido de presencia sin embargo tal es la situación del hombre que es sincero consigo mismo y con los hechos, pero que continúa siendo todavía religioso[298].
En resumidas cuentas, pienso que debemos decir el adiós definitivo a la teología dogmática. Sinceramente nuestra fe ha de perseverar sin esta garantía. ¿El idealismo moderno puede ofrecer una base mejor a la fe, o todavía ha de confiar en el pobre testimonio de sí misma?
La base del idealismo moderno es la doctrina de Kant sobre el Yo trascendental de la apercepción. Con este término formidable, Kant simplemente pretendía decir que el eco de la conciencia «Yo pienso» debe acompañar (potencial o realmente) a todos nuestros objetos. Escépticos anteriores habían afirmado lo mismo, pero el «Yo» en cuestión había quedado identificado con el individuo concreto —Kant lo abstrajo y lo despersonalizó, y lo hizo la más universal de las categorías, aunque para el propio Kant el yo trascendental carecía de implicaciones teológicas.
Estaba reservado a sus sucesores convertir la noción de Kant de Bewusstsein iiberhaupt, o conciencia abstracta, en una autoconciencia infinita y concreta que es el alma del mundo, y en la que tienen su ser nuestras diversas autoconsciencias personales. Mostraros, incluso brevemente, cómo esta transformación se realizó de hecho me llevaría a tecnicismos innecesarios. Será suficiente decir que en la escuela hegeliana, tan influyente hoy en el pensamiento británico y en el norteamericano, dos principios han soportado el peso de la operación.
El primero de estos principios es que la antigua lógica de la identidad nunca nos ha proporcionado otra cosa que una disección post mortem de disjecta membra, y que la plenitud de la vida puede interpretarse intelectualmente sólo si reconocemos que cada objeto que nuestro pensamiento pueda proponerse implica la noción de algún otro objeto que en principio parece negar al primero, implica su antîtesis.
El segundo principio es que ser consciente de una negación ya es estar virtualmente más allá de ella. El simple hecho de plantear una cuestión, o la expresión de una insatisfacción, prueba que la respuesta o la satisfacción es inminente; lo finito, comprendido como tal, es ya infinito in posse.
Al aplicar estos principios parece que alcanzamos una fuerza propulsora en nuestra lógica que la lógica ordinaria de una desnuda y rígida autoidentidad nunca atiende. [Los objetos de nuestro pensamiento actual]. Cambian y se desarrollan, introducen con ellos algo más que no son ellos mismos, y este algo, al principio sólo ideal o potencial, se muestra ahora como actual. Reemplaza la cosa supuesta al principio, la verifica y la corrige, desarrollando la plenitud de su significado.
El programa es excelente; el universo es un lugar donde las cosas son seguidas de otras cosas que las corrigen y completan, y una lógica que nos da algo parecido expresaría la verdad mucho mejor que la lógica de corte tradicional que nunca procede, de buen grado, de algo a algo nuevo, y sólo registra predicciones y subsunciones, o semejanzas y diferencias estáticas. Nada podría ser más diferente de los métodos de la teología dogmática que los de la nueva lógica. Permitidme citar, como somera ilustración, algunos fragmentos del trascendentalista escocés que ya he citado.
«¿Cómo podemos concebir —escribe Caird— la realidad en que reposa toda inteligencia?». Y responde: «Pueden probarse dos cosas sin dificultad, a saber, que esta realidad es un Espíritu absoluto y, a la inversa, que sólo en comunión con este Espíritu o Inteligencia absoluta puede el Espíritu finito realizarse. Es absoluto, ya que el menor movimiento de la inteligencia humana se detendría si no presupusiera la realidad absoluta de la inteligencia, del pensamiento. La duda y la negación la presuponen e indirectamente la afirman. Cuando digo que algo es cierto, afirmo algo, de hecho, relativo al pensamiento, pero no a mi pensamiento o al de cualquier otra mente individual. De la existencia de todas las mentes individuales en calidad de tales puedo hacer abstracción, puedo pensarlas desde fuera. Pero lo que no puedo pensar desde fuera es el pensamiento o la autoconciencia misma, en su autonomía y calidad de absoluto, o, en otras palabras, del Pensamiento Absoluto o Autoconciencia».
Aquí, Caird efectúa la transición que Kant no hizo: convierte la omnipresencia de la conciencia en una condición general de «verdad» que es posible en cualquier parte, en una conciencia universal omnipresente que identifica con Dios. A continuación, pasa a aplicar el principio que conocer tus límites es, en esencia, estar más allá de ellos, y trata la transición hacia la experiencia religiosa de los individuos con las siguientes palabras:
«Si [el hombre] sólo fuese una criatura de sensaciones pasajeras y de impulsos, de una sucesión eterna de intuiciones, imaginaciones, sensaciones, entonces nada podría alcanzar, para él, el carácter de verdad o realidad objetiva. Pero es prerrogativa de la naturaleza espiritual del hombre que pueda abandonarse a un pensamiento o un deseo que sean infinitamente más grandes que los suyos. Como ser que piensa y es autoconsciente, puede decirse, por su propia naturaleza, vive en la atmósfera de la Vida Universal. Como ser pensante, me es posible suprimir y ahogar en mi conciencia cada movimiento de autoafirmación, cada noción y opinión que es simplemente mía, cada deseo que me pertenece, y llegar a ser el mediurn puro de un pensamiento que es universal en una palabra, no vivir más mi propia vida, pero dejar que mi conciencia sea poseída e inundada por la vida Eterna e Infinita del Espíritu. Y, sin embargo, es en esta renuncia del yo donde me beneficio realmente, o cuando me doy cuenta de las posibilidades más elevadas de mi naturaleza. Ya que mientras en un sentido abandonamos el yo para vivir la vida universal y absoluta de la razón, a lo que nos rendimos en realidad es a nuestro yo más verdadero. La vida de la razón absoluta no es una vida que nos sea extraña».
De cualquier forma, continúa Caird, mientras seamos capaces de comprender esta doctrina desde fuera, el consuelo que ofrece resulta insuficiente. Sea lo que fuere que podamos ser in posse, el mejor de nosotros in actu no llega a ser absolutamente divino. La moralidad social, el amor, incluso el autosacrificio, fusionan nuestro yo sólo con otro yo u otros yo finitos. El destino ideal del hombre, infinito en la lógica abstracta, puede parecer, en la práctica, irrealizable.
«Así, pues —continúa nuestro autor—, ¿no cabe ninguna solución a la contradicción entre lo ideal y lo real? Existe una solución, pero alcanzarla nos sitúa por encima de la esfera de la moralidad y nos lleva a la de la religión. Puede decirse que es la característica esencial de la religión, en contraste con la moralidad, transformar la aspiración en fruición, la anticipación en realización. Esto, en lugar de abandonar al hombre a la persecución interminable de un ideal que se desvanece, lo hace partícipe real de una vida divina o infinita. Tanto si vemos la religión desde el lado humano como desde el divino —como la rendición del alma a Dios o como la vida de Dios en el alma—, en uno u otro aspecto, pertenece a su propia esencia que el Infinito deje de ser una visión lejana y llegue a ser una realidad presente. La primera pulsión de la vida espiritual, cuando comprendemos correctamente su significado, es la señal de que la división entre el Espíritu y su objeto ha desaparecido, que lo ideal ha llegado a ser real, que lo finito ha alcanzado su objetivo y ha quedado impregnado por la presencia y la vida de lo Infinito.
»La unidad de la mente y la voluntad con la mente y voluntad divinas no es la esperanza futura ni el propósito de la religión, sino su comienzo y su nacimiento en el alma. Entrar en la vida religiosa es terminar la lucha. Este acto que constituye el comienzo de la vida religiosa —llamémosle fe, o confianza, o autorrendición, o el nombre que se desee—, implica la identificación de lo finito con una vida que se realiza eternamente. De hecho, es verdad que la vida religiosa es progresiva, pero a la luz de la idea precedente, el progreso no es un progreso hacia sino en la esfera de lo Infinito. No en el vano intento de ser poseído de riqueza infinita mediante interminables incrementos o adiciones finitas, sino que es el afán, mediante el ejercicio constante de la actividad espiritual, de apropiarse de esa herencia infinita de la que ya estamos en posesión. Todo el futuro de la vida religiosa está dado en su comienzo, pero lo está implícitamente. La posición del hombre que ha entrado en la vida religiosa le enseña que el mal, el error, la imperfección, no le pertenecen realmente; se trata de excrecencias que no tienen relación orgánica con su naturaleza auténtica: ya están virtualmente, y lo estarán actualmente, suprimidas y anuladas, y en el proceso de quedar anuladas se convierten en los instrumentos del progreso espiritual. Aunque no está exento de tentaciones y conflictos, sin embargo, en esta atmósfera interior en que se encuentra su verdadera vida se ha concluido la lucha y la victoria ya se ha alcanzado. El espíritu ya no vive una vida finita sino infinita, cada latido de su (existencia) es la expresión y la realización de la vida de Dios»[299].
Estaréis dispuestos a admitir que ninguna descripción de los fenómenos de la conciencia religiosa podría ser mejor que estas palabras de vuestro llorado predicador y filósofo. Reproducen el éxtasis de aquellas crisis de conversión de que hemos hablado, dicen lo que el místico sentía pero fue incapaz de expresar, y el santo, al oírlas, reconoce su propia experiencia. Es realmente gratificador encontrar el contenido de la religión explicado tan unánimemente. Pero cuando todo está dicho y hecho. ¿Ha transcendido Caird —y sólo lo utilizo como ejemplo de este modo de pensar— la esfera del sentimiento y de la experiencia directa del individuo, y ha puesto los fundamentos de la religión en una razón imparcial? ¿Ha alcanzado la religión universal mediante un razonamiento coercitivo, transformándola de fe privada en certeza pública? ¿Ha liberado sus afirmaciones de la oscuridad y el misterio?
Yo creo que no ha hecho nada de eso, sino que simplemente ha reafirmado las experiencias del individuo mediante un vocabulario más general. De nuevo, disculpadme de probar técnicamente que los razonamientos trascendentalistas fracasan en hacer la religión universal, ya que puedo señalar el simple hecho de que la mayoría de eruditos, incluso los religiosamente mejor dispuestos, rechazan tercamente considerarlos convincentes. Todos los alemanes, puede afirmarse, han rechazado positivamente la argumentación hegeliana. En lo que respecta a Escocia, sólo he de mencionar las críticas memorables del profesor Fraser y del profesor Pringle-Pattison, con los que tantos de vosotros estáis familiarizados[300]. Una vez más, pregunto, ¿si el idealismo trascendental fuera tan objetivo y absolutamente racional como pretende, podría fracasar de forma tan rotunda en ser persuasivo?
Debéis recordar que lo que la religión relata siempre se da a entender que es un hecho de experiencia; la divinidad está realmente presente, dice la religión, y entre ella y nosotros las relaciones de dar y recibir son reales. Si determinadas percepciones no pueden mantenerse en pie, seguramente el razonamiento abstracto no puede darles el soporte que necesitan. Los procesos conceptuales pueden clarificar hechos, definirlos, interpretarlos, pero no los producen, ni pueden reproducir su individualidad. Siempre hay un plus, un aquello, del que sólo el sentimiento puede responder. Así, pues, la filosofía en esta esfera tiene una función secundaria que no puede garantizar la veracidad de la fe, y vuelvo así a la tesis que anuncié al principio de esta conferencia.
Con triste sinceridad, me parece que hemos de sacar la conclusión de que el intento por demostrar, a través de procesos puramente intelectuales, la verdad de las intuiciones liberadoras de la experiencia religiosa directa es absolutamente desesperanzador.
Sería injusto para la filosofía, de cualquier modo, terminar con esta frase negativa. Permitidme, pues, concluir enumerando brevemente lo que todavía puede hacer por la religión. Si abandona la metafísica y la deducción por el criticismo y la inducción, y se transforma francamente de teología en ciencia de las religiones, puede llegar a ser enormemente útil.
La inteligencia del hombre define espontáneamente la divinidad que percibe a través de formas que armonicen con sus predisposiciones intelectuales temporales. La filosofía puede, por comparación, eliminar lo local y accidental de estas definiciones. Puedo eliminar las incrustaciones históricas del dogma y la devoción. Comparando las doctrinas religiosas espontáneas con los resultados de la ciencia natural, la filosofía puede suprimir aquellas doctrinas que ahora resultan científicamente absurdas e incongruentes.
Tamizando de esta manera las formulaciones inútiles, puede dejar un residuo de concepciones que cuando menos sean posibles. Entonces puede tratarlas como hipótesis, verificándolas de todas las formas, positivas y negativas, por las que siempre se comprueban las hipótesis. Puede reducir su número ya que muchas están abiertas a la objeción. Quizá pueda llegar a ser el portavoz o representante de una que considere la más verificable o verificada. Puede mejorar la definición de estas hipótesis distinguiendo lo que es sobrecreencia inocente y expresión simbólica, de lo que ha de tomarse literalmente. Como resultado, puede ofrecer su mediación entre creencias diversas y ayudar a lograr un consenso de opiniones. Puede conseguir esto con mayor éxito cuanto mejor distinga lo común y esencial de lo individual, y de los elementos locales de las creencias religiosas que compara.
No veo por qué una crítica de la Ciencia de las Religiones de este tono no podría merecer eventualmente de forma general una adhesión pública como la que merece una ciencia física. Incluso los personalmente no religiosos aceptarían sus conclusiones sobre la fe, al igual que las personas ciegas aceptan los hechos de la óptica —resultaría absurdo no aceptarlos. Así como la óptica ha de alimentarse en primera instancia de hechos que experimenten personas que vean, también la ciencia de las religiones dependería, en su materia original, de hechos de experiencia personal, pero habría de ajustarse a través del proceso de las reconstrucciones críticas. Nunca podría huir de la vida concreta, o trabajar en un vacío conceptual. Habría de confesar, como lo hace toda ciencia, que las sutilezas de la naturaleza escapan y que las fórmulas son sólo aproximaciones. La filosofía vive de palabras, pero la verdad y la realidad fluyen en nuestras vidas de formas que exceden la mera formulación verbal. En el acto viviente de la percepción hay siempre algo que se vislumbra y se apaga y no puede apresarse nunca, y por esto la reflexión siempre llega demasiado tarde. Nadie conoce todo eso tan bien como el filósofo. Debe disparar su salva de nuevos vocablos con su escopeta conceptual, ya que su profesión le condena a esta tarea, pero conoce secretamente el vacío y la irrelevancia. Sus fórmulas son como fotografía estereoscópicas o cinetoscópicas vistas fuera del instrumento idóneo; les falta profundidad, movimiento, vitalidad. En la esfera religiosa, en particular, la creencia de que las fórmulas son verdaderas nunca puede ocupar por entero el lugar de la experiencia personal.
En la próxima conferencia intentaré completar la tosca descripción de la experiencia religiosa, y en la que seguirá a ésta, que será la última, intentaré formular conceptualmente la verdad de la que es testimonio.