Conferencia XX.
Conclusiones

El material de nuestro estudio sobre la naturaleza humana se encuentra ya expuesto ante nosotros, y en el momento de la despedida, libres del deber de describir, podemos sacar nuestras particulares conclusiones tanto teóricas como prácticas. En la primera conferencia al defender el método empírico anticipé que, fuesen las que fuesen las conclusiones, podían alcanzarse nada más que a través del análisis de juicios de valor, por apreciaciones del significado de la religión para la vida tomadas «en conjunto». Nuestras conclusiones no pueden ser tan radicales como lo serían si se presentaran dogmáticamente; sin embargo, las formularé cuando llegue el momento tan agudamente como pueda.

Resumiendo a grandes trazos las características de la vida religiosa, según las fuimos viendo, incluyen las siguientes creencias:

1. Que el mundo visible constituye una parte de un universo más espiritual del que extrae su sentido esencial.

2. Que la unión o la relación armónica con este universo superior es nuestro verdadero objetivo.

3. Que la plegaria o la comunión íntima con el espíritu trascendental, ya sea «Dios» o «ley», constituye un proceso donde el fin se cumple realmente, y la energía espiritual emerge y produce resultados precisos, psicológicos o materiales en el mundo fenomenológico.

La religión incluye también las características psicológicas siguientes:

4. Un entusiasmo nuevo que se agrega a la vida en calidad de un don o presente, tomando la forma de encantamiento lírico o llamada a la honradez y al heroísmo.

5. Una seguridad y sensación de paz, y, en relación con los demás, una preponderancia de sentimientos amorosos.

Al ilustrar estas características con documentos, los hemos hallado literalmente anegados sentimentalmente y al releer ahora el manuscrito me encuentro horrorizado por la cantidad de emotividad que encuentro. Acaso podamos permitirnos ahora ser más secos y quedar menos afectados emotivamente en el trabajo que tenemos todavía por delante.

El sentimentalismo de muchos de mis documentos es una consecuencia del hecho de buscarlos entre las extravagancias personales; si algunos de vosotros sois enemigos de aquello que nuestros antepasados calificaban de entusiasmo, y con todo, me escucháis, probablemente habréis considerado que mi selección era, a veces, un punto perversa y deseado entonces quizá que se hubiera limitado a ejemplos más sobrios. Respondo, sin embargo, que utilicé estos ejemplos extremos porque proporcionan información más profunda: para aprehender los secretos de cualquier ciencia es necesario acudir a especialistas expertos, a pesar de que sean personas excéntricas, y no a los alumnos corrientes. Combinemos aquello que nos dicen con lo que todavía resta de nuestra sabiduría y nuestro independiente juicio último quedará formado. Lo mismo sucede con la religión; nosotros, que hasta ahora perseguimos sus expresiones radicales, podemos estar seguros de que conocemos sus secretos tan legítimamente como cualquiera que los conozca por boca de otros; y debemos responder, cada uno de nosotros por sí mismo, a problemas prácticos: ¿Cuáles son los peligros de ese elemento de la vida? y ¿en qué proporción es necesario estar limitado por otros factores para conseguir el equilibrio adecuado?

Sin embargo, estas cuestiones me sugieren otra a la que responder inmediatamente, ya que más de una vez nos ha importunado[330]. ¿Debemos suponer que la mezcla de elementos religiosos es idéntica en todos los hombres? ¿Tendríamos, de hecho, que suponer que las vidas de todos los hombres presentan elementos religiosos idénticos? En otras palabras ¿hay que lamentar la existencia de tantos tipos religiosos, sectas y credos?

A todos estos problemas respondo «No» rotundamente, y mis razones son que no veo cómo es posible que criaturas en posiciones tan diferentes y con capacidades tan distintas como los individuos humanos puedan tener exactamente las mismas funciones y los mismos deberes. No hay ni siquiera dos de ellas con las mismas dificultades y no es posible esperar que se den idénticas soluciones. Cada cual desde su ángulo de observación particular posee una determinada esfera del hecho o del problema con que cada uno trata de forma única. Éste se endurecerá y el otro se suavizará; aquél se rendirá al llegar a un determinado punto y el otro se afirmará para poder defender mejor la posición que le ha sido asignada. Si un Emerson se viese forzado a ser un Wesley, o un Moody a ser un Whitman, se resentiría completamente la conciencia humana de la divinidad, porque ésta no puede designar una sola cualidad, sino todo un conjunto de cualidades en las que diferentes hombres, alternativamente defensores de cada una de ellas, descubran cometidos que valgan la pena. Cada actitud, siendo tan sólo una sílaba del mensaje total de la naturaleza humana, necesita a los demás para deletrear el significado completo, por eso un «dios de los ejércitos» puede ser el dios para un tipo de persona, y un dios de la paz, del hogar y del cielo puede serlo para otro tipo especifico. Debemos reconocer con franqueza el hecho de que vivimos en sistemas parciales y que las partes no son intercambiables en la vida espiritual; si somos celosos y malhumorados significará la destrucción de nuestro propio yo un elemento de nuestra propia religión, pero ¿por qué habría de serlo si, por el contrario, somos desde siempre bondadosos y simpáticos? Si somos almas enfermas necesitaremos una religión de liberación, pero, ¿por qué pensar en liberarnos si tenemos una mentalidad sana?[331] Sin duda alguna ciertos hombres poseen la experiencia más completa y la vocación más grande tanto aquí como en sociedad, pero lo mejor sería que cada hombre se atuviera a su propia experiencia, sea la que sea, y fuese tolerado a su vez por los demás.

De cualquier forma podéis preguntar, llegados a este punto, ¿semejante unilateralidad no terminaría si aceptásemos todos la ciencia de las religiones como nuestra propia religión? Para contestar esta pregunta he de volver a precisar las relaciones generales del teórico con la vida práctica.

El conocimiento de cualquier cosa no es la cosa misma. Recordad aquello que Al-Ghazzali nos propuso en la conferencia sobre el misticismo: entender las causas del alcoholismo, como lo hace el médico, sólo puede hacerse si no se es alcohólico. Cualquier ciencia puede comprenderlo todo sobre las causas y elementos de la religión, e incluso puede deducir qué elementos están cualificados, por su armonía general con otras armas del saber para ser considerados verdaderos; a pesar de todo esto, puede ser que el mejor en esta ciencia sea el que encuentre mayores dificultades para ser devoto. Tout savoir c’est tout pardonner. El nombre de Renan, sin lugar a dudas, acudirá a la mente de muchos como ejemplo de cómo la amplitud de conocimientos puede hacer de alguien un aficionado y entorpecer vivamente la agudeza de la fe[332]. Si la religión fuese una función según la cual la causa divina o la humana debieran avanzar realmente, aquel que vive la vida religiosa —aunque sea estrechamente— es un sirviente mejor que aquel otro conocedor de la misma aunque sea en profundidad. El conocimiento de la vida es una cosa, la ocupación efectiva de un lugar en la misma, con sus corrientes dinámicas discurriendo por vuestro ser, es otra.

Por esta razón la ciencia de las religiones puede no ser un equivalente de la religión vivida, y si pasamos a las dificultades internas de esa ciencia veremos que llega un momento en que debemos abandonar toda actitud teórica o bien respetar sus relaciones tal como aparecen, o mejor dejar que sea la fe la que las disuelva. Para analizar este problema supongamos que tenemos constituida, de hecho, nuestra ciencia de las religiones; supongamos que ha asimilado todo el material histórico necesario y ha desechado esencialmente las mismas conclusiones que hace un momento he resumido. Supongamos que concedemos que la religión, en la medida en que se trata de algo activo, implica la creencia en presencias ideales y que mediante nuestra comunión —a través de la plegaria— con ellas[333] se realiza el fin perseguido. Entonces ha de ejercer su actividad crítica y decidir hasta qué punto, a la luz de otras ciencias y de la filosofía general, tales creencias pueden considerarse verdaderas.

Decidir esto dogmáticamente es imposible, porque no sólo las restantes ciencias y la filosofía están lejos de ser completas, sino porque actualmente las encontramos saturadas de conflictos. Las ciencias de la naturaleza desconocen por entero las presencias espirituales, y en conjunto no mantienen ningún tipo de intercambio con concepciones idealistas hacia las que, sin embargo, se inclina la filosofía general. El presunto científico es, al menos durante sus horas qua científico, tan materialista que podemos decir que en conjunto la influencia de la ciencia arremete contra la opinión de que la religión debería ser reconocida. Y tal antipatía hacia la religión encuentra eco en la propia ciencia de las religiones; quien cultiva esta ciencia se encuentra familiarizado con tantas supersticiones viles y horribles que la presunción de que cualquier creencia que sea religiosa es probablemente falsa surge con gran facilidad. En la «comunión de plegaria» de los salvajes con deidades fetichistas nos es difícil observar qué genuina obra espiritual —a pesar de que sería una obra relativa sólo a sus oscuras obligaciones primitivas— puede ser realizada.

La consecuencia es que unas conclusiones de la ciencia de las religiones tanto pueden tender a ser adversas como favorables a la afirmación de que la esencia de la religión es verdadera. Existe una noción gravitando sobre nosotros que afirma que probablemente la religión consiste en un anacronismo; un caso de «supervivencia», una recaída atávica en un modo de pensamiento que la humanidad, en sus ejemplos más señeros, ha superado, y nuestros actuales antropólogos hacen bien poco por contrarrestar esta teoría.

Esta opinión se encuentra tan extendida actualmente que debo considerarla explícitamente antes de pasar a mis conclusiones. La denominaremos «teoría de la supervivencia», para ser breves.

El centro alrededor del cual la vida religiosa, tal como la hemos considerado, se mueve es el interés del individuo por su destino personal y privado. Resumiendo, pues, la religión es un momento o capítulo en la historia del egoísmo humano; los dioses en los que se cree —tanto por los primitivos como por los hombres intelectualmente disciplinados— tienen en común reconocer la llamada personal; el pensamiento religioso se realiza en términos de personalidad, siendo esto para el mundo de la religión el hecho único y fundamental. Actualmente, como en cualquier tiempo anterior, el individuo religioso exige que la divinidad se reúna con él a partir de sus intereses personales.

Por otra parte, la ciencia ha acabado repudiando por completo el punto de vista personal. Cataloga sus elementos y registra sus leyes con indiferencia absoluta hacia lo que pueda ser demostrado y construye sus teorías sin importarle demasiado si están o no relacionadas con las preocupaciones humanas. A pesar de que el científico puede profesar una religión y ser teísta en sus horas ociosas, han pasado ya los días en los que se podía afirmar que para la ciencia «los cielos manifiestan la gloria de Dios y el firmamento muestra su obra». Nuestro sistema solar, con sus armonías, es visto ahora como un caso accidental de un tipo determinado de equilibrio en el movimiento celeste, alcanzado mediante un azar local en la espantosa soledad de mundos donde no puede existir la vida. En un espacio de tiempo que como intervalo cósmico apenas contaría como una hora y dejaría de existir. La noción darviniana de la producción por casualidad, y la destrucción subsiguiente, acelerada o retardada, puede aplicarse tanto a hechos más amplios como más reducidos. Es imposible, dado el carácter actual de la imaginación científica, encontrar en los movimientos de los átomos cósmicos tanto si actúan a escala universal como individual, nada al margen de una alternancia sin objetivo, actúa o no, que tampoco alcanza una historia propia y no ofrece resultado alguno. La Naturaleza no manifiesta una tendencia final verificable hacia la cual sea posible sentir simpatía. La mentalidad científica en estos momentos continúa el vasto ritmo procesual de forma que parece anularse a sí misma. Los libros de teología natural que gustaron a los intelectuales de tiempos de nuestros abuelos nos parecen rotundamente grotescos[334], al representar, como lo hacían, un Dios que adecuaba las cosas mayores de la naturaleza a nuestros más insignificantes deseos. El Dios que la ciencia reconoce ha de ser exclusivamente de leyes universales, un Dios que negocia al por mayor y no al detalle. No puede acomodar sus procesos a la conveniencia de los individuos. Las olas de espuma que cubren un mar en tempestad representan episodios huidizos, hechos y deshechos por la fuerza del viento y del agua. Nuestros yo privados son como esas olas, epifenómenos, como Clifford me parece los llama ingeniosamente; su destino no pesa apenas y nada determinan en las inexorables corrientes de los acontecimientos del mundo[335].

Observaréis cómo es habitual desde este punto de vista tratar la religión como algo encaminado a la supervivencia ya que, de hecho, perpetúa las tradiciones del pensamiento más primitivo. Coartar los poderes espirituales, o encuadrarlos y ponerlos de nuestra parte, fue durante mucho tiempo el gran objetivo de nuestros tratos con el mundo. Para nuestros antepasados, los sueños, las alucinaciones, las revelaciones y las historias fantásticas estuvieron inextricablemente mezcladas con los hechos. Hasta una fecha relativamente reciente, distinciones como aquéllas entre lo que resulta verificable y aquello que sólo es conjetura, entre lo impersonal y los aspectos personales de la existencia, apenas se concebían ni imaginaban. Cualquier cosa que imagináramos vívidamente, cualquier cosa que pensáramos fuese verdadera, la afirmábamos con firmeza y cualquier cosa que afirmásemos era creída por nuestros compañeros. Verdad era aquello que no presentaba contradicción y la mayoría de las cosas se aceptaban desde el punto de vista de su sugestibilidad humana, destinándose la atención exclusivamente a los aspectos estéticos y dramáticos de los acontecimientos. ¿Cómo podría, en efecto, haber sido de otra manera? El extraordinario valor de la explicación y la previsión, del modelo de pensamiento matemático y mecánico que la ciencia utiliza fue un resultado que no podía preverse. El peso, el movimiento, la velocidad, la dirección, la posición precisa ¡qué ideas tan estrechas, pálidas y poco interesantes! ¿Cómo podrían los aspectos animistas más ricos de la Naturaleza, las peculiaridades y rarezas que tornan a los fenómenos pintorescamente sorprendentes o expresivos, dejar de ser singularizados y perseguidos por la filosofía como el camino más prometedor para el conocimiento de la vida natural? Ahora bien, es precisamente en todos estos aspectos más ricos, animistas y dramáticos, en los que habita la religión; es el terror y la belleza de los fenómenos, la «promesa» del alba y el arco de San Martín, la «voz» de trueno, la «amabilidad» de la lluvia de verano, la «sublimidad» de las estrellas, y no las leyes físicas por las que todos estos casos se rigen, las que todavía impresionan al espíritu religioso, y como siempre, el hombre devoto dirá que en la soledad de su habitación o de los campos encuentra todavía la presencia divina; los raudales de ayuda como respuesta a sus plegarias se lo confirman, y los sacrificios en nombre de esta realidad no perceptible le llenan de seguridad y paz.

Puro anacronismo, afirma la teoría de la supervivencia; anacronismo cuyo remedio requerido constituye la desantropomorfización de la imaginación. Cuanto menos mezclemos lo privado con lo cómico más permaneceremos en términos universales e impersonales y más verdaderamente seremos herederos de la ciencia.

A pesar del atractivo de la impersonalidad de la actitud científica para un cierto temperamento, creo que es bastante superficial y puedo exponer mi argumento en pocas palabras. Afirma que mientras tratemos con lo cósmico y general tratamos sólo con los símbolos de la realidad, pero en la medida en que tratemos con los fenómenos privados y personales como tales, tratamos con realidades en el sentido más completo del término. Me parece que puedo aclarar fácilmente lo que pretendo decir con estas palabras.

El mundo de nuestra experiencia se escinde siempre en dos apartados, uno objetivo y otro subjetivo; de los cuales el primero puede ser incalculablemente más amplio que el último, y este último jamás puede ser omitido o suprimido. La parte objetiva consiste en la suma total de todo lo que podamos pensar en un momento dado; la subjetiva es el estado interior en el que el pensamiento discurre. Lo que pensamos puede ser desmedido, por ejemplo los tiempos y espacios cósmicos, mientras que el estado íntimo puede consistir en la más fugitiva e insignificante actividad de la mente. Con todo, los objetos cósmicos cuando los proporciona la experiencia sólo consisten en retratos ideales de alguna cosa, la existencia de la cual no poseemos interiormente, sino que apenas la señalamos exteriormente, mientras que el estado interior constituye nuestra experiencia en sí; su realidad y la de nuestra experiencia son una misma cosa.

Un terreno consciente más su objeto, sentido o pensado, más una actitud hacia el objeto, más el sentido de un yo al que la actitud pertenece —una parte de la experiencia personal tan concreta puede ser sólo una pequeña parte, pero sólida mientras dura. No se trata de un elemento de la experiencia abstracto y vacío como ocurre con el «objeto» cuando lo consideramos a solas. Se trata de un hecho completo aunque sea un hecho insignificante, del tipo al que todas las realidades deben pertenecer, por el que discurren todas las corrientes motoras del mundo y conecta entre sí todos los acontecimientos reales. Esta sensación, que no es posible compartir, que cada uno de nosotros ejerce sobre una pizca del destino individual, según se percibe privadamente rodando en la rueda de la fortuna, puede ser menospreciada por su egoísmo, puede ser escarnecida como no científica, pero consiste en aquello que satura la medida de nuestra realidad concreta, y cualquier presunta existencia que no poseyese este sentimiento o su análogo sería una existencia a medias[336]. Si esto fuese verdad sería absurdo que la ciencia afirmase que los elementos egoístas de la experiencia deberían ser suprimidos. El eje de la realidad sólo penetra lugares egotísticos, ensartados como un rosario; pero describir el mundo con todos los más diversos sentimientos de aquella porción del destino individual, dejando fuera de la descripción todas las actitudes espirituales —siendo tan susceptibles de descripción como cualquier otra cosa— sería ofrecer una factura impresa del precio como equivalente de una sólida comida. La religión no realiza tal disparate; la religión del individuo puede ser egoísta y aquellas realidades privadas con las que tiene contacto pueden resultar bastante estrechas; sin embargo, siempre resultará infinitamente menos vacía y abstracta que una ciencia que se enorgullece de no tomar en cuenta nada privado.

Una factura del coste, con un grano de uva en lugar de la palabra «uva», con un huevo real en vez de la palabra «huevo» puede resultar un presente inadecuado, pero al menos sería un principio de realidad. La pretensión de la teoría de la supervivencia de que deberíamos aferrarnos a los elementos impersonales exclusivamente se parece a la afirmación de que deberíamos sentirnos satisfechos simplemente con la cruda factura del coste. Por consiguiente, pienso que de cualquier modo que pudiéramos responder a las cuestiones particulares relacionadas con nuestro destino individual, sólo reconociéndolas como cuestiones genuinas y viviéndolas en la esfera del pensamiento donde actúan podremos alcanzar la profundidad. Pero vivir así es ser religioso; por ello rechazo sin titubeo la teoría de la supervivencia de la religión que se presenta fundamentada en un grave error. No dio resultado porque nuestros antepasados cometieron tantos errores y los mezclaron con la religión a tal nivel que dejaron de ser religiosos[337]. Siendo religiosos nos afirmamos en posesión de una realidad última en aquellos únicos puntos en los que la realidad exige protección; en definitiva, nuestra responsabilidad se sitúa en nuestro destino privado.

Ahora veréis por qué he sido tan individualista en estas conferencias y por qué parecía tan inclinado a reconsiderar los elementos sentimentales en la religión y a subordinar su componente intelectual. La individualidad está basada en el sentimiento, y los entresijos del sentimiento, los estratos más oscuros del carácter, más ciegos, son los únicos lugares del mundo en los que podemos encontrar, a la par que se produce, el hecho real, y percibir directamente cómo los acontecimientos ocurren y cómo se ejecutan realmente las cosas[338]. Comparado con este mundo de vívidos sentimientos individualizados, el mundo de los objetos generalizados que el intelecto contempla no tiene solidez ni vida. Al igual que en las películas estereoscópicas visionadas fuera del instrumento, la tercera dimensión, el movimiento, el elemento vital, desaparecen. Obtenemos una preciosa película de un tren expreso que presuntamente se mueve, pero ¿en qué lugar de la película —como sostiene un amigo— se encuentra la energía o las cincuenta millas por hora?[339]

Entonces, pues, estamos de acuerdo en que la religión, al ocuparse de los destinos personales y mantenerse así en contacto con las únicas realidades absolutas que conocemos, ha de representar necesariamente un papel eterno en la historia humana. La segunda cosa a decidir es lo que revela sobre esos destinos particulares, o si de hecho revela algo lo bastante diferenciado como para ser considerado un mensaje general para la humanidad. Como bien veis, hemos concluido los preliminares, y puedo comenzar el resumen final.

Me doy cuenta perfecta de que después de los palpitantes documentos citados y de todas las perspectivas de carácter emotivo y creencial que las anteriores conferencias postularon, el escueto análisis al que a continuación me dedicaré puede pareceros a muchos de vosotros un auténtico anticlímax, una merma y malversación del tema en lugar de un crescendo en intereses y resultados. Ya he advertido que la actitud religiosa de los protestantes resulta empobrecedora para la imaginación católica; me temo que mi último resumen del tema todavía os lo parecerá más. Al respecto os ruego recordéis este punto: en esta parte del tema estoy intentando expresamente reducir la religión a sus términos más elementales, a aquel mínimo, libre de excrecencias individualistas que, integrado por todas las religiones en su núcleo fundamental, nos permite suponer que todas las personas religiosas estarán de acuerdo. Una vez establecido este punto deberíamos alcanzar un resultado posiblemente pequeño, pero sólido al menos, alrededor del cual poder injertar las más audaces creencias adicionales a las que los individuos se arriesgan, que serán tan amplias como queráis. Aplaudiré mi propia supercreencia (que será, lo confieso, algo pálida, como corresponde a un filósofo crítico) y espero que añadáis las vuestras y de este modo nos encontremos de nuevo en el variado mundo de las construcciones religiosas concretas. De momento, permitidme proseguir austeramente la parte analítica del trabajo.

Son determinantes de la conducta tanto el pensamiento como el sentimiento, y una misma conducta puede quedar determinada por el sentimiento o por el pensamiento. Cuando examinamos el campo de la religión nos encontramos con que gran variedad de pensamientos han prevalecido; pero los sentimientos, por una parte, y la conducta por la otra, fueron casi siempre los mismos ya que los santos estoicos, los cristianos y los budistas vivieron de forma prácticamente indiscernible y aunque la religión genera teorías variables éstas son secundarias, de manera que si queremos apropiarnos de su esencia tendremos que considerar los sentimientos y la conducta como elementos estables. Es siempre entre estos dos elementos donde se produce el cortocircuito en el que concluyen los asuntos fundamentales, mientras que las ideas, símbolos y demás instituciones establecen vías de circunvalación que pueden ser consideradas como mejoras y perfecciones —que incluso algún día podrán unirse al sistema armónico—, pero que no deben ser consideradas órganos con función indispensables y necesaria para que la vida religiosa continúe. Ésta parece ser la primera conclusión que podemos obtener de los fenómenos recapitulados. El próximo paso consistirá en caracterizar los sentimientos. ¿A qué orden psicológico pertenecen?

El resultado es siempre aquello que Kant denomina una afección «esténica»: una excitación de carácter gozoso, expansivo, «dinamogénico» que, como cualquier tónico, estimula nuestros poderes vitales. En casi todas mis conferencias, pero particularmente en las que tratan de la conversión y la santidad, vimos cómo toda emoción se sobreponía a la melancolía temperamental proporcionando pasividad al sujeto, entusiasmo, sentido o encantamiento y fascinación a los objetos comunes de la vida[340]; el nombre de «estado de fe» con que el profesor Leuba lo designa es bastante apropiado[341]. Se trata de una condición tanto biológica como psicológica, y Tolstoi es del todo preciso al clasificar la fe entre las fuerzas por medio de las cuales viven los hombres[342]. La total ausencia de la misma —anhedonía—[343] significa hundimiento.

El estado de fe puede manifestar un mínimo de contenido intelectual; vimos ejemplos pertinentes en aquellos éxtasis repentinos provocados por la presencia divina o por los arrebatos místicos que describe el doctor Burke[344]. Puede ser también un simple entusiasmo vago, medio espiritual y medio vital, una conciencia y un sentimiento de que cosas grandes y maravillosas están en el aire[345].

Sin embargo, cuando un contenido intelectual positivo queda asociado con un estado de fe aparece indeleblemente grabado en la creencia[346], lo que explica la apasionada lealtad de las personas religiosas con respecto a los más pequeños detalles de sus diferentes credos. Si tomamos juntos los credos y los estados de hecho, formando «religiones», y los tratamos como a fenómenos puramente subjetivos, sin importarnos la cuestión de su «verdad», estamos obligados, en razón de su extraordinaria influencia sobre la acción, a clasificarlos entre las funciones biológicas más importantes de la humanidad. Su efecto estimulante y anestésico es tan grande que el profesor Leuba, en un reciente artículo[347] se atreve a ir aún más lejos y afirma que en tanto los hombres puedan utilizar su Dios les importa muy poco quién sea, e incluso si es. «La verdad del problema puede exponerse de esta forma —dice Leuba— Dios no es conocido, no es comprendido, es simplemente utilizado, a veces como proveedor material, a veces como soporte moral, a veces como amigo, a veces como un objeto de amor. Si demuestra su utilidad la conciencia religiosa no exige nada más. ¿Existe Dios realmente? ¿Cómo existe? ¿Qué es?, son preguntas irrelevantes; no es a Dios a quien encontramos en el análisis último del fin de la religión, sino la vida, mayor cantidad de vida, una vida más larga, más rica, más satisfactoria. El amor a la vida, en cualquiera y en cada uno de sus niveles de desarrollo, es el impulso religioso»[348].

Por consiguiente, en esta valoración puramente subjetiva, la religión debe ser considerada de alguna manera vindicada frente a los ataques de sus críticos, y parece que no puede tratarse de un simple anacronismo y supervivencia, sino que debe ejercer una función permanente, poseyendo o no un contenido intelectual y siendo éste, si tiene alguno, verdadero o falso.

A continuación avanzaremos más allá del punto de vista de la utilidad meramente subjetiva, para investigar el contenido intelectual.

Primero, ¿existe bajo todos esos credos discrepantes un núcleo común al que testimonian de manera unánime?

Segundo, ¿debemos considerar el testimonio verdadero?

De entrada, contestaré afirmativamente a la primera cuestión de la forma inmediata; los dioses y dogmas de las diversas religiones se anulan mutuamente, pero existe una determinada liberación uniforme en la que coinciden todas las religiones. Consiste en dos partes:

1. Una sensación de inquietud.

2. Su solución.

1. La inquietud, la sensación de inquietud, reducida a sus términos más simples, consiste en sentir personalmente que hay algo que no va bien en nosotros.

2. La solución pasa por la sensación de quedar liberados de aquello que no va bien mediante la conexión adecuada con los poderes superiores.

En aquellos espíritus más desarrollados, que aquí estamos estudiando, la cosa que no va bien toma carácter moral y la salvación presenta un matiz místico. Me parece que nos mantendremos dentro de los límites de lo que es común a todas estas mentalidades si formulamos la esencia de su experiencia religiosa en términos como éstos: el individuo siempre que sufre por algo que no va bien lo censura; y al llegar a este punto se sitúa por encima del problema y al menos probablemente en contacto con algo superior, si es que existe algo superior. Junto a esta parte que no funciona hay otra mejor, a pesar de que puede resultar sólo un germen indefenso. Con qué parte habría de identificarse su ser real no es ahora en manera alguna obvio, sin embargo, cuando llega el momento señalado en el punto segundo[349] (el de la solución o salvación) el hombre identifica su ser real con la parte superior más genuina de sí mismo y lo hace de la manera siguiente. Se hace consciente de que su parte superior es de carácter fronterizo y continúa con un MAS cualitativamente idéntico con él que actúa en el universo exterior a él y con el que puede mantenerse en contacto activo, y de alguna manera, comprometerse y salvarse cuando su ser inferior se haya hecho trizas en el naufragio.

Me parece que todos los fenómenos pueden ser correctamente descritos en estos términos generales tan simples[350]. Teniendo en cuenta el yo dividido y la lucha, implican el cambio del centro personal y la rendición incondicional del yo inferior; expresan la apariencia de exteriorización del poder que les ayuda y justifican nuestro sentido de unión con él[351]; asimismo justifican plenamente nuestros sentimientos de seguridad y gozo. A buen seguro no hay documento alguno autobiográfico, entre todos los que he citado, al que se pueda aplicar esta descripción; debemos añadir los detalles específicos que mejor se adaptarían a distintas teologías y a diversos temperamentos personales y tendríamos entonces reconstruidas las experiencias más diferentes en sus formas individuales.

Con todo, no llega hasta allí el análisis; las experiencias no son nada más que fenómenos psicológicos, aunque es cierto que poseen importante valor biológico. La fuerza espiritual realmente crece en el sujeto que la posee; una nueva vida se le presenta y le sugiere un lugar de encuentro donde confluyen las fuerzas de los dos universos; ahora bien, eso puede ser sólo su manera subjetiva de sentir las cosas, un humor pasajero de su imaginación a pesar de los efectos producidos. A continuación paso a la segunda pregunta: ¿Cuál es la verdad objetiva de su contenido?[352]

La parte del contenido con referencia a la cual se establece propiamente la pregunta sobre la verdad es aquel «MÁS cualitativamente idéntico» con el que nuestro yo superior, en la experiencia, parece entrar en una relación armoniosa y activa. ¿Este «más» se trata simplemente de una idea nuestra o existe realmente? ¿Actúa igualmente que existe? y ¿de qué forma debemos concebir esta «unión» de la que están tan convencidos los espíritus religiosos?

Para responder a todas estas preguntas las diversas teologías desarrollan su obra teórica poniendo a la luz sus divergencias. Todas coinciden en que el «más» existe, pero mientras que unas afirman que existe en forma de dios o dioses personales, otras entienden que además de existir actúa y que es cualquier corriente ejercida en sentido positivo desde el momento en que el hombre deja su propia vida en sus manos. Las diferencias aparecen más claramente cuando tratan sobre la experiencia de «unión». Sobre este problema el panteísmo y el teísmo, la naturaleza y el renacimiento, las obras, la gracia y el Kharma, la inmortalidad y la reencarnación, el racionalismo y el misticismo, sostienen una inveterada disputa.

Al final de la conferencia sobre filosofía[353] apunté la idea de que una ciencia imparcial de las religiones tamizaría del núcleo de sus discrepancias un cuerpo doctrinal común que podría también formularse en términos a los que la ciencia física no tendría nada que objetar. Todo eso, afirmé, no debería adoptarse simplemente como su propia hipótesis conciliadora y recomendarla a los creyentes. Asimismo adelanté que en la última conferencia intentaría enmarcar tal hipótesis.

Ha llegado el momento de hacerlo. Todo aquel que dice «hipótesis» renuncia a la ambición de ser coercitivo en sus argumentos. Todo lo que puedo hacer, por consiguiente, es ofrecer algo que se adecúe con los hechos tan fácilmente que en pura lógica científica no se encuentre ningún pretexto plausible para vetar la tentación de darlo por cierto.

El «más», como lo hemos denominado, y el significado de nuestra «unión» con él constituyen el núcleo de nuestra investigación. ¿En qué descripción definida pueden traducirse estas palabras y qué hechos definitivos representan? No serviría de nada ponernos improvisadamente a definir el «más» como Jehová, y la «unión» como un supuesto de la justicia de Cristo, porque sería injusto para las otras religiones, y, como mínimo, desde nuestra posición se trataría de una supercreencia.

Comenzaremos utilizando nuevos términos menos particularizadores y ya que uno de los deberes de la ciencia de las religiones consiste en mantener la religión en contacto con el resto de la ciencia, actuaremos correctamente si buscamos ante todo una forma de describir el «más» que sea reconocida también como existente por los psicólogos. El yo subconsciente es actualmente una entidad psicológica acreditada y creo que en ella encontramos exactamente el término mediador requerido. Al margen de todas las consideraciones religiosas, real y literalmente, existe más vida en el alma que la que en cualquier momento podemos apreciar. La exploración del terreno transmarginal apenas ha sido comenzada todavía; sin embargo, lo que M. Myers afirmó en 1892 en su ensayo sobre la conciencia subliminal[354] es tan cierto hoy como cuando se escribió: «Cada uno de nosotros es en realidad una entidad psíquica perdurable bastante más amplia de lo que se cree —una individualidad que nunca puede expresarse completamente a través de manifestación alguna corpórea. El yo se manifiesta por medio del organismo, pero queda siempre alguna parte del yo no manifiesta, y algún poder de expresión orgánica en suspensión o reserva»[355]. Buena parte del contenido de este amplio fondo contra el que nuestro ser consciente se rebela es insignificante: los recuerdos imperfectos, las asociaciones tontas, las más inhibitorias timideces, los fenómenos «disolventes» de diversos tipos —como los llama Myers— se encuentran allí ampliamente. Sin embargo, parecen también tener su origen allí muchas de las actuaciones del genio, y en nuestro estudio de la conversión, de las experiencias místicas y de la plegaria vimos qué parte tan sorprendente ostentan tales realidades en la vida religiosa.

Así pues, dejadme que proponga como hipótesis, sea lo que sea, en su rincón más alejado, el «más» con el que nos sentimos vinculados en las experiencias religiosas que es, en su sentido más cercano, la continuación subconsciente de nuestra vida consciente. Comenzando así con un hecho psicológico reconocido, como fundamento, parece que conservamos cierto contacto con la «ciencia» que la teología ordinaria no tiene. Al propio tiempo, la afirmación de los teólogos de que el hombre religioso es dirigido por un poder externo puede replantearse, ya que una de las peculiaridades de la incursión desde la región subconsciente es que toma aspectos objetivos y que sugiere al propio sujeto un control externo. En la vida religiosa el control se percibe como «superior», pero como en nuestra hipótesis son principalmente las facultades superiores de nuestra propia y no visible mente las que controlan, el sentimiento de unión con el poder del más allá es un sentimiento de alguna cosa no simplemente aparente sino literalmente verdadera.

Esta perspectiva analítica parece la mejor para una ciencia de las religiones, ya que ejerce de mediadora entre numerosos puntos de vista diferentes. Con todo, sólo es una vía, y las dificultades se presentan de inmediato cuando la utilizamos y nos preguntamos a dónde nos conduce nuestra conciencia transmarginal si la seguimos hasta el punto más remoto. Comienzan aquí las supercreencias, el misticismo, el éxtasis de la conversión; el vedantismo y el idealismo trascendental presentan sus interpretaciones monistas[356] y nos sugieren que el yo finito se unifica con el yo absoluto, ya que siempre había sido uno con Dios e idéntico con el alma del mundo[357]. Aquí aportan los profetas de todas las religiones sus visiones, voces, éxtasis y otras premoniciones, que cada uno supone que legitiman su fe particular.

Aquellos de nosotros que no resultemos particularmente favorecidos con tan especificas revelaciones debemos quedar totalmente al margen y, al menos de momento, decidir que, ya que sostenemos doctrinas teológicas incompatibles, se neutralicen éstas mutuamente y no proporcionen claros resultados. Si los perseguimos, o si seguimos teorías simplemente filosóficas y abrazamos el panteísmo monista en terrenos no místicos, lo hacemos en ejercicio de nuestra libertad individual, y construimos nuestra religión de la manera más congruente con nuestras predisposiciones personales, entre estas predisposiciones las de carácter intelectual constituyen una parte decisiva. A pesar de que la cuestión religiosa es primariamente una cuestión vital, se trata de vivir o no vivir en la unión superior que se nos ofrece como una dádiva, la conmoción espiritual en la que ese don aparece frecuentemente no se presentará en individuos concretos hasta que determinadas creencias intelectuales o ideas que le perturben queden rectificadas[358]. Ideas que resultarán así esenciales para la religión del individuo —que es lo mismo que decir que las supercreencias en diversas direcciones son absolutamente indispensables y que deberíamos tratarlas con delicadeza y tolerancia siempre que ellas mismas no sean intolerantes. Como he dicho en algún otro lugar, las cosas más interesantes y valiosas acerca del hombre son frecuentemente sus supercreencias.

Dejándolas aparte y limitándonos a lo que es común y genérico, observamos, en el hecho de que la persona consciente es secuencia de un yo más amplio a través del cual llegan las experiencias de salvación[359], un contenido de experiencia religiosa positivo que, me parece, es literal y objetivamente verdadero. Si ahora paso a establecer mi propia hipótesis sobre los límites más alejados de esta extensión de nuestra personalidad, estaré presentando mi propia supercreencia —aunque sé que a algunos de vosotros os parecerá una triste subcreencia— para la que sólo puedo pedir la misma indulgencia que en el caso inverso concederé a la vuestra.

Los límites más alejados de nuestro ser se sumergen, al parecer, en otra dimensión de existencia que no es la del mundo puramente sensitivo y «comprensible», denominada ahora la región mística o sobrenatural, como gustéis. Mientras que nuestras tendencias ideales se originan en esta región y allí permanecen de una forma más íntima que aquella por la que forman parte del mundo visible, ya que pertenecen en un sentido más profundo al mismo lugar al que pertenecen nuestros ideales. Con todo, la región no visible en cuestión no es simplemente ideal, ya que produce efectos en este mundo. Cuando convergemos con ella, actúa sobre nuestra personalidad convirtiéndonos en hombres nuevos, siguiéndose importantes consecuencias para la conducta en el mundo natural como secuela de nuestro cambio regenerativo[360]. Por consiguiente, lo que produce efectos en otra realidad debe ser denominado también realidad, de forma que pienso no tenemos excusa filosófica alguna para denominarlo algo no visible o mundo irreal, místico.

Dios es la apelación natural, como mínimo para nosotros cristianos, para la realidad suprema; en consecuencia, designaré esta parte superior del universo con el nombre de Dios[361]. Nosotros y Dios tenemos tratos en común, y al abrirnos a su influencia nuestro destino más profundo se realiza. El universo, en aquellas partes constituidas por nuestro ser personal, cambia genuinamente mejorando o empeorando proporcionalmente a cómo cada uno de nosotros cumpla o eluda la voluntad divina. Siempre que esto sea sí, probablemente afirmaréis conmigo, ya que sólo traduzco a un lenguaje esquemático, lo que podría llamarse la creencia instintiva de la humanidad: Dios es real desde el momento en que produce efectos reales.

Los efectos reales en cuestión admitidos se ejercen en los centros de energía de los diversos individuos, pero la fe espontánea de la mayoría de ellos conduce a que abracen una esfera más amplia que ésta. La mayoría de los hombres religiosos creen (o «saben» si de místicos se trata) que no sólo ellos sino el universo entero de los seres para los que Dios está presente, se encuentra seguro en sus paternales manos. Existe un sentido, una dimensión, en la que se encuentran absolutamente seguros, en la que todos estamos salvados a pesar del umbral del infierno y de todas las apariencias terrenas adversas; la existencia de Dios garantiza un orden ideal que será preservado perennemente. En realidad este mundo puede algún día quemarse o congelarse, pero siempre será parte de este orden; los bellos ideales con toda seguridad serán transportados a otro lugar para florecer de forma que, donde está Dios, la tragedia es sólo provisional y parcial y el naufragio y la disolución no acontecen nunca de manera absoluta y final. Sólo cuando la fe avanza con relación a Dios, y cuando son anunciadas las más remotas consecuencias objetivas, la religión se torna totalmente libre de la inmediata y primaria experiencia subjetiva y pone en juego una auténtica hipótesis. Una buena hipótesis, en el ámbito de la ciencia, debe poseer otras propiedades distintas a las del fenómeno que ha de explicar, en caso contrario no será suficientemente estimulante. Dios, pretendiendo indicar con esa palabra sólo lo que pertenece a la experiencia de unión del hombre religioso, no alcanza a ser una hipótesis de este orden tan útil; debe establecer unas relaciones cósmicas más amplias para justificar la confianza y la paz absoluta del individuo.

Que el Dios personal, comenzando por el lado más próximo de nuestro yo extramarginal, hasta llegar a establecer relaciones con su margen más remoto, sea el soberano absoluto es una supercreencia muy atrevida. Esta supercreencia, sin embargo, es un artículo básico de la religión de casi todo el mundo; la mayoría de nosotros pretende consolidarla, de alguna manera, como fundamento de nuestra filosofía; pero la propia filosofía se sostiene en esa fe, que es algo así como decir que la religión, en su más completo ejercicio de funciones, no es una simple clasificación de hechos ya explicados en algún otro lugar, no es una simple pasión, como el amor, que mira las cosas bajo una luz rosada. Realmente, es algo más porque también postula hechos nuevos; el mundo interpretado religiosamente no es sólo la otra cara del mundo materialista, con un aspecto subvertido, sino que debe poseer por encima de la expresión alterada una constitución natural diferente de alguna manera de aquella que presentaría un mundo materialista. Debe ser de tal modo que se puedan esperar realidades diferentes, y requerir conductas diferentes.

Esta visión completamente «pragmática» de la religión, en la realidad ha sido sostenida por los hombres comunes como algo que no tiene nada de particular; interpolaron los milagros divinos en el terreno de la naturaleza, construyeron un cielo más allá de la tumba y sólo los metafísicos trascendentales pensaron que sin añadir ningún detalle concreto a la naturaleza y sin salir de ella, denominándola simplemente expresión del espíritu absoluto, se la hacía más divina. Creo que la manera pragmática de tomar la religión es la más profunda: le proporciona un cuerpo y un alma, le permite reivindicar, como todo lo real ha de hacerlo, una serie de hechos característicos propios. Yo no sé cuáles son los hechos más característicamente divinos, al margen de la singular afluencia de energía en el estado de fe y en el estado de plegaria, pero la supercreencia en la que estoy a punto de aventurarme personalmente es que existen. Toda mi educación pretende persuadirme de que el mundo de nuestra conciencia actual sólo es uno de los muchos mundos de conciencia que existen y que esos otros mundos deben contener experiencias que poseen un significado cabal para nuestra vida; y a pesar de que, por lo general, sus experiencias y las de este mundo sean discontinuas, ambas se hacen continuas en determinados puntos donde se filtran energías superiores. Siendo leal en la medida de lo posible a esta supercreencia, me considero a mí mismo más entero y más verdadero. Naturalmente puedo situarme en la actitud sectaria científica y pensar que las sensaciones, las leyes y los objetos pueden serlo todo; pero si lo hago siento aquella advertencia interior de que habla W. K. Glifford que murmura «¡Tonterías!». La hipocresía es hipocresía, aunque lleve un nombre científico, y la expresión total de la experiencia humana, tal como la entiendo objetivamente, me empuja inexorablemente más allá de los estrechos límites «científicos». A buen seguro el mundo real es de una fibra por entero diferente —construido de manera más intrincada de lo que la ciencia física permite. En última instancia, mi conciencia objetiva y subjetiva me transportan hacia la supercreencia que postulo. ¿Quién sabe si la lealtad de los individuos aquí abajo a sus pobres supercreencias no ayudarán a Dios a ser más leal en sus tareas superiores?