Conferencia VI y VII.
El alma enferma
En el último encuentro consideramos el temperamento de mentalidad sana como aquel que presenta una incapacidad constitucional para el sufrimiento prolongado, y en el que la tendencia a ver las cosas de una manera optimista es como el agua de cristalización en la que se establece el carácter del individuo. Veíamos cómo este temperamento puede convertirse en el fundamento de un tipo de religión peculiar, una religión donde el bien, incluso el bien de la vida de este mundo, es considerado como lo esencial que todo ser racional debe intentar alcanzar. Esta religión nos lleva a desentendernos de los peores aspectos del universo negándonos sistemáticamente a aceptarlos o darles demasiada importancia, ignorándolos en nuestros cálculos e incluso, a menudo negando completamente que existan. El mal es una enfermedad, y padecer a causa de una enfermedad es una forma adicional de enfermedad que se suma a la enfermedad original. Incluso el arrepentimiento y el remordimiento, afecciones que entran en el carácter de los ministros del bien, pueden ser sólo impulsos enfermizos y enervantes. El mejor arrepentimiento es aprestarse y trabajar por la justicia y olvidar que alguna vez se ha estado en relación con el pecado.
La filosofía de Spinoza está entretejida de este tipo de mentalidad sana, y éste ha sido uno de los grandes secretos de su fascinación. Quien es guiado por la razón, según Spinoza, también lo es por la influencia del bien sobre su mente; el conocimiento del mal es un conocimiento «inadecuado», excepto para mentes serviles; por eso Spinoza condena categóricamente el arrepentimiento. Cuando el hombre comete errores, dice:
«Se puede esperar que los tormentos de la conciencia y el arrepentimiento le ayuden a volver al recto camino y, por consiguiente, puede concluirse (como cada uno suele hacer) que estas afecciones son buenas. Mas si miramos la cuestión de cerca encontraremos que no sólo no son buenas, sino que, al contrario, se trata de pasiones perversas y nocivas; porque es manifiesto que siempre podemos obrar mejor si nos guiamos por la razón y el amor a la verdad que por el escrúpulo de conciencia y el remordimiento, que son malos y perjudiciales en la medida en que constituyen un género particular de tristeza, y ya he probado las desventajas de la tristeza, y he demostrado que deberíamos luchar por mantenerla fuera de nuestras vidas. Deberíamos esforzarnos, ya que la intranquilidad de la conciencia y el remordimiento son de esa complexión, por rehuir y evitar semejantes estados de ánimo»[65].
En el seno del cristianismo, el arrepentimiento de los pecados ha sido el acto religioso fundamental y la mentalidad sana siempre se ha presentado en su versión más suave. Arrepentirse, según los cristianos de mente sana, quiere decir escapar del pecado, no lamentarse y torturarse por haberlo cometido. La práctica católica de la confesión y la absolución es, en uno de sus aspectos, poca cosa más que un método sistemático de conservar la mentalidad sana. Por medio de la confesión las cuentas de un hombre con el mal son periódicamente saldadas y verificadas, y así puede comenzar una nueva página sin ninguna vieja deuda. Cualquier católico nos dirá cómo se siente de limpio, fresco y libre después de la operación purificadora. Martín Lutero no pertenecía en modo alguno al tipo de mentalidad sana en el sentido radical en que la hemos tratado, y rechazaba la absolución sacerdotal del pecado. Pero sobre este tema del arrepentimiento tenía algunas ideas muy de mentalidad sana, debidas sobre todo a la amplitud de su concepción de Dios.
«Cuando era fraile —dice— pensaba que estaba completamente marginado si alguna vez sentía la lujuria, es decir, si sentía una mala inclinación: la lujuria, el odio, la ira o la envidia hacia algún hermano. Probé muchas maneras de ayudar a calmar mi conciencia, pero no era posible, porque la concupiscencia y la lujuria volvían, de forma que no podía reposar; siempre me encontraba atormentado por estos pensamientos: has cometido este o aquel pecado, estás infectado por la envidia, la impaciencia y demás pecados; has entrado en vano en esta orden santa, y todas tus buenas obras son inútiles. Si hubiese entendido bien entonces estas palabras de san Pablo: “La carne desea lo contrario que el Espíritu, y el Espíritu lo contrario que la carne, y están siempre en lucha uno contra otro, de manera que no puedes hacer lo que deseas”, no me habría atormentado tan miserablemente, sino que habría pensado y repetido a mí mismo, como a menudo hago ahora: “Martín, no estarás completamente sin pecado porque eres carne, por eso sentirá siempre esta lucha”. Recuerdo que Staupitz tenía la costumbre de decir: “He jurado a Dios mil veces que me convertiría en un hombre mejor, pero nunca he realizado el juramento. De ahora en adelante no haré este juramento porque he aprendido, con la experiencia, que soy incapaz de cumplirlo. A menos que Dios me fuese favorable y misericordioso por el amor de Cristo, no seré capaz, con todos mis votos y todas mis buenas obras, de presentarme ante Él”. No se trataba únicamente de desesperación verdadera, sino también piadosa y santa, y quienes sean salvados deberían confesar lo mismo de palabra y corazón. Porque el piadoso no cree en su virtud. Miran a Cristo como el reconciliador que ofrece su vida por sus pecados. Además, saben que la permanencia del pecado no servirá para acusarles, sino que les será perdonado libremente; no obstante, luchan con el espíritu contra la carne con tal de no satisfacer los deseos de ésta, y aunque sienten que la carne se enardece y se rebela, y que ellos mismos caen a menudo en el pecado por flaqueza, no se descorazonan ni piensan, en consecuencia, que su estado y tipo de vida y las obras que han hecho según su vocación disgustan a Dios, sino que se sobreponen por la fe»[66].
Una de las herejías por la cual los jesuitas condenaron tan abominablemente a aquel genio espiritual, Molinos, mentalmente sano, era su opinión sobre el arrepentimiento:
«Cuando caes en falta, sea del tipo que sea, no te preocupes ni te aflijas por haberlo hecho. Porque hay partes de nuestra frágil naturaleza tocadas por el Pecado Original. El enemigo común te hará creer, tan pronto como caigas en una falta, que vas errado y, por lo tanto, estás fuera del favor de Dios y, a la par, te hará desconfiar de la Gracia Divina, señalando tu miseria y agigantándola. Te hará creer que cada día tu alma se vuelve peor en lugar de mejor, mientras reincide a menudo en estos errores. ¡Oh, Alma bendita, abre tus ojos y cierra la puerta a estas sugestiones diabólicas, sabedora de tu miseria y confiando en la misericordia divina! ¿No sería un loco quien, compitiendo en una carrera, cayese en el mejor momento de la misma y se quedase en tierra gimiendo y afligiéndose por su caída? Hombre —le dirían—, no pierdas el tiempo, levántate y vuelve a la carrera, porque quien se vuelve a alzar de prisa y continúa su carrera es como si no hubiese caído. Si ves que caes una y mil veces debes usar el remedio que te ofrezco, es decir, la confianza amorosa en la misericordia divina. Ésas son las armas con las que debes luchar y vencer la cobardía y los vanos pensamientos. Éste es el medio que debes utilizar: no perder el tiempo, no inquietarte y cercenar el mal»[67].
En contraste con este punto de vista de mentalidad sana, si lo consideramos como una manera de minimizar el mal deliberadamente, hay un punto de vista radicalmente opuesto, una manera de maximizar el mal, digamos, basada en la persuasión de que los aspectos negros de nuestra vida son su esencia, y que percibimos mejor el significado del mundo cuanto más los acercamos al corazón. Debemos dedicarnos ahora a esta forma más maliciosa de entender la situación. Así como puse punto final a la última hora con una reflexión filosófica general sobre la forma de mentalidad sana de tomarse la vida, me agradaría aquí hacer una nueva reflexión filosófica antes de emprender esta tarea más gravosa. Excusad la breve demora.
Si admitimos que el mal es una parte esencial de nuestro ser y la llave para la interpretación de nuestra vida, nos abrumamos con una dificultad que siempre ha sido gravosa para las filosofías de la religión. El teísmo, fuera cuando fuese que se erigiera en filosofía sistemática del universo, ha mostrado siempre cierta desgana en dejar que Dios fuese algo menos que el TODO. En otras palabras, el teísmo filosófico ha tendido a ser panteísta o monista, y a considerar el mundo como unidad absoluta, lo que está en desacuerdo con el teísmo popular y práctico, que siempre ha sido más o menos pluralista, por no decir politeísta, y se ha mostrado muy satisfecho con un universo compuesto de múltiples principios originales, siempre que se nos permita creer que el principio divino es supremo y los otros le están subordinados. En este último caso, Dios no es necesariamente responsable de la existencia del mal; sólo lo sería si finalmente no fuese superado el mal. Pero en la visión monista o panteísta, el mal, como todo lo demás, debe tener su fundamento en Dios, y la dificultad estriba en ver cómo es eso posible si Dios es absolutamente bueno. Esta dificultad emerge en cada forma de filosofía en la que el mundo se presenta como una unidad perfecta. Esta unidad es un individuo y sus peores partes deben ser tan esenciales como las mejores, deben ser necesarias para hacer que el individuo sea lo que es, de manera que si cualquier parte desapareciera o se alterase, ya no sería aquel individuo en absoluto. La filosofía del idealismo absoluto, hoy presente con tanta pujanza en Escocia y América, debe luchar contra esta dificultad al igual que el teísmo escolástico lo hizo en su tiempo. Y aunque sería prematuro decir que no existe ninguna salida clara o fácil, la única escapatoria obvia de la paradoja consistiría en separarse de la concepción monista y dejar que el mundo existiera desde el principio de forma pluralista, como conjunto o colección de cosas y principios superiores e inferiores, más que como un hecho absolutamente unitario; porque en ese caso el mal no tendría por qué ser esencial, podría ser, y tal vez siempre lo haya sido, un fragmento independiente sin derecho racional o absoluto a vivir junto con el resto, por lo que podemos esperar que al final nos desembarazaremos de él.
Ahora bien, el evangelio de la mind-cure, tal como lo hemos descrito, da claramente su voto a esta visión pluralista. Mientras que el filósofo monista se encuentra más o menos obligado a decir, como Hegel, que todo lo que es real es racional, y que el mal como elemento requerido dialécticamente debe precisarse, conservarse y consagrarse, y debe asimismo tener una función que se le ha adjudicado en el sistema final de la verdad, la mind-cure rechaza afirmar nada semejante[68]. El mal, sostiene, es enfáticamente irracional y no se ha de precisar, ni conservar, ni consagrar, en ningún sistema final de la verdad. Es una pura abominación hacia el Señor, una irrealidad ajena, un elemento superfluo que debe ser abandonado y negado y, si es posible, suprimida y olvidada su memoria. El ideal, lejos de ser coextensivo con la realidad total, es un simple extracto de la realidad, marcado por su liberación de todo contacto con esta materia enferma, inferior y residual. Ésta es la noción que nos es planteada de manera justa y directa, a partir del hecho de que hay elementos en el universo que no pueden constituir un todo racional en conjunción con los demás elementos y que, desde el punto de vista de cualquiera de los sistemas que formen los otros elementos, sólo pueden ser considerados como simple irrelevancia y accidente, como «residuos», por decirlo así, y como cuestión fuera de lugar.
Os pido que no olvidéis esta noción, ya que aunque la mayoría de los filósofos parece olvidarla o desdeñarla demasiado para mencionarla, creo que deberemos admitir, en definitiva, que contiene un elemento de verdad. El evangelio de la mind-cure aparece así otra vez con dignidad e importancia. Hemos visto que es una religión genuina, y no una simple llamada ingenua a la imaginación para curar enfermedades; hemos visto que su método de verificación experimental no es diferente del método de cualquier ciencia, y ahora incluso la encontramos como defensora de una concepción perfectamente definida de la estructura metafísica del mundo. Espero que, a la vista de todo esto, no lamentaréis que la haya sometido tan extensamente a vuestra atención.
Digamos ahora adiós a esta forma de pensar, por un momento, y prestemos atención a aquellas personas que no pueden librarse con rapidez del peso de la conciencia del mal, pero que están destinadas fatalmente a sufrir con su presencia. Así como vimos en la mentalidad sana niveles superficiales y profundos, una felicidad parecida a la de un simple animal y tipos de felicidad regeneradora, también hay diferentes niveles de mentalidad morbosa, y unos mucho más intensos que otros. Hay personas para quienes el mal sólo significa un mal ajuste con las cosas, una correspondencia errónea entre la vida personal y el medio ambiente. Un mal de esta especie es sanable, al menos en principio, en el plano natural, ya que sólo modificando el yo o las cosas, o ambos, los dos términos se pueden ajustar y de nuevo todo resultará tan alegre como las campanas de una boda. Pero hay otras personas para quienes el mal no constituye una mera relación del sujeto con las cosas exteriores particulares, sino algo más radical y general, que no puede curar ninguna reorganización del medio ambiente ni disposición del yo íntimo, y que requiere un remedio sobrenatural. En conjunto, las razas latinas tienden a mirar el mal de la manera primera: como formado por males y pecados en plural, divisible punto por punto. Las razas germánicas tendieron más bien a pensar en el Pecado en singular y con P mayúscula, como algo constituido de manera natural e inseparable de nuestra natural subjetividad, y que no puede extirparse jamás con operaciones superficiales poco sistemáticas[69]. Estas comparaciones raciales siempre están abiertas a la excepción, pero es indudable que el tono religioso nórdico se ha inclinado a la persuasión más profundamente pesimista, y veremos que esta forma de sentir, al ser la más extrema, es la más instructiva para nuestro estudio.
La psicología reciente hace un uso frecuente de la palabra «umbral» como designación simbólica del punto donde un estado mental se convierte en otro. Así, hablamos del umbral de la conciencia de un hombre en general para indicar la cantidad de ruido, presión u otros estímulos exteriores necesaria para atraer su atención. Quien tenga un umbral elevado se dormirá en medio de cierto índice de ruido, en el que otra persona con un umbral más bajo despertaría inmediatamente. De manera similar, cuando alguien es sensible a pequeñas diferencias en cualquier tipo de sensación, decimos que tiene un «umbral diferencial» bajo, y su mente será fácilmente consciente de las diferencias en cuestión. Podemos hablar perfectamente de un «umbral de dolor», un «umbral del temor», un «umbral de la miseria» y constatar que la conciencia de algunos individuos los superan rápidamente, pero que para otros resultan demasiado altos para que su conciencia los rebase. Los optimistas y aquellos de mentalidad sana viven habitualmente en el margen soleado de su línea de miseria; los depresivos y melancólicos viven más allá, en la oscuridad y la aprehensión. Son hombres que dan la impresión de haber nacido con estrella, mientras que los otros parecen haber nacido junto al umbral del dolor, donde las irritaciones más ligeras se perciben con fatalidad.
¿No os parece que quien vive habitualmente junto al umbral del dolor debería necesitar un tipo de religión diferente de quien habita en el otro lado? Esta pregunta, sobre la relatividad de diferentes tipos de religión para diferentes tipos de necesidad, surge de manera natural en este punto y se convertirá en un problema serio antes de que concluyamos. Pero antes de enfrentarnos a él en términos generales debemos centrarnos en la tarea poco agradable de escuchar lo que las almas enfermas, como las llamaremos por contraste con las de mentalidad sana, han de decir sobre los secretos de su cautiverio, su forma peculiar de conciencia. Así, pues, damos la espalda resueltamente a los nacidos una vez y a su evangelio optimista de color azul celeste. No gritemos sin más, a pesar de las apariencias, «¡viva el universo; Dios está en el cielo, en el mundo todo va bien!»; veamos antes si la pena, el dolor, el temor y el sentimiento de desamparo humano no pueden abrirnos una visión más profunda y ponernos en las manos una clave más complicada del significado de la situación.
En primer lugar, ¿cómo pueden cosas tan inseguras como las experiencia positivas de este mundo permitirse un anclaje estable? Una cadena es tan fuerte cuanto más débil su eslabón y, después de todo, la vida es una cadena. En la existencia más sana y próspera, ¿cuántos eslabones de enfermedad, peligro y desastre se interponen? Inesperadamente, del fundo de cada fuente de placer, como dijo el poeta, surge algo amargo, un toque de náusea, de desencanto, un hábito de melancolía, indicios de una muerte presentida que, por fugitivos que puedan ser, dan la sensación de venir de la región más profunda y a menudo ostentan un poder de convicción impresionante. El murmullo de la vida se detiene con su toque, como una cuerda de piano deja de sonar cuando la sordina la detiene.
Naturalmente, la música puede comenzar de nuevo, a intervalos. Pero con ello, la conciencia de mentalidad sana queda con un sentimiento irremediable de precariedad. Es una campana resquebrajada que apenas puede, con gran esfuerzo y voluntad, coger el aire que precisa para tañer.
Incluso si imaginamos un hombre tan poseído de mentalidad sana que jamás haya experimentado personalmente ninguno de esos serios intervalos, si es reflexivo, debe generalizar y clasificar su suerte con la de los demás, y al hacerlo verá que su singularidad sólo es una oportunidad afortunada sin ninguna diferencia esencial. En cuyo caso se produce la falsa seguridad de que se trata de la estructura natural de las cosas, y entonces ¡Adiós seguridad! ¿No es esa suerte una frágil ficción? ¿Vuestra alegría no es muy semejante a la risa de un pícaro tras el éxito? ¡Si en realidad todo fuesen éxitos, aunque fuesen como éstos! Pero cojamos al hombre más feliz, el más envidiado del mundo, y nueve de cada diez veces su más íntima conciencia es de fracaso. O bien sus ideales sobre el éxito son mucho más elevados que los resultados obtenidos, o bien acaricia ideales secretos que el mundo no conoce, de los cuales sabe interiormente que carece.
Cuando un optimista animoso como Goethe puede expresarse de esta forma, ¿qué será de los hombres menos afortunados?
«No diré nada —escribe Goethe en el año 1824— contra el curso de mi existencia. Pero en el fondo sólo ha habido dolor y pesadumbre, y puedo afirmar que durante todos estos 75 años no he disfrutado de cuatro semanas de auténtico bienestar. Mi vida ha sido un perpetuo rodar de la piedra que debe volver a subir».
¿Qué hombre fue jamás tan afortunado como Lutero? Pese a ello, cuando envejeció, consideraba su vida anterior como si hubiese sido un absoluto desastre.
«Estoy completamente cansado de la vida, ruego que el Señor venga sin dilación y se me lleve de aquí. Que venga, sobre todo, con su Juicio Final. Aprestaré mi cuello, el trueno rugirá y yo reposaré». Y con un collar de ágatas blancas en la mano añadió: «¡Oh Dios, asegúrame que vendrá sin tardar! Estoy dispuesto a comerme este collar hoy para que el Juicio sea mañana». La princesa Electora, un día que Lutero cenaba con ella, le dijo: «Doctor, desearía que vivieseis cuarenta años más». «Señora —respondió él—, antes que vivir cuarenta años más, preferiría perder la oportunidad de ir al Paraíso».
Así, pues, ¡fracaso, fracaso! son las palabras que el mundo nos reitera en cada momento. Nosotros las difundimos con nuestros errores, delitos, oportunidades perdidas, con todos los testimonios de nuestra incapacidad profesional. Con qué énfasis nos destruye. Ningún fácil castigo, ninguna excusa sencilla o expiación formal satisfarán las demandas mundanas, sino que cada libra de carne debida se arranca con toda su sangre. Las más sutiles formas de sufrimiento que conoce el hombre están entreveradas con las más venenosas humillaciones.
Son experiencias humanas primeras; un proceso tan general y duradero es, evidentemente, una parte integral de la vida. «Existe, de hecho, un factor en el destino humano —escribe Robert Louis Stevenson— que la ceguera misma no puede controvertir. Cualquier cosa que nos propongamos hacer, no prometemos acabarla con éxito; el fracaso es el destino añadido»[70]. Estando nuestra naturaleza tan enraizada en el fracaso, ¿es extraño que los teólogos lo hayan tomado como esencial y pensado que sólo a través de la experiencia personal de la humillación que engendra se llegue al sentido más profundo del significado de la vida?[71]
Pero éste es sólo el primer estadio de la enfermedad del mundo. Haced un poco más grande la sensibilidad del ser humano, llevadlo un poco más allá del umbral de la miseria y la buena calidad de los momentos de éxito, cuando ocurren, se deteriora y se vicia. Todos los bienes naturales perecen. La riqueza tiene alas, la fama es un suspiro, el amor una estafa, la juventud, la salud y el placer desaparecen. Las cosas que siempre acaban siendo polvo y desencanto, ¿pueden constituir los bienes auténticos que añoran nuestras almas? Al final de todo aletea el gran espectro de la muerte universal, la negrura que todo lo envuelve:
«¿Qué provecho obtiene un hombre de cuanto trabajo realiza bajo el sol? He considerado lo que mis manos hicieron, lo he contemplado, todo era vanidad e ilusión del espíritu. Porque cuanto les ocurre a los hijos del hombre les ocurre a las bestias, como muere uno muere el otro, todos vienen del polvo y al polvo vuelven […]. Los muertos no saben nada, y ya no reciben recompensa alguna porque su recuerdo se ha olvidado. También han perecido su amor, su odio y su envidia; tampoco obtendrán ya una porción de nada cuanto se hace bajo el sol […]. Ciertamente, la luz es suave, y agradable para los ojos contemplar el sol, mas si un hombre vive muchos años y disfruta de ellos, forcémosle a recordar los días de oscuridad, pues serán muchos».
En resumen, la vida y su negación son tejidas al mismo tiempo, inextricablemente. Si la vida fuese un bien, su negación sería el mal; pero ambas son hechos de existencia igualmente esenciales, toda felicidad natural parece corrompida por una contradicción; el hálito del sepulcro la envuelve.
Para una mente atenta a este estado de cosas y sensible al temblor que destruye la alegría que engendra tal contemplación, el único consuelo que la mentalidad sana puede aportar es decir: «¡Necedades y torpezas, salid al aire libre!», o «¡Anímate, amigo, a partir de ahora estarás mejor si abandonas tu obstinación!». Pero con seriedad, ¿esta cháchara balbuciente puede considerarse respuesta racional? Atribuir un valor religioso al simple ir tirando despreocupado que da la breve posibilidad de un bien natural no es sino la consagración real de la negligencia y la superficialidad. Nuestros problemas son realmente demasiado profundos para esta curación. El hecho de que podemos morir, podemos enfermar, nos desconcierta; el hecho de que ahora, por un momento, vivimos y estamos a gusto, es irrelevante para ese desconcierto. Necesitamos una vida que no presente una correlación directa con la muerte, una salud no propensa a la enfermedad, un género de bien que no perezca; un bien que vuele más allá de los Bienes de la Naturaleza.
Todo depende de cuán sensible se muestre el alma a los desajustes. «Mi problema es que creo demasiado en la felicidad y la bondad comunes —me dijo un amigo que tenía una conciencia de ese género— y nada me puede consolar de su transitoriedad; estoy horrorizado y desconcertado con esta posibilidad». Y eso nos sucede a casi todos. Un pequeño enfriamiento del instinto y excitabilidad instintiva, una pequeña disminución del umbral del dolor descubrirá el gusano en el corazón de nuestras usuales fuentes de gozo y nos hará metafísicos de la melancolía. El orgullo de la vida y la gloria del mundo se marchitarán; después de todo, ésa es la lucha eterna entre la juventud ardiente y la vejez cansada. La vejez tiene la última palabra, la manera de mirar la vida puramente naturalista; aunque comience entusiásticamente, es seguro que acaba en tristeza. Esta tristeza anida en el corazón de todo esquema de filosofía simplemente positivista, agnóstica o naturalista. Que la optimista mentalidad sana haga lo que pueda con su extraño poder de vivir el momento, ignorando y olvidando; a pesar de todo el mal profundo existe para que pensemos en él, y la calavera continuará entre bromas el banquete. En la vida práctica del individuo sabemos cómo su tristeza o alegría sobre cualquier hecho real dependerá de los esquemas y esperanzas más remotos con los que esté relacionado; su significado y su forma le suministran la parte más importante de su valor. Hacedle saber que no llevan a parte alguna, y por más agradable que pueda ser de cerca, su fulgor y su belleza desaparecerán. El hombre viejo, enfermo de una insidiosa enfermedad interna, al principio puede quizá reír y vaciar de un trago el vino como siempre, pero cuando ya conoce su destino, porque los doctores se lo han revelado, no puede gozar de tales funciones. La compañía de la muerte y el gusano todo lo hacen insípido.
La brillantez de la hora presente siempre es prestataria del fondo de posibilidades con las que va ligada; dejemos que nuestras experiencias comunes se envuelvan en un orden moral eterno, dejemos que nuestro sufrimiento alcance un significado inmortal, dejemos que el cielo sonría sobre la tierra y que las deidades nos visiten, dejemos que la fe y la esperanza sean la atmósfera donde el hombre respira y sus días transcurrirán con entusiasmo, interesados con perspectivas nuevas, se estremecerán con esperanzas remotas. Situar, por el contrario, a su alrededor, el frío, la tristeza y la ausencia de todo significado permanente como pretende el naturalismo puro y el evolucionismo popular de nuestro tiempo, y el entusiasmo se detendrá o más bien se convertirá en un temblor ansioso.
Para el naturalismo, alimentado de especulaciones cosmológicas recientes, la humanidad está en una posición semejante a la de un grupo de personas que habitan en un lago helado, rodeados de montañas por las que no pueden escapar, que saben que el lago se va fundiendo poco a poco y que se acerca el día inevitable en que la última capa de hielo desaparecerá, y su destino será ahogarse ignominiosamente. Cuanto más alegre sea el patinaje, cuanto más caliente y brillante sea el sol del día, cuanto más rojizas sean las hogueras al anochecer, más intensa será la tristeza que les penetre ante la inminente situación final.
En las obras literarias siempre se nos muestra a los antiguos griegos como modelos de la alegría mentalmente sana que la religión de la naturaleza debe engendrar; de hecho, era mucha la alegría entre los griegos, el torrente de entusiasmo de Homero por la mayoría de las cosas sobre las que brilla el sol es constante. Pero incluso los pasajes reflexivos de Homero son tristes[72] y en el momento en que los griegos, reflexivos de su yo, pensaban en los fines, se tornaban pesimistas absolutos[73]. Los celos de los dioses, el justo castigo que sigue a una felicidad excesiva, la muerte que todo lo envuelve, la oscura opacidad del destino, la crueldad final e ininteligible, constituían el fondo inmóvil de su imaginación. La hermosa alegría de su politeísmo sólo es una moderna ficción poética; no conocían alegría alguna tan preciosa como la que veremos de ahora en adelante en los brahmanes, budistas, cristianos, musulmanes y personas de religión no naturalista, que obtienen de su diversos credos contenidos de misticismo y renuncia.
La insensibilidad estoica y la resignación epicúrea constituyeron los más grandes avances que consiguió el pensamiento griego en esa dirección. El epicúreo decía: «No intentéis ser felices, sino tended más bien a la infelicidad, la felicidad profunda siempre está ligada con el dolor; así pues, aferraos a tierra firme, no tentéis los éxtasis más profundos. Evitad el desencanto esperando poco, y teniendo aspiraciones bajas y, sobre todo, no os impacientéis obsesivamente». El estoico decía: «El único bien genuino que la vida puede proporcionar a un hombre consiste en la libre posesión de su alma, los demás bienes son mentira». Cada una de estas filosofías es, en su nivel propio, una filosofía de desengaño de los favores de la naturaleza. El abandonarse confiado a las alegrías que la vida ofrece libremente falta completamente a epicúreos y estoicos, y lo que cada uno propone es un tipo de rescate del alma de las cenizas que resultan. El epicúreo aún espera resultados de la moderación y confía en sofocar el deseo; el estoico no espera resultados y abandona el bien natural. En cada una de estas dos formas de resignación existe dignidad; representan estadios diferentes en el proceso de sobriedad que la intoxicación primitiva del hombre, con la alegría de los sentidos, debe seguir. En uno, la sangre caliente se ha enfriado, en otros se ha enfriado del todo, y aunque hablé en pasado como si se tratara de situaciones históricas, seguramente las actitudes éticas y epicúrea serán siempre típicas y marcarán cierto estadio concreto, alcanzado en la evolución del alma dentro de un mundo enfermo[74]. Señalan el final de lo que llaman época de los nacidos una vez y representan los más altos vuelos de lo que la religión renacida llamaría el hombre puramente natural. El epicureísmo, que sólo podemos llamar religión por cortesía, y el estoicismo, que exhibe su máxima voluntad moral, abandonan el mundo como irreconciliable contradicción, y no buscan unidad superior alguna. Comparados con los complejos éxtasis que puedan gozar los cristianos regenerados sobrenaturalmente, o en los que se deleitan los panteístas orientales, sus recetas de ecuanimidad son expedientes que, en su simplicidad, parecen casi rudimentarios.
De cualquier modo, observad que no pretendo juzgar ninguna de estas actitudes. Sólo describo su variedad.
El camino más seguro hacia los tipos extáticos de felicidad de los que hablan los renacidos o nacidos dos veces por la fe, como realidad histórica, se ha trazado con un pesimismo mayor del que hemos considerado. Vimos cómo el fulgor y el hechizo pueden borrarse de los bienes de la Naturaleza. Sin embargo, existe un grado tan elevado de infelicidad que tales bienes pueden olvidarse por completo, y todo sentimiento de su existencia desaparecer del terreno mental; para alcanzar este extremo pesimismo se necesita algo más que observación de la vida y reflexión sobre la muerte: el individuo ha de entregarse resueltamente a la melancolía patológica. Así como el entusiasmo mentalmente sano consigue ignorar la existencia del mal, quien está sojuzgado por la melancolía se ve forzado, a su pesar, a ignorar el bien, que para él no tendrá ya nunca realidad alguna. Esta sensibilidad y susceptibilidad al dolor mental se producen raramente cuando la constitución nerviosa es totalmente normal; no se encuentra casi nunca en personas sanas, ni siquiera cuando son víctimas de las más atroces crueldades de la fortuna externa. Advertimos aquí la constitución nerviosa de la que tanto hablé en la primera conferencia, haciendo su entrada en nuestra escena, y destinada a representar un papel importante en todo lo que seguirá. Dado que tales experiencias de melancolía son, en primer lugar, absolutamente privadas e individuales, me serviré de documentos personales; serán dolorosos de escuchar y es casi una indecencia presentarlos al público; con todo, se encuentran en la mitad de nuestro camino, y si queremos tratar seriamente el tema de la psicología de la religión, debemos olvidar de buen grado los convencionalismos y sumergirnos en la familiar y tranquila superficie oficial. Podemos distinguir muchos tipos de depresión patológica. A veces se trata de una simple tristeza y aburrimiento pasivos, desánimo, abatimiento, falta de interés, de entusiasmo o de empuje. El profesor Ribot ha propuesto el nombre de anhedonía para designar esta condición.
«El estado de anhedonía, si puedo inventar una palabra que hace pareja con analgesia, ha sido muy poco estudiado, pero existe. Una niña padecía de una enfermedad del hígado que alteró su constitución durante cierto tiempo: Ya no sentía ningún afecto por sus padres, podía jugar con las muñecas, pero no le producía placer alguno; las mismas cosas que antes la hacían morir de risa, ahora no le interesaban. Esquirol observó el caso de un magistrado muy inteligente que también era presa de una enfermedad de hígado: en él toda emoción parecía muerta, no manifestaba perversión ni violencia, sino una completa ausencia de reacción emotiva; si iba al teatro, cosa que hacía habitualmente, no encontraba en ello placer alguno; el pensamiento de su casa, su hogar, su esposa y sus hijos ausentes le afectaba tan poco —dijo— como un teorema de Euclides»[75].
Un mareo prolongado produce en la mayoría de las personas un estado temporal de anhedonía; todo bien, tanto terreno como celestial, sólo se imagina para apartarse de él con disgusto. Un estado temporal de este tipo, conectado con la evolución religiosa de un carácter singularmente dispuesto, está bien descrito por un filósofo católico, el padre Gratry, en su recapitulación autobiográfica. A consecuencia del aislamiento mental y el estudio excesivo en la escuela politécnica, el joven Gratry cayó en un estado de agotamiento nervioso con síntomas que describe así:
«Sufría un terror universal tal que me despertaba por la noche con sobresaltos, pensando que el Panteón caía sobre la Escuela Politécnica, o que la escuela se incendiaba, o que el Sena inundaba las catacumbas y París era engullido. Cuando estas impresiones pasaban, sufría durante todo el día y sin tregua una desolación incurable e intolerable, rayana en la desesperación. ¡Me sentía rechazado por Dios, perdido, condenado! Sentía algo semejante al sufrimiento del infierno. Antes nunca había pensado en el infierno, jamás mi mente se preocupó en ese sentido. Ni los discursos ni las reflexiones sobre el infierno me habían impresionado; no lo tenía jamás en cuenta. Ahora, de repente, sufría en la medida en que allí se sufre, pero tal vez lo más horroroso era que toda idea del cielo se apartaba de mí; ya no podía concebir nada por el estilo, ni me parecía que valiese la pena ir allí porque lo sentía como un vacío, un elíseo mitológico, una residencia de sombras menos real que la tierra. No podría concebir la alegría, la luz, el afecto, el amor, todas estas palabras carecían de sentido. Sin duda aún habría podido hablar de ello, pero me había tornado incapaz de sentir o entender nada sobre ellas, o de esperar nada o de creer que existían. Aquélla era mi enorme e inconsolable pena, ya no percibía la existencia de la felicidad o de la perfección. Un cielo abstracto sobre una roca vacía, así era mi morada para la eternidad»[76].
Hasta aquí el tema de la melancolía, entendida como incapacidad para la alegría. Una forma mucho peor de melancolía consiste en la angustia activa y positiva, una especie de neuralgia psíquica totalmente desconocida por la vida sana. Esta angustia puede participar de diversos caracteres, unas veces predomina en ella la aversión, otras el aburrimiento y la exasperación, o la autodesconfianza y desesperación, o la sospecha, ansiedad, inquietud, miedo. El paciente puede rebelarse o someterse, puede autoacusarse o culpar a poderes externos, y puede ser o no atormentado por el enigma teórico que supone la razón de su sufrimiento. La mayoría de casos son mixtos y no debemos considerar nuestras clasificaciones con excesivo respeto. Por otra parte, sólo una proporción relativamente pequeña de casos está conectada con la esfera de la experiencia religiosa, por ejemplo, y como norma los casos desesperados no lo están. Ahora citaré literalmente el primer caso de melancolía que encontré. Es una carta de un paciente desde un manicomio francés:
«Padezco demasiado en este hospital, tanto física como moralmente. Además de los ardores y el insomnio (ya que no duermo desde que estoy aquí encerrado, y el escaso reposo que tengo lo rompen las pesadillas, y me despierto sobresaltado por pesadillas, visiones horrorosas, relámpagos, truenos, etc.), el miedo, un miedo atroz, me oprime, me domina sin pausa y no me abandona nunca. ¿Dónde queda la justicia en todo esto? ¿Qué he hecho para merecer tal exceso de severidad? ¿Bajo qué forma me aplastará este miedo? ¡Cómo agradecería que alguien me liberara de mi vida! Comer, beber, estar despierto toda la noche, sufrir sin interrupción, ¡ésta es la herencia recibida de mi madre! Lo que no llego a entender es ese abuso de poder. Hay límites para todo, hay un camino intermedio, pero Dios no conoce caminos intermedios ni límites, y digo Dios, pero ¿por qué?, al único que he visto hasta ahora ha sido al diablo. Después de todo tengo tanto miedo de Dios como del demonio, por ello desvarío pensando únicamente en el suicidio, pero sin valor ni medios para llevarlo a efecto. Cuando lea esto, verá demostrada mi demencia; el estilo y las ideas son bastante incoherentes, yo mismo puedo darme cuenta, pero no puedo evitar de ser loco o idiota y, tal como están las cosas ¿de quién debo esperar algo? Indefenso contra el invisible enemigo que ciñe sus anillos a mi alrededor, no estaría mejor armado para enfrentarme aunque lo viese o lo hubiese visto. ¡Oh!, ¡si tan sólo me matara!, ¡qué el diablo se lo lleve!, ¡muerto, muerto de una vez por todas! Pero ya termino, ya he desvariado suficiente, y digo desvariado porque no puedo escribir otra cosa, ya no me quedan pensamientos ni cerebro. ¡Oh Dios, qué desgracia haber nacido! Nacido sin duda como un hongo, entre un anochecer y una madrugada, y qué acertado estaba cuando en el curso de filosofía en la facultad rezumaba amargura con los pesimistas. Si, de echo, en la vida existe más dolor que alegría, por lo que es una larga agonía hasta la tumba. Pienso que la vida me hace recordar que esta horrible miseria mía, junto con este terrible miedo, pueden durar cincuenta, cien, quién sabe cuántos años más»[77].
Esta carta nos muestra dos cosas. Primero, vemos cómo la conciencia del pobre hombre se encuentra tan ahogada por la sensación del mal que ha perdido la esperanza de que haya algo bueno en el mundo: su ocupación actual lo excluye, no puede admitirlo; el sol abandonó su horizonte. Segundo, veis cómo el temperamento quejumbroso de su miseria paraliza su mente para adoptar una decisión religiosa; cuando la mente se convierte en quejumbrosa tiende más bien a la irreligiosidad, y, por lo que sé, no tomó parte jamás en la construcción de sistemas religiosos.
A la melancolía religiosa debe dársele una forma más suave. Tolstoi nos dejó, en su libro Mi confesión, un relato maravilloso del ataque de melancolía que lo condujo a sus conclusiones religiosas. Éstas, en algunos aspectos, son peculiares, pero la melancolía, sin embargo, presenta dos caracteres que la convierten en un documento crítico para nuestro propósito. Primero, se trata de un caso claro de anhedonía, de pérdida pasiva de la apetencia por cualquiera de los valores de la vida. En segundo lugar, muestra cómo el aspecto alterado y distante que adquiere el mundo en consecuencia estimuló la inteligencia de Tosltoi inducida hacia un tormentoso interrogatorio y a un esforzado intento de consuelo filosófico. Desearía citar largamente a Tolstoi, pero antes de hacerlo me permitiré un inciso en cada uno de estos dos puntos para tratar, en principio, nuestros juicios espirituales y el sentido del valor en general.
Resulta notorio que los hechos sean compatibles con comentarios emocionales opuestos, ya que el mismo hecho inspirará sentimientos completamente diferentes en personas diferentes y en diferentes momentos en las mismas personas. No existe conexión alguna deducible racionalmente entre cualquier hecho exterior y los sentimientos que pueda provocar; éstos tienen su fuente en otra esfera de la existencia, en la región instintiva y espiritual del ser humano. Imaginaos, si podéis, privados súbitamente de todas las emociones que ahora os inspira el mundo, e intentad imaginarlo tal como es, puramente, solo, sin vuestro comentario favorable o desfavorable, esperanzado o aprensivo. Casi os será imposible percibir tal situación de negatividad y muerte, ninguna parcela del universo tendría entonces mayor importancia que otra, y las cosas sagradas y los acontecimientos diversos carecerían de importancia, carácter, expresión o perspectiva. Cualquier valor, interés o sentido que otorguemos a nuestros respectivos mundos son simples presentes de la mente del espectador. La pasión amorosa es el ejemplo más extremo y familiar de este hecho: si ocurre, ocurre, y si no ocurre ningún proceso de razonamiento puede suscitarla; transforma el valor de la criatura amada como la salida del sol transforma el Mont-Blanc de un gris cadavérico en un rosa fascinante, y pone al mundo entero en una nueva armonía, proporcionando a la vida una efusión nueva. Lo mismo ocurre con el miedo, la indignación, los celos, la ambición, la veneración. Si se presentan la vida cambia, y que existan o no depende casi siempre de condiciones ideológicas, a menudo inorgánicas. Y así como el interés excitado que despiertan estas pasiones en el mundo es nuestra contribución al mismo, también las mismas pasiones son regalos de fuentes ora superiores ora inferiores, pero siempre ilógicas y fuera de nuestro control. ¿Cómo puede el viejo moribundo reconsiderar el romance amoroso, el misterio atrayente, la inminencia de cosas grandes con las que nuestro mundo se estremecía aquellos días en que era joven y estaba sano? Obsequios del cuerpo o del espíritu. Los materiales del mundo ceden pasivamente su espacio a todos estos obsequios, como el escenario recibe indiferente cualquier juego de luces de colores que le proyecten desde el foco de la tribuna.
Mientras tanto, el mundo real, práctico para cada uno de nosotros, el mundo efectivo del individuo, es el mundo compuesto, donde los hechos físicos y los valores emocionales están combinados de manera indiscernible; retirad o alterad cualquier factor de este complejo y obtendrías el tipo de experiencia llamada patológica.
En el caso de Tolstoi, la sensación de que la vida poseía algún significado desapareció por completo durante largo tiempo y el resultado fue una transformación en la expresión total de la realidad. Cuando estudiemos el fenómeno de la conversión o regeneración religiosa, veremos que una consecuencia frecuente del cambio operado en el sujeto es una transfiguración de la imagen que la naturaleza presente a sus ojos: le parece que un cielo nuevo brilla sobre una tierra nueva. En los melancólicos se produce normalmente un cambio similar, sólo que en dirección opuesta. Ahora el cambio parece remoto, extraño, siniestro, misterioso: desaparece el color y su aliento; su hálito es gélido, en los ojos con que mira ya no hay brillo.
«Es como si viviese en otro siglo», dice un paciente del manicomio. Y otro: «Lo veo todo a través de una nube, he cambiado y las cosas ya no son lo que eran»; un tercero afirma: «Veo, palpo, pero las cosas no se me hacen patentes porque un velo espeso altera el color y aspecto de las mismas». «Las personas se mueven como sombras y el sonido parece provenir de un mundo lejano». «Para mí ya no existe el pasado, la gente me resulta muy extraña, es como si no pudiese ver realidad alguna, como si estuviese en el teatro, como si las personas fuesen los actores y todo fuese el escenario. Ya no me encuentro a mí mismo, camino, pero ¿por qué? Flota todo ante mí, pero no deja ninguna impresión». «Lloro con falsas lágrimas, tengo manos irreales, lo que veo no es real». Éstas son las expresiones que, de forma natural, surgen de los labios de sujetos melancólicos al describir su cambiante estado[78].
Ahora bien, existen individuos presos del azoramiento más profundo por estos motivos: la rareza es errónea, la irrealidad, imposible, se trata de un misterio escondido y debe existir una solución metafísica. Si el mundo real es tan hipócrita, tan inhóspito, ¿qué mundo, qué cosa es real? Surgen preguntas urgentes y por sorpresa, una actividad teórica de meditación y el esfuerzo desesperado de llegar a establecer relaciones con la materia; quien sufre, a menudo es conducido a una solución religiosa satisfactoria.
Tolstoi explica que cuando contaba unos cincuenta años comenzó a padecer momentos de perplejidad, a los que llamó de suspensión, en los que se sentía como si no supiese «cómo vivir» o «qué hacer». Obviamente eran momentos en los que la excitación y el interés que normalmente provocan nuestras funciones habían cesado; la vida, antes fascinante, era ahora sobria, y más que sobria muerta; aquello que siempre había mostrado un significado evidente, no tenía ahora ninguno y comenzaron a asediarle las preguntas: ¿Por qué?, ¿y ahora qué? Parecía al principio que todas las preguntas serían contestadas y que se encontraría fácilmente la respuesta; sin embargo, en la medida en que se volvían urgentes se sentía como un hombre enfermo ante las primeras molestias a las que presta poca atención hasta que se convierten en un sufrimiento continuo y entonces se da cuenta de que lo que tomaba como un malestar pasajero es, sin embargo, lo más trascendental: la muerte.
Tolstoi dice: «Sentía que algo dentro de mí, donde había reposado siempre mi vida, se había roto; que no me quedaba nada a donde agarrarme, y que moralmente mi vida se había detenido. Una fuerza invisible me impelía a desligarme de mi existencia de alguna manera; no puede decirse exactamente que deseara suicidarme porque la fuerza que me alejaba de la vida era más grande, más poderosa y general que cualquier simple deseo. Era una fuerza parecida a la vieja aspiración de vivir, pero que me impelía en dirección contraria; consistía en la aspiración de mi ser entero a alejarme de la vida.
»Imaginad un hombre feliz y lleno de salud escondiendo la cuerda para no colgarse en la viga de la habitación donde cada noche duerme solo. Imaginadme no yendo a cazar más por miedo a rendirme a la fácil tentación de matarme con la pistola. No sabía lo que quería, sentía miedo de vivir, me sentía impelido a abandonarla y, a pesar de todo, esperaba todavía algo.
»Todo eso ocurrió en un tiempo que, conforme a mis circunstancias externas, debiera haber sido completamente feliz. Tenía una buena esposa que amaba y me amaba; buenos servidores y grandes posesiones que aumentaban sin ningún problema. La familia y los conocidos me respetaban más que nunca, los extraños me elogiaban y podía pensar que mi nombre era famoso sin miedo a exagerar. Además, ni estaba loco ni enfermo; al contrario, me encontraba fuerte mental y físicamente como nunca había observado en personas de mi edad. Segaba como los campesinos y podía hacer trabajos intelectuales durante ocho horas seguidas sin sentir efectos nocivos.
»Y a pesar de todo, no podía dar ningún significado razonable a acción alguna de mi vida y me sentía sorprendido de no haberme dado cuenta de todo esto desde el principio. Mi estado de ánimo era como si alguien me hubiese gastado una broma cruel y estúpida. El hombre sólo puede vivir mientras está intoxicado, embriagado de vida; sin embargo, cuando vuelve a estar sobrio no puede dejar de ver cómo todo consiste en una estúpida estafa, y lo más cierto de todo es que no hay nada de divertido o irrelevante, sino que es simplemente cruel y estúpido.
»La fábula oriental del viajero que es sorprendido en el desierto por una fiera es muy vieja. Al intentar salvarse del feroz animal el viajero se arrojó dentro de un pozo sin agua, pero en el fondo del pozo vivía un dragón que lo esperaba con la boca abierta para devorarlo, y el infeliz, sin poder salir por miedo de ser apresado por la bestia y sin poder saltar al fondo por miedo a que el dragón lo devorara, se aferró a las ramas de un arbusto silvestre que crecía en una pared del pozo. Sus manos se debilitaban y sintió que debía dejarse conducir por el destino aunque todavía se aferraba con fuerza. En ese momento vio dos ratones, uno blanco y otro negro que caminaban plácidamente alrededor del arbusto del que colgaba y roían sus raíces.
»El viajero observó esto y supo que moriría inevitablemente; pero mientras colgaba angustiado miró hacia abajo y encontró unas gotas de miel en las hojas del arbusto, acercó la lengua y las lamió con fruición.
»Así estoy yo, colgando de las ramas de la vida sabiendo que el dragón de la muerte espera inevitablemente dispuesto a destrozarme y no puedo entender por qué soy un mártir. Intento lamer la miel que antes me consolaba pero ya no me gusta, y día y noche el ratón blanco y el negro devoran la rama de donde cuelgo. Nada más soy capaz de ver una cosa, el inevitable dragón y los ratones a los que no puedo dejar de mirar.
»Todo esto no es una fábula, sino la verdad literal incontestable que todo el mundo puede entender. ¿Cuál será el resultado de lo que haga hoy?, ¿y de lo que haré mañana? ¿Cuál será el resultado de toda mi vida? ¿Por qué debo hacer nada? ¿Hay algún otro objetivo en la vida que la muerte inevitable que me espera no anule o desmienta?
»Éstas son las preguntas más simples del mundo y se encuentran en el alma de cualquier ser humano, desde el niño más necio al viejo más sabio. Sin una respuesta es imposible, como bien he experimentado, que la vida pueda continuar.
»Sin embargo, me he repetido frecuentemente, quizá sexista algo que yo no haya captado o comprendido; no es posible que este estado de desesperación sea natural del hombre, y busco una explicación en todas las ramas del saber adquiridas. He investigado dolorosa y pacientemente y sin curiosidad vana; he buscado sin indolencia y sí con trabajo y obstinación durante días y noches. Buscaba como el hombre perdido que quiere salvarse y no encuentra nada. Más aún, me he convencido de que todos aquellos que, antes que yo, buscaron una respuesta en las ciencias tampoco encontraron nada. Y no sólo eso, sino que reconocieron que aquello que nos conduce a la desesperación y el absurdo sin sentido de la vida es el único conocimiento incuestionable accesible al hombre».
Para probar este acierto, Tolstoi cita a Buda, Salomón y Schopenhauer y sólo encuentra cuatro formas distintas con las que los hombres de su clase y sociedad estás acostumbrados a enfrentarse a la situación. La ceguera animal que lame la miel sin ver el dragón o los ratones —«y de ésta no puedo aprender nada después de lo que sé»— o el epicureísmo reflexivo que recoge todo lo que puede mientras dura el día —que consiste en un tipo de insensibilidad aún más deliberada que la anterior— o el valeroso suicidio; o contemplar al dragón y los ratones y seguir aferrándose con dolor y fortaleza al arbusto de la vida.
El suicidio consiste, naturalmente, en el camino seguro que dictaba la lógica.
«Ahora bien —dice Tolstoi—, mientras mi intelecto trabajaba, algo dentro de mí también lo hacía y me preservaba de la acción; diría que era como una conciencia de la vida, como una fuerza que obligaba a mi mente a fijarse en otra dirección sacándome del estado de desesperación […]. Durante todo ese año seguí preguntándome continuamente cómo terminar con esto, si con una soga o una bala. Paralelamente, durante todo este tiempo, junto a los vaivenes de mis ideas y observaciones, mi corazón seguía consumiéndose con otra emoción penetrante que sólo puedo denominar sed de Dios. Este ansia de Dios no tenía nada que ver con el ir y venir de mis ideas; de hecho, era lo contrario de tal movimiento, pero sin embargo provenía de mi corazón. Era como una sensación de temor que me hacía parecer un huérfano perdido en medio de todas estas cosas extrañas, mitigaba esta sensación de temor por la esperanza de encontrar ayuda de alguien»[79].
Del proceso tanto intelectual como emocional que, comenzando con esta idea de Dios, llevó a la recuperación de Tolstoi, no diré nada en esta conferencia y lo reservo para otro momento. Lo único que debe interesarnos ahora consiste en el fenómeno de su absoluto desencanto de la vida, y el hecho de que toda la serie de valores habituales, en un hombre tan fuerte y lleno de facultades como él, puedan parecerle una terrible mofa.
Cuando la desilusión ha ido tan lejos casi nunca es posible una restitutio at integrum; el hombre ha probado el fruto del árbol y la felicidad del Edén no vuelve jamás. La felicidad, cuando se alcanza, no vuelve con frecuencia, aunque su forma sea a veces bastante incisiva; no se trata de esa simple ignorancia del mal, sino de algo mucho más complejo que incluye el mal natural como uno de sus elementos propios porque no considera ese mal natural como un obstáculo o limitación, sino incluido en un bien sobrenatural. Se trata de un proceso de redención y no de un simple retorno a la salud natural, y el enfermo, cuando se salva, experimenta aquello que le parece un segundo nacimiento, una forma de ser consciente mucho más profunda que la que antes disfrutaba.
Encontramos en la reflexión autobiográfica de John Bunyan un tipo de melancolía religiosa algo diferente. Mientras que las preocupaciones de Tolstoi eran bastante objetivas, ya que aquello que le interesó fue el propósito y el significado en general de la vida, los problemas de Bunyan trataron siempre de su situación personal. Constituyó un típico caso de temperamento psicopático, con una sensibilidad de conciencia hasta unos niveles patológicos; perseguido por dudas, miedos e ideas fijas, víctima de automatismos verbales tanto motores como sensoriales. Estos textos fueron escritos normalmente en una situación medio alucinatoria, como si fuesen voces, a veces condenatorias y otras favorables, que irrumpían en su mente debatiéndose como si se tratase de una pelota de Badmington. A todo esto había que añadir una temerosa melancolía, automenosprecio y desesperación.
»¡No! —pensaba—, ahora empeoraré, estoy más alejado que nunca de la conversión. Si tuviesen en este momento que quemarme en la hoguera no podría creer que Cristo me ama. ¡Ay!, no podría oírle, ni verle, ni saborear ninguna de sus cosas. A veces desearía confesar mi condición al pueblo de Dios, que al oírme me compadecería y me hablaría de la Promesa. Pero me habían dicho que debía llegar hasta el Sol con mi palabra, y me habían ordenado que aceptase y confiase siempre en la Promesa, y nunca había sido tan sensible al pecado. No osaba coger una aguja o una brizna de paja, porque mi conciencia estaba dolorida y se resentía con ello; no sabía cómo hablar por miedo a hacerlo mal. ¡Oh, qué cauteloso era en cuanto hacía o decía! Me encontraba como un hombre en un lodazal que se hundía al menor movimiento; y abandonado de Dios, de Cristo, del Espíritu y de cuantas cosas buenas hay en el mundo.
»Pero mi corrupción interna original constituía mi plaga y mi aflicción; por esta razón, a mis ojos, me sentía más repugnante que un sapo y pensaba que también lo era ante los ojos de Dios. El pecado y la corrupción, decía, brotarán tan fácilmente de mi corazón como el agua de una fuente. Habría cambiado mi corazón por el de cualquiera. Creía que el Demonio me podía igualar en maldad interna y en corrupción mental. Seguro que Dios me ha desamparado, pensaba, y seguí así durante un tiempo, incluso durante algunos años. Me dolía que Dios me hubiese hecho hombre; bendecía la condición de las bestias, pájaros, peces […] porque no tenían una naturaleza pecadora, no eran detestables por la cólera de Dios, no podían ir al infierno tras morir; por ello me hubiese alegrado ser de su condición. Bendecía la condición del perro, del sapo; efectivamente, me habría sentido contento con la condición del perro o del caballo, porque sabía que su alma no moriría bajo el peso eterno del Infierno o del Pecado, como lo haría la mía con toda seguridad. A pesar de lo que veía y sentía, y de que me destrozaba con ello, lo que aumentaba mi dolor era que mi alma no encontraba la liberación. Mi corazón era entonces excesivamente duro. Si hubiesen dado mil libras por una lágrima, no habría vertido ni una.
»Era una carga y un espanto; jamás había sabido como ahora que estaba harto de mi vida y, al mismo tiempo, tenía miedo a morir. ¡Con qué alegría hubiese aceptado cualquier existencia excepto la mía! ¡Cualquier cosa excepto hombre!, cualquier condición menos la mía»[80].
El pobre y paciente Bunyan, como Tolstoi, vio de nuevo la luz, pero también debemos posponer esta parte de su historia para otro momento. En una conferencia posterior relataré el final de la experiencia de Henry Alline, un evangelista devoto que trabaja en Nueva Escocia hace cien años, comienza su historia describiéndonos el más elevado nivel de melancolía religiosa. El relato no difiere de Bunyan:
«Cuanto veía me parecía una carga, la tierra parecía maldita y bajo el peso de la maldición árboles, plantas, piedras, montañas y valles aparecían condenados a quejas y lamentos. A mi alrededor todo parecía conspirar para mi ruina; parecía que se hubiesen manifestado mis pecados ante todos aquellos a los que yo trataba, estando dispuesto incluso a reconocer muchas de las cosas que pensaba ya conocían. Sentía frecuentemente que todo me señalaba como el infeliz más culpable de la tierra y sentía con tal fuerza la vanidad y vacuidad de todas estas cosas que era consciente de que el mundo entero no me podía hacer feliz, ni siquiera la creación completa. Cuando me despertaba por la mañana mi primer pensamiento era: “¡Oh alma infeliz!, ¿qué haré? ¿Dónde iré?”. Y cuando me dormía me repetía que tal vez estaría en el infierno antes del amanecer. En múltiples ocasiones miraba a los animales con envidia, deseando de todo corazón estar en su lugar, no tener un alma que perder. Cuando observaba a los pájaros volando sobre mí pensaba a menudo: “¡Oh, si pudiese apartar lejos de mí el peligro y el desconsuelo! ¡Oh, qué feliz sería si estuviese en su lugar!”»[81].
La envidia de los animales parece una afección muy extendida en este tipo de tristeza.
El peor tipo de melancolía es el que presenta la forma de pánico. Ofrezco a continuación un excelente ejemplo y debo agradecer al paciente el permiso para imprimirlo; el original está en francés, y aunque el sujeto era bastante nervioso y lo estaba aún más cuando escribía, su caso tiene el mérito de la extrema simplicidad. Traduzco literalmente:
«Cuando me encontraba en ese estado de pesimismo filosófico y depresión general de ánimo, un atardecer entré en el vestidor en penumbra para coger algo. De repente, sin previo aviso cayó sobre mí, como si surgiese de la oscuridad, un miedo horrible. Simultáneamente apareció en mi mente la imagen de un paciente epiléptico que había visto en el manicomio, un joven de cabellos negros y piel grisácea, completamente idiota, que permanecía sentado todo el día en un banco, o más bien un tablón, que había en la pared, con las rodillas pegadas a la mejilla y vestido únicamente con una única y sucia camiseta que estiraba sobre las rodillas envolviendo toda su figura. Se sentaba como un gato egipcio esculpido o una momia peruana y sólo movía los ojos negros con una mirada nada humana. Esta imagen y mi miedo entraron en una especie de complicidad mutua. Yo soy así potencialmente. Nada de cuanto poseo me puede preservar de este hado, si llegase mi hora como llegó para él. Sentí tal horror de ser como él y tan cercano a su estado que fue como si algo, hasta ahora sólido dentro de mi pecho, se hubiese roto y convertido en una masa temblorosa de miedo. Después de todo esto cambió por completo el universo, me despertaba cada mañana con un terrible temor en la boca del estómago, y con una sensación de inseguridad que nunca había sentido y que jamás he vuelto a sentir[82]. Fue como una revelación, y aunque cesaron los sentimientos inmediatos, la experiencia me hizo simpatizar desde entonces con las sensaciones morbosas de los demás. Desapareció gradualmente, pero durante algunos meses fui incapaz de caminar solo a oscuras.
»En general temía que me dejasen solo. Recuerdo que me preguntaba cómo podían vivir los demás, cómo había vivido yo mismo siempre, tan inconsciente de semejante pozo de inseguridad bajo la superficie de la vida. Particularmente, mi madre, una persona muy alegre, me parecía una perfecta paradoja por su inconsciencia del peligro, y podéis creer que vigilé no perturbar su estado de ánimo con revelación alguna. Siempre he pensado que mi experiencia de melancolía tenía una fuerte orientación religiosa».
Al pedir a este comunicante que explicase con más detalle lo que quería decir con sus últimas palabras, escribió la siguiente respuesta:
«Quiero decir que el miedo era tan envolvente y poderoso que si no me hubiera aferrado a textos de la Escritura como “El Dios eterno es mi refugio”, “Venid a mí cuantos trabajáis y soportáis cargas pesadas” […], o “Yo soy la vida y la resurrección”, creo que me habría vuelto loco»[83].
No son necesarios más ejemplos. Los casos que hemos visto son suficientes. Uno de ellos nos presenta la vanidad de las cosas perecederas, otro el sentido del pecado, y un tercero describe el miedo universal; en cualquiera de ellos, el optimismo original del hombre se levanta del polvo.
En ninguno de estos casos existe demencia intelectual o engaño sobre la realidad, pero si estamos dispuestos a abordar el capítulo sobre la melancolía realmente demente, con sus fantasías y alucinaciones, aún será mucho peor la historia; desesperación absoluta y completa, el universo todo coagulándose sobre el individuo con un material de horror abrumador que lo envuelve sin principio ni fin. No se trata de la concepción intelectual del mal, sino de la sensación horripilante, paralizadora, que hiela la sangre, del mal muy próximo, sin que pueda apreciarse, ni por un momento, otra concepción o sensación en su presencia. ¡Qué remotamente irrelevantes parecen nuestro optimismo refinado y consuelos usuales intelectuales y morales en presencia de tal necesidad de ayuda! En esto estriba el núcleo real del problema religioso; ¡Ayuda, ayuda! Ningún profeta puede reivindicar ser portador del mensaje definitivo a menos que hable de algo que suene a realidad en los oídos de tales víctimas. No obstante, la liberación surgirá de forma tan poderosa como la queja, si es que debe producirse; y ésta puede ser la razón por la cual las religiones más rudas de renacimiento por la fe, orgiásticas, con sangre, milagros e intervenciones sobrenaturales, no puedan ser nunca desplazadas, son imprescindibles para algunos temperamentos.
Al llegar a este punto, podemos ver ya claramente el enorme antagonismo que puede surgir entre el modo de entender la vida de una mentalidad sana y la concepción que considera estas experiencias como esenciales. La mentalidad sana parece inexpresablemente ciega y frívola ante esta última forma de ver las cosas, que podemos denominar mentalidad morbosa. Por otra parte, para la mentalidad sana el alma enferma se asemeja a una forma de cobardía: al enterrarse en oscuras ratoneras en lugar de vivir en la luz, al destilar lágrimas y preocupaciones de cualquier género de miseria malsana; existe algo en estos hijos del odio, anhelantes de un renacimiento que es casi obsceno. Si la intolerancia religiosa, la fuerza y la hoguera pudiesen estar de nuevo al orden del día, sin duda, fuera como fuese en el pasado, los partidarios de mentalidad sana serían hoy los menos indulgentes de ambos bandos.
Fieles a nuestra actitud de observadores imparciales, ¿qué debemos decir de esta lucha? Creo deberíamos defender que la mentalidad morbosa abraza una escala de experiencia más amplia de lo que sobresale en su estudio; el método que consiste en apartar la atención del mal y vivir simplemente en la luz del bien es espléndido mientras funciona. En muchas personas funcionará mucho más extensamente de lo que la mayoría estamos dispuestos a imaginar, y en cuanto a sus conquistas no podremos decir nada en contra como solución religiosa. No obstante, fracasa sin remedio cuando llega la melancolía, y aunque la mentalidad sana esté relativamente libre de ella, es inadecuada como doctrina filosófica porque los hechos malignos que rechaza positivamente considerar constituyen una porción genuina de la realidad y, después de todo, pueden ser la mejor clave para descubrir el significado de la vida y, posiblemente, los únicos en abrir nuestros ojos a los estratos más profundos de la vedad.
La vida normal contiene momentos tan penosos como los que llenan la melancolía demente, momentos en los que el mal extremado ve su oportunidad y toma la palabra. Las visiones de horror de los lunáticos provienen del material que suministran los hechos cotidianos. Nuestra civilización se basa en los residuos y la existencia de cada individuo surge en un espasmo solitario de agonía impotente. Amigo, si protestas, espera a verlo por ti mismo. Creer en los reptiles carnívoros de los tiempos geológicos es difícil para nuestra imaginación, son demasiado semejantes a especímenes de museo; con todo, no hay diente en ninguno de estos esqueletos que diariamente, durante muchos años en el pasado, no se aferrase al cuerpo de una víctima viva en una lucha desesperada. Formas de horror tan terribles para las víctimas, aunque en una escala espacial menor, llenan hoy el mundo; en nuestros hogares, y en nuestros jardines, el gato malévolo juega con el ratón, o atrapa al pájaro de la garganta balanceándolo. Cocodrilos, serpientes de cascabel y pitones son, en este momento, receptáculos de vida igual que nosotros: su repugnante existencia llena cada minuto de cada día en los que arrastra su longitud. Y siempre que ellos o cualquier otro depredador atrapan a la presa viva, el horror mortal que siente un melancólico constituye la reacción literalmente adecuada ante la situación[84].
Puede ser, y quizá sea posible una reconciliación religiosa con la totalidad absoluta de las cosas; sin embargo, algunos males contribuyen a formas superiores de bien, aunque es posible también que existan formas de mal tan extremas que no encajen en ningún sistema de bien y que, por lo que respecta a dicho mal, el único recurso práctico sea la no percepción o la muda sumisión. Confrontaremos esta cuestión otro día; de momento, y por razones de programa y método, ya que consideramos los hechos nocivos parte genuina de la naturaleza al igual que los buenos, la presunción filosófica debería sostener que poseen algún significado racional, y que la mentalidad sistemáticamente sana al no conceder atención alguna ni positiva ni activa al dolor y la aflicción es formalmente menos completa que los sistemas que al menos intentan incluir estos elementos.
Las religiones que nos parecerían más completas, en consecuencia, serían aquellas en las que el elemento pesimista se encuentra bien administrado. Naturalmente, el budismo y el cristianismo son las que conocemos mejor. En esencia son religiones de salvación; el hombre debe morir en una vida real para nacer en otra irreal. En la próxima conferencia intentaré analizar alguna de las condiciones psicológicas de este renacimiento a le fe; por suerte, de ahora en adelante deberemos tratar temas más alegres de los que hasta el momento nos hemos ocupado.