Conferencia I.
Religión y neurología

No sin turbación me instalo detrás del escritorio enfrentándome a esta culta audiencia. Para nosotros, los norteamericanos, la experiencia de recibir instrucción oral, o de eruditos libros europeos, nos es muy familiar. En mi Universidad, Harvard, no pasa invierno sin que se realice una selección, pequeña o grande, de conferencias, de escoceses, ingleses, alemanes o franceses, representantes de la ciencia o la literatura en sus respectivos países, a los que persuadimos de cruzar el océano para que nos hablen, o bien atrapamos al vuelo mientras visitan nuestra tierra. A nosotros nos parece natural escuchar mientras los europeos hablan; sin embargo, lo contrario, hablar mientras los europeos escuchan, es una costumbre todavía no adquirida, por lo que cuando se toma parte por primera vez en esta aventura se produce una cierta necesidad de excusa provocada por acción tan atrevida, especialmente en una tierra tan sagrada para la imaginación norteamericana como es Edimburgo. La gloria de la Cátedra de Filosofía de esta Universidad quedó impresa en mi imaginación desde la juventud. Los Ensayos de Filosofía del profesor Fraser, publicados en aquel tiempo, fueron el primer libro filosófico que cayó en mis manos y recuerdo muy bien cómo me maravilló la descripción de las clases de sir William Hamilton. Las propias lecciones de Hamilton fueron los primeros escritos filosóficos que me obligué a estudiar, y a partir de ahí me sumergí en Dugald Stewart y Thomas Brown.

Estas venerables emociones juveniles no envejecen nunca, y confieso que encontrar a mi humilde persona ascendida desde su soledad originaria hasta llegar a ser, ahora y aquí durante cierto tiempo, colega de esos nombres ilustres, comporta al mismo tiempo emociones entreveradas del país de los sueños y de la realidad.

Sin embargo, una vez recibido el honor de tal designación, sé que no es posible rechazarlo. La carrera académica tiene sus obligaciones heroicas; por lo tanto me detendré aquí, sin más palabras deprecatorias. Nada más diré que puesto que la corriente fluye ahora, aquí y en Aberdeen, de Oeste a Este, espero continúe así y también que con el tiempo se solicite a muchos de mis compatriotas para dictar conferencias en las universidades escocesas, con el intercambio consiguiente de escoceses a Estados Unidos. Espero que nuestra gente pueda moverse e influir en el mundo cada día más; espero que nuestro pueblo trabaje como un pueblo unido en lo que atañe a tan elevadas cuestiones, y que el peculiar temperamento filosófico y político, que permea a nuestra expresión inglesa, se extienda e influya cada día más en todo el mundo.

Con respecto a la forma de dictar esta cátedra, he de advertir que no soy un teólogo, ni un erudito en historia de las religiones, ni siquiera un antropólogo. La psicología es la única rama del saber en la que estoy especializado, y para un psicólogo las tendencias religiosas del hombre deben ser como mínimo tan interesantes como cualquiera de los distintos hechos que forman parte de su estructura mental. En consecuencia, podría parecer que como psicólogo fuese más natural para mí invitaros a un estudio descriptivo de estas tendencias religiosas.

Cuando la investigación es de orden psicológico, el tema de la misma no puede ser la institución religiosa, sino más bien los sentimientos e impulsos religiosos; habré de ceñirme, pues, a aquellos fenómenos subjetivos más desarrollados que algunos hombres inteligentes y conscientes de sí mismos dejaron registrados en sus testimonios religiosos autobiográficos. Es sobremanera interesante estudiar la génesis y las primeras etapas de un tema, pero cuando se busca rigurosamente su significado profundo hemos de observar siempre sus formas más evolucionadas y perfectas. Deducimos así que son documentos tanto más interesantes los de aquellos hombres con una vida religiosa profunda y más capaces de dar una explicación inteligible de sus ideas y motivos. Estos hombres son, indudablemente, o bien escritores relativamente modernos, o bien aquellos que por su antigüedad se han constituido en clásicos del tema.

No encontraremos los documents humaines más instructivos al abrigo de una erudición especializada, sino que por el contrario los hallaremos a lo largo del camino más trillado; esta circunstancia, que fluye con tanta naturalidad de las características de nuestros problemas, se adapta perfectamente a la menguada preparación teológica del que os habla. Mis citas, frases y fragmentos de confesiones personales están recogidos de libros que la mayoría de vosotros tuvisteis en las manos algún día, pero todo esto no irá en detrimento del valor de mis conclusiones. Cierto es que algún profesor o investigador más audaz cuando os hable en otra ocasión rescatará de las bibliotecas documentos con los que sus charlas resulten más amenas y distraídas que las mías, pero dudo seriamente que por utilizar ese material insólito se acerque más a la esencia de la cuestión.

Las preguntas «¿Qué son las tendencias religiosas?» y «¿Cuál es su significado filosófico?» denotan dos niveles de un mismo problema completamente distintos desde el punto de vista lógico, que si no se reconocen pueden llevar a confusiones. Antes de entrar en los documentos y materiales a los que me he referido, querría insistir sobre este punto.

Libros recientes de lógica establecen una distinción entre dos niveles de investigación sobre cualquier tema. El primero: «¿Cuál es su naturaleza?», «¿Cómo se ha realizado?», «¿Qué constitución, qué origen, qué historia tiene?», y en segundo lugar, «¿Cuál es su importancia, su sentido y su significado actual?». La respuesta a la primera pregunta se resuelve en un juicio o proposición existencial. A la segunda se responde mediante una proposición de valor, o como dicen los alemanes Werthurtheil, que podríamos denominar juicio espiritual. Cada uno de ellos no puede derivarse de forma inmediata del otro. Se originan en preocupaciones intelectuales diferentes y la mente sólo los combina después de haberlos considerado por separado para sintetizarlos después.

Con respecto a las religiones, es particularmente fácil distinguir las dos categorías del problema. Cada fenómeno religioso tiene su historia y su derivación de antecedentes naturales. Lo que hoy se llama crítica de la Biblia constituye nada más que el estudio de la misma desde el punto de vista existencial, demasiado desatendido por la Iglesia. «¿Bajo qué condiciones biográficas los escritores sagrados aportan sus diferentes contribuciones al volumen sacro?». «¿Cuál era exactamente el contenido intelectual de sus declaraciones en cada caso particular?». Por supuesto, éstas son preguntas sobre hechos históricos y no vemos cómo las respuestas pueden resolver, de súbito, la última pregunta: «¿De qué modo este libro, que nace de la forma descrita, puede ser una guía para nuestra vida y una revelación?». Para contestar esta nueva pregunta habríamos de poseer alguna teoría general que nos mostrara con qué peculiaridades ha de contar una cosa a tenor de tal teoría sería lo que antes hemos denominado un juicio espiritual. Combinándolo con nuestro juicio existencial, podríamos, en efecto, deducir otro juicio espiritual sobre el valor de la Biblia. De esta manera, si nuestra teoría sobre el valor de la revelación afirma que cualquier libro, para poder poseerlo, ha de haber sido compuesto automáticamente, al margen del capricho del autor, o bien que no ha de contener errores científicos o históricos, ni exprese pasiones locales o personales, la Biblia desde luego nos decepcionaría. Pero si, por otro lado, nuestra teoría reconociera que un libro puede muy bien constituir una revelación, a pesar de los errores, las pasiones y la deliberada composición humana, aunque no fuera nada más que un documento verídico de las experiencias íntimas de personas de alma grande, beligerantes ante los altibajos de su destino, el veredicto sería bastante más favorable. Veríamos que lo que ellas mismas consideran hechos esenciales resultan insuficientes para determinar el valor, y que los mejores adeptos al criticismo más radical nunca confunden el problema existencial con el espiritual. Ante las mismas conclusiones que hemos alcanzado anteriormente, unos adopta una visión y otros otra sobre el valor de la Biblia como revelación, que difieren según el juicio espiritual propio con respecto al establecimiento de valores.

Hago estas observaciones generales sobre los dos tipos de juicios puesto que hay muchas personas religiosas —como algunas de las presentes, seguramente— que todavía no hacen uso positivo de tal distinción y que, por lo tanto, se sorprenden un poco al principio por el punto de vista puramente existencial desde el que —en las siguientes conferencias— habremos de considerar los fenómenos de la experiencia religiosa. Al considerarlos biológica y psicológicamente como si fuesen simples hechos curiosos de la historia individual, algunos pensarán que se degrada tema tan sublime, e incluso podrían sospechar —hasta que mi propósito quede bien expresado— que intento desacreditar deliberadamente el aspecto religioso de la vida.

Nada tan ajeno a mi intención; y ya que un prejuicio semejante obstruiría profundamente el sentido de gran parte de mi discurso, dedicaré cuatro palabras más a esta cuestión.

No debe quedar duda alguna de que, en realidad, una vida religiosa tiende a hacer a la persona excepcional y excéntrica. No hablo, en absoluto, del creyente religioso corriente que observa las prácticas religiosas convencionales de su país, ya sea budista, cristiano o mahometano, porque su religión la hicieron los otros, le fue comunicada por tradición, definida en formas establecidas por imitación y conservada por la costumbre. No me serviría para nada estudiar esta vida religiosa de segunda mano. Más bien hemos de buscar las experiencias originales que establecen el patrón para el caudal de sentimientos religiosos sugerido y de conducta resueltamente imitativa. Estas experiencias sólo las encontraremos en individuos para los que la religión no se da como una costumbre sin vida, sino más bien como fiebre aguda. Sin embargo, esos individuos son «genios» en el aspecto religioso, y al igual que muchos otros que produjeron frutos tan eficaces como para ser conmemorados en las páginas de su biografía, estos genios religiosos frecuentemente mostraron síntomas de inestabilidad nerviosa. Posiblemente, en mayor medida que otros tipos de genios, los líderes religioso estuvieron sujetos a experiencias psíquicas anormales. Invariablemente fueron presos de una sensibilidad emocional exaltada; frecuentemente también tuvieron una vida interior desacorde y sufrieron de melancolía durante parte de su ministerio. No tienen medida y son propensos en general a obsesiones e ideas fijas. Con frecuencia entraron en éxtasis, oyeron voces, tuvieron visiones o presentaron todo tipo de peculiaridades clasificadas ordinariamente como patológicas. Más aún, fueron todas estas características patológicas de su vida las que contribuyeron a atribuirles autoridad e influencia religiosa.

Si queréis un ejemplo concreto, ninguno como el que representa la persona de George Fox. La religión cuáquera que fundó nunca será alabada lo bastante, ya que en una época de fraudes fue la religión de la veracidad arraigada en la misma esencia espiritual, y el retorno a lo más parecido a la verdad original del Evangelio, nunca conocida en Inglaterra hasta ese momento. En la medida en que nuestras sectas cristianas actuales evolucionen hacia la liberalidad, estarán simplemente volviendo, en esencia, a la posición que Fox y los cuáqueros adoptaron hace ya bastante tiempo. Nadie puede pretender ni por un momento siquiera, analizando su sagacidad y capacidad espirituales, que Fox tuviera una mente enferma. Hasta carceleros y jueces municipales creyeron reconocer su poder superior. Pero, no obstante, desde el punto de vista de su constitución nerviosa, Fox ¿fue una especie de psicópata o détraqué de la peor especie? En su Journal abundan anotaciones del tipo:

«Mientras caminaba con algunos amigos, levanté la cabeza y vi tres agujas de campanario que golpearon mi vista. Pregunté qué lugar era aquél y me dijeron, Lichfield. De súbito, me llegó la palabra del Señor: había de marchar hacia allí, decía. Llegados a la casa donde nos dirigíamos, rogué a mis amigos que entrasen y no les dije dónde quería ir. Tan pronto como desaparecieron me alejé por veredas y setos espinosos hasta que estuve a una milla de Lichfield, donde, en un prado inmenso, los pastores guardaban sus ovejas. En este momento el Señor me ordena que me quite los zapatos; quedé en suspenso porque era invierno, pero la palabra del Señor era como un fuego dentro de mí y los pobres pastores temblaban y parecían aterrados. Seguí caminando durante una milla y, al llegar a la ciudad, la palabra del Señor vino a mí de nuevo diciendo: “¡Proclama el infortunio para Lichfield, la ciudad ensangrentada!”. Así crucé las calles gritando en alta voz. Era día de mercado, fui hasta allí, yendo y viniendo por todos lados gritando desaforado: “¡Basta, ciudad ensangrentada de Lichfield!”, y nadie me puso la mano encima. Mientras anduve así gritando por las calles me parecía que un río de sangre corría por ellas, y la plaza del mercado se asemejaba un gran charco. Cuando expresé lo que guardaba en mi interior me sentí más tranquilo; salí en paz de la ciudad y al volver junto a los pastores les ofrecí algún dinero y recogí mis zapatos. Pero era tan poderoso el fuego del Señor en mis pies y en todo mi cuerpo que no volví a ponerme los zapatos, y dudé de hacerlo o no ya que el Señor me dio libertad para hacerlo. Me lavé los pies y me puse los zapatos de nuevo; después comencé a considerar profundamente la razón por la que había sido enviado a increpar esta ciudad y llamarla ¡la ciudad ensangrentada! Porque a pesar de que el Parlamento se alternó con el rey en gobernarla, y aun cuando en las guerras entre ellos se había derramado mucha sangre, no había sido peor que lo ocurrido en otros lugares. Sin embargo, más tarde supe que en tiempos del emperador Diocleciano fueron martirizados un millar de cristianos en Lichfield. Por consiguiente, debí atravesar descalzo el río de su sangre y meterme en el charco de la plaza del mercado para despertar el recuerdo de aquellos mártires, de la sangre derramada hacía unos mil años y que se había enfriado sobre esas calles. Había caído sobre mí dar significado a esa sangre y yo obedecía las palabras del Señor».

Ahora que estamos dispuestos a estudiar las condiciones existenciales de la religión, no podemos ignorar de ninguna manera los aspectos patológicos del tema. Hemos de describirlos y denominarlos como si se diesen en hombres no religiosos. Es cierto que instintivamente rehusamos ver controlado aquello con lo cual nuestras emociones y afectos están comprometidos. Lo primero que el intelecto hace con un objeto es clasificarlo junto a alguna otra cosa; sin embargo, cualquier objeto que resulta para nosotros infinitamente importante y despierta nuestra devoción nos parece que debe ser sui generis y único. A buen seguro, un cangrejo se sentiría ultrajado si se viese clasificado como crustáceo sin más ni más y sin disculparnos siquiera, «yo no soy esa cosa —diría—, soy yo y basta». El paso siguiente que da el intelecto es descubrir las causas genéticas del objeto. Dice Spinoza: «Analizaré las acciones y deseos del hombre como si se tratase de líneas, planos y volúmenes», y a continuación recalca que considera nuestras pasiones y sus propiedades con los mismos ojos con los que observa el resto de las cosas naturales, porque las consecuencias de nuestros afectos brotan de su naturaleza con la misma necesidad con la que se deriva de un triángulo que sus tres ángulos deben ser iguales a dos ángulos rectos. De igual manera, Taine, en la introducción a su historia de la literatura inglesa, escribe: «Que los hechos sean morales o físico, no tiene importancia. Siempre tienen su causa. Hay causas para la ambición, el valor, la veracidad, al igual que para la digestión, el movimiento muscular y el calor animal. El vicio y la virtud son productos, como el vitriolo y el azúcar». Cuando leemos estos alegatos del intelecto para demostrar las condiciones existenciales de todas las cosas, un poco al margen de nuestra legítima impaciencia ante la fanfarronada un punto ridícula del programa, si observamos lo que ciertos autores son capaces de proponer hoy, nos sentiremos amenazados en los orígenes de nuestra vida más íntima. Estas crueles asimilaciones parece que amenazan revelar los secretos vitales de nuestras almas, como si el espíritu que debería explicar su origen tuviese que justificar simultáneamente su significado, y no darles, a ambos, más valor que a los tan útiles productos que cita Taine.

Posiblemente sea la expresión más vulgar de semejante suposición la que afirma que el valor espiritual se pierde si se afirma un origen humilde; se observa en los comentarios que la gente de escasa sensibilidad hace frecuentemente de sus amigos más sentimentales: Alfredo cree tan fervientemente en la inmortalidad porque su temperamento es muy emocional. La extraordinaria susceptibilidad de Fanny es simplemente cuestión de sobreexcitación nerviosa. La melancolía cósmica de Williams se debe a una mala digestión, seguramente tiene un hígado perezoso. La delectación de Elisa por la iglesia es síntoma de su constitución histérica. Peter no se preocuparía tanto de su alma si hiciera más ejercicio al aire libre, etc… Un ejemplo evolucionado del mismo tipo de razonamiento es la moda, común hoy entre ciertos escritores, de cuestionar las emociones religiosas demostrando una conexión entre ellas y la sexualidad. La conversión es una crisis de pubertad y de adolescencia. La mortificación de los santos y la devoción de los misioneros, nada más que ejemplo del instinto de sacrificio de los padres desplazado. Para la monja histérica, que anhela la vida sobrenatural, Cristo es nada más que el sustituto imaginario de un objeto afectivo más terrenal. Y otras cosas por el estilo[1].

De modo general, este método de desacreditar los estados de ánimo por los que sentimos antipatía nos es familiar; todos lo usamos en alguna medida para criticar a ciertas personas con estados afectivos que nos parecen excesivos. Pero cuando otros critican nuestros momentos más exaltados y los denominan «nada más» que expresiones de nuestra disposición orgánica, nos sentimos ofendidos y heridos porque sabemos que, fueren cuales fueren las peculiaridades de nuestro organismo, nuestros estados mentales tienen su valor sustantivo como revelaciones de la verdad viva, y deseamos acallar semejante materialismo médico.

Materialismo médico parece, en realidad, el apelativo adecuado para el sistema de pensamiento demasiado ingenuo que ahora consideramos. El materialismo médico acaba con san Pablo cuando define su visión en el camino de Damasco como una lesión del córtex occipital, y a él como un epiléptico; con santa Teresa como una histérica y san Francisco de Asís como un degenerado congénito. El desacuerdo de George Fox con las falsedades de su época y su fijación en la verdad espiritual se los considera un síntoma de trastornos de colon; y se justifica la tendencia a la melancolía de Carlyle como un enfriamiento gastroduodenal. Todas estas excesivas tensiones mentales, cuando se llega al fondo de la cuestión, se afirma, no son más que simples problemas de diátesis (con mayor probabilidad: autointoxicaciones) debidas a la acción patológica de algunas glándulas que la fisiología descubrirá. Por ello, el materialismo médico piensa que la autoridad espiritual de estos personajes resulta eficazmente socabada[2].

Estudiemos la cuestión de la forma más amplia posible. La psicología moderna al encontrar claras conexiones psicofísicas válidas supone, como hipótesis práctica, que la dependencia de los estados mentales de las condiciones corporales debe ser perfecta y acabada. Si aceptamos tal suposición, concluiremos, naturalmente, que el materialismo médico debe tener razón de manera general, si no particularmente. San Pablo sufrió, en efecto, un ataque de epilepsia, y si no resueltamente epiléptico, Fox fue un degenerado congénito; Carlyle estaba, sin lugar a dudas, intoxicado en alguna forma, fuese la que fuese; y así sucesivamente. Sin embargo, os pregunto: ¿En qué medida una relación existencial de los sucesos de la histeria mental, como la descrita, puede determinar de una manera u otra su significado espiritual? Según el postulado general de psicología al que acabamos de referirnos, no hay ni uno sólo de nuestros estados de ánimo, elevado o bajo, sano o patológico que no tenga algún proceso orgánico como condición necesaria. Las teorías científicas están tan condicionadas orgánicamente como lo están las religiosas, y si pretendiéramos un conocimiento de los hechos bastante profundo veríamos al hígado como determinante de las afirmaciones del ateo pertinaz, tan decisivamente como en el caso del metodista convencido, preocupado por su alma. Cuando la sangre filtrase de determinada manera, tendríamos al metodista, cuando lo hiciese de otra, encontraríamos la mentalidad atea. Y así pasa con todos nuestros éxtasis y sequedades, nuestros anhelos y excitaciones, nuestras dudas y creencias. También están fundadas orgánicamente, tengan o no un contenido religioso.

Defender la causalidad orgánica de un estado de ánimo religioso, para rebatir su derecho a poseer un valor espiritual superior, es por consiguiente ilógico y arbitrario si no se ha establecido anteriormente una teoría psicofísica que entrelace los valores espirituales en general con tipos de transformaciones fisiológicas determinados. Si no es así, ninguna de nuestros pensamientos y sentimientos, ni tampoco nuestras doctrinas científicas, ni siquiera nuestras pseudocreencias, poseerán valor alguno como revelaciones de la verdad, ya que cada una de ellas, sin excepción, brota del estado del cuerpo de su poseedor en aquel momento. No vale decir que el materialismo médico, en realidad, no alcanza por sí solo estas conclusiones radicalmente escépticas. Es seguro, con la seguridad de la sencillez, que algunos estados de ánimo son interiormente superiores a otros y nos revelan mayor verdad, y para esto sólo hace falta un juicio espiritual corriente. No existe teoría fisiológica sobre la producción de tales estados preferentes por medio de la cual podamos acreditarlos, y el intento de desacreditar los estados desagradables, asociándolos vagamente con los nervios y el hígado, y en conexión directa con nombres que connotan enfermedades físicas, es al mismo tiempo carente de lógica e inconsistente.

Seamos justos en todo este asunto, y totalmente imparciales con nosotros mismos y con los hechos. ¿Cuando consideramos que algunos estados de ánimo son superiores a otros, es porque conocemos sus antecedentes orgánicos? ¡No!; lo hacemos más bien por dos razones completamente diferentes. Posiblemente porque nos deleitaron o porque creíamos que serían útiles para la vida. Cuando hablamos despectivamente de las «fantasías febriles», el proceso febril como tal no es, a buen seguro, el motivo de nuestra descalificación; por el contrario, parece que la temperatura de 103° o 104° Fahrenheit deber ser mucho más favorable para la germinación y el crecimiento de la imaginación que la temperatura corporal normal de 97° o 98° Fahrenheit. Puede tratarse de la escasa agradabilidad de las fantasías o de la incapacidad para soportar las horas críticas de la convalecencia. Cuando celebramos los pensamientos que produce la salud, el metabolismo químico peculiar de la salud no influye en la determinación de nuestro juicio; en realidad, poco sabemos de ese metabolismo. Es el carácter de la felicidad interior inherente a los pensamientos lo que los cataloga como buenos, y su capacidad para satisfacer nuestras necesidades lo que los hace aparecer como verdaderos bajo nuestra estimativa.

Ahora bien, el más intrínseco y el más remoto de estos criterios no siempre se sostienen. La felicidad interior y la capacidad de servicio no siempre están de acuerdo, y lo que a primera vista parece «lo mejor» no siempre es «lo cierto», una vez juzgado por la experiencia ulterior. La diferencia entre Felipe embriagado y Felipe sereno es el ejemplo clásico de corroboración; si el simple «sentirse bien» pudiese decidir, la embriaguez sería la experiencia humana más válida; pero sus revelaciones, por más satisfactorias que resulten en aquel momento, se insertan en un entorno que no pretende confirmación en ningún período de tiempo. La consecuencia de tal discrepancia entre los dos criterios es la incertidumbre que todavía persiste sobre gran parte de nuestros juicios espirituales. Hay momentos de experiencia sentimental y mística —de los que a partir de ahora oiremos hablar a menudo— que comportan cuando se producen un enorme sentimiento de autoridad interna y de lucidez, pero se dan con poca frecuencia y no en todos, por lo que el resto de la vida o no se conecta en absoluto con ellos o se tiende a contradecirlos más que a confirmarlos. Algunas personas al llegar estos casos siguen la voz del momento, y otras prefieren tener por guía la media de los resultados. Por aquí transcurre la triste discordancia evidente de tantos juicios espirituales de los seres humanos, desajuste del que nos apercibiremos agudamente antes de acabar estas conferencias.

Con todo, se trata de un desajuste que nunca podrá ser resuelto por medio de un simple examen médico. Un buen ejemplo de la imposibilidad de mantenerse fiel a los exámenes médicos lo encontramos en la teoría de la causalidad patológica del genio, propuesta por autores contemporáneos. «El genio —dirá el doctor Moreau— no es más que una de las ramas del árbol neuropático». «El genio —dice el doctor Lombroso— es un “síntoma de degeneración hereditaria de la variedad epileptoide y está ligado a la demencia moral”». «Cuando la vida de un hombre —escribe mister Nisbet— es notable y está descrita con plenitud suficiente para ser el tema de un estudio provechoso, cae inevitablemente en la categoría de mórbida […] y vale la pena señalar que, como norma general, cuanto mayor es el genio, mayor es el desajuste»[3].

Sin embargo, estos autores, después de demostrar de manera satisfactoria que los trabajos del genio son fruto de la enfermedad, ¿actúan en consecuencia para impugnar el valor de esos frutos? ¿Deducen un nuevo juicio espiritual de su nueva doctrina sobre las condiciones existenciales? ¿Nos prohíben sinceramente que admiremos las obras del genio a partir de este momento? ¿Afirman con franqueza que ningún neurópata puede ser el portavoz de una nueva verdad? ¡No! Sus instintos espirituales inmediatos son demasiado fuertes y se mantienen enfrente de deducciones que, puramente por amor a la consistencia lógica, el materialismo médico habría de celebrar de hecho. Un discípulo de la escuela se esforzó por impugnar el valor de los trabajos del genio en su totalidad (es decir, aquellas obras de arte contemporáneo que él mismo parece incapaz de comprender), utilizando argumentos médicos[4]; pero la mayoría de las obras maestras son indiscutibles y la línea de ataque médica, o bien se limita a esas producciones seculares que todo el mundo considera como intrínsecamente excéntricas, o bien se centra exclusivamente en las manifestaciones religiosas. Y esto sucede porque las manifestaciones religiosas estuvieron condenadas desde el momento que desagradaron al crítico en el terreno interno o espiritual.

En las ciencias naturales y las artes industriales no se le ocurre a nadie intentar rebatir opiniones poniendo en evidencia la constitución neurótica de su autor. Aquí las opiniones se comprueban invariablemente por medio de la lógica y la experimentación, sea cual sea la variante neurológica del autor. No tendría que ser diferente en el terreno de las opiniones religiosas; aquí su valor sólo puede ser comprobado considerando directamente los juicios espirituales con independencia de sus autores; juicios basados, en primer lugar, en nuestros propios sentimientos inmediatos y, en segundo lugar, en lo que podemos colegir de sus relaciones experimentales con nuestras necesidades morales y con la parcela que defienden como verdadera.

Luminosidad inmediata, en resumen, razonabilidad filosófica y ayuda moral son los únicos criterios válidos. Santa Teresa podía haber tenido el sistema nervioso de la vaca más apacible y eso no habría salvado su teología si el juicio teológico obtenido por otras verificaciones hubiese demostrado que era despreciable. Y de manera inversa, si su teología resistiese las restantes pruebas, no hubiese tenido ninguna importancia el grado de desequilibrio nervioso o de histeria sufrido cuando estaba aquí, entre nosotros.

Observad cómo, a la postre, volvemos a los principios generales a tenor de los cuales la filosofía empírica ha sostenido que debemos orientarnos en nuestra búsqueda de la verdad. Las filosofías dogmáticas buscaron pruebas para determinar la verdad que nos dispensan, caso de interesarnos por el futuro; el sueño dorado de los filósofos dogmáticos consistió en encontrar alguna señal directa que nos protegiera inmediata y absolutamente, ahora y siempre, de todo error. Es evidente que el origen de la verdad constituiría un criterio admirable de este género, si pudiésemos discernir, según este punto de vista, los diversos criterios unos de otros, y la historia de la opinión más dogmática muestra que en el origen estuvo siempre una prueba privilegiada, cuya génesis se situó en la intuición inmediata, en la autoridad pontificia, en la revelación sobrenatural; ya sea como visión, voz o intuición extraña, en la posesión directa por un espíritu más elevado, que se expresa como una profecía o advertencia, por lo general, automática; todos estos orígenes fueron justificaciones reservadas para la verdad de aquellas opiniones que, una detrás de la otra, encontramos representadas en la historia religiosa. Los médicos materialistas son, por consiguiente, poco más que todos estos dogmáticos tardíos que vuelven como sus predecesores a utilizar el criterio del origen de manera disolvente en lugar de hacerlo de una forma afirmativa.

Sus palabras sobre el origen patológico sólo son efectivas mientras el oponente defiende el origen sobrenatural, y siempre que sólo se discuta el argumento a partir del origen; sin embargo, este argumento pocas veces se utilizó por sí solo, es demasiado evidente su insuficiencia. El doctor Maudsley probablemente sea el más inteligente detractor de la religión sobrenatural desde el terreno del origen, con todo se verá forzado a escribir:

«¿Qué derecho tenemos para suponer que la naturaleza tiene la obligación de hacer su trabajo a través de mentes perfectas? Podemos suponer que una mente defectuosa es un instrumento más adecuado para un propósito particular, ya que es el trabajo hecho y la calidad del trabajador que lo hace lo que tiene importancia; y no tendría ninguna, desde un punto de vista cósmico, que fuera particularmente imperfecto en otros aspectos de su carácter, aunque fuese, por ejemplo, hipócrita, adúltero, excéntrico o lunático […]. Volvemos, pues, al último recurso de la certeza, es decir, al consentimiento común del género humano o, cuando menos, de aquellos más competentes gracias a su instrucción y formación»[5].

Dicho de otra manera, la prueba definitiva de una creencia, en opinión del doctor Maudsley, no estriba en su origen sino en su funcionamiento en general. Este es nuestro particular criterio empírico y es el criterio que los defensores más resueltos del origen sobrenatural se vieron forzados a utilizar. Algunos mensajes y visiones resultaban siempre demasiado claramente estúpidos; ciertos éxtasis y ataques convulsivos fueron demasiado estériles tanto para la conducta como para el carácter, para considerarlos significativos, y todavía menos, divinos. En la historia del misticismo cristiano siempre resultó muy difícil de solucionar el problema de distinguir entre los mensajes y experiencias, entendidos como auténticos milagros divinos de aquellos que el demonio, en su malignidad, podía falsear haciendo al religioso dos veces hijo del infierno. Para resolverlo se necesitó toda la sagacidad y la experiencia de los mejores directores espirituales. Al final volvemos a nuestro criterio empirista: «Los conoceremos por sus frutos y no por sus raíces». El Treatise on Religious Affections, de Edwards, es un elaborado resultado de esta tesis. Las raíces de la virtud de un hombre nos son inaccesibles; ninguna apariencia es prueba infalible de gracia. Nuestra práctica es la única evidencia segura, incluso para nosotros mismos, de que somos genuinamente cristianos.

«Al formarnos un juicio sobre nosotros mismos —escribe Edwards— deberíamos asimilar la evidencia que nuestro juez supremo utilizará cuando lleguemos a su presencia el último día […]. No hay gracia del Espíritu divino de cuya existencia, en cualquier creyente, la práctica cristiana no sea la evidencia más decisiva […]. El grado según el cual nuestra experiencia provoca la práctica, muestra el grado a tenor del cual nuestra experiencia es espiritual y divina».

Los escritores católicos son en igual medida enfáticos. Las buenas disposiciones que produce una visión, voz, o cualquier otro favor aparentemente celestial, son nada más que señales por las que podemos asegurarnos de que no son artimañas posibles del tentador. Dice santa Teresa:

«Como el sueño imperfecto, que en lugar de procurarnos más fuerza a la cabeza, sólo nos deja más agotados, el resultado de sencillas operaciones de la imaginación es sólo el despertar del alma. En lugar de alimento y energía, sólo recogemos lasitud y fastidio, mientras que una genuina visión celestial produce un conjunto de inefable riqueza espiritual y una renovación admirable de la fuerza corporal. He alegado estas razones a aquellos que frecuentemente han acusado mis visiones de ser el trabajo del enemigo del hombre y la diversión de mi imaginación […].

»He mostrado las alegrías que la mano divina me ha dejado, y son mis disposiciones actuales. Todos los que me conocen vieron que había cambiado, mi confesor dio testimonio del hecho; esta mejora, palpable en todos los aspectos, lejos de ser escondida fue claramente evidente a todos los hombres. Para mí misma era imposible creer que, si el demonio no fue el autor, podría haber usado —para perderme y llevarme al infierno— un expediente tan contrario a sus intereses como este de eliminar mis vicios y llenarme de valor masculino y otras virtudes, ya que vi claramente que una sola de estas visiones era suficiente para enriquecerme con toda esta abundancia»[6].

Temo haber efectuado una disgresión más larga de lo necesario, y que menos palabras habrían disipado igualmente la inquietud que quizás haya surgido en alguno de vosotros cuando he anunciado mi programa patológico. En todo caso, hemos de estar preparados para juzgar la vida religiosa exclusivamente por sus resultados, y por mi parte asumiré que la pesadilla del origen morboso ya no escandalizará más vuestra piedad. No obstante, podemos preguntarnos que si los resultados han de ser el fundamento de nuestra apreciación espiritual última de un fenómeno religioso, ¿por qué abrumarnos con tanto estudio existencial de sus condiciones? ¿Por qué no dejar simplemente al margen las cuestiones patológicas? Contestaré a esto de dos maneras; primero, afirmaría que una curiosidad irrefrenable nos anima, y segundo, que siempre entenderemos mejor el significado de una cosa si consideramos sus exageraciones, sus perversiones, sus equivalencias, los sucedáneos y consecuencias más próximos. No digo que hayamos de abandonar el tema a la condenación masiva por la que pasan las cosas de mal gusto, sino más bien que hemos de desentrañar, con la máxima precisión, en qué consiste su mérito, y, al propio tiempo, conocer a qué concretos peligros de corrupción puede también estar expuesta.

Las condiciones de demencia tienen esta ventaja: aíslan factores particulares de la vida mental y nos permiten inspeccionarlos fuera de su contexto más habitual. En la anatomía mental, esto viene a hacer el mismo papel que el escalpelo y el microscopio en la anatomía corporal. Para entender algo correctamente hemos de observarlo dentro y fuera de su contexto y conocer la gama completa de sus variaciones. El estudio de las alucinaciones fue, para los psicólogos, la clave para la comprensión de la sensación normal; y el de las ilusiones lo fue para la correcta comprensión de la percepción. Los impulsos morbosos y las concepciones imperativas, llamadas «ideas fijas», lanzaron un rayo de luz sobre la psicología de la voluntad normal, y las obsesiones y los delirios hicieron idéntico servicio respecto a la facultad normal de creer.

De manera semejante, la naturaleza del genio resultó iluminada por las tentativas, de las que ya he hecho mención, de clasificarla dentro de los fenómenos patológicos. La locura más aguda, la chifladura, el temperamento demente, la pérdida del equilibrio mental, la degeneración psicopática (por referir algunos de los sinónimos con los que ha sido denominada), tienen algunas peculiaridades y tendencias que, al ser combinadas con una cualidad superior del intelecto, hacen más probable que se distinga y afecte su época, que en el caso de que su temperamento fuese menos neurótico. Naturalmente, no hay afinidad particular entre la locura como tal y un intelecto superior[7], ya que la mayoría de los psicópatas poseen intelectos débiles, y los superiores ordinariamente presentan sistemas nerviosos normales. Pero el temperamento psicopático, cualquiera que sea el intelecto con el que se encuentre emparejado, frecuentemente comporta vehemencia y un carácter emotivo. La persona demente posee una susceptibilidad emocional extraordinaria. Tiende a tener ideas fijas y obsesiones; sus concepciones pugnan por convertirse inmediatamente en creencias y acción y apenas tiene una idea nueva no reposa hasta que la proclama o «se desahoga» de alguna manera. Una persona corriente, en presencia de una cuestión comprometida reflexiona: «¿Qué tendría que pensar?»; sin embargo, en una mente «perturbada» la misma pregunta tiende a tomar la forma de: «¿Qué habría de hacer?». En la autobiografía de aquella señora de alma elevada, Annie Besant, he leído el pasaje siguiente: «Mucha gente desea el éxito de una buena causa, pero muy pocos se esfuerzan por ayudar, y todavía menos, arriesgan algo por estimularla. Alguien habría de hacerlo, pero ¿por qué yo?, es la eterna pregunta de la amabilidad sin carácter. Alguien habría de hacerlo ¿por qué no yo?, es el grito de los sinceros servidores del hombre, mientras avanzan ansiosos de enfrentarse con un duro peligro. Entre estas dos posturas hay siglos enteros de evolución moral». ¡Ciertamente!, y entre estas dos frases se sitúan los destinos bien diferentes del mal trabajador corriente y el psicópata. Así, cuando un psicópata y un intelectual elevado convergen —dado que las inacabables permutaciones y combinaciones de la facultad humana están destinadas a unirse a menudo— en el mismo individuo, conseguimos la mejor condición posible para el tipo de genio efectivo según llega a los repertorios biográficos. Tales individuos no son simples críticos ni entendidos en su parcela intelectual: sus ideas los poseen y las imponen, para bien o para mal, sobre sus contemporáneos. Son ellos los que cuentan cuando Lombroso, Nisbert y otros autores invocan las estadísticas para defender su paradoja.

Pasando a los fenómenos religiosos, consideraremos la melancolía que, como veremos, constituye un momento esencial de la evolución religiosa acabada. Tomemos la felicidad que proporciona la creencia religiosa cuando se ha conseguido. Posee el estado de intuición de la verdad que describen todos los místicos religiosos[8]. Éstos son, todos y cada uno de ellos, casos particulares de tipos de experiencia humana de competencia mucho más amplia. La melancolía religiosa, sean cuales sean las peculiaridades que tenga qua religiosa, es, en cualquier caso, melancolía. La felicidad religiosa es felicidad. El éxtasis religioso es éxtasis. Y desde el momento en que renunciamos a la noción absurda de que una cosa se desvirtúa cuando es clasificada con otras, o muestra su origen; desde el momento en que aceptamos estimular los resultados experimentales y la calidad interior, al juzgar los valores, es evidente que podemos deslindar mejor el significado diferenciador de la melancolía y la felicidad religiosas, o de los éxtasis religiosos comparándolos tan conscientemente como podamos con otros tipos de melancolía, felicidad y éxtasis, que cuando renunciamos a considerar su lugar en alguna serie más general y tratarlos como si estuviesen completamente fuera del orden de la naturaleza.

Espero que este ciclo de conferencias confirme esta suposición. Por lo que hace al origen psicopático de tantos fenómenos religiosos, no sería nada sorprendente o desconcertante, aunque se nos certifique desde las alturas, que constituyen las experiencias humanas más valiosas. Ningún organismo puede ceder todo el conjunto de verdad a su propietario. Todos nosotros somos débiles en algo, o incluso enfermos, y nuestras enfermedades nos ayudan de la forma más inesperada. En el temperamento psicopático se da la emotividad, que es el sine qua non de la percepción moral; tenemos la intensidad y la tendencia al énfasis que son la esencia del vigor moral práctico; el amor metafísico y el misticismo que estimulan el interés personal más allá de la superficie del mundo de la razón. Así, pues, ¿qué más natural que semejante temperamento introduzca al hombre en las regiones de la verdad religiosa, en los rincones más recónditos del universo, y que el tipo filisteo de robusto sistema nervioso, que enseña los bíceps para que los tienten, se golpea el pecho y agradece al cielo no tener en su constitución una sola fibra enferma, esconda todo aquello a sus satisfechos poseedores?

Si algo como la inspiración que procede de un reino superior existe, podría ser que el temperamento neurótico proporcionara la condición principal de la receptividad requerida. Y una vez dicho todo esto me parece que puedo dejar el tema de la religión y la neurosis.

La mayoría de los fenómenos colaterales, sanos o enfermos, con los que los diversos fenómenos religiosos se han comparado para poder entenderlos mejor, constituye lo que en un lenguaje pedagógico se llama «la masa aperceptiva», en la que se nos incluye. La única novedad que puedo imaginar en este ciclo de conferencias quizás estribe en la amplitud de la masa aperceptiva; intentaré discutir las experiencias religiosas en un contexto más amplio del utilizado usualmente en cursos universitarios.