Conferencia XIX.
Otras características
Hemos vuelto, después de nuestro dilatado recorrido por el misticismo y la filosofía, al lugar donde estábamos antes; los servicios de la religión, su utilidad para el individuo y la utilización que de ellos hace el propio individuo en el mundo constituyen los mejores argumentos de veracidad. Volvamos a la filosofía empírica: es verdad lo que funciona bien, aunque siempre puede añadirse la calificación «en conjunto». En esta conferencia hemos de reincidir en la descripción, y acabar de perfilar la conciencia religiosa con unas palabras sobre algunos de sus elementos característicos. Después, en una última conferencia, quedaremos en libertad para hacer una revisión general y sacar nuestras conclusiones.
El primer punto a tratar es la participación que aduce la vida estética en el momento de determinar la elección personal de la religión. Los hombres, tal como he dicho hace un momento, intelectualizan involuntariamente sus experiencias religiosas, necesitan fórmulas al igual que necesitan compañía en el culto. Quizás hablé demasiado desdeñosamente de la inutilidad pragmática del famoso repertorio escolástico de los atributos de la deidad, ya que tienen otra utilidad que descuidé considerar. El elocuente fragmento en el que Newman los enumera[301] nos sitúa sobre su rastro, al entonar como entonaría un servicio religioso en la catedral, muestra que su valor estético es muy elevado. Enriquece nuestra piedad desnuda asimilar estas añadiduras verbales exaltadas y misteriosas, como enriquece asimismo a una iglesia poseer un órgano y viejas lápidas sepulcrales, mármoles, frescos y vidrieras de colores; los epítetos sonoros ofrecen el aire y la armonía a nuestra devoción, como un himno de alabanza y un servicio de gloria pueden resultar todavía más sublimes por el hecho de ser incomprensibles. Mientras actitudes como la de Newman[302] se vuelven tan celosas de su crédito como los sacerdotes paganos lo son de las joyas y ornamentos que resplandecen sobre sus ídolos.
En las construcciones religiosas en las que la mente se recrea espontáneamente, nunca debemos olvidar el motivo estético. Prometí no decir nada sobre los sistemas eclesiásticos establecidos en estas conferencias; de cualquier modo, puede permitírseme que diga unas palabras sobre la forma en que la satisfacción de determinadas necesidades estéticas contribuye a su influencia sobre la naturaleza humana. Aunque algunas personas aspiran a la pureza y sencillez intelectual, para otros, sin embargo, el supremo retiro imaginativo es la riqueza[303]. Cuando la mente de alguien tiende marcadamente hacia este tipo externo, una religión individual difícilmente servirá a sus propósitos. La necesidad interior más bien es de suyo institucional y compleja, mayestática en la interrelación jerárquica de sus partes con una autoridad descendente gradualmente y, en cada nivel, objetos susceptibles de adjetivos de misterio y esplendor, derivados, en último término de la divinidad, que es la fuente y la culminación del sistema. Entonces se siente uno como en presencia de alguna gran obra de orfebrería o arquitectura, oye la multitudinaria llamada litúrgica, percibe la sensación cultural que procede de cada elemento; comparado con esta noble complejidad, donde los movimientos ascendentes y descendentes no parecen atentar a la estabilidad, donde ningún detalle, por humilde que sea, resulta insignificante, y tan augustas instituciones lo mantienen en su sitio, ¡cuán simple debe parecer el protestantismo evangélico, cuán desnuda la atmósfera de aquellas vidas religiosas aisladas que se vanaglorian de que «el hombre puede encontrarse con Dios en el desierto»![304] ¡Qué pulverización y desmantelamiento de una estructura tan gloriosamente instituida! A una imaginación acostumbrada a las perspectivas de grandeza y gloria, el esquema desnudo del Evangelio parece que le ofrece un hospicio por un palacio.
Algo similar al sentimiento patriótico de aquellos individuos educados en antiguos imperios. Cuántas emociones deben quedar frustradas cuando se renuncia a los títulos honoríficos, a los tonos carmesí y al fragor de las trompetas, a los bordados de oro, a las tropas emplumadas, al temor y al temblor, y se recibe a cambio un presidente que lleva abrigo negro y te saluda a mano tendida, y puede que, además, provenga de una «casa» en medio de un prado que cuenta incluso con una sala de estar con su Biblia en el centro de la mesa. ¡Empobrece la imaginación monárquica!
La fuerza de estos sentimientos estéticos hace rigurosamente imposible, a mi modo de ver, que el protestantismo, aunque sea superior en profundidad espiritual que el catolicismo, tenga éxito hoy a la hora de conseguir conversos numerosos del eclesiasticismo más venerable. Éste ofrece a la fantasía pastos más ricos, tiene tantas celdas con tan variados tipos de miel, es tan indulgente en sus multiformes llamadas a la naturaleza humana, que el protestantismo siempre mostrará a los ojos católicos la fisonomía de un hospicio. La amarga negatividad es incomprensible para la mentalidad católica; para los intelectuales católicos muchas de las creencias y prácticas anticuadas lo son solamente para los protestantes. Son pueriles en el sentido agradable de la palabra «infantil», inocentes y afables, que merecen una sonrisa en consideración en la condición escasamente desarrollada de la inteligencia del pueblo. Para el protestante, por el contrario, son pueriles en el sentido de constituir falsedades estúpidas, que debe destruir en su redundancia delicada y amable dejando al católico que se estremezca de gozo en su literalidad. A este último el protestante le parece tan taciturno como si fuese alguna especie de reptil monótono, ciego y entumecido. Ambas actitudes nunca se comprenderán; sus centros de energía emocional son demasiado diferentes. La verdad rigurosa y las complejidades de la naturaleza humana siempre necesitan un intérprete mutuo[305]. Lo mismo ocurre con la pluralidad estética de la conciencia religiosa.
En la mayoría de los libros sobre religión, se señalan tres cosas como sus elementos esenciales. Aunque brevemente, diré unas palabras sobre cada uno de estos elementos. El primero es el sacrificio.
Los sacrificios a los dioses emergen omnipresentes en el culto primitivo, pero a medida que los cultos se van refinando, las ofrendas crematorias y la sangre de macho cabrío han sido reemplazadas por sacrificios de naturaleza más espiritual. El judaísmo, el islamismo y el budismo se desarrollan sin sacrificio ritual; también lo hace el cristianismo, excepto cuando la noción se conserva de una forma transfigurada en el misterio de la crucifixión de Cristo. Estas religiones sustituyen con ofrendas del corazón, renuncias del yo íntimo, todas aquellas vanas oblaciones. En las prácticas ascéticas que alientan el islamismo, el budismo y la más vieja cristiandad, observamos cómo permanece indestructible la idea de que cualquier sacrificio de algún tipo constituye un ejercicio religioso. Al hablar sobre el ascetismo me referí a su significado como símbolo de los sacrificios que la vida, siempre que se toma arduamente, reclama[306]. Pero como ya dije lo que pretendía decir sobre ellos, y puesto que estas conferencias eluden expresamente las costumbres de las primitivas religiones y las cuestiones derivadas, pasaré del tema del sacrificio al de la confesión.
En lo que respecta a la confesión también seré breve al máximo, y hablaré desde una perspectiva psicológica, no histórica. No tan extendida como el sacrificio, corresponde a un estadio del sentimiento más íntimo y moral; es parte del sistema general de purgación y purificación que creemos precisar para situamos en una relación correcta con la deidad. Para quien confiesa, las imposturas desaparecen para dejar paso a la autenticidad; ha exteriorizado su podredumbre. Si realmente no logra desembarazarse de ella, al menos no la disimula todavía más con una hipócrita exhibición de virtud —al menos vive sobre una base de veracidad. La completa decadencia de la práctica de la confesión en las comunidades anglosajonas parece difícil de justificar. La explicación histórica, desde luego, es la reacción contra el papado, ya que en el papismo la confesión iba unida al castigo y la absolución y otras prácticas inadmisibles. Pero por el lado del pecado vemos que la necesidad habría de haber sido más perentoria para justificar un rechazo tan sumario de su satisfacción. Podría pensarse que la valva del secreto debería haberse abierto todavía más, para que el absceso reprimido reventase y así sanara, aunque la oreja que escuchara la confesión fuese indigna. La Iglesia católica, por razones utilitarias obvias, ha sustituido por la confesión oral secreta el acto más radical de la confesión pública. Nosotros, protestantes de expresión inglesa, por la general autoconfianza e insociabilidad de nuestra naturaleza, parece que ya tenemos bastante con la sola presencia de Dios en nuestras confidencias[307].
El próximo tema que me interesa comentar es el de la plegaria —y esta vez lo haré con menor brevedad. Hemos oído, últimamente, hablar bastante contra la plegaria, en particular contra las rogativas que solicitan un mejor tiempo o la curación de los enfermos. En lo que respecta a la plegaria por los enfermos, cuando ningún consejo médico puede considerarse definitivo, ocurre que, en determinados ambientes, la plegaria puede contribuir a la recuperación, y debería ser estimulada como medida terapéutica. Siendo un factor de salud moral en la persona humana, su omisión resultaría perjudicial. El caso del tiempo es diferente. No obstante la creencia opuesta[308], todo el mundo sabe hoy que las tempestades y las sequías resultan de antecedentes físicos, y que las apelaciones morales no pueden alejarlas. Pero la plegaria reiterativa sólo es una fracción de la plegaria, y si tomamos la palabra en el sentido más amplio, que significa toda clase de comunión o conversación interior con el poder reconocido como divino, podemos ver fácilmente que la crítica científica no le atañe.
La plegaria, en este sentido amplio, es el alma y la esencia de la religión.
«Religión —escribe un teólogo liberal francés— es un intercambio en el que un alma angustiada entra en una relación consciente y voluntaria con el poder misterioso de quien siente que depende, y respecto al cual su destino es contingente. El trato con Dios se establece por medio de la plegaria, la plegaria es la religión en acto; es decir, la plegaria es la religión real. La plegaria distingue el fenómeno religioso de fenómenos similares, tales como el sentimiento puramente moral o estético. La religión no será nada si no es el acto vital por el que la inteligencia entera busca su salvación aferrándose al principio del que extrae la vida. Este acto es la plegaria, término por el que yo no entiendo ningún vano ejercicio verbal, ninguna repetición determinada de específicas fórmulas sagradas, sino el propio movimiento del alma que se sitúa en relación de contacto personal con el poder misterioso que percibe presente —puede manifestarse, incluso, antes de tener un nombre con que invocarlo. Cuando falta esta plegaria interior no hay religión. Por otra parte, siempre que esta plegaria estimula y conmueve el alma, aun en ausencia de formas o de doctrinas, tenemos presente la religión viva. De aquí se deduce por qué la llamada “religión natural” no es propiamente religión. Aparta al hombre de la plegaria. Le sitúa con relación a Dios en un alejamiento mutuo, sin intercambio íntimo, sin diálogo interno, sin trato alguno ni acción de Dios en el hombre ni retorno del hombre a Dios. A la postre, esta pretendida religión sólo constituye una filosofía. Nació en la época del racionalismo, de las investigaciones críticas, y nunca fue nada más excepto una abstracción. Una creación artificial y muerta que escasamente revela, a quien la examina, una característica propia de la religión»[309].
Me parece que toda la serie de conferencias confirma el argumento de Sabatier. El fenómeno religioso, estudiado como un hecho interior y separado de las elaboraciones teológicas y eclesiásticas, se ha demostrado que consiste, en todas partes y en todos los niveles, en la conciencia que poseen los individuos de una relación entre ellos mismos y los poderes superiores con los que se sienten vinculados. Esta relación se entiende como activa y mutua. Si no fuese efectiva, si no constituyese una relación de dar y recibir, si realmente no se intercambiase nada mientras dura, si el mundo no se convierte en nada diferente por el hecho de que haya tenido lugar, entonces la plegaria, tomada en su significado amplio de cierta sensación de que algo se intercambia, sería, por supuesto, un sentimiento ilusorio; y la religión ha de clasificarse, en conjunto, no simplemente como portadora de elementos falaces —éstos indudablemente existen en todas partes—, sino como enraizada por entero en el engaño, según los ateos y los materialistas afirmaron siempre. Como mucho, cuando las experiencias directas de la plegaria han sido eliminadas como falsos testimonios, puede quedar una cierta creencia inferencial de que el orden de la existencia ha de tener una causa divina. Pero esta forma de contemplar la naturaleza, placentera para personas de gusto piadoso, les dejaría sólo la parte del espectador en una obra, mientras que en la religión experimental y en la vida de plegaria parece que seamos protagonistas, y no en una representación ficticia sino en la propia realidad.
El carácter genuino de la religión queda así indisolublemente ligado a la cuestión de si la conciencia de ruego es o no engañosa. La convicción de que algo se intercambia genuinamente en la conciencia constituye el corazón de la religión viva; en relación a lo que se intercambia se dieron siempre grandes diferencias de opinión. Se ha supuesto, y todavía se supone, que los poderes invisibles fantasean cosas que ningún hombre ilustrado puede creer. Puede probarse que la esfera de influencia de la plegaria es exclusivamente subjetiva y lo que cambia de forma inmediata es la mente del creyente que la formula. Pero aunque nuestra opinión sobre la plegaria y sus efectos puede verse limitada por la crítica, la religión, en el sentido vital que estas conferencias estudian, ha de mantenerse o desaparecer por la persuasión de que efectos de algún género ocurren genuinamente. A través de la plegaria, insiste la religión, aquellas cosas que no pueden realizarse de ninguna otra manera acontecen: la energía, que si no fuese por la plegaria quedaría anulada, se liberaría y podría actuar en alguna parte, objetiva o subjetiva, del mundo de la realidad.
Este postulado se expresa de forma sorprendente en una carta que Frederic W. M. Myers escribe a un amigo, que me permite citarla. Muestra que el instinto de ruego es independiente de las elaboraciones doctrinales usuales. Mister Myers escribe:
«Estoy contento de que me preguntes sobre la plegaria porque creo tener ideas bastante formadas sobre el tema. Primero consideremos los hechos. A nuestro alrededor existe un universo espiritual que está en relación con el mundo material. Del universo espiritual procede la energía que mantiene al material, la energía que produce la vida de cada espíritu individual. Nuestros espíritus se sostienen por una atracción eterna hacia esta energía, y el vigor de la atracción cambia perpetuamente, al igual que el vigor de nuestra absorción de alimento material varía con las horas.
»Los llamo “hechos” porque pienso que un esquema de este estilo es el único plausible con nuestra evidencia presente; es demasiado complejo para resumirlo aquí. Entonces, ¿cómo debemos actuar a partir de estos hechos? Debemos esforzarnos por obtener tanta vida espiritual como sea posible, y situar nuestras mentes en cualquier disposición que, según la experiencia, sea favorable a la atracción. Plegaria es el nombre general para la actitud de expectación abierta y sincera. Si preguntamos a quién dirigir la plegaria, la respuesta (curiosamente, por cierto) ha de ser que eso no tiene demasiada importancia; la plegaria no es una cosa puramente subjetiva, significa un incremento real de la intensidad de absorción de poder espiritual o gracia, pero no sabemos suficientemente lo que ocurre en el mundo espiritual para saber cómo actúa la plegaria, quién toma conocimiento de ella, o por qué canal se otorga la gracia. Bueno es permitir que los niños eleven plegarias a Cristo que, en cualquier caso, es el espíritu individual más elevado que conocemos. Pero sería imprudente decir que Cristo nos oye, mientras que decir que Dios nos oye es simplemente repetir el primer principio, que la gracia brota del mundo espiritual infinito».
Prescindamos de la cuestión de la verdad o falsedad de la creencia de que el poder espiritual pueda ser absorbido, queda para la próxima conferencia, donde debemos formular, si es posible, nuestras conclusiones dogmáticas. Dejemos que esta conferencia se limite a la descripción del fenómeno, y como ejemplo particular de un tipo extremo de la forma de cómo ha de desarrollarse la vida de plegaria, tomaré un caso que muchos de vosotros conoceréis, el de George Müller, de Bristol, que murió en 1898. Las plegarias de Müller eran del orden más craso. Muy pronto en su vida resolvió tomar algunas promesas de la Biblia con sinceridad literal y dejar que la mano de Dios le alimentase, renunciando a su propia previsión mundana. Tuvo una carrera extraordinariamente activa y de éxito, uno de cuyos frutos fue la distribución de más de dos millones de ejemplares de las Escrituras en diferentes lenguas. Otros resultados fueron el equipamiento de varios centenares de misiones, la circulación de más de ciento once millones de libros, folletos y tratados sobre las Escrituras, la construcción de cinco grandes hospicios y la educación y manutención de miles de huérfanos; finalmente la fundación de escuelas en las que unos ciento veintiún mil alumnos jóvenes y adultos eran educados. En sus años de tarea, Müller recibió y administró casi millón y medio de libras esterlinas y viajó doscientas mil millas por mar y tierra[310]. Durante los sesenta y ocho años de su ministerio nunca poseyó ninguna propiedad, excepto la ropa, muebles y dinero de caja, y a la edad de ochenta y seis años dejó unos bienes valorados apenas en ciento sesenta libras.
Su método era dejar que sus deseos se conociesen públicamente, pero no informar de los detalles de sus necesidades temporales. Para aliviarlas rogaba directamente al Señor, pensando que tarde o temprano las plegarias son atendidas si creemos lo bastante, «cuando pierdo alguna cosa como una llave —escribe— pido al Señor que me dirija a ella, y espero una respuesta a mi plegaria; cuando una persona con quien tengo una cita no viene a la hora prevista y comienzo a impacientarme, ruego al Señor que le dé prisa, y espero una respuesta; cuando no entiendo una parte de la Palabra de Dios, elevo mi corazón al Señor para que, por el Espíritu Santo, se digne instruirme, y espero ser enseñado aunque no preciso ni el momento ni la manera en que ha de ocurrir; cuando voy por el mundo, espero ayuda del Señor, y… no estoy deprimido, sino alegre porque confío en su asistencia».
La costumbre de Müller era no tener deudas, ni siquiera durante una semana. «Como el Señor se ocupa de nosotros día a día… el pago semanal podría presentarse y suceder que no tuviéramos dinero para hacerle frente, y así aquellos con quienes hacemos trato, podrían resultar dañados, y podríamos así darnos cuenta de que actuamos contra el precepto de Dios “No debas nada a nadie”. A partir de ahora y mientras el Señor nos dé las provisiones de cada día, nos proponemos comprar sólo cuando podamos pagar inmediatamente, aunque parezca muy necesario y aunque aquellos con quienes tratemos pretendan cobrar semanalmente».
Los artículos necesarios de los que habla eran la comida, el combustible, etc., de sus instituciones caritativas. Con todo, aunque a menudo estaban muy cerca de quedarse sin comer, parece que nunca sucedió. «Nunca he sentido más grande y manifiesta la presencia de Dios que cuando después de desayunar no había nada para la comida de más de cien personas, o cuando después de la comida no había nada para el té, y sin embargo el Señor nos proporcionaba el té, y todo sin que ninguna persona hubiese estado informada de nuestras necesidades… Por la gracia espiritual estoy tan plenamente seguro de la lealtad del Señor que, en medio de la mayor necesidad, me encuentro libre y en paz para realizar mis otros trabajos. De hecho, si el Señor no me hubiera dado esto, que es el resultado de mi confianza, yo apenas podría trabajar ya que raro es el día en que no necesito algo por un lado u otro»[311].
Al fundar sus orfanatos con la sola ayuda de la plegaria y la fe, Müller reitera que su motivo principal era «tener algo que señalar como prueba visible de que nuestro Dios y Padre es el mismo Dios leal que siempre ha sido —tan deseoso como siempre de demostrar que es el Dios viviente, hoy como ayer, para quienes ponen su confianza en él—»[312]. Por esta razón no quiso pedir dinero para ninguna de sus empresas. «¿Qué pasa cuando nos anticipamos a Dios yendo a nuestro aire? Ciertamente debilitamos la fe en lugar de incrementarla, y cada vez que actuamos de este modo, encontramos más difícil confiar en Dios hasta que, al final, dejamos escapar nuestra razón natural y la incredulidad predomina. ¡Qué diferente es cuando uno es capaz de esperar la hora de Dios y recurrir a Él sólo en busca de ayuda y liberación! Cuando al final la ayuda llega, ¡qué dulce es y qué recompensa! Querido lector cristiano, si nunca has caminado antes por el camino de la obediencia, hazlo ahora y entonces conocerás experimentalmente la dulzura de la alegría que produce»[313].
Cuando las provisiones llegaban lentamente, Müller consideraba que se trataba de una prueba para su fe y su paciencia. Cuando la fe y la paciencia estuviesen suficientemente probadas, el Señor enviaría mayores medios. «Y así lo ha demostrado —cito de su diario—, porque hoy me ha proporcionado dos mil cincuenta libras, de las cuales dos mil son para los fondos de construcción (de una casa determinada) y cincuenta para las necesidades inmediatas. Es imposible describir mi alegría en Dios apenas he recibido esta donación. No estaba excitado ni sorprendido, ya que espero respuestas a mis oraciones. Creo que Dios me escucha. Pero mi corazón estaba tan lleno de alegría que sólo podía inclinarme ante Dios y admirarlo, como David en el versículo 2 del capítulo VIII de Samuel. Al final me he postrado de hinojos y he estallado en agradecimiento al Señor y he rendido de nuevo mi corazón a su bendito servicio»[314].
El caso de George Müller es extremo en todos sus aspectos, y en ninguno lo es más que en la extraordinaria estrechez de su horizonte intelectual. Su Dios era, como frecuentemente ha repetido, su socio en los negocios. Parece que para Müller ha sido poca cosa más que una especie de administrador sobrenatural que se interesaba por la congregación de comerciantes, que eran sus santos patronos, y por los orfanatos y otras empresas, pero que estaba desposeído de cualquiera de aquellos atributos más vastos e ideales con los que la imaginación humana lo ha investido. Resumiendo, pues, Müller era absolutamente afilosófíco. Su concepción intensamente privada y práctica de sus relaciones con Dios continúa las tradiciones del pensamiento humano más primitivo[315]. Cuando comparamos una mentalidad como la suya con, por ejemplo, la de Emerson o la de Phillips Brook, constatamos la gama que la conciencia religiosa cubre.
Hay abundante literatura relacionada con las respuestas a las rogativas. Los diarios evangélicos están llenos de ellas e incluso se dedican libros enteros a este tema[316], pero para nuestros intereses el caso de Müller será suficiente.
Una forma de desarrollar la vida de oración menos crudamente parecida a la de un mendigo es la seguida por otros muchos cristianos. Tales personas afirman que la persistente confianza en el Todopoderoso como ayuda y guía traerá pruebas, palpables pero mucho más sutiles, de su presencia e influencia activa. La descripción siguiente de una vida guiada, de un escritor alemán que ya he citado, sin duda ha de parecer a numerosos cristianos de cualquier país que refleja su propia experiencia personal. El doctor Hilty afirma que en este tipo de vida guiada se encuentra:
«Que los libros y las palabras (y a menudo la gente) llegan a nuestro conocimiento justo en el preciso momento en que los necesitamos. Que uno se desliza sobre enormes peligros como si tuviese los ojos cerrados, ignorando lo que le habría aterrorizado o desencaminado, hasta que el peligro ha pasado —éste suele ser el caso en las tentaciones de vanidad y sensualidad—; que los caminos por donde uno no debiera aventurarse están, sea por lo que sea, cercados de espinos; pero que por otro lado importantes obstáculos quedan eliminados repetidamente; que cuando es llegado el tiempo de algo de súbito se percibe el coraje que antes faltaba, se alcanza la raíz de una cuestión que antes estaba escondida, o se descubren pensamientos, posibilidades, incluso retazos de conocimiento y percepción interior en uno mismo de los que es imposible asegurar de dónde vienen. Finalmente, las personas nos ayudan a decir que no, nos auxilian o rechazan hacerlo como si hubiesen de realizarlo contra su voluntad, así que con frecuencia quienes nos son indiferentes o enemigos nos hacen el más grande servicio (a menudo Dios toma los bienes terrenales de aquellos a quienes guía justo en el momento preciso, cuando amenazan con recurrir al esfuerzo más relajado).
»Junto a esto, suceden otras cosas dignas de mención de las que no es fácil dar una explicación. No hay ninguna duda de que ahora se avanza continuamente a través de puertas abiertas y por los caminos más fáciles, con tan pocos cuidados y problemas que apenas puede imaginarse.
»Además, el propio yo resuelve sus asuntos ni demasiado pronto ni demasiado tarde, cuando fácilmente se habrían desbaratado por inoportunidad, incluso cuando los preparativos habían quedado bien organizados. Se añade a esto que se realizan con perfecta tranquilidad mental, casi como si fuesen cuestiones intranscendentes, como encargos que hiciésemos a cuenta de otra persona, en cuyo caso actuamos realmente con más calma que cuando lo hacemos por nuestros intereses. De nuevo, uno descubre que puede esperar pacientemente, y que en esto consiste uno de los grandes secretos de la vida. También sucede que todo llega en su momento, una cosa después de otra, de manera que se gana tiempo para asegurar un paso antes de avanzar otro más, y entonces todo acontece en el momento adecuado, apropiado a lo que debemos hacer, etc., y a menudo de forma sorprendente, como si una tercera persona vigilase aquellas cosas que estamos en fácil peligro de olvidar.
»Con frecuencia también se nos presentan las personas en el momento justo, para ofrecer o pedir lo que se necesita y que jamás habríamos tenido el valor o la resolución de abordar por decisión propia.
»A través de estas experiencias, uno percibe que es amable y tolerante con la otra gente, hasta con aquellos que son repulsivos, negligentes o tienen mala voluntad, ya que también ellos son instrumentos del bien en manos de Dios, y a menudo los más eficientes. Sin estos pensamientos sería difícil, incluso para los mejores, conservar la ecuanimidad. Pero con la conciencia de la guía divina, se perciben muchas cosas en la vida de manera harto diferente a como sería posible de otro modo…
»Todo esto son cosas que todo ser humano conoce, que ha experimentado y de las que podrían darse ejemplos. Las fuentes superiores de la sabiduría humana son incapaces de alcanzar lo que, bajo la guía divina, nos llega a manos llenas»[317].
Los relatos como éste se funden con otros donde la creencia estriba, más bien, no en que los sucesos particulares resultan particularmente bien dispuestos por una providencia excepcionalmente cuidadosa, como premio a nuestra confianza, sino en que cultivando el sentimiento de vínculo con el poder que hizo las cosas como son estamos mejor dispuestos para su aceptación. La cara externa de la naturaleza no necesita alterarse, pero las expresiones de significado lo hacen por ella; estaba muerta y de nuevo vive. Es como la diferencia que media entre mirar a una persona con amor o mirarla con indiferencia; en el primer caso, la comunicación se presenta con una recuperada vitalidad. Por consiguiente, cuando los afectos se ponen en contacto con la divinidad creadora del mundo, el temor y el egoísmo desaparecen, y en la serenidad que se produce es posible encontrar en las horas, según van sucediéndose, una serie de matices benignos. Es como si todas las puertas se abriesen y todos los caminos se allanasen suavemente. Hallamos un mundo transfigurado cuando percibimos el viejo mundo en el espíritu que este tipo de plegaria inspira.
Éste era el espíritu de Marco Aurelio y de Epicteto, también el de los curanderos mentales, de los trascendentalistas y de los llamados cristianos «liberales». Como clara expresión citaré una página de los sermones de Martineau:
«El universo, abierto a nuestros ojos, es como era hace mil años, y el himno matinal de Milton no canta sino la belleza con la que nuestro propio sol familiar vistió a los primeros jardines y tierras del mundo. Vemos todo lo que nuestros padres vieron. Y si no podemos encontrar a Dios en nuestras casas o en la mía, al borde del camino o a la orilla del mar, en la semilla que estalla o en la flor que se abre, en el deber del día o en la meditación de la noche, en la risa compartida y el pesar secreto, en la procesión de la vida, siempre comenzando de nuevo, transcurriendo solemnemente y desapareciendo, no creo que lo distingamos en la hierba del Edén o bajo la luna de Getsemaní. Depender de Él no implica el deseo de milagros mayores, sino el del espíritu de percibir los que nos rodean, que nos impelen a arrinconar la santidad hacia lejanos espacios donde no podemos alcanzarla. El devoto siente que donde está la mano de Dios hay milagro, y es una irreverencia imaginar que sólo donde hay milagro puede estar de verdad la mano de Dios. La costumbre habría de ser, a nuestros ojos, más sagrada que sus anomalías; los antiguos caminos, de los que el Altísimo nunca se cansa, más queridos que las cosas sorprendentes que no estima lo suficiente como para repetirlas. Y aquel que distinga bajo el sol, al levantarse cada mañana, el magnífico dedo del Todopoderoso, puede recuperar la sorpresa suave y reverente con la que Adán miró la primera aurora en el paraíso. No se trata de un cambio exterior, ni un cambio de tiempo o lugar, sino sólo la meditación amorosa del puro de corazón, capaz de despertar al Eterno en nuestras almas; de volver a la realidad y restablecer su antiguo nombre de “Dios viviente”».[318]
Cuando consideramos todas las cosas en Dios y a Él las referimos, leemos expresiones de significado superior en las cosas comunes[319]. La inercia con que la costumbre cubre lo familiar desaparece, y la existencia entera queda transfigurada; el estado mental que despierta así del entumecimiento aparece bien expresado en estas palabras que tomo de la carta de un amigo:
«Si nos entretenemos en sumar todas las mercedes y bondades que recibimos, quedamos abrumados por su número (tan grande que podemos imaginarnos incapaces de que nos dé tiempo incluso para empezar a considerar las cosas que podemos pensar que no tenemos). Las sumamos y nos damos cuenta que la bondad de Dios nos abruma, que estamos rodeados de bondades sobre bondades sin las cuales todo se derrumbaría. ¿No hemos de amarle, no nos sentiremos sostenidos por los Brazos Eternos?».
Algunas veces el darnos cuenta cabal de que estos hechos los envía la divinidad, en vez de ser habitual es casual, como una experiencia mística. El padre Gratry nos ofrece un buen ejemplo de su período de melancolía juvenil:
«Un día tuve un momento de consuelo porque tropecé con una cosa que me pareció idealmente perfecta. Era un pobre tamborilero que tocaba por las calles de París. Caminé detrás de él volviendo de la escuela en el atardecer de un día festivo. Su tambor sonaba de tal manera que, en aquel momento al menos, por más quisquilloso que fuera, no podía encontrar ningún pretexto para censurarle. Era imposible concebir más nervio o espíritu, mejor tiempo o medida, mayor riqueza o limpieza que las que había en este redoble. El deseo no podía ir más allá; estaba encantado y consolado, la perfección de este acto mínimo me hizo bien. El bien es al menos posible, dije, ya que el ideal a menudo es un hecho»[320].
En la novela Obermann, de Sénancours, se relata una revelación similar. En las calles de París, un día de marzo, encontrar una flor, un simple junquillo:
«Era la expresión más fuerte del deseo, era el primer perfume del año y sentí la felicidad completa destinada al hombre. Esa inexplicable armonía anímica, el fantasma del mundo ideal, surgió en mí completamente. Nunca había sentido nada tan grande e instantáneo; no sé qué forma, qué analogía, qué relación concreta era la que me hacía ver en esta flor una belleza sin límites… Nunca incluiré en un concepto esta capacidad, esta inmensidad que nada expresa; esta forma que nada contendrá, este ideal de un mundo mejor que uno siente pero que, según parece, la naturaleza no ha hecho real»[321].
En otras conferencias hablamos del rostro vivificado del mundo según puede presentarse a los conversos cuando despiertan a una nueva vida[322]; como norma, las personas religiosas piensan generalmente que sean cuales sean los hechos naturales que les relacionen de alguna manera con su destino, son indicios de los propósitos divinos respecto a ellos. Por medio de la plegaria, el propósito, con frecuencia más que obvio, les penetra, y si se trata de una «prueba», les es dada la fuerza para superarla. En consecuencia, en todos los estados de la vida de oración encontramos la persuasión de que en los procesos comunicativos la energía fluye desde lo alto para satisfacer la demanda, y llega a ser operativa en el mundo de los fenómenos. En la medida que esta operatividad se admita como real, no constituye diferencia esencial el que alguno de sus efectos inmediatos sean objetivos o subjetivos. El punto religioso fundamental es que en la plegaria la energía espiritual, en otros momentos dormida, se vuelve activa y realmente se efectúa una obra espiritual de algún género.
Aquí dejo el tema de la plegaria tomada en el sentido amplio de cualquier tipo de comunión. En la próxima conferencia volveremos a ella al considerarla centro de la religión.
El último aspecto de la vida religiosa que me falta abordar es el hecho de que sus manifestaciones se relacionan con frecuencia con la parte subconsciente de nuestra existencia. Recordaréis lo que dije en la conferencia inicial[323] sobre la preponderancia del temperamento psicopático en la biografía religiosa. De hecho, difícilmente encontraréis un cabecilla religioso de cualquier clase en cuya vida no se dé el automatismo. No sólo hablo de los sacerdotes primitivos y de los profetas, cuyos seguidores ven el discurso y la acción automáticos como equivalentes a la inspiración; hablo de notables pensadores y de individuos de experiencia intelectualizada. San Pablo tuvo visiones, éxtasis, don de lenguas, aunque les concediese muy poca importancia. Toda la magnífica colección de santos y heresiarcas cristianos, incluidos los más grandes, los Bernardos, los Loyolas, los Luteros, los Foxes, los Wesley, experimentaron voces, visiones, éxtasis, la impresión de ser conducidos y «premoniciones». Experimentaron tales cosas porque poseían una sensibilidad exaltada, y las personas de sensibilidad exaltada manifiestan cierta tendencia al respecto. En esta tendencia se perciben, de todos modos, algunas consecuencias para la teología. Las creencias se refuerzan cuando los automatismos las corroboran. Las incursiones del más allá de la región transmarginal tienen un poder peculiar de aumentar la convicción. El sentimiento inicial de la presencia es mucho más fuerte que el concepto, pero aun siendo fuerte, pocas veces es igual a la evidencia de la alucinación. Los santos que realmente ven o sienten a su Salvador alcanzan el punto álgido de la certeza; los automatismos motrices, aunque raros, son, si es posible, todavía más convincentes que las sensaciones. Los individuos realmente se sienten manejados por poderes más allá de su voluntad. La evidencia es dinámica, el Dios o el Espíritu mueve los órganos de su cuerpo[324].
El campo para esta sensación de ser el instrumento de un poder superior es, por supuesto, la «inspiración». Es fácil distinguir entre los cabecillas religiosos que han sido habitualmente sujetos de la inspiración y los que no lo han sido. En las enseñanzas de Buda, de Jesús, de san Pablo (al margen de su don de lenguas), san Agustín, Huss, Lutero, Wesley, la composición automática o semiautomática parece haber sido ocasional. Por el contrario, en los profetas hebreos, en Mahoma, en algunos de los alejandrinos, en muchos santos católicos menores, en Fox, en Joseph Smith, algo parecido ha sido frecuente, y en algunos casos, habitual. Tenemos distintas confesiones de hallarse bajo la dirección de un poder extraño y de ser portavoz. Por lo que respecta a los profetas hebreos, es extraordinario ver, escribe un autor que ha realizado un cuidadoso estudio al respecto:
«Como, uno tras otro, se reproducen en los libros los mismos aspectos proféticos. El proceso es siempre extremadamente diferente de lo que sería si el profeta llegase a su intuición de las cosas espirituales por los esfuerzos aproximativos de su propio genio. Hay algo agudo y repentino en esto. Puede señalar con su dedo, por decirlo así, el momento en que sucedió, y siempre acontece bajo la forma de una fuerza excepcionalmente poderosa del exterior, contra la que lucha en vano. Repasad, por ejemplo, el proemio del libro de Jeremías. Leed igualmente los dos primeros capítulos de la profecía de Ezequiel.
»De cualquier forma, no sólo al comienzo de su carrera el profeta pasa por una crisis que claramente es ajena a su voluntad. Esparcidas por los escritos proféticos hay mil expresiones que hablan de un impulso fuerte e irresistible que desciende sobre el profeta determinando su actitud hacia los sucesos de su época; forjando su discurso, haciendo de sus palabras el vehículo de un significado más elevado. Por ejemplo, éstas de Isaías: “El Señor me habló así con fuerte mano —una frase enfática que denota la naturaleza dominadora del impulso— y me mostró que yo no había de apartarme del camino de su pueblo…”. O pasajes como éste de Ezequiel: “La mano del Señor cayó sobre mí”. La característica dominante del profeta es que habla con la autoridad del propio Jehová. De ahí que todos y cada uno de los profetas inicien sus proclamas confiadamente con “Palabra del Señor”, o “Esto dijo el Señor”. Incluso tienen la audacia de hablar en primera persona, como si hablara el mismo Jehová. Así, en Isaías: “Escuchad, Jacob e Israel, mi llamada. Yo soy Él, Yo soy el Primero, Yo soy también el Último”, etc. La personalidad del profeta se oculta totalmente en segundo término, se siente portavoz del Todopoderoso[325].
»Conviene recordar que la profecía era una profesión y que los profetas formaban una corporación. Había escuelas de profetas donde se cultivaba regularmente el don. Un grupo de hombres jóvenes se congregaría alrededor de una figura que dirigía —un Samuel o un Elías—, y no sólo anotarían y divulgarían el conocimiento de sus dichos y hechos, sino que intentarían asimismo captar algo de su inspiración. Parece que la música tenía su parte en estos ejercicios… Está perfectamente claro que en modo alguno todos los hijos de los profetas tenían siempre la suerte de adquirir algo más que una pequeña parte del don que buscaban. Era posible “falsificar” la profecía. A veces, se hacía deliberadamente… Pero eso de ningún modo quiere decir que siempre que se daba un mensaje falso el mensajero fuera consciente de lo que hacía»[326].
De esta manera, por tomar otro ejemplo judaico, describía Filón de Alejandría su inspiración:
«Algunas veces, cuando iba vacío a mi trabajo, repentinamente me sentía lleno; las ideas llovían de manera invisible y se imponían en mí desde lo alto como la lluvia, de modo que por influencia de la inspiración divina llegaba a estar muy excitado y no sabía ni dónde me encontraba, ni conocía a los presentes, ni lo que decía, ni lo que escribía. Más tarde he sido consciente de una riqueza de interpretación, de una fruición de luz, de una visión extremadamente penetrante, de una energía manifiesta en todo lo que debía hacer que producía un efecto en mi mente como podía haber producido en los ojos la más clara demostración ocular»[327].
Si pasamos al islamismo encontramos que todas las revelaciones de Mahoma proceden de la esfera subconsciente. A la pregunta sobre la manera en que las recibió:
«Se dice que Mahoma contestó que a veces era un toque como de campanas y que esto ejercía el efecto más poderoso sobre él y que cuando el ángel se iba había recibido la revelación. También alguna vez conversó con el ángel como un hombre, para entender mejor sus palabras. Las autoridades posteriores, sin embargo… todavía distinguen otros tipos. En el Itgân se enumeran los siguientes: 1) revelaciones con el sonido de una campana, 2) por inspiración del Espíritu Santo en el corazón de Mahoma, 3) de Gabriel en forma humana, 4) de Dios directamente, despierto (como en su viaje al cielo), o bien en sueños… En Almawâhib alladunâya se dan las siguientes clases: 1) Sueños, 2) inspiración de Gabriel en el corazón del profeta, 3) Gabriel en forma de Dahya, 4) con el sonido de la campana, etc., 5) Gabriel en persona (sólo dos veces), 6) revelaciones en el cielo, 7) Dios aparecido en persona pero velado, 8) Dios revelándose directamente sin velo. Otros añaden dos tipos, que son 1) Gabriel en forma de otro hombre, 2) Dios mostrándose personalmente en sueños»[328].
En ninguno de estos casos la revelación es claramente motriz. En el caso de Joseph Smith (que tuvo innumerables revelaciones proféticas, además de la traducción revelada de las planchas de oro que dio lugar al Book of Mormon), aunque pueden haber sido un elemento motor, parece que la inspiración fue principalmente sensorial. Comenzó su traducción con la ayuda de las «piedras de mirar», que encontró, pensó o dijo que había encontrado con las planchas de oro —aparentemente es un caso de «clarividencia». Para algunas de sus otras revelaciones utiliza las piedras, pero parece que generalmente pedía instrucción más directa del Señor[329].
Otras revelaciones son descritas como «premoniciones», por ejemplo, las de Fox, que eran evidentemente del tipo conocido en los círculos espiritistas de hoy como «impresiones». Como todos los estímulos efectivos de cambio, forzosamente deben vivir en algún punto este nivel psicopático de percepción repentina o convicción de una nueva verdad, o un impulso a la acción tan obsesivo que ha de ser ejecutado en seguida; no diré nada más sobre un fenómeno tan común.
Cuando además de estos fenómenos de inspiración tenemos en cuenta el misticismo religioso, cuando recordamos la unificación sorprendente y repentina del yo disgregado que vimos en la conversión, y cuando revisamos las extravagantes obsesiones de ternura, pureza y autoseveridad encontradas en la santidad, no podemos, creo, evitar la conclusión de que en la religión interviene una región de la naturaleza humana con relaciones inusualmente próximas a la región subliminal o transmarginal. Si la palabra subliminal es ofensiva para alguno de vosotros, porque huele demasiado a investigación psíquica u otras aberraciones, llamadla como os plazca para distinguirla del nivel de la conciencia clara. Llamad a esta última la región A de la conciencia, si os gusta, y a la otra la región B. Entonces la región B constituye, obviamente, la parte más amplia de cada uno de nosotros, ya que es el hogar de todo lo que está latente y el almacén de todo lo que pasa desapercibido o inobservado. Por ejemplo, contiene todos nuestros recuerdos momentáneamente inactivos, y guarda las fuentes de todas nuestras pasiones, impulsos, placeres, disgustos y prejuicios oscuramente motivados. De allí provienen nuestras suposiciones, hipótesis, ideas, supersticiones, persuasiones, convicciones y, en general, todo lo que son operaciones no racionales. Es la fuente de nuestros sueños y, al parecer, allí pueden volver. En ella se presentan las experiencias místicas que podamos percibir, y todos nuestros automatismos sensoriales o motores; nuestra vida en condiciones hipnóticas, si somos susceptibles de tales condiciones; nuestras alucinaciones, ideas fijas y accidentes histéricos, si somos personas histéricas; nuestros conocimientos supranormales, si los hay y somos asimismo sujetos telepáticos. También es el manantial de mucho de lo que alimenta nuestra religión. En personas inmersas en la vida religiosa, como las que hemos descrito —y ésta es mi conclusión—, la puerta de esta región parece estar inusualmente abierta; de cualquier modo, las experiencias que entran por esta puerta han tenido influencia enorme en la configuración de la historia religiosa.
Con esta conclusión cierro el círculo que abrí en la primera conferencia, y termino así la revisión que prometí al principio de los fenómenos religiosos internos determinados en individuos humanos desarrollados y complejos. Si el tiempo lo permitiese podría multiplicar fácilmente los documentos y las distinciones, pero creo que un tratamiento comprehensivo es, en sí mismo, mejor; y las características más importantes ya quedan bien patentes. En la próxima conferencia, que también será la última, intentaremos sacar las conclusiones críticas que todo este material pueda sugerir.