El aullido y el canto. Una infidelidad en 1910
Nos conocimos en una casona a la que cada uno de nosotros cinco llegó con los ojos vendados. Resulta que una persona muy influyente, cuyo nombre necesito callar, nos estaba invitando a inspirarnos en ella para que realizáramos una obra que la inmortalizara; se trataba de un ser humano que ya lo tenía todo y al que sólo le restaba una vanidad: la de que se le recordara pasados los años como musa inspiradora y como promotora de las artes; estoy hablando, sí, de una mujer y esto será todo lo que diga como un indicio que pudiera identificarla. Ahora bien, el casco donde nos alojó tenía lago, hipódromo, albercas, desde luego cuadras, canchas. El único requisito para conocer semejantes instalaciones -paraíso terrestre- era que nunca diéramos con la ubicación exacta. Por eso se nos trasladó de noche, con los ojos cubiertos y con cambio de calesa o de cabalgadura en tres puntos diferentes de la ruta.
Lo que jamás se nos prohibió después de una primera estancia de siete días allí, fue que varios de nosotros nos uniéramos en el principio de una amistad y que ésta luego se prolongara en comidas, tertulias y cenas. Yo me dediqué a cultivar el trato con aquellos cuatro amigos a los que aquella noche en que ocurre mi historia tuve sentados a la mesa: una escultora, un novelista, un cineasta y un pintor y diseñador.
De repente, en ese momento hacia los postres y antes del digestivo en que la conversación languidece, pues cada uno empieza a pensar sin remedio en el regreso a casa, me permití lanzarles un desafío que de inmediato, tal y como yo quería, reavivó la chispa de la conversación:
- ¿Quién de nosotros está en mejores condiciones de inmortalizar a nuestra benefactora? En otras palabras, ¿cuál de nuestras artes es más rica en estos tiempos o por lo menos más adecuada para ajustarse a lo que madame quiere de nosotros? ¿La escultura de Catarina, la novela de Rogelio, el cine de François, las artes plásticas de Raúl o el cuento, que a mí me ha dado ya varias satisfacciones?
Rogelio nos arrebató la palabra. Era el más locuaz, el más sensual y el más inconsciente entre nosotros. Cabe advertir que entre las afinidades que consolidaban nuestro quinteto, se cuenta la red de relaciones que ya de por sí nos unía así fuera de manera virtual desde antes de la aventura de madame o que tarde o temprano de cualquier modo nos hubiera acercado. Rogelio, por ejemplo, era recibido en casa de mi hermano, hombre bueno, tímido y sensible cuya desigual fortuna me venía doliendo últimamente. Y es así como mi propia red de relaciones familiares y amistosas me permitía saber mucho, sin necesidad de preguntar nada.
Después de que unos y otra se dieron tiempo para opinar, a veces quitándose la palabra, a veces prodigando cortesías, yo le di forma, fecha y concreción a mi desafío:
- Quiero contarles una historia. Y quien la exprese mejor, se ganará el reconocimiento de los otros cuatro, reconocimiento no sólo a él o a ella, sino al arte que practica y representa. Además, quiero ponerle metálico al asunto, así que lo que me pagará madame, dinero que por cierto no quiero ni necesito, irá a dar a los bolsillos de quien triunfe, sin que haya protesta que valga a partir de ahora, ya lanzado este desafío que, considerado el talento bastante parejo de nosotros cinco, queda planteado en algo que podría llamarse “igualdad de circunstancias”. Ustedes me dirán, pero no ahora, sino con su respectiva manifestación artística, si la escultura, la novela, el novísimo arte del cinematógrafo, el cuadro o diseño o el cuento son el arte más eficaz en estos momentos. Y les quiero advertir que, si gano yo, entonces no tendré ningún reparo en quedarme con el reconocimiento y con el dinero, pues entonces sentiré que ya no tiene nada que ver con madame, sino con mi esfuerzo.
”La otra noche me enteré de una historia de lo más intensa y no sé por qué me ha dado por creer que es de esas aventuras que merecen salvarse de la mera condición de anécdotas. En una ciudad conocida por sus conventos, por sus iglesias, por sus monasterios, por sus colegios católicos y hasta por una universidad pontificia, durante las últimas semanas ha dado en oírse por las noches un brusco alarido que la primera vez no sólo despertó a todos, sino que estuvo a punto de provocar que uno de los señores se parara, manoteara una bata y saliera armado a la calle, temiendo que acabara de cometerse un crimen.
”Lo que detuvo al señor fue que en cuanto se calló el aullido, dio principio el canto más hermoso, más armónico, más puro y más suave que pudiera imaginarse.
”El aullido parecía surgir de lo más desgarrado de un cuerpo al que se estaba sometiendo a una de esas experiencias que hoy llamamos extremas. Nada había de comprensible ni de civilizado en aquel relámpago gutural, en aquel largo, largo, largo estallido, en aquel prolongadísimo cuchillazo de cuerdas vocales casi felinas, casi primates, casi humanas, casi huracanadas. Y menos comprensible se hacía todo cuando después sobrevenía la más íntima y más cortés de las canciones, una tonada y una letra que decentemente habían esperado el final del aullido como una demostración más de su espíritu esencialmente civilizatorio. Y todo era como la paz que viene después de la guerra. Todo era como tener la oportunidad o más bien la suerte de asistir al tránsito preciso desde la edad de piedra hasta la edad de la música tonal. Todo era, en todo caso, muy extraño.
”No sé si los señores o si las señoras fueron los primeros o las primeras en entender qué era lo que estaba pasando. El caso es que muy pronto se averiguó que una pareja joven acababa de mudarse a aquel rumbo recoleto y que el feliz desposado era un cantante de lo más promisorio.
”En silencio, sin verbalizar aquella experiencia que a la vez escandalizaba y ennoblecía a la ciudad, los señores y las señoras se concretaron a procurar que los menores de edad se durmieran antes de que el recién casado llegara a su casa y ejecutara sus deberes conyugales de una forma que obligó a cada pareja a revisar su propia hoja de servicios, en busca de una vivencia equivalente o, por lo menos, sustituta.
”Nada de esto era fácil, pues el aullido femenino hacía pensar en una herida gozosísima y golosísima, renovada noche tras noche; el canto masculino, por su parte, hacía pensar en un agradecimiento triunfal, en una cauterización, en una purificación junto a una pé-trea fuente de aguas eternas: en un acto rocoso y líquido, duro y fluido, firme y comedido.
”Por eso, en cuanto se oía llegar el coche del joven, se apagaban todas las voces, y la ciudad asistía al hecho con un recogimiento y con una emoción que no amenazaban con conocer la rutina. Y llegó a darse el caso de que el silencio y la expectativa dieran inicio desde minutos antes, pues además de todo, como a propó-sito, el joven barítono tenía la delicadeza de renovar su repertorio y transitaba desde los más finos momentos de El retorno de Ulises de Monteverdi, con el cual seguramente se identificaba cada noche, hasta las páginas más festivas de El rapto del serrallo de Mozart, por citar dos ejemplos entre muchos otros.
”Tanto más dramatismo se agregó a la escena cuando una noche se escuchó el aullido, que también por cierto tenía sus variaciones, y a veces parecía más de loba, y a veces más de vaca, y a veces más de mandril hembra, y a veces más de ballena asediada, y luego no se oyó el canto. No se oyó.
”A los pocos segundos, los más próximos a la casa y los de mejor oído escucharon el suave deslizarse de una puerta y el rápido partir de una carroza.
”Una hora después, con la respiración contenida, el barrio entero escuchó llegar el ruidoso coche del barítono. Y, entonces sí, al poco rato se deleitó con el aullido (si se quiere más apagado y hasta más desmayado que de costumbre) y, para alivio de todos, con el canto, que en aquella ocasión consistió en el clásico Una furtiva lágrima, conocido por todos y, casi hasta quiero decir, entonado o al menos susurrado o tarareado por todos.
”Y así. Tres noches seguidas. Un aullido sin canto. Y un aullido con canto. Los muchos curas de la zona tuvieron que enterarse tarde o temprano: la después de todo grata secuencia escándalonobleza musical estaba dando paso al puro escándalo sin música.
”Imposible no hacer nada: la credibilidad misma de la institución estaba en duda, tanto más cuanto que el tema se iba filtrando con la rapidez de una cortina de presa agrietada por todas partes, y hasta los salones de párvulos ya sabían que algo raro pasaba con aquel animal doble, con aquella bestia de dos cabezas, con aquel ser mitológico que no siempre cantaba después de su alarido.
”El señor cura de la iglesia mayor tuvo que enterar en persona al joven barítono.
”Éste, como es de imaginarse, salió descompuesto de aquella iglesia con amplio atrio, iglesia color ocre que se parece a uno de los panes de miel y canela que las vendedoras comercian en la plaza de enfrente.
”Juró venganza, pero los sacerdotes ya habían puesto a buen recaudo a la esposa en una de las muchas celdas de uno de los muchos conventos de la comarca.
”Bueno, señores. Hasta aquí la historia. ¿Verdad que merece una escultura? ¿O no? ¿No se puede hacer la escultura de un aullido que remata en canto? ¿Cómo grita y canta una piedra? ¿O es mejor una novela? Eso parece más fácil, aunque a lo mejor hay que encontrar un final más dramático. Lo mismo para el filme o el cuento. ¿Y la pintura? ¿Es mejor pintar que esculpir un aullidocanto de placer? ¿Y luego la traición? ¿Son demasiadas tres realidades secuenciales para un arte no secuencial como la escultura o la pintura? Confieso que me interesan más las soluciones que den a este desafío Catarina y Raúl que las que demos François o Rogelio o yo mismo.”
Rogelio. Precisamente Rogelio. Rogelio se había ido viendo más y más pálido conforme avanzaba mi relato. Cuando se puso de pie, temimos que estuviera a punto de derrumbarse. Balbuceó una despedida, murmuró un pretexto, entrecortó y tartamudeó una despedida-pretexto-excusa-de-última-hora. Alguien lo acompañó hasta la puerta.
Supe, unas horas después, que se había ido de la ciudad. No se presentó a la segunda semana de ensayos con madame y perdió aquella paga tan buena, aparte de quedar mal ante los ojos de una señora muy influyente, dadora de bienes, dispensadora de ascensos y descensos en nuestra burocracia y en nuestra vida pública. Mi hermano el barítono ya no tendrá la obligación ni la oportunidad de mancharse las manos de sangre y deshonrar así nuestro apellido. Me reconforta haber resuelto aquel asunto tan delicado de una manera tan artística.