Un montón de escombros

María Esther Núñez

Si te detienes demasiado tiempo en un pensamiento, puedes quedar obsesionada. Yo procuraba no ocupar más de dos o tres instantes en cada imagen que me llegaba a la mente. Pasaba de una a la siguiente en una especie de ejercicio gitano de adivinación: esperaba la sorpresa de lo que mi mente asociara; un juego que, a pesar de su aparente absurdo, sigue una lógica impecable. Y que, además, ejercía en mí una suerte de protección contra la insoportable intensidad. Así que, cuando Fernando decidió enredarse con esa mujer a la que llamaré, por una simple asociación de ideas, la Pepona, le dediqué tan sólo unas cuantas reflexiones rápidas y superficiales. La intensidad de mi rencor hacia ambos fue atenuada por juicios que me inventaba como: “Tiene un bronceado artificial, ¡qué desagradable!”, o “Es tan chaparrita la pobre”. Y así, trivializando, arrinconé el impacto brutal de ese hecho, sin saber que germinaba en mí un monstruo que en cualquier momento brotaría con violencia.

Fernando y la Pepona se conocieron durante uno de mis viajes de trabajo. En aquellos días, tras mi regreso, mi esposo estaba intranquilo, irritable. Es tan transparente que no podía disimular la inquietud que cualquier mujer atractiva puede despertarle cuando siente que la monotonía se está adueñando de su vida. Echando mano de mi método pro evasión de intensidades, no le di importancia, aunque él la mencionara de vez en cuando, ya que era su compañera de oficina. Supuse que era algo natural y que pronto olvidaría todo ese asunto. No fue así. Ella se encontraba muy sola, y él seguramente también.

Así empezó la persecución. Obsesionada con la venganza de los débiles, me dediqué a planearla con minuciosidad. De lejos, calladamente. Oscuramente. Retomé la intensidad que tanto aborrecía para dedicar horas enteras a fraguar mi desquite contra aquella mujer, a la que suponía llena de todo lo que a mí me hacía falta: inteligencia, belleza, sensualidad. Imaginación. Cordura. Su imagen me perseguía día y noche sin tregua. Y como los derrotados nos complacemos con el pozo en el que hemos caído, empecé a ser un poco feliz. Fernando se desconcertó. Sabía que yo sospechaba su romance y, sin embargo, me veía alegre, cantarina. Ni un solo reproche. Aún.

Imaginé mil formas de venganza: desde la sutileza de arruinarle la reputación a la Pepona, hasta el asesinato. Como nunca he sido demasiado buena, ni demasiado mala, ni demasiado nada, era la coyuntura perfecta para convertirme en alguien bien adjetivado. Desechaba uno tras otro todos mis planes. Unos por intrascendentes, otros por sangrientos, los más por dificultades de logística. Ante todo, quería ser original. Hacer algo importante con mi odio. Mi sentimiento por mi marido -cualquiera que fuera a esas alturas- empezó a palidecer ante el hecho concreto que me ocupaba. Poco a poco me convencí de que ya no lo amaba. Había estado anclada a la comodidad de ser una esposa mediocre. A mis domingos familiares, a su apellido en mi chequera. En el fondo de mi corazón lo odiaba por haberme ofrecido ese espacio blando e incoloro donde me instalé. Lo odiaba por haber sido más sensible a ello, más rebelde, más ser humano al buscar amor, pasión o lo que fuera que yo ya no le podía dar. Sentirse vivo. ¿Por qué no fui yo quien advirtió a la muerte que acechaba? ¿Por qué siempre llego tarde a todo? ¿Será que vivo demasiado lento? ¿Será que muero demasiado lento?

Al paso de las primeras semanas empecé a estar más alerta a mi cuerpo, a mí. Quería detectar la podredumbre que seguramente me habitaba y que había hecho que Fernando dejara de quererme. Entablé conmigo misma un diálogo obsesivo que nunca cesaba. La temida intensidad se apoderó de mí. Me sentía resentida y triste, la cabeza capturada por un único pensamiento. La venganza. Miraba en el espejo esa manera gradual de marchitarme: rostro y cuerpo mapeados de amarillo como un documento abandonado hace tiempo a la intemperie. En pocas semanas mi piel se resecó y se volvió translúcida, con pequeñas grietas como vénulas de hojas otoñales; mi cabello, antes sedoso, encaneció encrespado y rebelde. Mis ojos perdieron con rapidez su vivacidad y su misterio. Toda yo, enjuta y flaca, me estaba convirtiendo en mi sombra. Como un vampiro acosado, tiempo después dejé de mirarme al espejo por miedo a no encontrarme. Y en ese estado, era natural que mi mente perdiera lucidez y agilidad: el desquite deseado no acababa de cristalizar. La angustia me obnubilaba la cabeza. Me volví torpe en todos los sentidos. Como si esperara una sentencia de manera natural, como si la justicia fuera justa.

Y en la medida en que yo me consumía, mi esposo reverdeció como helecho de selva. Renovado, brincaba de la cama cada mañana lleno de energía: la mirada sol, los pies gacela, el cabello salvaje de un león. Con las pocas fuerzas que me quedaban, desde nuestro lecho lo miraba en silencio rasurarse, vestirse, salir de casa dejándome apenas un beso doméstico y soso.

Una noche me observó detenidamente mientras yo leía ausente y me dijo: “Habrá que ver a un médico, no te veo nada bien”. “¡Qué alegría!”, pensé de inmediato. Me ha mirado y con preocupación. Existo. No es nada, no te preocupes, le contesté tratando de no ser convincente. Pero mira qué color tienes, replicó al tiempo que me tocaba la frente con la palma dulce de su mano.

Decidida, a partir de ese momento dejé de comer. Sólo bebía líquidos azucarados, lo suficiente para mantenerme en pie. Cuando Fernando comía en casa, yo hacía un esfuerzo por tomar alimentos blandos, de esos que se consideran nutritivos. Sus ojos sol iluminaron mi rostro nuevamente. Inquieto, por qué no decirlo, trataba de ser amable, conversar un poco y cosas de esas que hacen los maridos ante ciertas enfermedades femeninas. Y yo me derretía como copo de nieve en plena primavera.

Lo primero que noté -meses después de tener a mi esposo en casa el mayor tiempo posible- fue un ovillo cenizo en la almohada, sobre las sábanas de lino blanco. Empecé a descamarme entre los dedos de manos y pies en forma de arenilla parda y tosca que iba dejando a mi paso como si mi sombra se estuviera desintegrando poco a poco. Mi cabello se partía en fragmentos como fibras secas de henequén. Y un día, de súbito, mis huesos todos comenzaron a quebrarse. Convertida en un montón de escombros, rehusé con terquedad cualquier medicamento, cualquier estudio, cualquier cosa que estorbara mi propósito. Incapacitada para moverme de la cama, diagnosticada demasiado frágil para ser trasladada a un hospital, con mi obsesión como única atadura al mundo, retuve a mi marido a mi lado un tiempo más: lleno de culpa, lleno de vida, hermosamente aguardando mi muerte.