De sueños
Mayra levanta la vista en su clase de literatura inglesa. El profesor la está mirando, y la profundidad y ternura de esos ojos se graba para siempre en la caja de resonancia de su memoria.
Desde ese día, cuando la ve sentada leyendo en la terraza de la cafetería del instituto, se acerca a platicar con ella. Platican con la familiaridad que se siente al haber comprendido y desentrañado significados juntos desde tiempo atrás, a pesar de haberse conocido recientemente.
Ella se pregunta acerca de esa afinidad. O, tal vez, piensa que quizá lo cercano sea ese mensaje que regresa y te coloca en el punto inicial. “¿Y si nos hubiéramos conocido siempre?”, se dice a sí misma.
Y sin razón aparente recuerda un sueño:
Se ve caminando por un sendero de vegetación espesa, al lado derecho de un muro no muy alto de tierra apisonada; se extiende horizontal un friso de color bermellón, sobre el que labradas se perfilan la cara de un hombre y de una mujer, y una luna al centro las separa.
Cuando se acerca, cae una vasija de cobre al piso y escucha como si saliese de su vientre el golpe seco de una piedra, y enseguida se deja oír el llanto de un bebé, sin saber si éste proviene de la vasija o de atrás del friso.
En el suelo hay una llave. La toma y descubre que su base tiene una forma oblicua. Regresa su mirada al friso y encuentra que la luna tiene una cerradura ojival, y enseguida introduce la llave. Se abre una pequeña puerta en la que adentro, entre hojas y moho, encuentra un libro antiguo, cuya portada muestra un dibujo con dos alas entrecerradas en forma de arco de medio punto, como si estuviesen suspendidas, esperando el detonante que las haga volar. Están unidas por un rombo alargado y coronadas por una estrella.
Al abrir el libro lee una nota:
“En prisión sólo los sueños son reales. Siglo xii.”
Continúa pasando las hojas y en cada una escucha o siente algo que no se ve:
El galopar de unos caballos. Quiere verlos pero sólo oye el ruido de sus cascos al golpear la tierra.
Un concierto compuesto por el canto de un sinfín de pajarillos. Los escucha y no los ve.
El sonido de un arroyo. Una lluvia fina comienza a caer. La siente y no se moja.
Escucha llorar a un niño y, entre un fuerte soplar del viento, el hilo que hasta ese momento sostenía la hojas del libro se deshilvana, dejándolas partir como parvada blanca, tal vez palomas o gaviotas.
La pequeña puerta se cierra y bajo la figura de la luna, sentado con las piernas cruzadas, un niño de ojos marrones y cabello rizado juega con una llave. Al mismo tiempo, las caras del hombre y la mujer, como gárgolas, empiezan a verter chorros de agua por la boca.
Ella asocia su sueño con una historia que recientemente leyó, sobre una mujer del Medievo que después de haber sido acusada de infiel, fue sometida por su marido a un encierro a base de pan y agua hasta su muerte, con el beneplácito de las autoridades inquisitoriales de la época. Ella la imaginó en su encierro viviendo en sus sueños la vida que se le negaba, y dejando a su partida un hijo para contar su historia.
La semana siguiente, al encontrarse con ella, el profesor le comenta que le gustaría que lo acompañara a una reunión con sus amigos, y como buen inglés, añade que habrá whisky en abundancia. Ella no le contesta, e intuye en él un dejo de tristeza cuando enseguida le pregunta:
- Are you married?
Observa sus ojos y se sobrecoge: son iguales a los del niño de su sueño.
Esa noche sueña que hace el amor con su profesor, y al despertar, su marido le dice que tuvo una pesadilla, pues soñó que ella hacía el amor con otro. La conexión la sorprende.
Días después de haber coincidido con Daniel fuera de los linderos del instituto, y más allá de los límites de la culpa y la vergüenza marcados por una sociedad ávida y a la vez gastada por la nota sexual como mercadería del chisme, Mayra observa desde la terraza de la cafetería, donde acostumbra llegar después de clases, cómo en una fisura entre las baldosas del piso se forma un minúsculo estanque donde unos pájaros se acercan a tomar agua, mientras otros bajan a comer las migas de pan que algún estudiante les arroja.
En el jardín de enfrente, un grifo de agua vierte sus últimos suspiros en espera de una nueva mano que vuelva a hacerla correr.
Un golpe la hace evocar un fuerte recuerdo, y entonces comprende su sueño: la piedra simboliza la muerte, el agua la vida, y el hilo conductor, el amor que extiende brazos de intrincadas ramificaciones y algunas veces se recrea en estanques, fuentes o lagos, y otras en pantanos o ríos subterráneos para después continuar su camino hasta que esas locas ansias de amar evaporen su primera letra y sólo quede el mar.
…Y luego un nuevo ciclo volverá a empezar… Nuevos ojos buscarán mirarse en otros. ¿O serán esos mismos los que regresarán? Pues nadie nace para siempre, ni nadie muere jamás por siempre.