El regreso

Verónica Labarthe

Rodrigo Cordera le da los últimos toques a su peinado y de inmediato se retira del espejo satisfecho. Luce impecable con su traje gris Oxford y su corbata de seda roja. Con un humor excelente no muy común en él por las mañanas, se despide amable y cariñoso de su mujer con un beso y le dice que le hablará en cuanto aterrice en Monterrey, donde tendrá una importante reunión a las 12:30.

Una camioneta resplandeciente, guaruras y chofer lo esperan en la cochera para llevarlo con presteza al aeropuerto. Todo está bajo control.

Ana se alista para llegar a un desayuno, con mamás de compañeros de uno de sus hijos. En plena conversación con las amigas, cerca de la una de la tarde siente una punzada en el estómago; se acuerda de que Rodrigo no la ha llamado. Desecha su mal presentimiento y se dice que pronto la llamará. Apresurada se despide, pues, como siempre, tiene un listado de pendientes.

Pasadas las tres de la tarde Rodrigo no la ha llamado. Pocos minutos después, al llegar a su casa, no pudiendo callarlo más, le revelan que su esposo fue secuestrado.

En la noche, parientes y allegados se reúnen para concretar el seguimiento de la crítica situación; sin embargo, los secuestradores aún no dan señal alguna.

Al día siguiente, en diarios capitalinos se destaca la noticia de que el industrial Rodrigo Cordera ha sido secuestrado en el cruce de avenida Río Churubusco y Ermita Iztapalapa por cuatro hombres armados y perfectamente sincronizados, aprovechando el momento en que el auto de los escoltas es separado estratégicamente de la camioneta de su patrón por dos autos y la luz roja del semáforo.

La novedad del secuestro corre al tiempo que una cadena de oraciones como blancas perlas se une con solidaridad a la afligida familia. Amén de misas y cintas de colores al santo Charbel.

Las pistas del secuestro confunden a los familiares y a los profesionales del caso, ya que hasta el momento los criminales siguen sin establecer comunicación.

Ana lleva en sus ojos almendrados unas profundas ojeras que trata de ocultar con maquillaje para verse firme y entera frente a sus hijos. Fuma un cigarro tras otro y a veces confunde su taza de café con el cenicero.

Mientras tanto, un chofer vestido con ropa veraniega en un coche blanco dirige a una pareja por la autopista del Sol rumbo a Acapulco. Ambos llevan gafas oscuras: ella, guapa y desenfadada, parece unos veinte años menor que el señor un poco gordo y de pelo entrecano que la acompaña mordiéndose el nudillo del dedo índice de cuando en cuando, es decir, cuando desocupa la mano después de abrazarla, lo que es bastante frecuente debido a su nerviosismo. Ya en el puerto, el coche se detiene en el club de yates, donde la pareja se embarca en un pequeño y hermoso navío que un amigo cómplice de Rodrigo les ha prestado.

La discreta y exquisita embarcación los recibe con hermosas flores, frutas y bebidas en un lindo camarote, con música suave y sábanas blancas de fino algodón, que les prometen brillantes soles en cubierta y no menos radiantes lunas en alta mar. Rodrigo, ansioso, quiere alejarse de la costa, pues empieza a intuir la desesperación de la familia. De inmediato decide tomarse una bebida con su espectacular y joven acompañante, sin dejar de cuando en cuando de morderse el nudillo del dedo índice.

Al quinto día se da la primera señal: un hombre desde un teléfono público avisa con lenguaje de cargador, que el tipo ese está bien y que pronto les dirán cuánto piden de rescate.

Han pasado nueve días y Ana no ha perdido la entereza. Sigue tratando de controlar su agotado ánimo, pero éste se rebela y hace que siga confundiendo las cosas. Esta mañana se descubrió pintándose los labios con el lápiz negro de las cejas y luego agregándole sal al té de tila.

A las tres de la tarde una llamada sacude primero y luego tranquiliza a la familia. Rodrigo avisa que se encuentra bien en una cabaña de gente ignorante, pobre y buena que lo acogió cerca de Iguala, después de fugarse de sus raptores en una espeluznante odisea.

Un hermano y dos guardaespaldas son los encargados de alcanzar a Rodrigo, a quien encuentran desharrapado, desaliñado y con barba sin afeitar de nueve días, además de estar tremendamente quemado.

Horas más tarde, Ana descubre el celular de Rodrigo con mensajes cariñosos de una mujer llamada Clara, que evoca días pasados en un yate en altamar.