Una adicción mortal

Patricia Nogueda

Escuché el timbre. Recibí una carta de mi sobrina, quien estaba por tomar los votos perpetuos en el convento de las Madres Clarisas de Morelia. Me explicaba que padecía de anemia, se encontraba un poco deprimida y quería venir a mi casa de Morelos a recuperarse. La idea me pareció excelente.

En ese entonces yo me encontraba criando a mi tercer hijo, algo difícil y complicado. La relación en mi matrimonio era tediosa, aburrida. Rodrigo, mi marido, vivía a su manera. Su vida era siempre igual: al amanecer se iba al club a nadar, desayunaba con los amigos y se iba a la notaría a atender a sus clientes. Comía con alguno y la tarde se le hacía noche. Yo terminaba tan cansada que nunca veía a qué hora llegaba a casa. Pero había algo que me tenía prendida a mi marido: sus manos, su boca, su dulce sonrisa. Cuando hacíamos el amor, me decía con mucho cariño: Chatita. Me encantaba el tono en que lo pronunciaba. Pero lo más importante era su olor. Su cuerpo exhalaba aromas que excitaban mis sentidos; cuando llegaba al clímax envuelta en esa mezcla de olores líquidos y pegajosos, enloquecía en un éxtasis de placer. Sus emanaciones eran una droga que mi cuerpo necesitaba a cada instante y minuto de mi vida: era una adicta.

Recogí a Asunción de María, mi sobrina, en la estación Observatorio. El encuentro fue conmovedor; llegó pálida, sin su hábito. Vestía una falda gris con blusa de manga larga, suéter y los clásicos zapatos de monja. Fuimos a casa y luego partimos hacia Morelos. Con el tiempo, ella fue tomando el control de la cocina. Cada uno de sus platillos nos dejaba halagados: galletas caseras de avena, de nuez, tamales de limón, de tamarindo con manteca rellenos de pasas y nueces. Rodrigo también estaba feliz con su comida. Chiles en nogada, el pastel de chocolate Turín con la receta de mi abuela. Devorábamos todo. A mis hijos también los consentía con paletas de malvavisco en forma de rosas, gelatinas inyectadas con colores vegetales en formas de crisantemos: de anís, rompope, jerez, menta, hierbabuena.

Rodrigo empezó a venir a comer a casa más seguido. Su carácter fue cambiando y se reanudó esa pasión que parecía olvidada. Paseábamos más a menudo, y tuvimos deliciosos fines de semana.

María fue poco a poco recuperando la salud. Con el calor intenso del verano empezó a usar ropa más ligera. Su cuerpo embarneció y su piel se fue bronceando. En sus ojos apareció una brillante mirada que no le conocía. Era feliz.

Un día mi hijo menor enfermó con fiebre y convulsiones, por lo que tuve que permanecer a su lado por días. Rodrigo y María llevaron a mi hijo mayor al circo, y cuando regresaron lo noté triste. Platiqué un poco con él, pero no me dijo nada especial y yo, preocupada por la enfermedad de su hermano, no tuve cabeza para ahondar en eso; aun así, algo presentí. La semana siguiente entré súbitamente al estudio y me encontré a Rodrigo y a María desnudos en la alfombra como en un paraíso prohibido, jadeantes y sudando como animales salvajes. Me quedé paralizada. Percibí de golpe el inconfundible olor del cuerpo de mi marido. Reconocí mi mundo de olor y amor. Con una herida mortal en el corazón, desesperada, salí huyendo de esos efluvios conocidos que excitaban mi cuerpo en una tremenda locura de amor. En esos momentos mi vida perdió todo su sentido.

Tomé el carro sin rumbo. Aceleré sin pensarlo, tomando las curvas sin precaución: su olor me perseguía. De pronto me salí de la autopista y caí en una barranca.

Se hizo un silencio absoluto. Lo último que percibí fue la suave llovizna que empezó a brotar de un cielo triste y ennegrecido. Una duda se enlazó entre el viento y mi agonía: ¿Quién había sido más culpable? ¿Ella, por faltar a sus votos? ¿Él, al traicionarme? ¿Yo, por no enfrentar su engaño y huir?

Supe que iba a morir. Supe también que su olor me acompañaría en la tumba.