Dios y el hombre
Dios, no me juzgues como a un dios,
sino como a un hombre que ha
destrozado el mar.
JORGE LUIS BORGES
El padrenuestro me brota espontáneamente desde el fondo del corazón. Siento que me desgajo por dentro. Tiemblo sin poder evitarlo. Observo a mis nietos, seres indefensos que sin saberlo le han dado un segundo aire a esta quebrada vida; su madre, Olivia, siempre haciéndose la fuerte, hija, amiga incondicional. Ella y yo a cargo.
Los medios informativos anuncian la llegada de un escalofriante huracán a las costas de Cancún. Es palpable la cultura de prevención contra desastres naturales que hay en el estado de Quintana Roo. Sin embargo, tanta información me cimbra anticipadamente, y siento un nudo en la garganta.
Llegan los vientos, delirantes. Las olas se avecinan cada vez más. Desde la ventana se antojan como socavones insondables y negros, decididos a cargarte con ellos.
“¡Dios, qué pesadilla!”, pienso.
La torre de departamentos se encuentra a la orilla del mar, frente a Isla Mujeres. Mi departamento, ubicado en la planta baja con una terraza y salida directa a la playa, es el blanco perfecto de este monstruo que ruge de manera espeluznante. La lluvia se acrecienta y se torna ensordecedora.
Rezo en el baño en comunicación constante con Él, recordándole que mis nietos apenas inician sus vidas; le ruego que no se los lleve. Debo ser valiente, desconocer los fantasmas que nos acechan, no dejar que los niños se alarmen. Con simulada tranquilidad les digo “Pronto pasará”, y con una sonrisa les doy galletas como si nada sucediera.
¿Señor, me estás castigando por aquello que sucedió hace tantos años? Tú sabes que nunca quise perturbar a nadie cuando acepté la proximidad primero, la peligrosa cercanía emocional después, de ese hombre que compartió mi cama, fugazmente, pero con una plenitud que la ‘sucia rutina’ -como escribió Sabina-, la energía y la entrega del matrimonio no permiten.
“‘Y cada vez más yo y cada vez más tú sin rastro de nosotros’, solía cantar en el coche con tristeza antes de encontrarme con ese hombre al que recuerdo con melancolía, pero ya no con deseo. Cambié mi resolución influida por las personas con autoridad moral; estaba segura de que Tu mano me guiaba. ¿Habrá sido tan terrible en verdad? Pero castígame a mí sola, no con mis nietos, no con mi hija”.
Sigo en el baño, rezando. Más tarde salgo con aire vivaracho a divertir a mis nietos como es mi costumbre. Mi hija me observa; yo trato de esquivar su mirada. No sabe que por mi culpa estamos aquí.
Nos metemos al cuarto más protegido, el que está justo en medio de las habitaciones, fingiendo tranquilidad. Me distraigo de mis pensamientos y escucho que la ventana de mi habitación hace un silbido extraño. Olivia la revisa y se da cuenta de que se está desprendiendo con todo y marco. Es tal el rencor del viento y a la vez un silencio impúdico… “Ayúdame por favor, perdóname. Castígame en otro momento, ahora están mis nietos, no dejes que nos pase nada hoy. Te lo suplico, acompá-ñanos, perdóname, perdóname”. El personal de mantenimiento logra sellar la ventana también por dentro. El tiempo se nos hace una eternidad. ¡Qué impotencia! El agua se filtra por las paredes. Somos insignificantes ante este monstruo sin clemencia y de brutal pasión. El ambiente exterior es tenebroso, no hay electricidad.
Golpes en la puerta del departamento distraen mi miedo por segundos. Encuentro al vecino, Pedro, como un cadáver revivido inmóvil ante la puerta. A pesar de su sombría apariencia me sorprendo al confirmar lo guapo y elegante que es.
Insiste en echarse para atrás un mechón de pelo que se le viene a la frente. Me pide quedarse con nosotros. Está solo; tiene los ojos demasiado abiertos, hundidos y ojerosos, como si hubiera bajado de peso. No lo habría imaginado, un hombre tan fuerte a quien observaba yo todas las mañanas caminar en la playa, atlético siempre y hasta arrogante, pero hoy también, como yo, tiene miedo y esto me aterra más.
Se queda en el cuarto. Juega con mis nietos. Mi hija y yo permanecemos sorprendidas y a la vez, ¿por qué no decirlo?, confortadas por la presencia de un hombre que a pesar de todo nos inspira un sentimiento de seguridad.
La intimidad se genera de manera sutil, el acercamiento físico se vuelve inevitable, su vista me apresa, me acaricia. A pesar de su sombría apariencia actúa ligero de penas y cerrazones; de pronto entiendo que Dios no está encolerizado conmigo.
Han pasado dos días y dos noches. Vivimos todos juntos en esta habitación cuando nos sorprende la calma; un sentimiento incomparable nos une a Pedro y a mí. Lo percibo, estoy segura de que él también lo siente. Su actitud hacia mi familia lo corrobora.
“Dios no está encolerizado”, me vuelvo a decir ahora con serenidad al darme cuenta de que, en un tiempo tan corto y en algo tan intenso, puedo volver a gozar íntimamente con sólo mirarlo, apenas rozarlo. Algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, contenido por mí, pero no del todo vencido, fluye por mis venas. Es como si fuéramos dos que dieran vueltas persiguiéndose. Me pregunto quién es quién. Lo único que me preocupa es que nos alcancemos. Estoy segura de que esto ha ocurrido, porque aquí estoy, gozando íntimamente a este hombre, rendido ahora, después de haber vivido esta experiencia. Sé que la mitad de mí, con la que he luchado durante tantos años de casada, por fin sale victoriosa. Sea lo que sea, me duele reconocer que es una derrota aunque haya sido anhelada, quizás inconscientemente buscada. Hacerlo o no. Qué más da, el no hacerlo y tener una victoria sin lucha, o el hacerlo y que pudiera parecer una derrota, haber caído y luego salir de ello. ¿Es la verdadera victoria? ¿Pero es esta lucha real y legítima…? Me siento como un pozo sin fondo, tolerante, en el que estoy dejando caer sin orden todos mis deseos y sentimientos, que han sido esclavos de una condición que al cabo del tiempo más bien se volvió social y no un compromiso de amor y entrega. ¿Es acaso algo a lo que ya no tengo derecho o libertad de vivir? Se me paraliza el alma al darme cuenta de lo que puede destruir una sociedad en una mujer tal vez prejuiciosa, según una época, dejando un sordo rencor en el que se percibe el desaliento.
Dios: ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora que sé que no estás enojado conmigo, y que por fin se esfuma aquella decisión que me causa tanto dolor y me hace esperar cada día Tu juicio…?
¡Dios, no me dejes sola y temblando de miedo! ¿Por qué ahora?