El hueso de pollo
Cristina había crecido rodeada de listones, encajes, mu-ñecas y vestidos, sin hermanos, ni primos, ni amigos varones que enturbiaran su espacio. Aprendió los estrictos cánones de las buenas formas y del deber ser sin cuestionarlos jamás. No participaba en pláticas morbosas, ni se aproximó a lecturas obscenas. Sus cuentos favoritos eran de bellas princesas durmientes, a quienes el príncipe sacaba de su encantamiento con un beso de amor. Era una niña bien educada que iba de su casa a la escuela de monjas y a misa los domingos. Tuvo un noviecito oculto, un amor infantil, con el que no pasó de un roce de manos.
Luego llegó Guillermo y se enamoró de puro verla en misa los domingos. Pidió permiso al padre de Cristina para visitarla una vez por semana, y el hombre aceptó gustoso; Guillermo era un muchacho de buena familia. En cuanto Cristina estuvo en edad casadera salió de su casa vestida de blanco, sentada en una carroza tirada por dos caballos prietos, acompañada por sus padres y un montón de niñitas adornadas con flores de organdí. El apuesto novio, vestido de charro, la escoltaba en un tordillo cuarto de milla. La celebración nupcial fue digna de los cuentos de hadas. Después de la tornaboda, al despuntar la mañana, los asistentes despidieron a la feliz pareja con flores, mariachis y lágrimas en los ojos. Todos salieron a decir adiós envueltos en sueños, añoranzas y buenos deseos hasta que los tortolitos eran dos puntos en el horizonte. Entre ellos estaba Pepe, hijo del caballerango, el novio oculto de Cristina, que se quedó tragando sus lágrimas de coraje por no ser digno de la hija del patrón.
La madre de Cristina, con la voz turbada y las mejillas rojas, le había dicho unos días antes de la boda, como parte del ajuar, que los hombres tenían una especie de huesito que introducían en las partes privadas de la mujer, en la noche de bodas. La futura esposa no hizo caso de la advertencia, pues inmediatamente se imaginó un hueso de pierna de pollo y no le pareció algo digno de tener en cuenta. Lo poco que sabía sobre sexo era que se trataba de una cosa mala que las niñas decentes no debían escuchar antes del matrimonio.
Cristina nunca había visto una cosa así. Estaba tan impresionada que los ojos parecían salírsele de sus cuencas. El aire se le fue y no lo podía alcanzar. Su cara adquirió un tono blancuzco, la garganta se le cerró y fue incapaz de emitir sonido alguno. Hacía un esfuerzo sobrehumano para recordar algo que le permitiera entender lo que estaba viviendo. Frente a ella estaba Guillermo, completamente desnudo, desde los botines hasta el sombrero, que sólo se quitaba para dormir de noche. Aquello que desafiaba la gravedad de su cuerpo, definitivamente no tenía nada que ver con pollos.
En cuanto alcanzó el aire que le faltaba, Cristina salió corriendo a encerrarse en el baño ante la atónita expresión del Memo, que, después del portazo, con inquisidora mirada observó su erecto pene. Por más que el hombre rogó, Cristina no quiso ni asomar las narices en todo el día y la noche. A la mañana siguiente salió tapándose la cara con una toalla y preguntando si podía abrir los ojos. Y los abrió, pero como virgen milagrosa, poco a poco.
Guillermo no estaba preparado para una situación así; la vida lo había llevado por caminos muy distintos a los de Cristina. Al cumplir trece años su papá, hombre de férreas tradiciones, consideró oportuno llevarlo a despuntar con una prostituta. Herminia, mujer docta para iniciar chamacos en los placeres de la carne, pero ignorante de las mieles del amor tierno y paciente, no pudo más que enseñar al Memo a coger como semental. Nunca aprendió lo que era hacer el amor con el sentimiento arreando al deseo. Primero con vergüenza curiosa y después con gusto morboso Guillermo se hizo asiduo cliente de la casa más visitada del pueblo. Sexo y amor se disociaron para siempre.
Ante la reacción de Cristina, Guillermo decidió darle un curso rápido y compró en la papelería unas laminitas con la imagen del cuerpo del hombre y la mujer desnudos, que explicó a su flamante esposa con la torpeza del macho ansioso: manoseándola todo el tiempo. Como el curso básico no funcionó conforme a lo esperado, decidió llevar a su esposa a los corrales para ver a los potros montando a las yeguas de cría. La desposada observó, por primera vez, algo que había visto muchas veces.
- ¿Entonces esa tripa larga que le cuelga al caballo no es una enfermedad de los animales cómo decía mi mamá, verdad?
- Esa tripa larga es lo que hace feliz a la yegua, mi reina -contestó Guillermo inflando el pecho.
Cristina se volvió a encerrar sola dos noches más. Tratando de atar cabos sueltos, recordó las risitas del caballerango ante sus preguntas ingenuas de niña mal informada, el nerviosismo de su madre y sus esfuerzos para distraerla cada vez que un potro se montaba en una yegua.
Guillermo, al borde del incendio, se fue a ver a Herminia para solicitar consejos. Regresó a su casa con el fuego amainado y con un par de estrategias que aplicó con la paciencia que le dio el apoyo de su consejera.
Cristina no sabía a quién recurrir. Era evidente Cristina no que su madre no era capaz de hablar del asunto con ella. Recordó a sus compañeras de escuela y las pláticas que entre susurros y risas se desenvolvían en los descansos. Varias de ellas se reunían por las mañanas a desayunar en el Hotel Imperial. ¿Por qué no frecuentarlas?
Su presencia fue sorpresiva para las demás, pero aceptada a fuerza de repeticiones. Así se introdujo, con pudor contenido, en las escabrosas pláticas sobre sexo.
No obstante los esfuerzos de ambos, el asunto no funcionó como siempre soñaron. El Memo era torpe, brusco y rutinario para acariciar a su mujer; no entendía bien para qué tanto preámbulo. Lo que quería era jinetear, y su mujer debía aprender a disfrutar porque él era un experto en la materia. El hueso de pollo lo usaba para su propia satisfacción.
Cristina se embarazó de sus tres hijos sin haber sentido un orgasmo. Acabó viendo a Guillermo comoun semental con el que tenía que lidiar. Por eso en la temporada taurina lloraba como un río desbordado. Guillermo pensaba que su mujer sentía pena por el animal herido y luego muerto. No se imaginó que Cristina lloraba de puro coraje, por no poder hacer lo mismo que los banderilleros, ni asestar la estocada final. No era que no quisiera al esposo, pero cuando lo veía venir con intenciones conocidas se le alborotaban sus deseos asesinos. No podía con él, y el hombre terminaba penetrándola como se le daba la gana. Acabó perdiendo todo el interés y soportando como una autómata las embestidas que le daba su semental. También aprendió la correcta utilización de las palabrotas que había escuchado entre sus amigas. Inicialmente Guillermo se contuvo de decirlas en su presencia, pero al cabo del tiempo se le salían sin darse ni cuenta. Cristina se molestó varias veces y lo reprendió, pero no le pudo cambiar el estilo de hablar ni de amar.
Un martes de desayuno una de sus compañeras inició el tema de los amantes. A Cristina esto le pareció una ofuscación absoluta: ¿Para qué otro macho si con el que tenía en casa era suficiente? ¿Qué necesidad de oír necedades? Sacó su cartera, y mientras completaba el dinero para pagar su cuenta oyó a su amiga comentar:
- José es un experto. Claro, es un tipo para tener escondido en el clóset, pero con él sí la paso bien en la cama: este hombre me hace sentir en el cielo.
¿Sería el mismo Pepe, su antiguo noviecito infantil? Después de oír, con el mentón apoyado sobre la mano, una descripción completa de las maravillas que sentía su amiga, guardó en su bolsa el asunto, sus cigarros y las ganas, que la llevaron directo a las caballerizas para ver a Pepe. Desde ese día a Cristina le nacieron las ganas de montar. Su amor por los caballos se acrecentó, y hasta su padre, sorprendido, le regaló una yegua alazana para celebrar su regreso a las caballerizas. Empezó a gustar de largas cabalgatas por el campo y de cepillar y atender a su animal personalmente.
Poco tiempo después se enteró de que Guillermo andaba con otra. Más herida en su vanidad que en el amor que sentía por su marido, Cristina le armó un irigote:
- He dejado que retoces sobre mí, como los potros, que relinches como ellos y que metas, cuantas veces quieras, tu huesito de pollo en mis partes privadas. ¿Qué puta necesidad tenías de buscar otra mujer?
- Es que tú no me haces sentir hombre de verdad, Cristina. No me provocas. Eres muy pudorosa, muy sin ganas…
- ¿Ah, no…?
Esa mañana la paz hogareña se transformó en un campo de batalla sin cuartel. Cuando por fin dejaron de gritar, Guillermo le expuso la larga lista de razones que lo habían llevado a cometer adulterio. Cristina lo escuchó hasta el final.
- No me lo tomes a mal, Cristi, pero en pocas palabras yo estoy seguro de que tú tienes un problema de frigidez.
- ¿Ya terminaste, cabrón? -preguntó Cristina.
- Sí -masculló el Memo, con cara de mártir.
- Pues ahora me vas a escuchar. Durante casi veinte años de mi vida, me dijeron: “El sexo es malo, es importante conservar la pureza, las niñas decentes no hacen nada de eso hasta que se casan”. De un día para otro me visto de blanco y resulta que ahora no sólo es bueno, sino que tengo que hacerlo casi a diario y al estilo de la puta más codiciada de la región. ¿Querías casarte con una virgen?, pues así somos las virgencitas, y para convertirnos en Herminias hace falta mucho más que un pinche hueso de pollo.
Cristina dio media vuelta, y guardó en su bolsa el Cristina dio media vuelta, y asunto, sus cigarros y las ganas, que la llevaron directo a las caballerizas para ver a Pepe.