El hombre de piel oscura estaba en lo alto de la colina, observando el mundo a sus pies. El gentío en la arena le había dado su nombre cuando era gladiador, Pantera. Poseía una gracia animal y un estilo de lucha salvaje. Conservaba los mismos gestos felinos ahora, en el bosque, paciente y relajado como un gato bajo el sol del alba.
Nunca se había considerado un hombre sabio. Sabía por qué formaba parte de los Elegidos. Pantera contempló el valle, pudo ver cómo ardían las fortalezas y respirar el rico aroma del humo que traía el aire de la mañana. Los bárbaros quemaban todo aquello que rapiñaban. Desde que el sol había salido, allí había estado Pantera observando cómo se acercaban las columnas de humo, viendo a los harapientos refugiados circulando por las carreteras más abajo.
Quizá había una razón para todo aquello, reflexionó. Después de todo, todo el mundo necesita vivir. Los bárbaros buscaban comida, metal, cosas que necesitaban para sobrevivir. Antes de hacerse gladiador y ganar una fortuna a costa de la sangre de otros hombres, Pantera había estado en la misma situación. Había robado para comer. Podía comprender la necesidad.
Pero aquélla no era la violencia de un hombre contra otro. Era más bien la muerte del mundo. Los bárbaros seguirían su camino hacia el sur, destrozándolo todo a su paso, hasta que alguien les parase los pies. Quizá destruirían unas cuantas ciudades más y acabarían con algunos legados más de lo que el mundo había sido una vez.
Una vez más, llegarían los Vástagos del Dragón. Esta tierra, como muchas otras, formaba parte del Reino. Finalmente, las legiones llegarían, con sus líderes Exaltados y su disciplina, para dejar a los bárbaros nadando en un charco de sangre. Aunque viniesen con su codicia y su orgullo y su estéril religión, eran los señores del mundo. Una provincia suya arrasada por los bárbaros dejaba de pagar tributos. Pero desde la desaparición de la Emperatriz, las legiones se prodigaban poco, y sólo las peores tropas eran destinadas al Umbral.
Pantera recordó cuando la voz le había hablado por primera vez. Estaba tumbado en su morada cuando ocurrió. Aquella gloria radiante… Compartir el espacio de su ático con aquella inmensa voz le produjo una sensación de claustrofobia mareante. Podía recordar todos los detalles: el crujido de la cama cuando se incorporó, el sudor recorriendo su piel, el aroma a polvo en el aire al no haber llovido durante semanas, el olor de Nexo y los silbidos procedentes del burdel del Gremio en la calle.
Recordó el recorrido hasta el balcón inundado por la luz del sol mientras la voz decía “Ve y mira. Mira al rostro que te ha escogido”. Recordó su torpe caminar hasta la puerta de la galería, al entrar en el balcón y cómo miró al sol radiante.
“No tienes padre”, le dijo con una voz que era como el rugido de una multitud. “Ahora yo soy tu padre. Tú, que derramas sangre sin saber por qué, tienes ahora una buena razón para hacerlo. He apartado furioso mi mirada del mundo de los hombres, pero ahora ya no lo volveré a hacer. Debes saber que estás entre mis sacerdote elegidos. Ve, e imparte justicia en el mundo como mejor sepas hacer. Arroja luz sobre la oscuridad, pues lo haces con mi bendición”.
Pantera partió hacia el este esa misma noche, viajó durante días sin dormir ni descansar. Caminó hasta que llegó al límite con los bosques, y luego fue todavía más allá, hasta que el oscuro bosque lo abrazó, hasta que estuvo envuelto en un lugar sagrado lleno de árboles y silencio. En medio de aquella quietud meditó y ayunó, calmando su sed en un riachuelo cercano, hasta que comprendió su misión. Luego abandonó el bosque y regresó a las tierras de los hombres. Tenía por delante una gran labor que desempeñar.
Pantera miró hacia el valle en llamas, y sintió que tenía que hacer algo al respecto. Por algo había sido elegido.