Chejop Kejak se recostó en su silla en lo alto del Palacio sublime, una estructura con forma de torre construida para el recuerdo del poder de los Inmaculados. El palacio era casi parte del cielo. En las oficinas superiores, Kejak y sus compañeros planeaban el futuro del Reino, o al menos lo intentaban. Con la Emperatriz desaparecida y las diferentes casas en competición por el trono, las rencillas por el poder eran cada vez más numerosas y menos productivas. A medida que iba negociando con los nobles, su fachada de discreción iba desmoronándose, a la vez que llevaba a los antiguos conspiradores hacia el fracaso. Finalmente ellos serían uno más entre los muchos que pujarían por el control del Reino, y no tendrían más peso que el que les otorgase su propio poder.
Kejak era anciano, uno de los seres vivos más viejos de la Creación, aunque los 5 000 años que había vivido no lo habían desmejorado. En un par de siglos, ni siquiera la Exaltación salvaría su cuerpo. Se convertiría en polvo, en un puñado de recuerdos, de la misma forma en que lo habían hecho sus predecesores años antes del Contagio. Su Esencia pasaría a un nuevo Exaltado, y sus milenios de sabiduría y conocimiento desaparecerían para siempre. Con todo, a pesar de su edad, la carne de Kejak seguía siendo firme, y su piel, aunque arrugada, tenía un excelente tono. Aunque su cabello comenzaba a escasear ya, todavía lucía una impresionante cola de caballo plateada.
Un observador casual podría confundirlo con un atractivo y exitoso mercader patricio, pues Kejak mostraba todos los signos propios de esa condición. Evitaba los hábitos que tanto prodigaban los otros miembros de su facción, especialmente los de la generación más joven. Utilizaba su fachada en la Orden, y hasta había colaborado en la redacción de los Textos Inmaculados. Con todo, iría directo a Malfeas antes que excederse en su obsequiosidad hacia aquella organización. Por ello, solía vestir una túnica de seda blanca y apenas dos piezas de joyería.
No podemos decir que Kejak se creyese un mesías. Aunque era cierto que, como el resto de sus compañeros Siderales, se creía el único capaz de gobernar el mundo en estos tiempos tan difíciles. Esta visión no estaba provocada por su fervor religioso. Más bien, se veían a sí mismos como individuos con los conocimientos y habilidades necesarios para realizar la tarea. Que algunos pudiesen en duda su capacitación en aquellos amargos momentos era algo inevitable.
En la época anterior al Contagio, Kejak y sus compañeros habían emitido la Profecía. Entonces nadie podía pensar que la grandeza de la Primera Edad fuese a descomponerse y a ceder paso al caos y la locura, salvo los allí reunidos para encontrar la solución. Los Siderales habían hallado un camino de salida al terror, y aunque el precio a pagar era muy alto, lo habían aceptado.
Solares, Lunares e incluso los disidentes de su propia facción, todos, serían sacrificados en el altar de la supervivencia. Quizá el Reino no sería tan grande como antaño, pero por lo menos sobrevivirá. Los disidentes subrayaron el Contagio, la desaparición de la Emperatriz, la emergencia de los Señores de la Muerte y el retorno de los Solares. Dijeron que la profecía debía estar equivocada. Pero la Profecía predecía conflicto y tribulación, así que ¿cuál era la alternativa? ¿El caos?
Y ahora, en el momento de máximo peligro, cuando sus miembros deberían estar junto a sus hermanos y hermanas, la Facción Dorada estaba ayudando a los Solares y compitiendo activamente por la colaboración de los renacidos Siderales. Kejak suspiró irritado y masculló “entra” hacia la puerta. El paje que estaba a punto de llamar empujó el panel hacia dentro, impresionado como todos los jóvenes de turno cuando ven que sus ancianos perciben el entramado del mundo de forma tan casual. “La Vocal de Paz ha venido a verle, señor”.
El anciano Sideral asintió cansadamente. Era la segunda vez en aquella semana. “Hazla entrar”.