Arianna huyó de Los Espinos durante una de aquellas largas noches de las tierras sombrías. Los Inquisidores oscuros la perseguían. Se escapó a lomos de un caballo de Esencia con crines doradas, atravesando el bosque a toda velocidad. Confiaba en que sus Encantamientos los mantendrían a los dos con vida. Los Inquisidores la seguían a buen paso mientras atravesaba la noche como una estrella fugaz. La perseguían a pie, pero su magia del Inframundo los dotaba de una velocidad sobrehumana. Su ritmo era diez veces superior al del mejor atleta humano, y a pesar de que el corcel era un dardo blanco en la noche, no conseguía despegarse de ellos.
En dos ocasiones consiguió que le perdiesen la pista. En dos ocasiones volvieron a encontrarla, olisqueando su espíritu, atisbando la noche con sus punzantes ojos muertos de azabache. Los Inquisidores la acorralaron en la plaza de un fuerte abandonado. Arianna veía en la noche como una lechuza, los Inquisidores veían igual de bien de día que de noche. Le hablaron en su lengua ancestral. Dijeron que si no regresaba con ellos a la Corte de la Máscara de los Inviernos, sufriría consecuencias irreversibles.
Arianna respondió con algunas palabras en aquel lenguaje sincopado: insultos. Hubo un momento de silencio mientras los combatientes reunían poder. A continuación, los fantasmas atacaron. Saltaron hacia ella desde todas las direcciones, arremolinándose en el aire con la gracia fluida de los espíritus. Ella dio una palmada y pronunció las palabras mágicas de la Piel de Bronce Invulnerable. Su voz sonó como un gong en el silencio previo al alba, y la magia comenzó a girar a su alrededor como un rocía animado de metal incandescente, convirtiendo su carne en un extraño metal flexible.
Los Inquisidores estaban ya sobre ella, pero no querían herirla. Querían acariciarla y reforzar así su poder. Arianna no estaba preparada para un ataque de este tipo. Las manos de los muertos rozaron su aura, robando pequeñas porciones de magia, alimentándose con su calor y su Esencia. El brillo divino de Arianna parpadeó y comenzó a apagarse. Giró sobre sí misma y adoptó una posición defensiva. Los fantasmas se precipitaron hacia ella, pero huyó de ellos. Sus articulaciones se plegaron con gracia cuando se agachó y rodó para evitar su tacto hambriento.
Enfadados, se lanzaron sobre ella de nuevo, ansiosos por robarle la vida. Riendo, la mujer consiguió evadirse de nuevo y pronunció el hechizo de La Garra del Dragón de Madera. Sus peticiones a las fuerzas elementales se materializaron y sus manos comenzaron a agrietarse. De ellas surgieron unas garras de madera de roble.
Allí estaba, con su piel de bronce y sus garras de madera, sedienta de sangre, el poder fluyendo a través de su ser. Miró a la cara a sus Inquisidores, y en su cara se rió. Atacaron de nuevo, pero ella se convirtió en un torbellino que atravesó la aldea esquivando y rodeando siempre a aquellos que tanto deseaban tocar su piel. Luego saltó, trazando una pirueta y golpeando desde lo alto a uno de los espíritus que se había acercado demasiado.
Sus garras de roble atravesaron el tejido y la memoria del cuerpo espectral, sacudiéndolo. Quedó convertido en polvo. El cielo brillaba cada vez más. Bajo su luz pudo ver cómo las cenizas se derrumbaban bajo sus afiladas garras, desintegradas. Se volvió hacia los otros tres, con la cabeza ligeramente inclinada y las garras cuajadas de savia brillante a ambos lados de su cuerpo.
Amanecería dentro de escasos minutos. Los fantasmas debían atacar ahora, o el Velo los separaría de ella. Con el amanecer llegarían las dificultades para abandonar el mundo de los vivos, algo casi imposible debido a la gran cantidad de poder que habían consumido durante la persecución.
Los miró con fijeza y ellos la contemplaron con sus inexpresivos ojos negros. Lentamente, la luz comenzó a inundarlo todo, y los fantasmas desaparecieron. Al principio eran transparentes, luego completamente invisibles. Arianna saltó sobre su paciente caballo y atravesó el alba, alejándose definitivamente de la oscura metrópolis de Los Espinos.