Prólogo
Carlés Álvarez Garriga
El gusto y el juicio —las dos armas de la crítica—
cambian con los años y aun con las horas:
aborrecemos en la noche
lo que amamos por la mañana.
OCTAVIO PAZ
La casa de la presencia
Es plausible suponer que si Julio Cortázar decidió no cerrar la lista de cuentos inolvidables que enunció en su conferencia «Algunos aspectos del cuento» («y así podría seguir y seguir…»), fue porque sabía que las listas entrañan provisionalidad, y un lector abierto a las novedades en casi todos los géneros no iba a atarse al compromiso de una nómina excluyente.
En torno a finales de la década de 1960, Cortázar dejó de ser el autor secreto que se había ido de Buenos Aires tras publicar un volumen de relatos que apenas leyeron cuatro afines al Surrealismo, ese desconocido del gran público que pudo encerrarse a escribir su más célebre novela en el primer piso de una casa de París que había sido una caballeriza, al fondo de un patio arbolado que aún visita un pájaro migratorio, un día al año y todos los años. Desde que la fama lo alcanzó —está por ver si, como ha indicado Piglia, ése no fue su gran drama—, su parecer era requerido en todos los debates y uno de sus ensayos podía impulsar un libro tan difícil como Paradiso. También, y he ahí el aspecto negativo, lo interrogaban día y noche sobre una u otra quisicosa ideológica, a tal punto que él mismo llegó a bromear diciendo que, de ir al cielo cuando muriera, estaba seguro de encontrar a San Pedro esperándolo en la puerta con esas mismas preguntas.
Tanta popularidad tuvo como consecuencia inmediata que títulos de sus obras fueran usados en rótulos comerciales (galerías de arte llamadas Rayuela; clubes de jazz, El perseguidor), mientras nombres de sus personajes servían para bautizar mascotas o incluso personas. El éxito propició asimismo la cantidad de entrevistas concedidas, sea por responsabilidad política sea por voluntad docente, gracias a las cuales sabemos su opinión sobre casi cualquier asunto; material que, sumado a la correspondencia editada (y a la todavía inédita que pronto ha de publicarse), ofrece un perfil intelectual bastante preciso.
Así las cosas, si no se pretende un volumen que llene por sí solo todo el estante, hay que tratar de conciliar en una única lista los muy diversos cuentos que calificó de «inolvidables» en épocas sucesivas. La base para la elección la forman, desde luego, los famosos ensayos-conferencia Algunos aspectos del cuento, Del cuento breve y sus alrededores, Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata y El estado actual de la narrativa en Hispanoamérica.
Para empezar, de entre los cuentos citados en los textos anteriores es razonable excluir «Los caballos de Abdera», de Lugones, y «La pata de mono», de W. W. Jacobs, porque ya estaban en la antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. También puede excluirse «La casa de azúcar», de esta última, puesto que en una carta a Jean Andreu (uno de sus críticos más sagaces) Cortázar confesaba haberlo olvidado.
En cuanto a Borges, cualquier lector —como cualquier hijo de vecino…, como cualquier hijo de vecino que haya leído a Borges, se entiende— da por hecho que Cortázar tenía varios cuentos borgeanos memorables. En «Algunos aspectos del cuento» menciona «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»; en «Del cuento breve y sus alrededores», «Las ruinas circulares»; en «El estado actual de la narrativa en Hispanoamérica», «La biblioteca de Babel» y «El milagro secreto»; hablando con González Bermejo se acuerda de «El jardín de senderos que se bifurcan»; en otra entrevista habla de «La muerte y la brújula»; en otra más, de «La casa de Asterión». Por la fecha en que lo leyó y por su significación indudable, elegimos «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», representativo de esa temprana lección de rigor y concisión estilística que Cortázar decía deberle.
De Edgar Allan Poe, cuyo descubrimiento en la infancia fue «la gran sacudida», ¿qué relato elegir? En «Algunos aspectos del cuento» menciona «William Wilson» y «El corazón delator»; en «Del cuento breve y sus alrededores», «El barril de amontillado»; en «Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata», «La caída de la casa Usher», «Ligeia» y «El gato negro»; en otras partes se refiere a «El pozo y el péndulo» o a «Berenice». Por su tema, puesto que como ha escrito Jaime Alazraki (otro de sus mejores críticos) casi toda la narrativa de Cortázar toca directa o indirectamente el tema del doble, elegimos «William Wilson».
Surge entonces un primer problema: ¿cómo mostrar que era un lector de gustos tan diversos que, aun inmune a las historias de ciencia-ficción, admitía como «relato admirable» «El color que cayó del cielo», de H. P. Lovecraft?, ¿cómo mostrar la variedad cronológica y geográfica de sus preferencias? Es cierto que sentía predilección por los cuentistas de habla inglesa. («Voy a tener que resignarme a convenir en que los cuentos breves son patrimonio de los sajones. Después de Faulkner, Hemingway, Bates, Chesterton y la joven escuela yanki, no queda nada que hacer», escribía en una carta de 1939). Dado que tenemos ya a Poe, para atenuar el predominio estadounidense habrá que renunciar a Hemingway, de quien prefería «Cincuenta de los grandes» y «Los asesinos», puesto que hemos sido incapaces de suprimir «Un recuerdo de Navidad», de Truman Capote —un cuento de infancia como muchos de los mejores de Cortázar—, y dado que tampoco hemos podido descartar la fantástica sorpresa final de «El puente sobre el río del Búho», de Ambrose Bierce.
Para equilibrar, conviene incluir también un relato clásico, uno de esos largos textos del siglo XIX que los puristas no llaman cuento sino nouvelle y a los que Cortázar dedicaba relecturas y estudio. Se acordaba siempre de Guy de Maupassant. Hablaba de «Bola de sebo» y en una de sus primerísimas narraciones («Distante espejo») ya había jugado con el argumento de «El Horla». Ambos textos son muy conocidos así que recogeremos otro de una estética similar citado en «Algunos aspectos del cuento»: «La muerte de Iván Ilich», de León Tolstoi, cuya trama recuerda —entrelíneas, y he aquí un bonito tema de análisis— a la de otro de los elegidos: «Un sueño realizado», de Juan Carlos Onetti.
Felisberto Hernández fue asimismo una de sus mayores reivindicaciones: «“La casa inundada” o “Las hortensias” o “Nadie encendía las lámparas” son textos que “ya quisiera haber escrito yo”», dijo en una entrevista. Escogemos «La casa inundada» porque en el prólogo a un libro de cuentos de Cristina Peri Rossi anotó que el día en que se logre la recopilación definitiva del cuento fantástico «se verá que muchos de los que pueblan para siempre la memoria medrosa de la especie se cumplen en torno a una casa».
Para terminar, y para no olvidar que fue un lector muy atento de escritoras, elegimos «Conejos blancos», de Leonora Carrington («Me acuerdo de un cuento estupendo, “Lapins Blancs”, et vous savez que je suis quelque peu I’amateur de lapins», escribía de joven a un amigo), y «Éxtasis», de Katherine Mansfield, de quien dijo en una de sus últimas entrevistas: «Escribió relatos admirables. No responden a mi noción de cuento pero me gustan mucho; simplemente yo no los hubiera escrito así».
Imaginar cómo los hubiera escrito es un ejercicio de nostalgia; nostalgia por el gran escritor y nostalgia por el gran lector. También lo es pensar en un hecho que ha contado Aurora Bernárdez, su viuda y heredera: tocado ya de muerte, decidió que el último sitio que quería volver a visitar era un edificio donde había sido muy feliz más de treinta años atrás. Un amigo los llevó en coche. Cortázar no pudo subir las escaleras. Ella sí. «Julio —le dijo después—, todo está igual». El lugar, que aún conserva aquellas sillas en las que el joven escritor pasó algunos de los momentos más dichosos de su vida, leyendo acaso los inolvidables cuentos que siguen, es la vieja Biblioteca del Arsenal, de París.