La muerte de Iván Ilich

Lev Tolstói

I

Durante un descanso de la vista de la causa de los Melvinsky, los jueces y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek —en el gran edificio del Palacio de Justicia— y la conversación recayó sobre el célebre asunto de Krasovsky. Fiodor Vasilievich se acaloró, demostrando que dicho asunto no incumbía a aquel tribunal. Iván Yegorovich se mantenía firme en su parecer y Piotr Ivanovich, que no intervenía en la conversación, empezó a hojear los periódicos que acababan de traer.

—Señores, ha muerto Iván Ilich —exclamó, de pronto.

—¿Es posible?

—Mire, lea la noticia —repitió Piotr Ivanovich, tendiendo a Fiodor Vasilievich el ejemplar recién impreso, que olía aún a tinta fresca.

Una esquela, rodeada de una orla negra, decía lo siguiente: «Praskovia Fiodorovna Golovina tiene el sentimiento de participar a sus parientes y amigos que su amado esposo, Iván Ilich Golovin, miembro del Palacio de Justicia, falleció el 4 de febrero de 1882. El entierro se verificará el viernes, a la una de la tarde».

Iván Ilich era colega de aquellos señores, y todos lo apreciaban mucho. Hacía varias semanas que estaba enfermo; y decían que su enfermedad era incurable. Su plaza no estaba aún vacante; pero se suponía que, en caso de que muriera, la ocuparía Alexeiev y la de este último sería para Vinokov o Shtabel. Así, pues, al oír la noticia del fallecimiento de Iván Ilich, el primer pensamiento de todos los que estaban reunidos en el despacho fue acerca de la influencia que podría tener aquella muerte sobre sus propios ascensos o los de sus conocidos.

«Probablemente, ocuparé ahora la plaza de Shtabel o la del Vinikov. Hace mucho que me lo han prometido; y este ascenso me supone ochocientos rublos más, sin contar la cancillería», se dijo Fiodor Vasilievich.

«Tendré que solicitar el traslado de mi cuñado de Kaluga —pensó Piotr Ivanovich—. Mi mujer se va a alegrar. Ahora ya no podrá decir que nunca he hecho nada por sus parientes».

—Ya me figuraba yo que no se levantaría —dijo Piotr Ivanovich, en voz alta.

—En suma, ¿qué es lo que ha tenido? Los médicos no han podido precisarlo. O, mejor dicho, cada uno diagnosticó a su manera. Cuando lo vi por última vez creí que se curaría.

—Pues yo no he ido a su casa desde las fiestas. Cada vez iba aplazando mi visita.

—¿Tenía bienes?

—Parece ser que su mujer tiene algo. Pero poca cosa.

—Habrá que ir. Viven tan lejos…

—Lejos de la casa de usted. Todo está lejos de donde usted vive.

—No puede perdonarme que viva al otro lado del río —exclamó Piotr Ivanovich, sonriendo a Shebek.

Empezaron a hablar de las grandes distancias de las ciudades; y, al cabo de un rato, fueron a la reunión.

Aparte de las reflexiones sobre posibles nombramientos y cambios en el servicio, que podría traer consigo ese fallecimiento, el hecho mismo de la muerte de un conocido provocó en cuantos recibieron la noticia, según ocurre siempre, un sentimiento de alegría, porque había muerto otro y no ellos.

«Él ha muerto, mientras yo vivo aún», pensó y sintió cada cual. Los amigos de Iván Ilich pensaron, además, a pesar suyo, que tendrían que cumplir una serie de deberes de conveniencia, muy fastidiosos, tales como asistir a los funerales, hacer una visita de pésame a la viuda, etcétera.

Entre los amigos más íntimos de Iván Ilich figuraban Fiodor Vasilievich y Piotr Ivanovich. Éste había sido compañero suyo en la Escuela de Jurisprudencia, y se creía el más obligado.

Mientras comían, comunicó a su mujer que Iván Ilich había muerto; y le habló de la posibilidad de que trasladaran a su hermano.

Sin echarse a descansar siquiera, se puso el frac y fue a casa de la viuda.

Ante la puerta principal de la casa de Iván Ilich había un coche particular y dos de alquiler. Abajo, en la antesala, cerca del perchero, se hallaba, apoyada en la pared, la tapa del ataúd, cubierta de una tela brillante de seda, y adornada de lujosos flecos. Dos señoras enlutadas se quitaban las pellizas. Una de ellas era la hermana de Iván Ilich; y Piotr Ivanovich no conocía a la otra. Schwartz, un amigo de Piotr Ivanovich, bajaba la escalera. Al reparar en el recién llegado, se detuvo y le hizo un guiño, como si dijera: «Es tonto lo que ha hecho Iván Ilich, nosotros no somos así».

El rostro de Schwartz, con sus largas patillas, así como toda su delgada figura, enfundada en el frac, tenían siempre una elegante solemnidad, que estaba en contradicción con su carácter jovial; pero en aquel momento se observaba en él una gracia especial, según creyó Piotr Ivanovich.

Dejando pasar adelante a las damas, subió lentamente la escalera. Schwartz esperó arriba. Piotr Ivanovich comprendió por qué lo hacía. Sin duda quería hablarle para preparar una partida de whist. Las damas pasaron a la escalera que conducía a las habitaciones de la viuda; y Schwartz, con sus gruesos labios plegados en una expresión seria y con una mirada jovial, movió las cejas, para indicar a Piotr Ivanovich la habitación mortuoria, situada a la derecha.

Como ocurre siempre, Piotr Ivanovich entró, indeciso y sin saber lo que debía hacer. Lo único que le constaba era que, en estos casos, nunca venía mal persignarse. No estaba seguro si las señales de la cruz debían ir acompañadas de inclinaciones y eligió el término medio: comenzó a persignarse, inclinándose ligeramente. Al mismo tiempo, examinó el aposento, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y de la cabeza. En aquel instante salían de la habitación dos jóvenes; uno de ellos era un colegial, probablemente algún sobrino del difunto. Una viejecita permanecía inmóvil; y, junto a ella, una señora que tenía las cejas extrañamente enarcadas, le hablaba en voz baja. El sacristán, un hombre robusto y decidido, que llevaba levita, leía en voz alta, con gran expresión y un tono que excluía todas las contradicciones posibles. El criado Guerasim pasó junto a Piotr Ivanovich, con andares ligeros, espolvoreando algo por el suelo. Al ver esto, Piotr Ivanovich sintió, en el acto, un ligero olor a cadáver en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Piotr Ivanovich había visto a ese hombre en el despacho del difunto, cumpliendo las obligaciones de enfermero. Iván Ilich le tenía un gran afecto. Piotr Ivanovich siguió persignándose y haciendo ligeras reverencias en la dirección intermedia entre el féretro, el sacristán y los iconos, que se hallaban en una mesa, en uno de los rincones de la estancia. Luego, cuando ese movimiento de la mano le pareció demasiado prolongado, se detuvo y empezó a examinar el cadáver.

Éste se hallaba tendido pesadamente como todos los muertos; sus miembros rígidos desaparecían en el interior del ataúd y tenía la cabeza curvada para siempre, reclinada sobre un cojín. Su frente, amarillenta como la cera, se destacaba como se destaca la de todos los cadáveres; junto a las sienes hundidas se apreciaban pequeñas calvas, y la nariz le sobresalía por encima del labio superior, como haciendo presión sobre él. Había cambiado mucho; estaba considerablemente más delgado que cuando Piotr Ivanovich lo viera por última vez; pero su rostro, como el de todos los muertos, era más hermoso y, sobre todo, más significativo de lo que había sido en vida. Expresaba que había hecho lo que tenía que hacer, y que lo había hecho de una manera justa. Además, esa expresión parecía reprochar o recordar algo a los vivos. Piotr Ivanovich creyó que aquello estaba fuera de lugar o, al menos, que no tenía nada que ver con él. De pronto se sintió a disgusto, se apresuró a persignarse y salió con precipitación, demasiado precipitadamente tal vez, para las reglas de las conveniencias. En la habitación contigua lo esperaba Schwartz. Con las piernas abiertas y las manos cruzadas a la espalda, jugueteaba con la chistera. Con sólo mirar al elegante, atildado y jovial Schwartz, Piotr Ivanovich se sintió aliviado. Comprendió que Schwartz se encontraba por encima de todo aquello y que no se dejaba arrastrar por impresiones desagradables. Su aspecto decía: «El incidente de los funerales por Iván Ilich no puede en modo alguno ser razón suficiente para interrumpir el orden de la sesión; es decir, nada puede impedimos abrir un nuevo paquete de cartas, mientras el criado encienda unas velas; en general, no hay razón para suponer que esto sea un obstáculo para pasar una velada de un modo agradable». Hasta susurró a Piotr Ivanovich estas palabras, y le propuso que se uniera a la partida que tendría lugar, aquella noche, en casa de Fiodor Vasilievich. Pero, por lo visto, Piotr Ivanovich no estaba predestinado a jugar al whist aquella noche. Praskovia Fiodorovna, una mujer de mediana estatura y gruesa que, a pesar de todos sus esfuerzos por conseguir lo contrario, seguía ensanchándose, de hombros para abajo, vestida de luto riguroso, con un velo negro en la cabeza y las cejas tan extrañamente levantadas como las de la señora que estaba en el aposento del difunto, salió de su habitación con otras damas; y, después de acompañarlas hasta la puerta de la cámara mortuoria, dijo:

—Ahora mismo se celebrará el funeral; pasen ustedes.

Schwartz saludó con una indefinida inclinación de cabeza; y se detuvo sin aceptar ni rechazar aquella invitación. Al reconocer a Piotr Ivanovich, Praskovia Fiodorovna suspiró y, acercándose a él, tomó una de sus manos y le dijo:

—Sé que era usted un verdadero amigo de Iván Ilich…

Miró a su interlocutor, esperando de él una acción que correspondiera a estas palabras. Piotr Ivanovich sabía que, si antes era preciso persignarse, ahora tenía que estrechar la mano de la viuda, lanzar un suspiro y decir: «Créame usted…». Y esto fue lo único que hizo. Acto seguido, se dio cuenta de que había obtenido el resultado deseado: se había conmovido y la viuda también.

—Venga usted conmigo; antes que empiece el funeral, tengo que hablarle —dijo Praskovia Fiodorovna—. Déme el brazo.

Piotr Ivanovich ofreció el brazo a la viuda de Iván Ilich; y se dirigieron a las habitaciones interiores, pasando ante Schwartz, que hizo un guiño denotador de pena.

«¡Nos ha echado a perder la partida de whist! Si no acude usted, buscaremos otro compañero. Y cuando quede libre, podremos seguir la partida los cinco», dijo su mirada jovial.

Piotr Ivanovich suspiró; aún más profunda y tristemente; y Praskovia Fiodorovna, agradecida, le estrechó la mano. Al entrar en el salón, tapizado de cretona rosa y discretamente alumbrado, se sentaron junto a una mesa; la viuda en un diván y Piotr Ivanovich en un asiento bajo, cuyos muelles, descompuestos, crujieron con el peso de su cuerpo. Praskovia Fiodorovna hubiera querido ofrecerle otra silla; pero creyó que era inoportuno ocuparse de tales cosas en la situación en que se encontraba, y cambió de parecer. Mientras se sentaban, Piotr Ivanovich recordó cómo Iván Ilich había arreglado aquel salón y se había aconsejado de él respecto de aquella cretona rosa con hojas verdes. Al ir a sentarse en el diván, cuando pasaba ante la mesa (el salón estaba lleno de muebles y de cachivaches), a la viuda se le enganchó un extremo de su velo de encajes en una de las incrustaciones de la mesa. Piotr Ivanovich se incorporó, para desengancharlo; y el asiento, libre de su peso, comenzó a hincharse, empujándolo hacia arriba. La viuda trató de desenganchar con sus propias manos el extremo del velo; y Piotr Ivanovich se sentó de nuevo, aplastando el asiento rebelde. Pero Praskovia Fiodorovna no consiguió su propósito, y Piotr Ivanovich volvió a levantarse; el asiento se agitó de nuevo y hasta emitió un crujido. Cuando todo quedó arreglado, Praskovia Fiodorovna sacó un pañuelo de impecable batista y se echó a llorar. Piotr Ivanovich, que se había calmado con el episodio del velo y la lucha contra el asiento, permanecía sentado, con el entrecejo fruncido. Fue Sokolov, el criado del difunto Iván Ilich, quien rompió esa embarazosa situación.

Había venido a comunicar que el terreno del cementerio que Praskovia Fiodorovna había designado costaría doscientos rublos. La viuda dejó de llorar; y, mirando a Piotr Ivanovich con aire de mártir, le dijo, en francés, que sufría mucho. Piotr Ivanovich hizo una señal muda, que expresaba la absoluta certeza de que no podía ser de otro modo.

—Fume usted, se lo ruego —dijo Praskovia Fiodorovna, con tono generoso, aunque abatido al mismo tiempo; y empezó a discutir con Sokolov respecto del precio del terreno.

Mientras Piotr Ivanovich encendía el cigarrillo, oyó que la viuda se informaba con todo detalle de los distintos precios de los terrenos y que, finalmente, precisaba el que tomaría. Después, dio las órdenes oportunas respecto al coro. Sokolov se marchó.

—Todo lo hago yo misma —dijo Praskovia Fiodorovna a Piotr Ivanovich, apartando unos álbumes. Y dándose cuenta de que la ceniza del cigarrillo de su interlocutor amenazaba la mesa, se apresuró a alargarle el cenicero, mientras añadía—: Encuentro que es afectado asegurar que la pena impide ocuparse de asuntos prácticos. A mí me ocurre lo contrario. Si hay algo que puede, si no consolarme, al menos… distraerme, es precisamente la preocupación por arreglar las cosas de él —volvió a sacar el pañuelo, como si fuera a echarse a llorar; pero pareció dominarse, y continuó en tono tranquilo—: Tengo que decirle algo.

Piotr Ivanovich se inclinó ligeramente, sin permitir que se desplegaran los muelles del asiento, que, acto seguido, empezó a agitarse bajo su cuerpo.

—Sufrió terriblemente los últimos días.

—¿Ha sufrido mucho? —preguntó Piotr Ivanovich.

—¡Terriblemente! En sus últimas horas no cesó de gritar. Los tres días postreros, con sus consabidas noches, se quejaba constantemente. No comprendo cómo ha podido soportar eso. Sus gritos se oían a través de tres puertas. ¡Oh, cuánto he sufrido!

—Pero ¿estaba consciente? —preguntó Piotr Ivanovich.

—Sí, hasta el último momento —replicó Praskovia Fiodorovna, en un susurro.

Se despidió de nosotros, un cuarto de hora antes de morir, y rogó que se llevaran a Volodia.

De pronto, la idea de los sufrimientos padecidos por un hombre al que conociera siendo un alegre colegial y más tarde, adulto y colega suyo, horrorizó a Piotr Ivanovich, a pesar de la desagradable conciencia de su propia afectación y la de aquella mujer. Se representó aquella frente y aquella nariz que hacía presión sobre el labio superior; y temió por sí mismo.

«Tres días de atroces sufrimientos, y la muerte. Esto puede sucederme a cada instante», pensó; y, por un momento, se sintió horrorizado. Pero inmediatamente, y sin que él mismo pudiera explicar el motivo, acudió en su ayuda el pensamiento habitual de que eso le había ocurrido a Iván Ilich y no a él. Aquello no podía ni debía ocurrirle; pensando en ello, se le estropearía el estado de ánimo, cosa que no estaba bien, según podía uno darse cuenta al contemplar el rostro de Schwartz. Después de haber reflexionado de esta manera, Piotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a hacer preguntas, con gran interés, acerca de la muerte de Iván Ilich, como si la muerte fuese una aventura propia de éste, pero no de él.

Después de comentar, con todo detalle, los distintos aspectos de los sufrimientos físicos, realmente atroces, de Iván Ilich (Piotr Ivanovich se enteró de aquellos detalles sólo por la manera en que los sufrimientos del difunto habían obrado sobre los nervios de Praskovia Fiodorovna), la viuda creyó oportuno pasar al asunto.

—¡Oh Piotr Ivanovich! ¡Cuánto sufro, cuánto sufro! —exclamó; y de nuevo se deshizo en lágrimas.

Piotr Ivanovich lanzó un suspiro y esperó a que la viuda se sonara. Cuando Praskovia Fiodorovna lo hizo, dijo:

—Crea usted…

Entonces, Praskovia Fiodorovna reanudó la conversación y explicó, por fin, su asunto. Se trataba de averiguar cómo debía arreglárselas para obtener una cantidad de dinero de la Tesorería del Gobierno, con motivo del fallecimiento de su marido. Hizo como que pedía a Piotr Ivanovich consejos relativos a su pensión de viuda; pero éste comprendió que estaba enterada hasta en los más pequeños detalles de cosas que incluso él ignoraba. Praskovia Fiodorovna sabía perfectamente la cantidad de dinero que podría sacar al Estado; pero lo que deseaba averiguar era si había algún medio de sacar más. Piotr Ivanovich trató de inventarse un medio para hacerlo; pero, después de meditar un rato y de censurar, por conveniencia, la avaricia del Gobierno ruso, dijo que probablemente no podría obtener lo que deseaba. Entonces, la viuda suspiró y, sin duda, empezó a idear la manera de librarse de su visitante. Piotr Ivanovich lo comprendió. Apagó el cigarrillo, se puso en pie; y, tras de estrechar la mano a la dueña de la casa, se retiró a la antesala.

En el comedor estaba el reloj que Iván Ilich había comprado en una almoneda y del que estaba muy satisfecho. Allí se encontró Piotr Ivanovich al sacerdote y a algunos conocidos que venían para asistir al funeral, así como a la hija del difunto, una muchacha muy bella a la que conocía. Iba vestida de negro. Su cintura, muy estrecha, daba la impresión de estar más delgada que antes. Tenía un aire sombrío, decidido y casi irritado. Saludó a Piotr Ivanovich como si éste fuese culpable de algo. Tras de ella se hallaba, con el mismo aire sombrío, un joven muy rico, a quien Piotr Ivanovich conocía también. Era el juez de Instrucción y prometido de la muchacha, según se decía. Piotr Ivanovich los saludó con expresión triste; y se disponía a entrar en la cámara mortuoria, cuando vio, al pie de la escalera, a un colegial: era el hijo de Iván Ilich y se parecía a él de un modo sorprendente. Era idéntico a Iván Ilich de jovencito, tal y como Piotr Ivanovich lo había conocido, en la Escuela de Jurisprudencia. Sus ojos llorosos tenían la expresión de los muchachos de trece o catorce años, que ya no son inocentes. Al ver a Piotr Ivanovich, hizo una mueca severa y tímida. Haciéndole un movimiento de cabeza, Piotr Ivanovich entró en el cuarto del difunto. Empezó el funeral, con sus cirios, su incienso, las lamentaciones, las lágrimas y los sollozos. Piotr Ivanovich, con el entrecejo fruncido, se miraba a los pies. No levantó ni una sola vez la vista hacia el cadáver; no se dejó llevar por las influencias depresivas hasta el final de la ceremonia; y fue uno de los primeros en salir del cuarto. No había nadie en la antesala. Guerasim, el mozo de comedor, salió presurosamente de la cámara mortuoria; revolvió con sus fuertes manos todas las pellizas, para encontrar la de Piotr Ivanovich, y se la ofreció.

—¿Qué hay, Guerasim? ¿Estás apenado? —exclamó Piotr Ivanovich, por decir algo.

—Ha sido la voluntad de Dios. Todos iremos a parar allí —replicó el criado, dejando al descubierto sus blancos y apretados dientes de campesino. Y como un hombre muy ocupado, abrió la puerta, llamó al cochero y, tras de ayudar a Piotr Ivanovich a instalarse en el coche, volvió apresuradamente, con la expresión de quien trata de recordar lo que le queda por hacer aún.

Piotr Ivanovich sintió un placer especial al respirar aire puro, después de haber estado en una casa donde olía a incienso, a cadáver y a ácido fénico.

—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.

—Aún es temprano. Me pasaré por casa de Fiodor Vasilievich.

Y Piotr Ivanovich fue allí. Encontró a sus amigos al final de la primera partida, de manera que pudo tomar parte en el juego.