XII
A partir de aquel momento, Iván Ilich empezó a gritar —cosa que duró tres días sin interrupción—; y sus gritos eran tan terribles, que producían espanto, aun oyéndolos a través de dos puertas cerradas. En el momento en que respondía a su mujer, había comprendido que estaba perdido, que no había salvación, que le había llegado el fin, el verdadero fin; y que la duda, que no se había resuelto, quedaría sin resolver.
—¡No quiero! —gritó; y continuó arrastrando la última vocal, con distintas entonaciones.
Durante aquellos tres días, en los que perdió la noción del tiempo, luchó dentro de aquel saco negro al que lo empujaba una fuerza desconocida e invencible. Luchaba como lucha en manos del verdugo un condenado a muerte que sabe que no se ha de salvar. Y se daba cuenta de que, a pesar de los esfuerzos que hacía, se acercaba cada vez más a lo que tanto lo horrorizaba. Comprendía que sus sufrimientos se debían tanto al hecho de introducirse en aquel saco negro como a la imposibilidad de hacerlo. Lo que le impedía entrar allí era la conciencia de que su vida había sido buena. Esa justificación hacía que se enganchara, impidiéndole pasar adelante; y era lo que más lo hacía sufrir.
De repente, una fuerza invisible le dio un empujón en el pecho y en el costado, y le fue aún más difícil respirar. Se hundió en el saco, en cuyo fondo apareció una luz. Le ocurrió lo que solía ocurrirle cuando iba en el tren; se figuraba que iba hacia adelante, cuando en realidad retrocedía; y, de pronto, se enteraba de la verdadera dirección.
«En efecto, todo esto no ha sido lo que debía ser —se dijo—. Aunque no importa, puede hacerse aquello. Pero ¿qué es?». Repentinamente, se calmó.
Esto sucedió al final del tercer día, una hora antes de su muerte. Acababa de entrar su hijo, acercándose de puntillas al lecho. El moribundo gritaba, agitando los brazos. Una de sus manos tropezó con la cabeza del muchacho, que la asió; y, llevándosela a los labios, se echó a llorar. En aquel preciso instante era cuando Iván Ilich se hundía en aquella profundidad, veía aquella luz y se le revelaba que su vida no había sido lo que debía ser, pero que aún podía arreglarla. Se preguntó: «¿Qué es aquello?». Y guardó silencio, para prestar atención. Sintió que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y vio a su hijo. Se apiadó de él. Su mujer se acercó. Iván Ilich la miró. Tenía la boca abierta y huellas de lágrimas en una mejilla y en la nariz. Miraba a su marido con expresión desesperada. También se compadeció de ella.
«Los hago sufrir —pensó—. Les da pena de mí; pero estarán mejor cuando muera». Iván Ilich quiso decir esto; pero no tuvo fuerzas. «Por otra parte, ¿para qué decirlo? Debo hacerlo», pensó. Con una mirada llamó la atención de Praskovia Fiodorovna sobre su hijo y pronunció.
—¡Llévatelo…! Me da pena… y de ti también —quiso añadir «perdón»; pero dijo otra palabra; y, sin fuerzas para corregirse, hizo un gesto con la mano, pues le constaba que lo entendería quien debiera entenderlo.
De pronto, le fue evidente que el problema que lo atormentaba, se había resuelto súbitamente. «Me da pena de ellos. Es preciso hacer que no sufran. Liberarlos y liberarme yo mismo de esos sufrimientos. ¡Qué bien y qué sencillo! ¿Y el dolor?», se preguntó. «¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?».
Prestó atención.
«Ah, sí, aquí está. Bueno, que siga. ¿Y la muerte? ¿Dónde está?».
Buscó su antiguo terror a la muerte, sin hallarlo. ¿Dónde estaba? ¿Qué era la muerte? No sentía terror alguno porque la muerte no existía.
En lugar de la muerte, había luz.
—¡Ah! ¡Es esto! —exclamó, de pronto, en voz alta—. ¡Qué alegría!
Para él todo esto sucedió en un instante. Y su significado ya no podía variar. En cambio, para los presentes, su agonía duró aún dos horas. En su pecho bullía algo y su cuerpo extenuado se estremecía. Luego, los ruidos de su pecho y los estertores se volvieron menos frecuentes.
—Ha terminado —dijo alguien.
Iván Ilich oyó estas palabras y las repitió en el fondo de su alma. «Ha terminado la muerte. Ya no existe».
Aspiró una bocanada de aire, se detuvo a la mitad de la aspiración; se estiró y murió.
26 de marzo de 1886
En Obras selectas, Colección Grandes Clásicos, tomo III
México, Aguilar, 1991.
Traducción de Irene y Laura Andresco.