IX

Praskovia Fiodorovna volvió tarde. Aunque entró de puntillas, Iván Ilich la oyó. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos, precipitadamente. Praskovia Fiodorovna tuvo la intención de despedir a Guerasim y de quedarse con su marido. Éste abrió los ojos para decirle:

—No; vete.

—¿Sufres mucho?

—Es igual.

—Toma opio.

Iván Ilich accedió y tomó unas gotas. Praskovia Fiodorovna se fue.

Aproximadamente hasta las tres, Iván Ilich permaneció en un sopor que lo atormentaba. Le parecía que lo introducían con su dolor en un saco negro, estrecho y profundo, y que lo empujaban constantemente, sin que llegara al otro extremo. Y aquel proceso, horrible para él, se realizaba con sufrimiento. Iván Ilich tenía miedo; deseaba meterse en el fondo del saco, luchaba y ayudaba al mismo tiempo. De pronto, se desprendió y, al caer, volvió en sí. Como siempre, Guerasim dormitaba tranquilamente sentado a los pies de la cama. Iván Ilich estaba acostado, con sus delgados pies enfundados en unos calcetines, apoyados en los hombros del criado. La misma vela, con su pantalla, y el mismo dolor incesante.

—Vete, Guerasim —susurró Iván Ilich.

—Me quedaré otro ratito.

—No, no; vete.

Iván Ilich quitó los pies de los hombros de Guerasim, se acostó de lado, apoyando la cabeza en una mano y se apiadó de sí mismo. Esperó a que el criado se retirase a la habitación contigua y ya no se contuvo más; se deshizo en lágrimas, lo mismo que una criatura. Lloró a causa de su impotencia, a causa de su terrible soledad, a causa de la crueldad de los humanos, de la de Dios, así como de su ausencia.

«¿Para qué has hecho todo esto? ¿Para qué me has traído a este mundo? ¿Por qué razón me atormentas de este modo tan terrible…?».

No esperaba ninguna respuesta; y lloraba porque no la había. De nuevo sintió el dolor; pero no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: «¡Castígame más! Pero ¿por qué? ¿Qué te he hecho?».

Al cabo de un rato se apaciguó y no sólo dejó de llorar, sino hasta de respirar y se tornó todo atención. Era como si escuchase la voz del alma —no esa otra voz que hablaba por medio de sonidos— y la marcha de los pensamientos que se producían en él.

«¿Qué necesitas? —fue el primer concepto que oyó que se podía expresar por medio de palabras—. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas?», se repitió. «¿Qué? No sufrir. Vivir», contestó.

Y se entregó de nuevo a una atención, tan reconcentrada, que ni siquiera lo distrajo el dolor.

«¿Vivir? ¿Cómo?», preguntó la voz del alma.

«Sí, vivir. Vivir como he vivido antes, vivir bien y agradablemente».

«¿Cómo viviste antes bien y agradablemente?», exclamó la voz. E Iván Ilich empezó a analizar mentalmente los mejores momentos de su vida agradable. Pero cosa rara: todos los mejores momentos de su vida le parecieron completamente distintos de lo que le parecían antaño. Todos, exceptuando los primeros recuerdos de su niñez. En su infancia había algo realmente agradable, con lo que se podría vivir si volviera. Pero el hombre que había experimentado aquella sensación agradable no existía ya: aquello era como el recuerdo de algún otro.

En cuanto empezaba la época que había dado por resultado a Iván Ilich tal y como era ahora, todas las alegrías de antaño se disipaban ante sus ojos, convirtiéndose en algo insignificante y a menudo en algo vil.

Cuanto más se alejaba de su infancia, cuanto más cerca estaba del presente, tanto más insignificantes y dudosas se le antojaban las alegrías. Aquello empezaba en la Escuela de Jurisprudencia. Allí había habido aún algo verdaderamente bueno: allí había alegría, amistad, esperanzas. En las clases superiores, habían sido ya menos frecuentes esos buenos momentos. Después, durante la época de su primer cargo, habían surgido de nuevo momentos gratos: eran los momentos de su amor hacia una mujer. Luego, todo se confundía en sus recuerdos; y cada vez encontraba menos cosas buenas. Más adelante, aun menos, cada vez menos…

¡Su matrimonio… tan imprevisto, y la desilusión, el mal aliento de su mujer, el sentimentalismo y la afectación! Y aquel trabajo muerto, aquellas preocupaciones pecuniarias por espacio de uno, dos, diez, veinte años… ¡Siempre lo mismo! Y cuanto más avanzaba, tanto más muerto era todo aquello. Era como si descendiera, uniformemente, de una montaña, imaginándose que subía. Así había sido. Según subía a la montaña ante los ojos del mundo, la vida huía de él… ¡Y he aquí que todo estaba consumado, ya podía morir!

¿Qué significaba aquello? No podía ser. No podía ser que la vida fuese tan absurda, tan miserable. Y si, en efecto, era tan miserable y absurda, ¿por qué había que morir y morir sufriendo? Algo no estaba claro.

«¿Tal vez no haya vivido como debía?», se preguntaba, de pronto. «Pero, esto no es posible, porque siempre he hecho lo que debía hacer», se decía; e inmediatamente apartaba la única solución del misterio de la vida y de la muerte, como algo totalmente imposible.

«¿Qué es lo que quieres ahora? ¿Vivir? ¿Cómo? Vivir como vivías en el Tribunal, cuando el ujier anunciaba: “Comienza el proceso”. “Comienza el proceso”, comienza el proceso», repetía Iván Ilich. «Pero si no soy culpable», gritó con ira. «¿Por qué?». Iván Ilich se volvió cara a la pared; y empezó a pensar en una sola cosa: por qué y para qué existía todo ese horror.

Pero, por más que meditó, no halló respuesta. Y cuando le acudía la idea de que no había vivido como es debido, inmediatamente recordaba la regularidad de su existencia; y apartaba esa extraña idea.