VII

Al tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich —no podría decirse cómo ocurrió esto, porque fue una cosa paulatina e imperceptible— su mujer, sus hijos, los criados, los conocidos y los médicos y, sobre todo, él mismo, sabían que el interés que inspiraba a los demás consistía sólo en saber si dejaría pronto vacante la plaza, si libraría pronto a los vivos del fastidio que causaba su presencia y si él mismo se vería pronto libre de sus sufrimientos.

Cada vez dormía menos; le administraban opio y habían empezado a ponerle inyecciones de morfina. Pero eso no le aliviaba. El embotamiento que experimentaba en sus semiletargos lo había aliviado al principio, por ser una sensación nueva, pero luego se volvió tan atormentador o incluso más que el dolor franco.

Le preparaban platos especiales, por prescripción de los doctores; pero esos manjares le resultaban cada vez más insípidos y más repugnantes.

Se le hacían también preparativos especiales para la defecación, que constituían para él un verdadero tormento, tormento causado por la suciedad, el mal olor, la inconveniencia y porque otro hombre asistía a tal función.

Sin embargo, Iván Ilich halló un consuelo en aquel menester molesto. Era Guerasim quien lo asistía en estos casos. Era un mujik joven, lozano, limpio y cebado con manjares ciudadanos. Siempre estaba alegre y de buen humor. Al principio, Iván Ilich se turbaba al ver a aquel hombre, siempre limpio y vestido a la usanza rusa, cumpliendo aquella tarea desagradable. Un día, después de aquella función, sin fuerzas para ponerse los pantalones, se dejó caer en una butaca y miró, horrorizado, sus débiles muslos desnudos, de músculos muy marcados.

Entró Guerasim con sus pasos fuertes y ligeros, calzado con gruesas botas, despidiendo un olor agradable a brea y a aire fresco de invierno. Llevaba la camisa de percal remangada, dejando al descubierto sus brazos jóvenes y robustos, y un delantal de hilo muy limpio. Sin mirar a Iván Ilich y conteniendo la alegría de vivir que se reflejaba en su rostro, para no ofenderlo, se dispuso a cumplir su tarea.

—Guerasim —dijo Iván Ilich, con voz débil.

El criado se estremeció, temiendo haber cometido una torpeza; y con un movimiento rápido volvió hacia Iván Ilich su cara lozana, bondadosa, sencilla y joven, en la que apenas empezaba a apuntar la barba.

—¿Qué desea, señor?

—Me figuro que esto es desagradable para ti. Perdóname, pero no puedo…

—¡En absoluto! —exclamó Guerasim, con un brillo en los ojos y mostrando sus dientes blancos y sanos—. No me molesta nada; está usted enfermo.

Con sus manos diestras y fuertes, cumplió su tarea habitual, saliendo de la habitación con paso ligero. Al cabo de cinco minutos, volvió del mismo modo.

Iván Ilich seguía sentado en el sillón, en la misma actitud de antes.

—Guerasim, por favor, ven aquí. Ayúdame —el criado se acercó—. Ayúdame a incorporarme; me cuesta trabajo hacerlo solo y he despedido a Dimitri.

Guerasim rodeó, hábilmente, con sus vigorosos brazos, el cuerpo de Iván Ilich, lo levantó y, mientras lo sostenía con una mano, le alzó el pantalón con la otra, y quiso depositarlo de nuevo en el sillón. Pero Iván Ilich le rogó que lo acompañase al diván. Sin esfuerzo alguno, y como si no lo agarrase siquiera, el criado lo trasladó allí, casi en vilo.

—Gracias. Con qué destreza y qué bien… lo haces todo.

El criado sonrió y se dispuso a salir de la habitación; pero Iván Ilich se encontraba tan a gusto con él, que no quiso que se marchara.

—Acércame esa silla, por favor. No, ésa no, la otra. Colócamela debajo de los pies. Me alivia tener los pies en alto.

Guerasim trajo la silla y la dejó en el suelo sin hacer ruido; después, levantó los pies de Iván Ilich y los colocó encima. Éste creyó sentir alivio en el momento en que Guerasim le levantaba los pies.

—Estoy mejor cuando tengo los pies en alto —repitió—. Ponme aquel cojín.

Guerasim obedeció. Había vuelto a colocarlos sobre el cojín. De nuevo el enfermo creyó sentirse mejor, mientras Guerasim le sostenía las piernas. En cuanto se las hubo dejado sobre el cojín, se sintió peor.

—Guerasim, ¿estás ocupado ahora? —preguntó.

—No, señor —replicó el criado, que había aprendido en la ciudad a hablar como es debido.

—¿Qué tienes que hacer aún?

—Ya he terminado mi faena. Sólo me queda partir leña para mañana.

—Entonces, sostenme los pies en alto, ¿quieres?

—¿Por qué no? Desde luego.

Guerasim levantó las piernas de Iván Ilich y éste creyó que en esa posición no sentía en absoluto el dolor.

—¿Cuándo vas a partir leña?

—No se preocupe usted. Tengo tiempo de sobra.

Iván Ilich mandó a Guerasim que se sentara y le sostuviera las piernas, en alto; y empezó a charlar con él. Y, cosa extraña, tuvo la sensación de encontrarse mejor de este modo.

Desde aquel día, Iván Ilich llamaba a veces al criado y le mandaba que le sostuviera los pies sobre sus hombros. Le gustaba hablar con él. Guerasim obedecía de buena gana. Hacía esto con facilidad, sencillez y una bondad tal, que enternecía a Iván Ilich. La salud, la fuerza y la energía vital de los seres humanos ofendían al enfermo; pero la fuerza y la energía vital de Guerasim no sólo no lo afligían, sino que hasta llegaban a apaciguarlo.

La mentira, esa mentira adoptada por todos, de que sólo estaba enfermo, pero que no se moría, que bastaba que estuviese tranquilo y se cuidase para que todo se arreglara, constituía el tormento principal de Iván Ilich. Le constaba que, por más cosas que hicieran, no se obtendría nada, excepto unos sufrimientos aún mayores y la muerte. Lo atormentaba que nadie quisiera reconocer lo que sabían todos e incluso él mismo, que quisieran seguir mintiendo respecto de su terrible situación y lo obligaran a tomar parte en aquella mentira. La mentira, esa mentira que se decía la víspera misma de su muerte, rebajando ese acto solemne y terrible hasta igualarlo con las visitas, las cortinas y el esturión para la comida… hacía sufrir terriblemente a Iván Ilich. Y, cosa rara, muchas veces, cuando veía que trataban de seguir engañándolo, estaba a punto de gritar: «¡Cesen de mentir! Ustedes saben, lo mismo que yo, que me muero. ¡Al menos cesen de mentir!». Pero nunca había tenido el valor de hacerlo. Veía que el terrible y horroroso acto de su muerte estaba rebajado por los que lo rodeaban hasta el grado de que pareciera una circunstancia desagradable, en parte hasta conveniente (se lo trataba como se trata a un hombre que entra en un salón despidiendo un olor desagradable), por la misma «conveniencia» a la que había servido durante toda su vida. Veía que nadie se apiadaría de él, porque nadie podía comprender siquiera su situación. El único que lo entendía y se compadecía de él era Guerasim. Por eso Iván Ilich se sentía a gusto únicamente en su compañía. Se encontraba bien cuando Guerasim se pasaba la noche entera sosteniéndole las piernas y no consentía en irse a dormir diciendo: «Haga el favor de no preocuparse, Iván Ilich. Ya tendré tiempo de descansar». O también cuando, sin más ni más, empezaba a tutearlo y le decía: «Si no estuvieras enfermo… Pero así ¿cómo no servirte?». El único que no mentía era Guerasim. Por todos los síntomas era evidente que sólo él comprendía lo que pasaba, que no consideraba necesario ocultarlo y sentía compasión por su amo, que estaba agotado y débil. Una vez en que Iván Ilich le insistía que se fuera, llegó a decir sin ambages:

—Todos hemos de morir. ¿Cómo podría dejar de servirle ahora?

Con esas palabras expresó que no le pesaba realizar esa tarea, precisamente porque lo hacía por un hombre moribundo; y que tenía esperanzas de que alguien haría lo mismo por él cuando llegase el momento.

Aparte de aquella mentira, o tal vez a consecuencia de ella, lo más doloroso para Iván Ilich era que nadie se compadeciera de él, tal como hubiera querido. En ciertos momentos, después de haber sufrido prolongados dolores, deseaba —aunque le hubiera avergonzado reconocerlo— que se apiadaran de él, como de un niño enfermo. Deseaba que lo acariciaran, que le dieran besos, que lo mimasen como a un niño. Sabía que era un personaje importante, que tenía la barba entrecana y que, por consiguiente, aquello hubiera sido imposible. Sin embargo, lo deseaba. En el trato que Guerasim le dispensaba, había algo semejante a eso; y, por tanto, era lo único que lo consolaba: Iván Ilich tenía deseos de llorar, le gustaría que lo acariciasen y lo mimasen. Pero he aquí que llegaba Shebek, su colega; y en vez de llorar y de pedir caricias, Iván Ilich adoptaba una expresión seria, grave y reconcentrada; y, por la fuerza de la inercia, expresa su opinión sobre la importancia de una decisión del Tribunal de Casación, que sostiene tenazmente. Aquella mentira en torno suyo y dentro de él mismo envenenó más que nada los últimos días de su vida.