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Y SE HIZO LA LUZ…

La puerta del monasterio era tan endeble como había supuesto Finn y sus tablas se astillaron a la tercera patada de su bota. Utilizando la jabalina como palanca, arrancó pedazos de madera podrida hasta abrir un agujero lo bastante grande para pasar. Después de agacharse para mirar el interior, pasó el primero lanzándose con agilidad por la abertura. Lo siguió Cnán, con más ganas e interés de los que ella misma esperaba, e inmediatamente, Yasper.

Al ver de cerca el terreno donde mataban a los animales, a Cnán la horrorizó la cantidad de cuerpos que había esparcidos por el suelo. La sangre, coagulada y seca hasta parecer pez, lo salpicaba todo, y en algunos lugares aún brillaba porque no estaba seca. Nubes oscuras de moscas sobrevolaban los cadáveres y algunos cuerpos parecían temblar por su falsa piel de larvas. El zumbido de las moscas era el acompañamiento permanente.

Si hubiera estado ella sola, no habría sido capaz de reaccionar a tiempo a la aparición de los dos guardias livonios. Pero Finn y Yasper no estaban tan afectados, y cuando los otros dos atacaron, los Hermanos del Escudo estaban preparados.

El primer livonio no llegó a alcanzarlos. La jabalina de Finn voló hasta su garganta y lo levantó en el aire. Se desplomó retorciéndose y agarrando el asta con las dos manos mientras su sangre brillante salpicaba el suelo.

El segundo, al advertir la súbita desaparición de su compañero, titubeó, y Yasper lanzó un rápido golpe con la mano izquierda. El livonio gritó y agachó la cabeza cuando algo entró en sus ojos. Nunca llegó a ver la rápida estocada de Yasper.

Finn fue a recuperar su jabalina y la retorció un poco para acabar con su hombre.

—Vamos —dijo—. Tenemos que encontrar sin tardanza a los monjes que ocupan este lugar. —Y los llevó hasta la caseta del pozo.

Estaba resultando todo demasiado fácil y Cnán miró con suspicacia los edificios del monasterio mientras corrían hacia la pequeña caseta. No pudo evitar preguntarse por sus habitantes. ¿Habría más? ¿Dónde se ocultaban? ¿Y eran aliados de los livonios o, como el resto de los lugareños, estaban aterrorizados y hacían lo que fuera necesario para tenerlos contentos?

Finn abrió de un golpe la puerta de la caseta del pozo y entró de un salto. Yasper esperó en la puerta jadeando ligeramente.

—Terriblemente tranquilo —comentó al llegar a la caseta. La alegría que mostraba hacía un rato había desaparecido, y su cara era una máscara de arrugas marcadas por las sombras.

A pesar del tenso silencio del patio, la preocupación del holandés alegró a Cnán.

—Está muy oscuro —informó Finn apareciendo en el estrecho hueco de la puerta—. Y no hay pozo.

—Ah, bien; en ese caso la Virgen nos ha bendecido a nosotros y nuestra investigación —dijo Yasper sonriendo.

Alguien gritó, y a pesar de que ya habían oído antes esa voz (ese grito), se encogieron. Estaban muy cerca de la garganta que lo había producido, y el aullido mostraba tal mezcla de humano y de bestia que no tenían claro qué clase de garganta era. «Tenía que proceder de un hombre», se descubrió pensando Cnán cuando vio la aparición vestida de negro que había salido de uno de los edificios. Imaginar otra cosa habría supuesto creer en monstruos.

El grito era una señal, porque de los demás edificios empezó a salir una hueste de hombres harapientos. Estaban más que sucios, con los jirones que llevaban por ropa pegados con una costra de mierda y sangre. Cabellos y barbas estaban enredados y formaban una pieza de fieltro en la que se abría la boca como un orificio oscuro. Brazos y piernas, recorridos por heridas abiertas que daban la impresión de haber sido producidas por un látigo de varias colas, asomaban entre los harapos como palos rotos. Llevaban toda clase de utensilios: cuchillos, palos, hoces, porras, punzones y cualquier cosa que pudiera golpear, cortar o rasgar la carne de un enemigo.

—Profanadores —gritó el primero en un latín con mucho acento, y con una voz como el lamento de una docena de niños asustados—. No deben molestar a los guerreros sagrados de Dios. —Alzó un largo palo; en su extremo llevaba sujeta una calavera de carnero con sus cuernos, embadurnada de alguna sustancia negra y pegajosa que goteaba hasta el suelo.

—Bien —dijo secamente Yasper—, supongo que esto aclara…

Del interior del edificio salió otro monje que llevaba en sus manos sarmentosas una antorcha encendida. La levantó hacia el palo enarbolado por la aparición y la calavera de carnero se encendió con un fogonazo.

—Oh —comentó Yasper—, qué ingenioso.

—Adentro —gritó Cnán—. ¡Ya! —Cogiendo al alquimista por la túnica, lo arrastró al interior de la caseta.

Finn los estaba esperando. Cnán dio un traspié al tropezar con una superficie dura. Sus ojos tardaron una eternidad enloquecedora en adaptarse a la falta de luz. Finn había dicho que no había pozo y ella se encontró con un brocal bajo de piedra. Unos escalones irregulares tallados en la roca descendían hacia la nada.

Finn cerró la puerta dejándolos totalmente a oscuras y Yasper tropezó con Cnán.

—Con cuidado —le dijo muy seria al volver a topar con el brocal de la escalera—. Hay un agujero.

—Claro que hay un agujero —respondió él tanteando a ciegas—. ¿De qué otra manera habrían podido desaparecer los livonios?

Finn gruñó cuando algo golpeó la puerta de la caseta.

Con un murmullo, Yasper saltó el brocal y consiguió no caerse por la escalera. Cnán oyó sus pies pisando los escalones cuando empezó a bajar hacia la absoluta oscuridad.

—Voy a ver qué puedo hacer para alumbrarnos —gritó desde el vacío—. Contenedlos como podáis.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —replicó Cnán con un gruñido, lamentando haber aceptado el plan.

Finn tropezó con ella y la cogió por un brazo.

—Abajo —dijo junto a su oído—. Solo pueden entrar unos pocos cada vez. Si matamos suficientes, quizá se marchen. —Una risita subió desde el fondo de su garganta—. O quizá no. Ya lo veremos, ¿vale?

Un cuerpo volvió a chocar con la puerta y a Cnán, repentinamente consciente de que Finn ya no estaba junto a la puerta, se le escapó un gritito de desesperación. Pero la puerta seguía cerrada y Finn no la había soltado.

—Abajo —volvió a decir tirando de su brazo—. Había un travesaño para bloquear la puerta. Resistirá un rato.

Calmada, Cnán empezó a bajar por la escalera siguiendo con la mano derecha la pared de piedra. La escalera era de caracol e increíblemente estrecha. Para cuando se le ocurrió contar los escalones, ya había descendido lo suficiente para no poder recordar cuántos habían quedado atrás. Después de un rato su mano derecha perdió la pared y se encontró con un espacio vacío, y, con el corazón en la boca, dio dos pasos más y se encontró sobre suelo sólido. Una débil luz verde temblaba frente a ella, y mientras estaba en la base de la escalera, aterrorizada, pero incapaz de saber en qué dirección correr, la luz se acercó.

Era Yasper, que llevaba en la mano un pequeño trozo de vidrio curvo. La superficie se movía y resplandecía con sus pasos, y la luz era suficiente para que Cnán pudiera apreciar la naturaleza de las catacumbas en las que se encontraban.

La sala se extendía más allá de lo que podía alcanzar la luz mágica de Yasper. En una pared cercana habían tallado nichos desde el suelo hasta el techo, que se extendían sin fin en ambas direcciones. Cnán tragó saliva al ver que contenían los huesos de antiguos muertos, algunos bajo telas tan finas que resultaban transparentes bajo la luz de Yasper. Las cuencas vacías la miraban y las esqueléticas bocas estaban abiertas, congeladas con expresiones entre el asombro y el terror.

—¿Dónde está Finn? —preguntó Yasper mirando por encima del hombro de Cnán.

—Dijo algo de obligarlos a que lo atacaran de uno en uno.

—No en la escalera —dijo Yasper con un suspiro—. Finn —llamó sin levantar la voz, intentando que el cazador le hiciera caso—, aquí abajo; donde el suelo es plano.

Cnán miró el líquido del diminuto cuenco intentando entender cómo producía la luz. Era un misterio (uno de los trucos alquímicos de Yasper) y muy probablemente quedaría más allá de lo que ella podía entender. Pero la luz era más agradable de ver que las miradas fijas de los muertos.

Oyeron que Finn se aproximaba con pasos rápidos. Yasper gruñó e indicó a Cnán que lo siguiera. Sosteniendo su luz mágica con cuidado, los guio adentrándose en las catacumbas.

Cuando llegaron a una galería abovedada, Cnán se dio cuenta de que podía ver más y sus sombras se alargaban, ansiosas por echar a correr por la galería que tenían delante. Miró hacia atrás y vio por qué: el resplandor amarillento de una antorcha llegaba desde la escalera.

—Ahí vienen —dijo Finn empujándola un poco—. Al túnel.

Yasper se quejó y los tres salieron de la sala funeraria. El techo de la galería era incluso más bajo y Cnán, con la cabeza ladeada, se fijó en lo liso que era el suelo. Estaba desgastado por el paso de innumerables pies en el transcurso de incontables años. «¿Cuántas generaciones habrán bajado a sus muertos hasta aquí?», se preguntó.

Al llegar a la primera esquina, Finn se escondió para enfrentarse a sus perseguidores.

El primero murió sin emitir un sonido, con la jabalina de Finn hundida en su pecho a través de los harapos. El cazador sacudió la lanza para deshacerse del monje y pasó al lado derecho de la galería para esperar a su próxima víctima.

El monje llevaba una porra que ahora estaba en el suelo de la galería, cerca de los pies de Finn. Cnán la miró mientras su miedo luchaba con su deseo desesperado de mantener sus votos de unificadora. Pero ya había matado una vez, pensó, ya había sangre en sus manos. Su mente visualizó a los animales muertos en el patio y percibió el persistente olor de su sangre que lo impregnaba todo.

En algún momento dejó de tener importancia la cantidad de sangre.

El segundo hombre dobló la esquina y recibió la jabalina de Finn en el vientre. Se desplomó retorciéndose y gimiendo, hasta que Finn lo despachó con un rápido movimiento de la punta de su arma.

Cnán corrió a coger la porra. Se colocó al otro lado de la galería, preparada para descargarla sobre la cabeza del primer hombre lo bastante tonto para doblar la esquina.

Detrás de ellos, Yasper soltó una maldición. Cnán se atrevió a mirar y no vio nada más que oscuridad. La pequeña luz de Yasper se había apagado.

Finn gruñó, Cnán se volvió y se encontró con la cara de uno de los mugrientos monjes. Sus ojos estaban desorbitados y su boca se abría y cerraba. Su aliento («¿cómo era posible?») era incluso peor que el hedor a cadáver putrefacto del patio. Sus manos agarraban sin fuerza el asta de fresno de la jabalina de Finn, que estaba hundida en su pecho. Gruñía y, mientras se debatía, de su boca salían frases en un pésimo latín. Cnán cogió al vuelo algunas palabras («venganza» y «recuperar»), y luego su aliento se convirtió en un estertor.

Estaba muerto, pero de todos modos Cnán lo golpeó en la cabeza. Por si acaso.

Detrás iba el monje aullador precedido por la calavera llameante en el extremo del palo. Finn puso a Cnán detrás de él de un tirón y bloqueó el torpe movimiento del palo llameante con la punta de acero de su jabalina. El sudor que brotaba de su frente y sus brazos lo protegió del calor de la llameante calavera de carnero. El monje movía el palo atrás y adelante y obligó a Finn a retroceder. Al compás de sus movimientos, empezó a salmodiar alguna letanía insultante.

Cnán corrió dando traspiés por la galería, huyendo de la bestia llameante del extremo del palo. La galería se inundó de ardiente luz anaranjada, y el calor (que llegaba en oleadas y la envolvía) era excesivo, demasiado parecido a…

Y de pronto estaba otra vez en la casa en llamas, hacía ocho años. El monstruo de fuego tenía atrapada a su madre en su ardiente abrazo y rugía y lanzaba zarpazos a Cnán mientras ella tiraba de la mano inerte de su madre. Se levantaban ampollas en su piel con cada resoplido de fuego y sus lágrimas se convertían en vapor sobre su cara y le quemaban los ojos. «Despierta —gritaba—, despierta».

El monstruo rugió más cerca. Unos cuernos terribles asomaban por encima de su carne llameante y sus ojos eran remolinos de llamas rojos y negros. Su boca estaba abierta y de su garganta vacía brotaba fuego. Se recordó gritando, como si la violencia de su grito pudiera obligar a la bestia a alejarse. Pero el monstruo simplemente rugió con siniestro júbilo mientras devoraba a su madre, lamiendo con sus lenguas ígneas la piel de su cara y sus brazos hasta no dejar más que cenizas negras.

Una sombra se interpuso entre ella y la bestia de fuego, un fantasma que hizo saltar en pedazos su recuerdo. Volvió al presente y se encontró sentada en el suelo de la galería subterránea con Finn, que la tenía cogida por la ropa, arrastrándola lejos del monje andrajoso y su palo llameante.

Pasaron junto a Yasper, que, en cuanto estuvieron a su espalda, sacó la jarra grande que había recogido de las ruinas. El monje enloquecido chillaba y lanzaba golpes hacia ellos con la calavera, y no prestó atención al vuelo de la jarra, que cayó delante de él en el suelo de piedra y se hizo añicos.

Una deflagración azulada llenó la sala y una onda expansiva de aire muy caliente llenó la galería. Yasper se tiró sobre Cnán y Finn, o quizá lo tiró la onda expansiva (Cnán no estaba segura de nada tras la erupción de luz y ruido). Los dedos del calor corrieron por su piel y le acariciaron las mejillas y las cejas. No se atrevió a abrir la boca por miedo a que aquellos ardientes zarcillos se introdujeran en su garganta y su pecho.

Y entonces se apagó el pequeño sol dejando tras de sí humo y sombras y pequeños regueros de llamas azules y amarillas. El hedor a carne quemada llenó la galería, y en algún lugar no muy lejano una criatura lastimosa gimió y se quejó débilmente.

Tosiendo, Yasper se quitó de encima de Cnán y se apoyó en la pared de la galería. Su rostro estaba lleno de ceniza y sudor.

—Vaya desperdicio de excelente aqua ardens —dijo con un suspiro.

Finn masculló algo en su lengua materna y Yasper se limitó a asentir como ausente y a ponerse de pie.

—Pero no nos ha matado —replicó señalando los bultos quemados y humeantes de la sala—. La Virgen protege al verdaderamente hábil. —Y apagó a pisotones varios pequeños regueros de fuego que bailaban en el suelo.

El palo con la calavera había quedado tirado y su cornudo remate aún ardía, pero las llamas temblaban como si estuvieran muriendo lentamente. Utilizando su pañuelo, Yasper apagó a golpes los anillos de fuego que rodeaban el palo; se protegió las manos, lo levantó, y con su luz iluminó la galería que quedaba detrás de Finn y Cnán.

Et facta lux est. —Sonrió de oreja a oreja—. Será mejor que nos demos prisa antes de que los demás vuelvan a reunir valor.