9

EL DELIRIO DE LAS SETAS

Por la mañana, en el campamento, Feronantus recibió la noticia de las fechorías nocturnas de Istvan con irritada resignación. Dio las gracias a Cnán y luego se alejó hasta la orilla de un río, donde Eleazar y Percival mataban el tiempo intentando pescar con un extraño montaje de ramas descortezadas y entretejidas. Hablaron durante unos minutos y luego reunieron al resto del grupo. Cnán observó a su jefe no menos interesada que Istvan. Le había costado trabajo encontrar un sentido a su nombre (que sonaba vagamente como el latín, pero no lo era) hasta que oyó a Taran dirigirse a él llamándolo Ferhonanths. Entonces consiguió entenderlo como un antiguo nombre bárbaro, probablemente godo, que había sido latinizado para usarlo entre gente educada.

Feronantus hizo una seña a la joven unificadora para que se uniera a ellos.

—Cnán ha estado de exploración —dijo.

—Se pasa mucho tiempo por ahí —comentó Roger con brusquedad.

A Feronantus lo ofendió su tono.

—Vuelve lo suficiente para mantenernos en nuestra ruta, y se asegura de que no nos crucemos con cualquiera que pueda entretenernos. Pero nos informa de un problema que he estado temiendo desde que nos reunimos en la casa capitular.

Explicó lo que Cnán había visto en la ribera del lago.

—Desde luego, no podemos criticar a un hombre por su aflicción —opinó Roger.

Percival no lo veía del mismo modo.

—Estamos cumpliendo una misión —dijo—. Trabajamos como hermanos. Istvan nunca se ha unido realmente a nosotros, y ahora… No es aflicción, no es más que la venganza de un demente. ¿Qué motivo tenía para matar a una familia de tramperos?

—Persigue a los guardias mongoles —dijo Feronantus—. Está siguiendo la pista de los comerciantes de pieles y estudiando las aldeas que colaboran con los mongoles. Cnán ha visto el resultado de una noche de trabajo. Y dudo que fuese la primera. Lo ha hecho antes y tiene intención de seguir haciéndolo. Eso llamará la atención; probablemente ya ha sucedido. Todas estas tierras están conmocionadas. Hay partidas de guerreros deambulando por todas partes; de mongoles y de otros. Sin duda habrá cuadrillas a caballo vigilando cualquier lugar donde haya mercancías o dinero que se pueda robar.

—Nos mantenemos alejados de las rutas principales —aseguró Cnán—, pero los comerciantes de pieles van a cualquier lugar en que haya bosques, campos y agua.

—Lo que viste —dijo Illarion— solo era un contingente de un grupo mayor. Puedes estar segura de que hay otras partidas como esa recorriendo el territorio, internándose en cada bosque y valle donde sea posible conseguir pieles. En este momento de la temporada ya habrán reunido una pequeña fortuna en mercancías. Y eso quiere decir…

—Que tendrán protección —señaló Taran.

Roger se quedó mirando a Cnán con resentimiento. Ella lo fulminó con la mirada. En el rostro de Roger se dibujó una mueca burlona. Apartó la mirada un momento y luego volvió e hizo una inclinación de cabeza a modo de disculpa.

—Eso no son buenas nuevas —explicó—. Istvan era uno de los más valientes de nosotros y el más leal.

—Mohi acabó con él —dijo Finn en latín rudimentario.

—Illarion vio morir a su familia y no se hundió —les recordó Feronantus—. No estamos en condiciones de permitirnos perder un hombre. Enviaré a tres con Cnán: Eleazar, Percival y Raphael. Ella seguirá la pista de Istvan y entre los tres lo convenceréis para que vuelva a unirse a nosotros.

—Con todo el respeto, la chica no está acostumbrada a montar —manifestó Eleazar—. Si tuviéramos problemas…

—Por eso —dijo Feronantus— ella hará cuanto pueda por manteneros alejados de los problemas, que es lo que yo prefiero.

Y eso fue definitivo. Todos los caballeros miraron a Cnán, algunos con los ojos entornados. Cnán no esperaba tener que cargar con un trío de caballeros. Dejó claro, con voz aguda, que ella no podía cubrir una zona suficientemente amplia para encontrar caminos expeditos y a la vez acompañar al grupo de búsqueda de Istvan.

—Podría volver por sí mismo —añadió.

Feronantus descartó la posibilidad con un gesto.

—Ya has explorado una buena extensión, ¿no? Istvan es un hombre grande en un caballo grande con unos cascos y un paso muy característicos. Tú podrás encontrarlo mucho antes que nosotros, y Percival, Raphael y Eleazar lo atarán y le cubrirán la cabeza, si hace falta, antes de que llame más la atención. Nos quedaremos aquí un día para remendar nuestras calzas.

Cnán contuvo una sonrisa. Esa era la frase multiuso de Feronantus, que no solo incluía el remiendo de las calzas, sino también el zurcido de los calcetines, el secado de carne, la recogida de hierba y todas las demás tareas cuya ejecución hoy les permitiría dedicarse mañana solo a cabalgar.

—Entonces —dijo Feronantus—, ahora debemos dirigirnos hacia el este. Kiev queda, como mucho, a dos semanas a caballo. Si no lo encontráis en tres días, volved a nuestra ruta. Nuestro rastro debe de ser vergonzosamente visible para cualquiera de vuestros talentos. Te necesitamos, Cnán, tienes que enseñarnos una ruta segura por los alrededores de Kiev. Allí probablemente todo sea sufrimiento y confusión.

—En ningún caso debemos ir a ese lugar maldito —advirtió Roger.

—Ya, pero tenemos que hacerlo —dijo Percival—. Es una cuestión de honor. —Pero Feronantus, harto ya de la discusión entre los amigos, levantó ambas manos para imponer silencio.

Toda la región estaba formada por territorios pantanosos o con tendencia a empantanarse, y últimamente el grupo de aspirantes a matadores de kanes se había dedicado a bordear el límite meridional de un extenso pantano (un mariscus en la lengua favorita de Feronantus) que cubría más tierras que algunos reinos europeos. Cnán lo sabía bien porque acababa de pasar casi dos meses abriéndose camino a través de él de este a oeste. En su mayor parte habían sido dos meses buenos, ya que en los pantanos abundaban tanto las plantas comestibles como escaseaban los mongoles. Sin ayuda de los humanos, la vida vegetal se organizaba sola de abajo arriba según sus preferencias en relación con la humedad.

En las zonas más bajas, los juncos y cañas crecían gruesos y verdes en los cursos de agua alimentados por las lluvias; los sauces, bajos y arbustivos, poblaban un mosaico de islas arenosas, y otras plantas higrófilas crecían con tal profusión que allí solo se podía encontrar a los fugitivos más miserables. El simple hecho de vivir en aquel lugar equivalía a una confesión de delincuencia o brujería. Los valles y barrancos que desaguaban allí estaban atestados de árboles, por lo general demasiado pequeños y de una calidad demasiado baja para que interesasen a cualquiera que no se dedicara a fabricar carbón.

Las onduladas tierras que quedaban por encima, aunque casi no eran altas ni secas, sí eran al menos aptas para el cultivo y estaban salpicadas de campos en los que aún vivía gente; por otra parte, también eran praderas abiertas, ideales para el desplazamiento de los mongoles.

A Cnán no le gustaba ninguno de aquellos pantanos y lomas como ruta para la expedición del grupo, pero no tardó en descubrir que a través de los humedales solía haber una zona intermedia (a veces de varias millas de anchura y otras veces de solo algunos pasos) entre los infranqueables bosques de los barrancos húmedos y las tierras de labor abiertas donde los árboles eran suficientemente gruesos para ofrecer protección, pero no estaban tan juntos como para entorpecer el paso.

Había enseñado a aquellos caballeros la manera de viajar por los bordes de los bosques menos llenos de zarzas, cortando rápidamente por terreno descubierto cuando ella les informaba de que no había peligro, pero raramente pasando más de unos segundos al galope fuera de la cobertura de los árboles.

En el terreno por el que era más probable que estuviera moviéndose Istvan se alternaban bosquecillos de robles y prados, interrumpidos por alguna que otra colina baja y un mosaico de pantanos y lagos pequeños y limpios. De vez en cuando, rocas redondeadas amontonadas o esparcidas asomaban en el bosque o en un campo como si hubieran caído de la bolsa de un gigante. Cnán sabía que algunos de esos grupos de rocas eran escondites de bandidos; en su largo viaje hacia el oeste, cuando se aventuraba a salir del gran pantano para hurtar manzanas o asaltar las despensas subterráneas de los granjeros, los había visto salir en varias ocasiones de los montones de rocas.

Ahora los escondites estaban vacíos; eso no era buena señal. Los bandidos sabían cuándo era demasiado peligroso salir a robar.

Raphael se mantenía callado casi todo el tiempo mientras cabalgaban, siempre al lado de Cnán. Eleazar, con su latín lleno de flexiones, era más voluble y dado a las quejas, cosa que al principio la irritaba. Pero, a medida que avanzaba el día, llegó a entender que él simplemente era así, igual que su gente: decía lo que pensaba.

Eleazar había sido el último del grupo en llegar a la casa capitular próxima a Legnica y no sabía casi nada de él. Durante el primer día o los primeros dos días de viaje no pudo disimular cómo la divertía el desmesurado tamaño de su arma: un montante que era solo un poco más bajo que él. El mero acto de extraerla de la larga vaina que llevaba colgada a la espalda, una mano tras otra, ya le llevaba una eternidad, y los otros caballeros tenían la diversión asegurada a su costa discutiendo cómo, en caso de ataque, organizarían un perímetro defensivo alrededor de Eleazar para que tuviera tiempo de desenvainar y equilibrar su espada, con la esperanza de que lo consiguiera antes de que todos los demás estuvieran muertos.

Percival también se reservaba sus pensamientos, y debían de ser bastante negros; raramente sonreía.

La primera serie de pistas que encontraron tendría quizá un par de días. Cnán desmontó de su yegua (la única yegua del grupo, pues los caballeros preferían los machos) y se arrodilló en el barro moteado de rayos de sol de un estrecho prado). Raphael y Percival se unieron a ella y se arrodillaron al otro lado del rastro, a dos pasos de distancia. En aquella fase avanzada de su campaña, los mongoles montaban a menudo caballos en lugar de ponis esteparios; la guerra, como había observado Feronantus, se cobraba un tributo en caballos y los ejércitos estaban reponiéndolos continuamente. Cuando los mongoles montaban los caballos occidentales, más grandes y complacientes, la combinación dejaba un rastro único. Las monturas descontentas tendían a ladearse cuando las picaban de manera desacostumbrada o les hablaban en lenguas extrañas.

Cnán señaló el revoltijo de rastros a Raphael, que asintió. Percival se inclinó para observar los restos de orina esparcidos; tenían menos de un día. Se llevó algo de barro hasta la nariz e hizo una mueca de disgusto.

—Podría ser un caballo de granja o de carga. A los huesos negros les tocan las monturas con menos brío.

Cnán sabía que los animales castrados podían dar juego en una batalla, pero aquellos caballeros, por una antigua tradición, preferían los machos enteros y costaba convencerlos de otra cosa. Por otra parte, los mongoles utilizaban hembras en las batallas, y a veces eran hembras en celo, perfectamente capaces de trastornar a los machos enteros.

En cualquier caso, dos de los jinetes de aquel grupo iban montados en caballos de batalla que consiguieron la aprobación sin reparos de los caballeros, probablemente machos de la cuadra de algún vaivoda local. Su orina había abierto un surco en el barro y tenía un olor penetrante. Los rastros indicaban que los caballos eran enérgicos y estaban contentos, y que sus jinetes eran expertos.

A ella eso le pareció un indicio claro de que un par de nobles de alto rango o sus adláteres contaban con la protección de los mongoles, igual que el comerciante de pieles llevaba su séquito. Traidores a su pueblo; oportunistas. Supervivientes.

No le extrañaba que hubieran sacado de quicio a Istvan.

Percival se alejó una veintena de pasos y siguió el margen del camino. Sus caballos miraron con las orejas muy levantadas y luego sacudieron la cabeza, la bajaron y comenzaron a pastar hierba y otras plantas. Eleazar, con buen criterio, los apartó de una mata de enredaderas con flores blancas; no necesitaban caballos enfermos ni embriagados.

Cnán hizo un resumen de la información para Raphael mientras observaban a Percival.

—Doce jinetes —fue su conclusión—. Mongoles o tártaros. Poco disciplinados; les aburren sus tareas. Pero van acompañados por dos vaivodas o al menos por dos funcionarios locales con caballos de nobles. Es posible que sean recaudadores de impuestos, agrimensores o tasadores. No son prisioneros.

—Bien —dijo Raphael. Sonrió por la habilidad de Cnán.

—¿Agrimensores? —preguntó abruptamente Eleazar; pero el gesto de su cara era más de desconcierto que de escepticismo.

—Los invasores miden sus tierras y evalúan su riqueza —explicó Raphael—. Tienen intención de quedarse.

Percival volvió a unirse a ellos.

—Istvan los vigiló desde el bosque —dijo—. Luego los siguió. Se ha convertido en un depredador.

No había que decir más. Cnán se acercó también al margen para observar las pisadas del ruano de Istvan, y cuando regresó todos montaron. Allí el bosque estaba lleno de arbustos espinosos y ortigas y el suelo era pantanoso, lo cual desanimaba a los que iban montados y probablemente a todos menos a los osos. Hacía un rato que Cnán había visto el rastro de varios de ellos. Curiosamente, parecía que uno había dedicado un rato a seguir a Istvan.

—Una auténtica caravana —observó Raphael—. ¿A quién vamos a saludar primero?

Eleazar y Percival propusieron seguir a Istvan y no a los recaudadores.

—No tardaremos en encontrarnos con ambos —dijo Cnán.

Raphael y Percival entendieron a qué se refería. El denso bosque pronto los reuniría. ¿De verdad se creía Istvan capaz de vencer a un grupo así?

A Eleazar no le alegró la información. Percival asintió.

—Istvan es nuestro objetivo. No nos importa a quién intente dar caza; por el momento.

—Cabalga deprisa —observó Eleazar.

—Como nosotros ahora que hemos encontrado su rastro.

Cnán creía conocer la geografía de aquel territorio, pero se sorprendió cuando el bosque se abrió alrededor de un gran meandro de escasa profundidad. El ancho cauce del río era un largo pantano interrumpido por montones de rocas. La orientación general de ese tramo pantanoso era de oeste a este, y su pequeño grupo había acabado por seguir su lado meridional. No tenía una orilla propiamente dicha, porque la llanura inundada era muy ancha, un pantano interrumpido por un complejo entramado de corrientes pluviales y grupos de sauces.

El bosque se mantenía apartado de aquel curso de agua intermitente, pero varios granjeros habían aprovechado en los últimos tiempos el suelo fértil y la facilidad de no tener que talar árboles y habían cultivado campos de avena. Habían labrado el suelo rodeando las rocas semejantes a un crómlech y entre las estrechas corrientes de agua llenas de cañas.

Había avanzado mucho el día. Desde el suroeste soplaba una brisa tibia que hacía ondear las cañas y los juncos. En el lado opuesto del río se veía una casa baja, como a una versta de distancia. No había señales de actividad humana. Quizá la población local había acabado de sembrar y luego se había ocultado (tanto de los recaudadores como de las partidas de guerreros).

—Tiene que haber un vado por donde podamos pasar —dijo Raphael mirando arriba y abajo del río.

—No nos entretengamos —dijo Percival—. No hay un punto de observación alto, y sí muchas oportunidades para un ataque por sorpresa.

Ante ellos, el cauce del río estaba abarrotado de matas de cañas y sauces altas y retorcidas, entre las cuales los jinetes que se desplazaran hacia el este o el oeste podían pasar inadvertidos si seguían las zonas someras con lecho de arena o grava. Los guerreros, incluso los que iban montados, podían organizarse en pelotones ocultos tras los arbustos y saltar sin previo aviso. Orillas más elevadas e incluso montículos bajos complicaban un paisaje ya bastante confuso (el peor lugar imaginable para seguir un rastro, encontrar a alguien y evitar sorpresas).

Cnán miró al cielo sobre aquel laberinto y vio una enorme concentración de cuervos y otras aves (estorninos, mirlos e incluso petirrojos) viajando a toda prisa hacia el este. No había buitres, todavía. Husmeó el aire, pero la brisa del oeste no era de gran ayuda.

—Por ese lado, vacas y caballos —informó—. Tal vez otra granja grande. Los pájaros picotean el estiércol.

Eleazar soltó un silbido bajo.

—¿Puedes distinguir desde aquí si son vacas o caballos? —bromeó.

Cnán frunció los labios.

Percival pasó entre ambos, aceleró y miró hacia el sur entre los árboles de los que acababan de emerger.

—Este bosque es cosa del mismísimo diablo —dijo—. Los comerciantes de pieles han debido de cruzarlo, e Istvan tras ellos. Vamos a ver por qué vado han cruzado.

Prepararon sus arreos y equipajes para cruzar el río.

—Istvan no se enfrentará a nosotros, ¿verdad? —preguntó Eleazar.

—Esas diabólicas setas… —Raphael empezó a formular un pensamiento, pero no concluyó.

Percival miró curso abajo, luego giró su caballo y rápidamente se lanzó a ponerse a cubierto en el lado soleado de un gran montón de rocas. Los demás lo siguieron.

—Hay una partida de soldados sobre aquella colina —explicó—. Hay treinta o cuarenta de ellos. Tienen el sol de frente, así que aún no pueden vernos, espero. Ahora somos la presa.

Se movieron pegados a las rocas hasta situarse en su larga sombra y miraron hacia el este a través de la protección de las altas cañas. Percival tenía razón. La partida estaba formada sobre todo por mongoles que montaban diversas clases de caballos.

—El cuerpo principal, como predijo Illarion —dijo Eleazar.

—Tal vez. Van en la misma dirección que nosotros; incluso es posible que nos sigan. No podemos retroceder.

—También siguen a Istvan —dijo Raphael, y fue difícil distinguir si se trataba de una pregunta o una afirmación.

—Podemos aprovechar la ayuda de estas rocas, siempre que esos no sean tan buenos rastreadores como Cnán, pero tenemos que dar aviso a Feronantus —dijo Percival. Se enfrentaba a una decisión difícil: a quién enviar, a quién mantener para proteger a su guía y a su médico y a quién sacrificar. Acarició el cuello de su caballo con el ceño terriblemente fruncido—. Lo que menos necesitamos en este maldito momento es una batalla campal.

—No hay muchas opciones. El bosque nos cierra el paso por los dos lados. No podemos escapar por el bosque si no desmontamos —comentó Raphael.

—¡No podemos hacer todo el camino hasta el este a pie! —dijo Eleazar.

—¿Tienes otra idea?

—¡Correr más que ellos! —respondió Eleazar.

Por primera vez en bastante rato, un indicio de sonrisa escapó entre los labios de Percival.

—¿Correr más que un grupo de mongoles?

—Podemos hacerlo —insistió Eleazar— si conseguimos animales de reemplazo.

—Animales de reemplazo —repitió Percival.

Raphael había estado callado hasta ese momento. Carraspeó y dirigió una significativa mirada a Cnán.

Esta estaba preparada. Alguna parte de ella ya estaba diciendo «buena cabalgada» a aquellos impetuosos aventureros. ¿Y qué era una aventura? Para cualquier persona normal, un problema. Un desastre. Solo los ricos y los tontos buscarían de verdad.

—Soy más veloz sin ti —dijo como expresando su conformidad. Desmontó y entregó las riendas a Eleazar—. Uno de reemplazo —le explicó.

—Pero, mi señora… —dijo Percival.

Ella hizo una mueca al oír cómo la llamaba.

—Atajaré por el bosque a pie y alcanzaré a Feronantus por la mañana. Los demás haced lo que os parezca. Si os mantenéis escondidos es probable que pasen de largo sin veros. Si no acaban con Istvan podréis hacerlo vosotros.

—¿Matar a uno de nuestra orden? ¿Ahora estás tú al mando? —protestó Eleazar.

Ella lo ignoró, igual que Percival.

—Lo mejor sería que no supieran nada de Feronantus —dijo Percival—. Matar a Istvan podría no ser suficiente. Quizá tengamos que resistir aquí hasta morir para salvar a los demás.

Cnán miró al caballero desde el suelo con los ojos entornados. Verdaderamente, parecía feliz con la idea de ayudar a la muerte a encontrarlo. Tal vez estuviese tan loco como Istvan.

—Si los mongoles pasan —dijo Cnán en tono muy formal— y no hay enfrentamiento, podremos reunimos al final de este laberinto, más allá de las granjas. Estoy bastante convencida de que desde aquí hay un camino directo hacia el este.

—Espera —dijo Raphael levantándose sobre sus estribos. Señalaba hacia el norte—. Están saliendo de la nada más jinetes. Esas malditas cañas… Rodean la granja que hay al otro lado. Nueve, diez… y… otra formación que aparece como le salen los dientes a un dragón. Una patrulla. Se separa y viene hacia aquí.

Pasó un momento mientras todos asimilaban la noticia.

—No —continuó Raphael—, me equivoco. Ellos también buscan un vado. Vuelven para reunirse con el grupo grande de la colina.

Los demás observaban en silencio mientras el desastre se iba cerrando sobre ellos desde dos, quizá tres lados.

Percival se inclinó hacia Cnán.

—Ve —dijo—. Vete ya. Esto no va a mejorar.