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EL AVANCE DEL PEREGRINO

Ningún lugar podía parecerse a Jerusalén menos que aquel en el que estaban entrando, pero, mientras cruzaban la puerta del priorato situado en la cima de una colina en Kiev, Raphael no pudo evitar pensar en el día, once años antes, en que había entrado en Jerusalén varios cuerpos por detrás de Federico II, emperador del Sacro Imperio y promotor de la sexta cruzada. Porque también Jerusalén había abierto sus puertas sin luchar. Todas las órdenes militares de la cristiandad (Caballeros Teutónicos, Templarios y Hospitalarios y de la Ordo Militum Vindicis Intactae) habían enviado contingentes. Sacaron brillo a sus armaduras, cepillaron sus caballos y desplegaron sus banderas más gloriosas, y empezaron a competir entre ellos por deslumbrar a los lugareños (musulmanes, judíos y cristianos) que llenaban el recorrido de Federico desde la puerta de San Esteban hasta la iglesia del Santo Sepulcro.

La Hermandad del Escudo, que seguía el estilo de los espartanos, solía conseguir unos resultados bastante pobres en esas exhibiciones, y, por lo tanto, probablemente dejó poca huella en la gente. Eso era aceptable (incluso preferible) para Raphael y la docena de hermanos que habían ido con él bajo la bandera de la rosa roja de la orden. Contar con menos atención de la gente común de Sion les dejaba más tiempo para observar la ciudad y las órdenes rivales de caballeros cristianos, que ahora volvían a ocupar el lugar después de una ausencia de cuatro décadas.

Los Caballeros Hospitalarios estaban entre los que habían entrado en Jerusalén a la diestra de Federico II, con sus sobrevestes negras adornadas con cruces plateadas. Después de presentar sus respetos en el Santo Sepulcro, volvieron a ocupar el Hospital de San Juan, que en un principio había sido un albergue para los peregrinos que viajaban desde Occidente para visitar la tumba de Jesucristo. Sus marciales propietarios habían aprendido desde entonces que prestar ayuda a los peregrinos era un asunto complicado que iba más allá de simplemente alimentarlos y darles techo. ¿De qué valían todos esos servicios si no podían viajar por los caminos con seguridad?

A Raphael le resultó imposible no pensar en aquel día cuando entró en el convento fortaleza de las Doncellas del Escudo y vio a los enfermos e impedidos repartidos por el patio sobre jergones de paja. Estaban siendo atendidos por las buenas hermanas con sus tocas blancas. Aquellas monjas habían aprendido la misma lección que los cruzados en el Hospital de San Juan: proteger a los humildes requiere una juiciosa combinación de vendas, sustancias medicinales y simpatía, por un lado, y fuerza bruta armada, por el otro.

Las Doncellas del Escudo estaban sobradamente cualificadas para lo segundo. Eran descendientes de mujeres noruegas que se habían inspirado en las historias de valquirias y skjalddis. Como el resto de los varegos que habían emigrado hacia el sur por los grandes ríos de la Rus, poco a poco se habían fusionado con la población local y habían adoptado su lengua eslava y su alfabeto griego. Pero Raphael podía ver claramente los antiguos vínculos con su orden en muchos detalles de sus armas y armaduras, en sus movimientos y en su disciplina.

Como tenían tanto en común y Vera e Illarion podían hacer de intérpretes sin problemas entre el latín y el ruteno, la conversación fluyó sin obstáculos en cuanto fueron recibidos formalmente, se hicieron las presentaciones y les enseñaron la pequeña fortaleza. Poco después se encontraban sentados alrededor de una mesa grande y vieja en la torre del homenaje, bebiendo aguamiel y comiendo un pan negro muy basto mojado en miel.

—Esta tierra ha sufrido gran mortalidad, como bien habéis visto —explicó Vera al ver el asombro en sus caras cuando sacaron la comida—. Pero las abejas viven, las flores nacen y los granjeros labran sus campos, y nosotras somos capaces de mantenernos con lo que nos traen. A cambio, cuidamos de sus enfermos y les ofrecemos un poco de protección.

—¿Y qué milagro —preguntó Illarion— os permitió escapar de los mongoles?

—Se podría decir que casi planteáis las preguntas como trampas —replicó Vera con una mirada fulminante que hizo que Raphael se alegrara de no ser el destinatario.

Era una mujer de esqueleto poderoso, que en algún país más afortunado habría acabado siendo una vaquera fornida y carnosa que andaría dando tumbos por la vaquería con dos pesados cubos colgados de sus anchas espaldas. La frugalidad la había adelgazado y había dejado al descubierto unos pómulos que debían más a las estepas que a los fiordos. El color de sus ojos y el de su cabello contaban una historia semejante, y el cabello le llegaba justo por encima de los hombros cuando lo echaba hacia atrás; la medida justa para caber bajo un casco pero sin llegar a engancharse en las anillas de acero del almófar.

—No intento tender trampas —protestó Illarion—, solo…

—Las desgraciadas gentes de Kiev, los que viven ahí abajo en las ruinas, tienden a verlo como un milagro, y no vemos qué ventaja reportaría decirles lo contrario —dijo Vera interrumpiéndolo—. Como bien sabéis, no habríamos podido resistir un ataque de los mongoles aunque hubiéramos luchado hasta la muerte. En lugar de eso nos enfrentamos a ellos lo justo para retrasar su avance y resultar una molestia. Ya habían tomado Kiev, y cuando su estrategia les pide que galopen por el mar de hierba no tienen por costumbre pasar meses en un lugar para eliminar hasta el último foco de resistencia. Este lugar parece una iglesia; a ellos no les gusta destruir iglesias. Está defendido por mujeres; manteniendo un largo asedio conseguirían poco honor y menos gloria, además de correr el riesgo de sufrir burlas y humillaciones si no lograban vencernos rápidamente.

—Así que pasaron de largo —dijo Illarion asintiendo.

Las fuerzas regresaban al cuerpo de Raphael a medida que comía pan con miel, y con ellas volvían los sentimientos que habían estado reprimidos por el frío, la suciedad, las penalidades y la compañía de hombres. Empezó a mirar a Vera como siempre han mirado y mirarán los hombres a las mujeres, y vio que la viruela había dejado un reguero de cráteres poco profundos en sus mejillas y bajando por los costados de su cuello, aunque sin llegar a desfigurarla. Y no había tocado sus ojos. A ella le pareció notar su mirada y se volvió para mirarlo directamente a los ojos. Por supuesto, no fue una mirada tímida. Él no esperaba algo así de una doncella del Escudo, ni ella le estaba diciendo que se muriera allí mismo. Solo lo estaba informando de que si la miraba, ella le devolvería la mirada. Él hizo lo único educado que podía hacer: desviar la vista y darle la razón con una sonrisa.

—Total: que no nos exterminaron —concluyó Vera señalando el pan y la miel—, y vamos sobreviviendo. Pero lo que es comunicación con el resto de la cristiandad, prácticamente no hemos tenido. Solo rumores de grandes batallas ganadas por los mongoles. ¿Qué hay de vuestra orden? ¿Aún está en pie Petraathen? ¿O andáis perdidos vagando como esos otros?

«Esos otros». Hablaba de los Caballeros Livonios.

La mente de Raphael volvió a Jerusalén. Acababa de entrar en la ciudad una formación de Caballeros Teutónicos, inmediatamente después del contingente, mucho más reducido, de la Hermandad del Escudo. Era una orden mucho más reciente, pero en las últimas décadas le había ido mejor por tener su sede central en Acre, ciudad aún bajo dominio cristiano, en lugar de en Jerusalén, que había caído en poder de Saladino hacía cuarenta y dos años. Su aparición en el desfile fue mucho más vistosa y causó en los lugareños una impresión mucho mayor que la Hermandad del Escudo. Pero su presencia en Tierra Santa no tardaría en verse reducida cuando se trasladaron al norte para iniciar cruzadas en la frontera oriental de Europa, donde los reinos cristianizados lindaban con tierras en manos de paganos.

Pocos años antes, los Caballeros Teutónicos habían absorbido los restos de otra orden de cruzados: los Hermanos Livonios de la Espada. Los livonios habían sido dispersados por un ejército pagano y su gran maestre y la mayoría de sus caballeros habían sido masacrados. Los livonios supervivientes aceptaron la autoridad del gran maestre de los Caballeros Teutónicos y renunciaron a su escudo de armas tradicional, una cruz y una espada rojas, y adoptaron la cruz negra de los Teutónicos.

—Esos vagabundos… —dijo Percival mientras se estiraba hacia delante para alcanzar otra rebanada del denso pan—. Teníamos entendido que la Orden Livona ya no existía. Si lo hubiéramos sabido…

—¿Habríais corrido a rescatarnos?

—Claro que no. —Percival negó enérgicamente con la cabeza esquivando hábilmente la trampa—. Os habríamos enviado un mensaje.

—Si hubieran sido más hábiles podríamos haberles permitido cruzar las puertas y habríamos acabado deseando que nos hubiera llegado ese mensaje —explicó Vera—. Pero lo que pasó fue que los comentarios sobre su arrogancia y su bravuconería llegaron aquí varios días antes que ellos, y por eso sabíamos qué podíamos esperar. Cuando Kristaps, su líder, se presentó ante nuestras puertas dijo exactamente lo que esperábamos: se ofreció para liberarnos de la pesada carga de defender este lugar y nos propuso darnos otras ocupaciones más adecuadas para el sexo débil.

—Estoy seguro de que eso os gustó —bromeó Raphael. Illarion, Roger, e incluso Percival, no podían ocultar su regocijo.

—Por el tono en que hizo el ofrecimiento —dijo Vera, y no pudo evitar que las comisuras de su boca se estiraran— estaba claro que consideraba los términos como de una generosidad extraordinaria. Se quedó ahí plantado esperando a que le diéramos las gracias y le manifestásemos nuestra admiración. No consiguió ninguna de las dos cosas. Cuando volvió ya no habló con tanta amabilidad y nos dejó ver su verdadera naturaleza, como si no hubiera sido evidente antes.

—¿Es tal vez el caballero de la flecha en el ojo? —preguntó Raphael, esperanzado.

Vera lo negó.

—Eso sería agradable —respondió—. Ese tipo era un caballero de menor rango que se puso pesado. —Dio un bocado al pan y lo masticó mientras su última frase se asentaba.

Se volvió para mirar a Percival, a quien había identificado como jefe del grupo.

—Habéis sido cortés —continúo— al manifestar vuestra fraternal preocupación por nuestra situación, y no os he correspondido. ¿Qué os ha traído hasta aquí, y en este estado? Perdonad mi franqueza, pero es evidente que lleváis mucho tiempo de duro viaje a las espaldas.

Cualquiera de ellos podría haber respondido. Raphael se calló porque no quería revelar la verdad. Más tarde Feronantus podría confiársela, pero eso no debía hacerlo un miembro común de la compañía. Raphael había visto suficiente de Vera para tener la seguridad de que si le decían sin más que su misión no era de su incumbencia, ella lo aceptaría sin rencor ni desconfianza.

Estaba buscando una manera educada de decir eso cuando Percival se adelantó.

—Es una misión.

Los compañeros de Percival sentados a la mesa se quedaron pasmados, preguntándose si había hablado con sinceridad o si estaba construyendo una mentira sobre la marcha. Pero, en el supuesto de que Percival fuera capaz de mentir, probablemente lo haría muy mal. En su rostro no se veía otra cosa que sinceridad. Vera pasó un rato escrutando ese rostro. A Raphael, que la miraba a ella, le pareció ver en sus ojos una ligera relajación, una retirada de sus defensas.

—¿Podéis ser más concreto sobre el objetivo de vuestra misión? —preguntó por fin ella.

—No —respondió Percival de inmediato—, porque no lo sé.

—¿Quién os ha encomendado la misión? Habría sido todo un detalle por su parte daros mejores instrucciones antes de enviaros a semejante distancia.

—No me atrevo a decir que fue Dios, porque eso sería arrogancia blasfema —explicó Percival—, pero de verdad creo que algún ángel o santo pasó sobre mí hace semanas, iluminó mi alma con su luz y me infundió un objetivo. La naturaleza de ese objetivo aún no está clara. Pero creo que es lo que me ha traído hasta este lugar, aunque no puedo imaginar el motivo.

Roger miraba a Percival con una mezcla de burla y cariño que solo podía nacer de una larga amistad. Illarion observó rápidamente a Raphael, luego se volvió hacia Vera y le hizo una pregunta en ruteno.

Vera le respondió en la misma lengua y luego dijo en latín:

—La colina que tenemos debajo está atravesada por cuevas y catacumbas donde vivieron hombres santos desde los tiempos en que los primeros cristianos llegaron aquí predicando su evangelio. Por todo el lugar hay huesos y objetos de los santos. Por supuesto, corre el rumor de que también hay un tesoro enterrado. Es imposible saber si los livonios han venido hasta aquí en busca de reliquias o del tesoro, pero yo sospecho que se trata de lo segundo. Si el alma de algún santo os ha enviado a este lugar a cumplir una misión, hermano Percival, yo diría que vuestro objetivo se encuentra debajo de nosotros.

Hizo una seña hacia la comida que había en la mesa.

—Cuando hayáis acabado esta comida, estaré encantada de enseñaros el camino.

El caballo de Istvan se encabritó pateando el aire.

Unos cuantos livonios más desenvainaron sus armas, y el sonido de acero contra acero fue como un repique de campanas. Cnán tenía ganas de taparse los oídos, como si evitar oír el sonido pudiera servir para prevenir lo que estaba a punto de suceder. Feronantus ni siquiera tocó su espada.

—Tu presa está escapando —dijo en el silencio que siguió al ruido de espadas. Su afirmación provocó desconcierto en las dos filas hasta que Kristaps parpadeó y volvió la cabeza para mirar hacia la ladera de la colina.

Los hombres harapientos del carretón habían llegado a la puerta del monasterio. Mientras todos la miraban, la puerta se abrió con un chirrido, lo justo para que los dos hombres arrastraran su carga hasta el interior y luego se cerró otra vez.

—Verdaderamente, qué poco sabes, Feronantus —dijo Kristaps riendo.

—Sé que, aunque nos superáis en número por tres a uno, tú no estás seguro de poder derrotarnos en un combate —dijo Feronantus con calma—. Sé que mi caballero puede atravesar a dos de tus hombres con una sola flecha ahora mismo porque no son lo bastante hábiles para no formar columnas. Sé que algunos hombres de tu flanco derecho están aterrorizados por lo que va a suceder cuando el caballero que está detrás de mí saque esa enorme espada que lleva. Y sé que al menos uno de tus hombres se va a desmayar cuando diga que no es solo este hombre —aquí señaló con la cabeza a Istvan— quien come carne humana; también su caballo.

Kristaps se crispó (solo ligeramente) cuando dos de sus hombres cayeron desplomados. El livonio intentó ocultar su pérdida de compostura con una potente mueca de desprecio, pero a Cnán su expresión le pareció más de dolor que de fiereza.

—Ni tú ni tus… bárbaros degenerados… merecéis ensuciar mi acero —dijo con un gruñido.

—Ni vosotros el mío —respondió Feronantus—. Márchate, Kristaps.

—La próxima vez…

—La próxima vez estarás muerto antes de concluir tu amenaza —bramó Feronantus haciendo callar a Kristaps con el verdadero trueno que era su voz.

El livonio cerró la boca y sus labios se extendieron sobre sus dientes en un rictus. Con un movimiento de cabeza, dio a sus hombres la señal de retirada. Estos empezaron a moverse nerviosamente, sin saber si debían dar media vuelta y salir en desbandada o simplemente alejarse lentamente de los Hermanos del Escudo. Los dos hombres desmayados quedaron momentáneamente abandonados hasta que Kristaps, furioso, hizo señas de que los recogieran. Una vez que todos los livonios estuvieron en marcha (arrastrando por los brazos a los dos aturdidos) parecieron recordar cómo debían comportarse y formaron una procesión un poco más ordenada para ascender la cuesta.

Kristaps mantuvo una mirada amenazadora hacia Feronantus, pero cuando Yasper no pudo contener más la risa y soltó una gran carcajada, el livonio dedicó una última maldición a la compañía y salió corriendo.

Rædwulf bajó el arco y se unió a Yasper y a Eleazar en su ruidoso jolgorio polifónico. Istvan se levantó sobre los estribos y se burló con grandes voces de los caballeros en retirada, gritándoles como si fueran un rebaño de ovejas asustadas.

Feronantus no se sumó a las burlas dirigidas a los espantadizos livonios. Observó la retirada de los caballeros con tranquila concentración, como si ellos fueran la clave de algún misterio que se pudiera deducir de su retirada.

—¿Quiénes son? —preguntó Cnán. Ahora que la amenaza de la violencia había pasado, todo lo que quedaba era un residuo de recelo. ¿Cómo podían esperar acabar con el poder de la horda mongola cuando los viejos enemigos de la Hermandad del Escudo brotaban del suelo allí donde fueran?

—Los Hermanos Livonios de la Espada —respondió Feronantus sin levantar la voz—. Aunque no llevaron ese escudo durante más de cinco años. La mayoría de sus miembros murieron en una batalla, en un lugar llamado Saule. Un choque que se habría podido evitar. Los pocos supervivientes fueron absorbidos por los Caballeros Teutónicos, y adoptaron otros colores.

—¿Estuviste allí? —preguntó Cnán, sorprendida por su propia curiosidad.

Feronantus no respondió a su pregunta.

—Lo conozco —dijo Eleazar uniéndose a su conversación—. Hace años presencié las consecuencias de su carnicería. —Se inclinó y escupió ruidosamente—. ¿Qué hacen aquí? Los livonios ya intentaron una vez conquistar las tierras del norte y fracasaron. Y contaban con muchos más hombres que ahora.

—No lo sé —respondió Feronantus—. Esa cuadrilla… Aunque van vestidos como los Hermanos de la Espada no llevan el color rojo desde hace mucho.

Los dos livonios inconscientes habían revivido, y la partida había conseguido formar como una unidad y subir el estrecho camino. Cuando llegaron a la puerta pararon en desorden y se movieron como si no tuvieran claro qué había que hacer a continuación. Cnán oyó débilmente la voz de Kristaps. Aunque estaba demasiado lejos para poder distinguir las palabras, sonaba como si anunciasen su presencia y no constituyesen una amenaza para los que vivían de murallas adentro.

En respuesta a su llamada, la puerta tembló y después se abrió. Manteniendo la formación, los livonios fueron desapareciendo a través de la puerta, que volvió a cerrarse tras su paso.

—Yo… creía que iban persiguiendo a aquellos hombres —dijo Cnán intentando encontrar algún sentido a lo que acababa de ver.

—Pues parece que no —comentó Yasper rascándose la barbilla.

—Cnán… —Feronantus se volvió hacia ella—. Tú eres la más sigilosa de todos, y también la más ligera. Tú y Finn. —Hizo una seña con la cabeza hacia los edificios de la cima de la colina—. Atravesad esa muralla con vuestros ojos y contadnos qué están haciendo los livonios. Fui yo quien dijo que iban persiguiendo a esos mendigos, y al hacerlo revelé nuestra ignorancia de su verdadera misión. Por muchas ganas que tuviese Kristaps de enfrentarse a nosotros, tenía que ocuparse de un asunto mucho más urgente. Una misión sagrada, dijo, y me temo que no fue por decir algo. —Los animó a irse con la mano—. Corred. Tenemos que saber en qué andan.