6

EN EL JARDÍN

—En el campo de batalla, ¿quién tiene el poder?

El tono de Lian indicaba que ella sabía la respuesta a esa pregunta. Gansuj encontraba irritante esa costumbre, pero sabía que, si no contestaba, ella se limitaría a repetir la pregunta. La construiría de otra manera o parecería ignorar su falta de respuesta durante un momento y luego volvería súbitamente a la pregunta. Era como un tábano: siempre fuera de su alcance, zumbando y picando sin cesar, sin posarse dos veces en la misma zona de su carne.

—El general —respondió él mientras la espantaba con un manotazo dentro de su mente—. Él hace los planes para la batalla y da la orden de ejecutarlos.

Lian asintió. El sol de media mañana la enmarcaba y daba a su cabello un tinte rojizo. Era la tercera vez que se encontraban en los jardines del este. A Gansuj le gustaba mucho más estar allí, en el exterior, que en la tumba que era su habitación. Podía ver el cielo.

Solo cuando no podía ver la inacabable extensión de cielo azul se daba cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. El cielo no era lo mismo que una espada o un caballo, ni siquiera igual que los demás hombres de la tribu que habían conseguido sobrevivir al asedio en Kozelsk. Todo aquello eran elementos que cambiaban en la vida de un mongol: las espadas se romperían o se perderían, los caballos caerían en una batalla o se harían demasiado viejos para cargar con un guerrero, los amigos y camaradas también morirían. Todo ello formaba parte del ciclo de la vida bajo el inacabable cielo azul y, a lo largo de ese ciclo, el cielo nunca cambiaba. Siempre estaba ahí.

«Hasta que dejaba de estar».

Odiaba dormir en una cama. Siempre estaba dolorido por las mañanas. Los músculos de la zona lumbar y de los hombros estaban contraídos de una manera que le resultaba incomprensible. Una vez había pasado una semana sobre la silla (cabalgando, durmiendo, peleando, orinando, comiendo) y al final de la semana no se había sentido tan rígido como después de una sola noche en esa cama.

—Y aquí, en Karakórum… —Lian hizo una pausa hasta que estuvo segura de haber captado su atención—. ¿Quién tiene el poder?

—El kagan, por supuesto —dijo Gansuj con un murmullo.

El jardín del este se había convertido en el refugio de Gansuj, y al ver cómo las primeras lecciones lo habían dejado aún más confuso y frustrado, insistió en continuar en el exterior. Los jardines no eran como la estepa abierta, pero había un poco de espacio para pasear, suficiente para no sentirse casi como si estuviera en una jaula.

El jardín era enorme; se extendía desde la muralla norte y los espacios privados del kagan, siguiendo la muralla este, hasta la puerta. Había varios senderos, caminos de piedras de río que seguían recorridos tortuosos a través de una serie sin fin de huertos y glorietas arboladas. Una tarde en que Gansuj intentó contar los diferentes tipos de árboles, abandonó la tarea después de varias docenas. Si llevaron árboles desde distintos lugares del imperio del kagan, entonces debía de ser mucho más grande de lo que Gansuj podía llegar a imaginar. Y las flores: trazos de color en arriates elevados, flores diminutas alineadas como perlas en enredaderas que se abrazaban a los troncos desnudos de los árboles, esbeltos tallos que sostenían flores semejantes a pájaros de color encendido, y largas cañas que se alzaban por encima de su cabeza y lo miraban desde arriba con sus caras moteadas.

En el centro del jardín había un largo estanque. Peces de colores tan vivos como los de las flores nadaban con parsimonia en el agua cristalina. Gordos e indolentes, no temían a los depredadores. No en el jardín del kagan. Alrededor del estanque había varios bancos de piedra tallada con formas de animales y flores. Era raro que Gansuj se sentara.

—Sí, por supuesto, el kagan tiene poder. —Lian chasqueó los dedos. La respuesta de Gansuj era una obviedad sin interés alguno para su lección—. ¿Quién más?

Gansuj se sonrojó. Podía mantener su posición sin perder la concentración frente a la carga de un enemigo, pero aquella pequeña mujer, con su lengua y sus ademanes despectivos (y tratándolo como si fuera un niño confundido) le alteraba los nervios con mucha facilidad. Mantuvo la boca cerrada. A veces era mejor callar que llenar un vacío sin acierto. Hasta eso había aprendido, a su pesar.

Lian volvió a su primera pregunta, pero con un cambio.

—¿Quién, además del general, tiene poder en el campo de batalla?

Gansuj resopló. Lian lo miró fijamente y él sintió que sus mejillas volvían a sonrojarse. Le había dado una respuesta adecuada, pero había algo que se le pasaba por alto, alguna sutileza de aquel juego que él no alcanzaba a captar. «¿Qué conexión había entre el campo de batalla y el equilibrio de poder en la corte?».

Ella se había aplicado color en los pómulos y un poco alrededor de los ojos, un azul turquesa que hacía juego con las cenefas de flores que adornaban los bordes de su chaqueta: el cuello, los puños y los delanteros.

—¿Ejecutan ciegamente los capitanes las órdenes del general? —preguntó Lian—. ¿O tal vez ofrecen algún consejo a su jefe?

La atención de Gansuj volvió a la cara de Lian.

—Durante la batalla —dijo— cumplimos sus órdenes sin cuestionarlas.

—Sí, territorio familiar.

Cuando ella asintió, Gansuj continuó su respuesta.

—Pero antes de la batalla, el general suele consultar a sus capitanes.

Lian sonrió, y él, animado por esa señal de aliento, se lanzó.

—Por ejemplo, antes del sitio de Kozelsk, el general Batu me preguntó…

—Por favor. —La sonrisa de Lian se esfumó—. No más historias de guerras. —Cruzó los brazos y sus manos desaparecieron dentro de las amplias mangas de su chaqueta. El gesto la transformó en una señora severa, una institutriz disgustada por la falta de atención de su pupilo—. El maestro Chucai no me ha pedido que sea una cándida acompañante que escuche con arrobo tus historias de guerrero fanfarrón.

Con un gruñido profundo en la garganta, Gansuj se deshizo de la tensión causada por la interrupción. Obligó a sus pulmones a trabajar más despacio. No estaba en el campo de batalla, sino en la corte, y si se hubiera criado allí aquella educación le resultaría más fácil, pero no era así. Había nacido en un pequeño campamento (unas docenas de familias que pasaban el invierno en la ladera occidental de una montaña) y su única educación había consistido en el uso de sus manos y de su mente para sobrevivir. Sabía cazar, pelear y matar. Quería demostrárselo a Lian. Quería que ella viera que él no era un niño indefenso; imponía respeto a los otros hombres, que seguían sus órdenes sin preguntar.

«¿Por qué me escogió Chagatai?».

Lian no cejaba en su empeño.

—¿Quién más tiene poder en la corte? —preguntó para recordarle el tema de aquella… torturadora conversación.

Gansuj desvió la mirada y dejó que vagara por el jardín. No había escapatoria. Tenía que aprender aquellas lecciones; tenía que entender cómo se sobrevive en una corte. Si no…

Una ligera brisa rozó los árboles que flanqueaban el sendero al este del estanque. Estaban bien cuidados (Gansuj había contado más de diez jardineros que mantenían los jardines cuidados de manera impecable) y se movían al unísono cuando la brisa pasaba a través de sus ramas. Casi como soldados que se desplazaran en formación.

Gansuj vio la respuesta en una súbita inspiración.

—Aquellos que están cerca del kagan —dijo. Pero era algo más que proximidad física. En una batalla, un guerrero no tiene que preocuparse de lo que suceda a su izquierda o a su derecha, porque sabe que es parte de una formación. Sabe que está protegido por los que lo rodean—. Es una cuestión de confianza —añadió mirando a Lian.

—Sí, muy bien. ¿Y quién está cerca del kagan?

—Sus generales.

—¿Y…?

—Sus consejeros militares.

—Además de su Estado Mayor, Gansuj, ¿quién puede influir en el kagan?

La satisfacción de Lian por la respuesta de Gansuj se desvanecía.

Él se concentró en la pregunta. «¿Quién más está?». Volvió a mirar los árboles. Una hilera ininterrumpida. Ramas entrelazadas. Tan fuerte como lo sea cada uno de los árboles. Así era como triunfaba un ejército, como sobrevivía en el campo de batalla. Cada hombre sabía cuál era su posición y la mantenía.

—¿Por qué no me dices sin más cuál es la respuesta que buscas? —estalló él—. Prometo que la recordaré.

Ella guardó silencio durante un minuto y Gansuj la miró furtivamente; la expresión de su rostro lo desconcertó. No estaba enfadada.

—Porque —dijo en un tono menos duro— si llegas a la respuesta por ti mismo es más probable que la recuerdes solo. Si observo cómo lanzas flechas, ¿me convertiré en mejor arquera?

Gansuj sonrió.

—Bien dicho —respondió riendo. Aunque volvió a la carga cuando advirtió instintivamente un punto débil en la coraza de su maestra—. Pero dame alguna pista.

Lian sacó las manos de las mangas y jugueteó con el cuello de su chaqueta.

—¿Tiene el general a su esposa a su lado en el campo de batalla? —preguntó.

Gansuj resopló.

—Por supuesto que no.

Lian se mantuvo callada, y Gansuj cayó en la cuenta.

—Pero el kagan tiene a todas sus esposas aquí… ¡Y pasan más tiempo con él que cualquier general o consejero!

Lian levantó la mano hacia el templo y su cuerpo se agitó como si fuera a derrumbarse.

—¡Por los espíritus ancestrales, creí que íbamos a pasar toda la mañana aquí!

Gansuj rió con más ganas esta vez.

—No me importaría —dijo, sin ser del todo cierto.

Pero la broma de Lian simulando un desmayo había hecho desaparecer su semblante glacial y, ante la mirada directa de Gansuj, se sonrojó. El color en sus mejillas la hacía más hermosa.

—Gansuj —dijo, volviéndose y caminando con lentitud hacia uno de los bancos de piedra—, debes aprender quién tiene influencia sobre el kagan y algo igual de importante: qué hacen para conseguir esa influencia.

—¿Qué quieres decir? —La siguió, consciente de que era eso lo que se suponía que debía hacer.

—¿Cómo se ganan los capitanes el respeto de su general en el campo de batalla?

—Cumplimos sus órdenes con éxito. Ganamos batallas y volvemos con las cabezas de nuestros enemigos. —Gansuj clavó con energía una estaca imaginaria en el suelo entre ambos.

Lian se estremeció.

—Encantador —dijo. El rubor se había ido de su rostro—. En la corte no necesitas traer… trofeos… para conseguir ganarte el favor de alguien. Hay maneras más sutiles.

Gansuj reflexionó sobre cómo se había vuelto a perder durante algunos segundos y luego asintió.

—Sí, ya lo veo. Sexo, comida, bebida, diversión. —Empezó a contar con los dedos—. Información, consejo: cómo tratar con los chinos, cómo responder a las cuestiones de la corte…

Se quedó mirando sus dedos extendidos, y cuando Lian le pidió que continuase ni siquiera advirtió el entusiasmo en su voz. Ya había llegado a siete, más que los dedos que tenía en una mano. Sacudió la cabeza.

—Demasiadas cosas —dijo—. Es demasiado complicado, hay demasiadas personas influyentes. —Cerró la mano y asintió con aire sombrío mientras lo miraba. «Eso sí lo entiendo».

La mujer le tocó el puño y él dio un ligero respingo. Tenía la impresión de que ella estaba más lejos y su súbita proximidad lo sobresaltó. Lian tomó su mano entre las suyas y, apretándolos con suavidad, consiguió que sus dedos se relajaran.

—Hay varias clases de campos de batalla —dijo en voz baja. Un largo mechón de su cabello caía sobre su cara y Gansuj deseó apartarlo, pero su mano no quería moverse—. En algunos no puedes ver al enemigo tan bien como él te ve a ti. —Ella levantó un poco la cabeza y lo miró a través del mechón de pelo descarriado—. ¿No es cierto?

Gansuj asintió. Ella seguía sujetando su mano, aguantando su peso con sus dedos.

—¿Y no te sirves de tácticas diferentes para esas batallas diferentes? —Lian se encogió de hombros y aflojó varios dedos—. ¿En alguna de ellas es la fuerza bruta la mejor manera de vencer? —Aflojó todos los dedos y la mano de Gansuj cayó, súbitamente pesada.

Ella sonrió y él se puso tenso y se cogió la muñeca derecha con la mano izquierda.

—Todo el mundo puede ver venir un puño, Gansuj —murmuró ella mientras se apartaba unos pasos y se sentaba en el banco—. Debes aprender a ocultar mejor tus intenciones. Utiliza lo que te rodea en tu provecho. ¿Qué clase de guerrero es uno que cabalga al descubierto blandiendo la espada?

—Uno muerto —dijo Gansuj. Dejó caer la mano a un costado. Sus músculos de la zona lumbar, los que estaban más rígidos después de una noche en la cama, empezaban a contraerse. Se dejó caer en el banco al lado de Lian—. Sí —asintió—, es una buena manera de pensar en ello, Lian. —Sus hombros cayeron.

—La última lección de esta mañana —dijo Lian, y Gansuj dejó escapar inconscientemente un hondo suspiro—. ¿Tiene el general capitanes favoritos?

—¿Favoritos? —repitió Gansuj. Era una palabra extraña para utilizarla en relación con el mando en un campo de batalla, e intentó entender por qué la había usado—. Hay capitanes en los que confía más que en otros…

—Y esos capitanes, ¿intentan dejar a los otros capitanes en mal lugar ante los ojos del general?

Gansuj la miró. El banco no era muy ancho y podía oler su perfume, un aroma aún más fragante que el de las flores que los rodeaban. Estaba incómodamente cerca.

—Nos ganamos el respeto de nuestros generales venciendo en las batallas —dijo él después de respirar hondo—. No nos dedicamos a intentar hacer quedar mal a otros capitanes. No tenemos tiempo para esa clase de juegos y si nos dedicáramos a ellos no nos concentraríamos en mantener vivos a nuestros hombres. Si otros capitanes fracasan en la batalla lo hacen por sí mismos. Eso ya es quedar suficientemente mal.

Lian dio una palmadita.

—Eso es. ¿Ves ahora la diferencia? —Cuando Gansuj negó con la cabeza ella continuó, olvidando por un momento su renuencia a darle las respuestas—. Tu general te da órdenes y te trata con respeto porque sabe que eres un hombre capaz, que ejecutarás sus órdenes bien y, al hacerlo, conseguirás que pueda ganar la batalla. Si no fuera así no te daría esas órdenes.

Lian dejó que su mano descansara sobre el antebrazo de Gansuj.

—Pero aquí, en la corte, no hay órdenes que acatar, no hay batalla que ganar por el honor del kagan. Así que ¿cómo sabe él que eres un comandante meritorio?

Gansuj estaba muy quieto, como si la mano de Lian fuera un pájaro al que no quería espantar. Asintió con la cabeza de manera casi imperceptible.

—Tendría que decírselo yo —contestó.

—En algunos aspectos, el campo de batalla es más civilizado que la corte —dijo Lian con cierta melancolía—. Un hombre vale tanto como la gloria que sus actos consiguen para su general. —Su tono se endureció—. Aquí, el valor de un hombre se calcula a partir de lo que dice y de lo que los demás dicen de él.

Lian retiró la mano y la colocó en su regazo. Dirigió su atención a la inmóvil superficie del estanque.

—Es posible que ya te hayas ganado enemistades, Gansuj —dijo en voz baja con una nota de advertencia.

Gansuj reconoció con un gruñido la certeza de su afirmación.

Algo pasó rápidamente por el semblante de Lian, una tensión en la boca y los ojos. Lo disimuló bien, y si él hubiera estado mirándola, no lo habría advertido.

—Ah, ¿sí? —preguntó ella—. ¿Quién?

«Ella ya lo sabe» —pensó Gansuj.

—Munojoi —respondió, y supo que tenía razón, porque ella no mostró reacción alguna ante el nombre.

Esperó a que volviera la cabeza; quería ver qué le decían sus ojos. «Como en la caza de un ciervo —pensó—, la paciencia tiene su recompensa». Recordó cómo lo había mirado ella por encima del hombro aquella noche en el baño. Sabía que la estaba mirando y cruzó su mirada con la de él una última vez mientras se marchaba. «Mirará. Puedo esperar».

Lo hizo, antes de lo que él esperaba, y le guiñó un ojo cuando ella vio la sonrisa en su cara. Lian apartó la mirada rápidamente, pero no antes de que él captara un descuidado destello de emoción en sus ojos.

—¿Representas una amenaza para él? —preguntó Lian con la vista fija en el estanque, como si intentara ver bajo su plácida superficie.

Gansuj no encontró un motivo para responder a la pregunta, no cuando ella ya conocía la respuesta. «Esta vez no».

Lian cuadró los hombros y se recompuso.

—¿Cómo te vas a arreglar con él? —preguntó, de nuevo con el tono desafiante, presionándolo.

—Lo he estado evitando —respondió Gansuj—. No tengo motivos para provocar a ese hombre.

—No. —Lian se puso de pie y lo miró con desaprobación—. Eso es lo peor que puedes hacer.

Gansuj reaccionó como si le hubiera dado una bofetada.

—Basta —rugió—. No me hables de esa manera.

Era el turno de Lian, y se sentó rápidamente rozando con su hombro el brazo de Gansuj. Volvió a cruzar los brazos con las manos escondidas en las mangas, pero esta vez el gesto fue sumiso en lugar de dominante.

—Lo… Lo siento. He… No quería faltarte al respeto.

—¿Por qué lo has hecho? —La pregunta salió de él con más dureza de la pretendida.

—Gansuj, Munojoi tiene mucha influencia sobre el kagan y no es solo porque esté al mando de un iaghun de la torguud. Se ha convertido en un camarada respetado. Si evitas al kagan cuando Munojoi está con él, estarás dándole muchas oportunidades de criticarte cuando tú no puedes defenderte.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó Gansuj, y sonrió al verla confusa—. Yo creía que solo podría recordar las lecciones si era capaz de llegar a las respuestas por mí mismo. ¿Estás preocupada por mí?

Lian resopló y negó con la cabeza. Cogió su mechón de pelo revoltoso y lo devolvió a su lugar.

—Lo digo en serio —dijo—. No deberías tomarte a Munojoi a la ligera.

—No he dicho que sea así.

—Has dicho que lo has estado evitando.

—Lo he hecho, pero eso no es lo mismo que no considerarlo un enemigo.

—Ay, eres… —Lian se levantó como para marcharse y restregó su hombro contra Gansuj al ponerse de pie—. Pronto te encontrarás fuera de las puertas, jinete, ya que eso parece ser lo que prefieres.

—Espera. —Gansuj se levantó y la sujetó con suavidad por un codo antes de que ella pudiese marcharse airadamente—. Espera, yo… Lo siento. Entiendo lo que estás intentando decirme, de verdad, y aprecio tu preocupación.

Lian titubeó, aunque la posición inclinada de su cuerpo decía que todavía se estaba marchando.

—Y tus consejos. —Soltó su brazo y volvió a sentarse.

Ella cedió, pero no volvió a unirse a él en el banco; su atención estaba en algo tras su hombro.

—Tu primera estrategia podría funcionar fuera de las puertas de la ciudad —dijo—, pero ahora necesitas organizar una estrategia mejor. Una que te mantenga cerca de tus enemigos. —Sus ojos lo miraron brevemente—. ¿Sí?

Él asintió y se volvió para mirar a su espalda.

Había alboroto cerca del límite sur del jardín. Parejas de hombres colocaban vallas que cortaban los senderos. Tras ellos, otros se estaban reuniendo (miembros de la corte, a juzgar por la variedad de vestimentas de colores).

—Tienes que estar al tanto de todas las ocasiones en que Ogodei Kan y Munojoi estén juntos y asegurarte de que tú también estés.

Gansuj se puso de pie de un salto.

—Muy bien. Entonces hemos terminado la lección.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué? —Lian lo miró confundida sin entender su repentina reacción.

—El maestro Chucai me ha invitado a una cacería de ciervos con el kagan y Munojoi esta tarde. Le he dicho que no podría ir porque tenía que dar clase contigo, pero…

Lian volvió a mirar hacia la multitud que se estaba reuniendo y lo cogió por el brazo.

—Una cacería —dijo—. Sí, esa sería una ocasión excelente para impresionar al kagan.

—Tendré que prepararme. Necesitaré mi arco —dijo Gansuj.

Ella empezó a caminar hacia el edificio principal, donde estaba su pequeña habitación.

—Bien —dijo mirando por encima del hombro—. Después me tocará a mí.

—¿Te tocará? ¿Hacer qué? —preguntó Gansuj mientras se apresuraba a alcanzarla.

—Podemos volver a encontrarnos aquí antes del anochecer. Podrás contarme cómo ha ido la cacería. —Dejó que una sonrisa aflorara a sus labios—. Si tus esfuerzos dan fruto, entonces…

Gansuj no se lanzó al vacío que dejaron sus palabras. La dejó ir delante mirándola caminar; se hacía una idea bastante clara de lo que estaba sugiriendo.