22

SALVAR EL IMPERIO

Gansuj mantuvo su mano izquierda sobre el pomo de la silla y alargó la derecha hacia delante. Miró su mano contra el fondo verde de las extensas praderas del valle del río Orjun. La anchura de una mano de hombre era lo que llamaban un aid, y se utilizaba para medir cualquier cosa en que un hombre pudiera poner las manos. Allí podía medir la altura de la hierba, la profundidad de sus pisadas o la longitud de la sombra de su caballo, pero todo eso eran cosas insignificantes comparadas con la inmensidad de la estepa.

El pasto del final del verano se ondulaba como el agua y revelaba los caprichosos caminos seguidos por el viento. Los susurros producidos por sus tallos eran una canción que el Lobo Azul le había enseñado a oír. Podía anticiparse a las ráfagas y prepararse para resistir los repentinos golpes de viento que intentaban derribarlos a él y a su caballo.

Cerró los ojos y estiró los dos brazos para abrazar el viento; preparándose para resistir una fuerte ráfaga, apretó los muslos contra la silla. Su caballo bajó la cabeza y echó las orejas hacia atrás con un quejido profundo que nacía de su pecho. El viento traía los olores de los hombres (humo, carne cocinándose para una cena, el aroma almizclado de ovejas, camellos y vacas), indicadores olfativos de la universal expansión del imperio del kagan. Y por debajo de todo ello llegaba el hedor de la mierda de hombres y bestias, y de los despojos del matadero, que ninguna ciudad podía ocultar (y no había muchas que se esforzaran tanto como Karakórum por conseguirlo).

«Aquí no hay secretos».

Su nariz volvió a abrirse, echó la cabeza hacia atrás para inspirar el aire fresco y encontró otros olores más salvajes y prometedores. El olor a lluvia era débil, un levísimo indicio olfativo del cambio de estación, del momento en que las tribus se trasladaban hacia el sur y el este.

Ogodei saldría pronto de Karakórum para dirigirse a su palacio de invierno, y aunque Chagatai Kan no había marcado un plazo para la tarea encomendada a Gansuj de poner freno a la afición a la bebida del kagan, no podía evitar tener la sensación de que el tiempo se estaba acabando. Pero ¿el tiempo para qué? Gansuj había intentado liberarse de esa idea desde su visita a las habitaciones del kagan, pero ahora, en el exterior, donde nadie podría ver la expresión de su rostro ni oír cualquier palabra que pudiera escapar de sus labios, podía enfrentarse a ello.

¿Qué era lo que se suponía que debía salvar? El kagan era un borracho y toda la corte estaba atrapada en una vertiginosa espiral de adulación. ¿Esa era la cúspide del Imperio mongol? Igual que una flecha disparada hacia el sol, acabaría por volar hasta tan arriba como pudiera y luego comenzaría su calamitosa caída hacia el suelo.

El caballo de Gansuj levantó la cabeza y resopló moviéndose de un lado a otro, como para ofrecer una respuesta a su pregunta. Él volvió a mirar hacia la pradera. El sol estaba suspendido como una brasa por encima de su hombro izquierdo; Gansuj miraba al noroeste, la misma dirección en que había cabalgado hacía varias noches en persecución de la ladrona. Por un momento se entregó a la fantasía de escapar de toda aquella decadencia y miseria simplemente picando a su caballo y partiendo al trote. Cabalgaría hacia el oeste del Orjun y luego más allá, cruzando la llanura sin fin hasta el límite del imperio.

Dejando todo atrás antes de que lo destruyera también a él.

«Lian».

¿Que le sucedería? ¿Por qué le importaba? Frunció el ceño. Ella no tenía relación alguna con su misión, salvo la promesa de que iba a ayudarlo. Era una esclava, y una muy exigente además. La mayor parte del tiempo estaba seguro de que se reía de él, y aunque pensaba en castigarla por su insolencia (por la imaginaria y por la real) sabía que eso solo serviría para darle la razón a ella. Nada ganaría con la dominación física, y empezaba a darse cuenta de que de verdad perdería algo muy valioso si se entregara a un comportamiento tan brutal.

Por su cabeza pasó una imagen de la expresión aterrorizada de la ladrona un instante antes de que Munojoi se la llevara a rastras. La mirada que había en sus ojos. Desesperación y un poco de ira dirigidos hacia él. De alguna manera le había fallado y no podía deshacerse de la sensación. No podía alejar la impresión de haber visto algo similar en el rostro de Ogodei cuando descargó su rabia contra su habitación. «Fracaso».

Si se marchaba de allí (si huía), sería de su fracaso de lo que estaría huyendo, no del fracaso del imperio.

El viento volvió a cambiar y ahora le traía el golpeteo rítmico y el roce con los rastrojos de un jinete que se aproximaba. Gansuj volvió la vista hacia Karakórum. Entornó los ojos intentando reconocer la identidad del jinete. «No es Munojoi. Demasiado bajo. Demasiado delgado. —Se sintió como un idiota y contuvo la respiración—. ¿Una mujer?».

Torció la boca al notar el gusto amargo en su garganta (la reacción de su estómago a la euforia que sintió ante la posibilidad de que el jinete que se aproximaba fuera Lian). «¿Qué hace? —pensó—. ¿Cómo ha conseguido salir de la ciudad sin acompañamiento?». El caballo y el jinete se acercaban sin prisas, indicando que no había urgencia, lo cual hacía a la vez más real y más extraña la posibilidad de que fuera Lian.

La silueta montada desapareció lentamente tras una colina suave y al reaparecer ya no había duda de la identidad del jinete. Lian bajó la cabeza para ocultar su sonrisa, pero Gansuj alcanzó a distinguir un destello de dientes blancos.

Dio media vuelta moviendo los hombros con nerviosismo para mirar de frente la franqueza y la dignidad de la interminable pradera, y para ocultar a Lian la sonrisa de oreja a oreja que cruzaba su cara. Para cuando ella llegó a su lado, él ya había conseguido recuperar el control de su cara y había enterrado su alborozo bajo la severa expresión que intentaba mantener delante de cualquiera.

El viento se calmó y la hierba recuperó toda su altura. Ambos jinetes siguieron sentados en silencio durante un minuto mirando cómo la verde pradera se iba quedando inmóvil, y por fin Lian rompió el silencio.

—Tu mundo —dijo.

—Sí —asintió él—. Más simple. Más seguro.

—Para ti —dijo ella—. También habría pensado que me sentía segura, pero este vacío me asusta. No sé qué hay ahí.

—Es cierto, pero las reglas son menos complicadas. Es más fácil saber qué hacer.

Lian sonrió.

—Las reglas de la corte también son simples, Gansuj. Has demostrado muy buena capacidad de aprendizaje. Lo que pasa es que… te resultan extrañas. Aún. Es una cuestión de comodidad. Tú miras hacia ese mundo de hierba y ves… ¿Qué? ¿Libertad?

—El halcón remonta el vuelo —respondió él frunciendo los labios—. El conejo sabe esconderse.

—Libertad para ti —dijo Lian—. No para mí. ¿Y por qué es así? ¿Porque soy una mujer? ¿Porque soy china?

—¿Son esas verdades más pequeñas dentro de las murallas de Karakórum?

—No —contestó ella—, pero allí hay menos viento. —Se sujetó cuando las hierbas volvieron a tumbarse—. Hace un momento me habría sentido segura de ser capaz de apuntar con una flecha, pero ahora… El viento hace jugarretas. ¿Cómo puede la gente de las praderas acertar alguna vez en el blanco? —Como para reírse de ella, el viento arreció y volvió todo el cabello de Lian sobre su cara. Apartó los mechones negros con la mano izquierda (uno de ellos salió mojado de entre sus labios, según pudo ver Gansuj) mientras sujetaba las riendas con la derecha—. Tú conoces ese secreto, ¿verdad?

Gansuj asintió. Por encima de todas las cosas que había llegado a apreciar de Lian (su belleza, su inteligencia y su conocimiento de los recovecos de la corte), era su desconcertante manera de hablar de dos cosas a la vez, lo que seguía sorprendiéndolo. Se preguntó si el maestro Chucai conocía esa faceta o si simplemente la veía como una maestra útil para un bárbaro de la estepa mal vestido.

Gansuj intentó encontrar una respuesta inteligente, y al no dar con nada que le pareciese ni remotamente atrevido o profundo, optó por una respuesta cauta y una pregunta sencilla.

—Ya volveremos al secreto de disparar en el viento y a través de él —dijo—. Por el momento cuéntame por qué te arriesgas a cruzar sola las murallas de la ciudad.

—No estoy sola. —Volvió a apartarse el cabello de los ojos espiando su reacción.

Gansuj se volvió sobre la silla y miró hacia Karakórum, a tiempo de ver un segundo jinete desaparecer tras la colina. Gansuj reconoció el sombrero puntiagudo. «El maestro Chucai».

—Me invitó a dar un paseo a caballo. —Lian cerró ambas manos sobre el borrén de la silla y renunció a mantener el cabello en su lugar. Él se fijó en la libertad de su pelo y después en el movimiento de la hierba. «El secreto está en observar el flujo del viento entre tu flecha y el blanco, medir la batalla entre las ráfagas de viento, y por fin observar el pelo de tu blanco. Hay que desviar la flecha la anchura de un bigote de gato en dirección contraria al movimiento de ese pelo».

Con cierta ansiedad, Gansuj reconoció que un encuentro organizado por Chucai era algo mucho más verosímil que Lian arriesgándose a salir sola de Karakórum. Aunque le gustaba que Lian hubiera salido a buscarlo, debería haber sabido que lo hacía a petición de su señor.

Gansuj no había intentado ver al consejero del kagan desde el día en que hablaron por última vez (el día en que todo cambió) ni tampoco había sentido la necesidad de hacerlo. Debería haber informado del comportamiento de Ogodei aquella noche y también debería haber tenido un encuentro cara a cara con Chucai a propósito de su conversación inacabada en el salón del trono (por no hablar del asunto de la cajita lacada, que no había conseguido abrir), pero no había logrado animarse a hacerlo. Era mucho más fácil limitarse a evitar al maestro (como un conejo que se esconde) hasta que fuera capaz de decidir qué hacer.

Lo cual también había conllevado un alejamiento de Lian, y eso le había resultado más difícil.

Pero de forma aparentemente accidental acercó su caballo al de ella. Aprovechando la cercanía y la privacidad que les daba el campo abierto (en el interior del complejo de edificios del kagan no existía la privacidad real) puso su mano sobre las de Lian, agarradas al borde de la silla.

Lian bajó la cabeza, pero no retiró las manos. Su cabello sacudido por el viento hacía imposible apreciar su expresión (otra manera de esconderse que tenía un conejo), y entonces, justo en el momento en que volvía a quedar visible el sombrero de Chucai, levantó el meñique de su mano izquierda y rodeó con él el pulgar de Gansuj. Antes de que él pudiera reaccionar, se soltó y tiró de las riendas. Su caballo resopló y dio varios pasos nerviosos hacia un lado alejando a Lian del alcance de Gansuj. Solo unos pocos aids.

—¡Joven Gansuj! —gritó Chucai cuando su caballo coronaba el montículo—. Lian me dijo que te había visto salir hacía un rato. Estoy muy contento de haberte encontrado. —Su rostro tenía mucho color por el viento y el esfuerzo, y su voz era alegre y dinámica, como si los sucesos de los últimos días no contaran para nada. Como si no hubiera presenciado la tortura y ejecución de una mujer indefensa.

—Maestro Chucai —respondió Gansuj—. Desde luego es una sorpresa que tengamos que encontrarnos tan lejos del lugar donde pasamos nuestros días. —Intentaba aparentar la misma clase de alegría, incluso de ligereza, pero a juzgar por la falta de respuesta en los ojos de Chucai, su entonación no resultó convincente.

Chucai dio un rodeo y detuvo su caballo delante de los de Gansuj y Lian, ocultándoles la vista. Y asegurándose de poder ver bien a ambos.

—Si hubiera conseguido encontrarte habríamos podido hablar de esto en la ciudad.

—He estado… —empezó Gansuj.

—No importa —lo interrumpió Chucai—. Lo que me preocupa es lo que no has estado haciendo.

Gansuj se sonrojó. «¿Era eso todo lo que preocupaba a Chucai?».

—¿Te refieres a aprender a pavonearme con una sonrisa falsa en la cara? ¿Con qué fin? Ogodei no ve nada ni a nadie de todo lo que se mueve a su alrededor.

El rostro de Chucai seguía impasible y en sus ojos no había expresión alguna, pero asintió.

—Hablas muy claro, Gansuj. Eso es, como ya me ha comentado Lian en alguna ocasión, uno de tus mejores aspectos, y el más peligroso. Yo esperaba que ella pudiera enseñarte a retorcer tu lengua como una serpiente en lugar de dispararla como una flecha. Una lengua astuta te permitiría influir en el kagan con más facilidad. Pero esa es una habilidad aún por encima de tus posibilidades, y todavía no consigues alcanzar la altura de sus orejas… y penetrar… con palabras suaves, ¿verdad?

Gansuj miró a Lian, que estaba mirando el flanco de su caballo; no estaba avergonzado por la metáfora, pero tampoco le concedió el honor de una respuesta.

—¿Es culpa de tu maestra? —preguntó Chucai al advertir la mirada de Gansuj—. ¿No consigue instruirte en el estilo de la corte?

—Es bastante buena enseñando —gruñó Gansuj.

—¿No es un estudiante capacitado? —preguntó Chucai a Lian.

—Bastante capacitado —respondió Lian.

Chucai miró a Gansuj.

—Entonces, ¿qué te está distrayendo de tu formación?

Ninguno respondió, y esta vez Gansuj no se atrevió a mirar a Lian. Su corazón iba muy acelerado y se secó las manos en los pantalones. «¿Estará pensando ella lo mismo?».

—Ya veo —dijo Chucai echándose hacia atrás y tirando de los largos pelos de su barba rala—. Quizá debáis reorientar vuestros esfuerzos. Los dos.

Gansuj controló su respiración. Aun estando tan afectado por las palabras del maestro Chucai (y por lo que implicaban) no podía olvidar con tanta facilidad lo que había visto en el salón del trono.

—Maestro Chucai… —comenzó Lian, pero Gansuj la interrumpió.

—¿Qué objetivos son esos? —preguntó—. ¿Los tuyos? ¿Los del imperio? ¿Los de Ogodei? Chagatai Kan me envió para ayudar al kagan y yo creía que mi misión se limitaba a conseguir que dejase de beber, pero ahora estoy confuso. Me pregunto si la ayuda que necesita el kagan es mucho mayor que simplemente retirarle la bebida… —Se detuvo bruscamente. Se dio cuenta de que no quería decir más y temía haber hablado ya demasiado. «Una flecha por lengua…».

Un pequeño músculo se contrajo en una mejilla del maestro Chucai elevando un poco una comisura de su boca, como si fuera a sonreír. O quizá podría estar conteniendo un bramido de indignación. Gansuj no estaba seguro de qué era, pero, igual que en un enfrentamiento con un depredador herido, sabía que era mejor no mostrar miedo. No ceder terreno hasta que el adversario actuase.

El maestro Chucai casi pareció desinflarse un poco sobre su silla.

—Franco y directo —dijo en un suspiro dejando que su mirada se perdiera en el mar de hierba—. En la corte, los más refinados llaman a eso «la mirada del campo», y murmuran sobre ello como si temieran su aparición; el día espantoso en que los jinetes seguirán esa mirada de añoranza hasta las praderas y volverán a perseguir los rebaños eternamente trashumantes. De vuelta a…, al olvido. —Una sonrisa magra estiró sus labios—. En cualquier caso, la corte mejoraría mucho si hubiera en ella más hombres como tú, joven Gansuj, y menos criaturas de dos rostros como las que ahora rodean a Ogodei.

Eso pilló desprevenido a Gansuj. Lian también se sorprendió por la franqueza de Chucai.

—Necesito hablar claro contigo, Gansuj; por eso te he seguido hasta aquí. —En la voz del maestro Chucai se oía el cansancio—. Es posible que aunque cumplas tu misión de reducir el consumo de bebidas del kagan aún no hayamos conseguido nada.

—No sé…

La mirada de Gansuj se encontró con la de Chucai, y en los pequeños ojos oscuros del anciano vio emociones encontradas: esperanza y resignación, euforia y agotamiento. «Ha dicho “hayamos”». Chucai entendía su confusión de verdad. Gansuj había presenciado el ataque de frustración de Ogodei, el grito desesperado del kagan por encontrar a alguien que compartiera su visión del mundo, que entendiera su mirada del campo, y, aunque no había confiado esa información a Chucai, era evidente que tal información no sería una novedad para el anciano.

Gansuj estaba alterado. «Si no conseguimos nada, entonces, ¿qué habremos salvado?». ¿Estaba insinuando Chucai la misma idea que daba vueltas en el interior de la cabeza antes de que llegaran ellos? La idea le pareció una traición, no solo al kagan, sino a todo el Imperio mongol, y de inmediato deseó poder borrarla, eliminar todo de su mente y volver a la inocente candidez de la que estaba imbuido el primer día de su llegada a Karakórum.

«¿Era digno Ogodei Kan de regir el imperio?».

—El kagan es grande —susurró intentando reunir algún entusiasmo por el significado de esas palabras, pero se sentía desequilibrado, su mente y su espíritu estaban rotos por la revelación que había visto (reflejada) en el semblante de Chucai.

Chucai seguía mirándolo.

—El imperio debe ser grande, Gansuj, no solo el kagan. Has visto lo que hay detrás de la máscara, ¿no? No es solo el kagan sino todo y todos a su alrededor. Es nuestro deber ayudarlo. Es nuestro deber ayudar al imperio. Tu deber.

—¿Por qué mío? —preguntó Gansuj.

Chucai rió.

—¿Por qué no?

—Pero es… excesivo…

—Claro que lo es —se burló Chucai—. No hay persona que pueda cambiar el curso del imperio, aunque un solo hombre creó este mismo imperio. —Describió un arco con el brazo abarcando la estepa—. Antes de que Temuyin uniera a los clanes, esto solo eran praderas. Antes de que Ogodei heredara el imperio, Karakórum no era más que unas cuantas tiendas agrupadas a los lados del río. Mírala ahora. Todos los cambios tienen lugar porque un hombre quiere algo diferente. Ogodei ha olvidado eso; la mayoría de los hombres que se apiñan a su alrededor y siguen sus pasos no quieren que el mundo cambie; por mucho que afirmen otra cosa.

»Tú no eres especial, Gansuj —continuó Chucai—. Cuando llegaste a Karakórum no eras más que un patoso guerrero de la estepa, al margen de toda la gloria que se pudiera acumular sobre tus hombros por tus hazañas en los confines del imperio. Para la corte no eras nada; aún no cuentas para nada. Pero… —Chucai se encogió de hombros.

—Pero ¿qué? ¿Se supone que tu discurso debe inspirarme? —preguntó Gansuj.

—Se acerca el aniversario de la muerte de Tolui. —Chucai señaló hacia Karakórum ignorando la pregunta de Gansuj—. Se prepara un gran festival para distraer al kagan del abatimiento que siempre lo embarga en estos días. Cada día llegan caravanas que traen regalos de todos los rincones del imperio. Habrá competiciones de lucha, monta, tiro, combate… Habrá juglares, acróbatas, bailarinas, poetas… Todas las clases de entretenimiento posibles. El festival crece cada año, pero Ogodei cada vez le dedica menos tiempo y se hunde en la bebida.

Tolui. El hermano menor de Ogodei y Chagatai. Este último le había hablado un poco de la muerte de su hermano y Gansuj intentó recordar los detalles: Ogodei había caído enfermo durante una campaña en el norte de China; una dolencia causada por espíritus iracundos. Los muertos exigían sangre en pago por lo que les había sido arrebatado.

Gansuj se estremeció.

—No has respondido a mi pregunta —dijo echando a los fantasmas de su mente.

—No me ha parecido necesario —contestó Chucai con una sonrisa lúgubre—. Lo que te enseñamos sobre el protocolo y las costumbres de la corte tenía que servir para abrirte los ojos; y lo hizo, ¿no es así? Te responderé con otra pregunta: ¿Qué merece la pena salvar?

Gansuj se frotó los brazos; se sentía helado ante la mirada del sol. «Un sacrificio —pensó— para salvar el imperio».

—No necesitas inspiración, Gansuj —continuó Chucai—. Simplemente necesitas permiso, y no de mí ni del kagan.