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LA PELEA EN EL PUENTE

El acólito de Hans les dijo que el sacerdote no iba a visitar a los Hermanos del Escudo solo, sino en compañía de dos caballeros livonios. Su destino quedaba al otro lado del río y más allá de los campos de batalla donde los ejércitos de la cristiandad habían sido derrotados por los mongoles (un camino que, incluso varios meses después, no era seguro para un sacerdote solitario). Como hacían el recorrido a caballo tendrían que ir hacia el oeste (para llegar al puente que habían construido sobre el río) antes de poder dirigirse al norte.

Si querían interceptar al sacerdote, harían bien en conseguirlo antes de que llegara al puente. Hans, con una sonrisa, informó a Kim de que conocía un atajo.

Hans guio a Kim en una carrera pedestre capaz de desorientar a cualquiera a través de lo más sórdido de todos los lugares mugrientos que formaban el grueso de la improvisada aglomeración urbana: pasaron por establecimientos de bebida temporales (se los conocía por la cubierta de lona remendada colgada de cualquier manera entre las ruinas de muros derribados), resbalando y sorteando las acumulaciones de mugre y desperdicios que había esparcidas por su parte de atrás; atravesaron zonas de tiendas hechas con harapos y plantadas prácticamente unas sobre otras; cruzaron campos ennegrecidos en los que aún no había otra cosa que barro y cenizas, llenos con montones de detritos y basura desechados por quienes se dedicaban a recoger lo que nadie quería.

A Kim no le sorprendió la existencia de tales caminos a través de la ciudad; todos los nativos aprendían rápidamente la manera más práctica de ir de un lugar a otro. De hecho, él conocía muchos caminos semejantes a través de Byeokrando y varias veces había sorprendido a algunos tipos violentos al aparecer delante de ellos cuando creían que lo habían dejado atrás. Seguía a Hans de cerca intentando pisar tras sus huellas, usando los mismos asideros cuando escalaban montones de escombros y basura.

Kim no tardó mucho en empezar a captar atisbos de Pius y los dos caballeros entre la aglomeración de tiendas y sombrajos. Las monturas de sus acompañantes tenían las patas menos torcidas que la mula que montaba Pius. Bajo sus sobrevestes (blasonadas con la cruz y la espada rojas que habían visto en la bandera) los caballeros llevaban cotas de malla que les llegaban por debajo de la cintura. Sus guanteletes eran de cuero endurecido y sus cascos eran cortos casquetes cónicos de metal con refuerzos que recorrían el frontal y se extendían sobre la nariz. Llevaban espadas al cinto y cada uno una larga lanza, un asta más larga que su bastón y rematada con una hoja puntiaguda de varias pulgadas de longitud.

Kim hizo una seña con la cabeza a Hans cuando el joven redujo un poco su ritmo, señalando hacia delante de ellos en la dirección en que la aglomeración se volvía más rala. El puente, con todos los rasgos característicos de la ingeniería mongola, era un cuello de botella controlado por el kan. A Kim no le sorprendería que cobraran un peaje a todos los viajeros que quisieran pasar por él; Onghwe Kan sabía que la mayoría de ellos se sometería al pago de unas cuantas monedas antes que tener que vadear el río estrecho por sus propios medios. Esos modos de recaudación se habían convertido en una parte esencial del imperio del gran kan. Y en cualquier lugar en que se recaudase dinero había medidas de seguridad (al menos un arban de tropas mongolas, que serían mucho más rigurosas en el cumplimiento de sus obligaciones que los perezosos soldados que vigilaban el campamento).

Si iba a alcanzar a Pius tendría que ser antes de que el sacerdote llegara al puente. Hans asintió, haciendo ver que entendía la urgencia y, en consecuencia, cambió de ruta. Tras saltar sobre una hedionda zanja de llena de mierda y orines, bordearon un bosquecillo de ajados pinos que llegaba hasta el camino. Este hacía un quiebro hacia los árboles y había un corto tramo que no era visible desde el puente. Útil por si la conversación no era enteramente pacífica.

Hans, indeciso, se escondió entre los árboles mientras Kim salía al paso a los jinetes que llegaban y plantaba su garrote en tierra.

—Pius —gritó—. Un momento, por favor.

Los tres jinetes se sorprendieron y Kim vio que el caballero de su derecha tenía problemas para controlar su caballo. Los animales eran asustadizos, no habían sido criados para el combate.

—Ki… Kim —dijo el padre Pius—. No he acabado mis encargos. —Sus ojos se movían entre los dos caballeros que lo flanqueaban.

—Sí, Pius, lo sé —contestó Kim—. Cuando hablamos te pedí que entregaras mi nota a los hombres que llevan la rosa roja. —Se acercó varios pasos al trío y señaló con su garrote al caballero de su izquierda—. Aunque ese mon es rojo, no es una rosa. No es muy diferente de la cruz que llevas al cuello.

—Ellos…, eh… —El padre Pius jugueteaba nervioso con las riendas de su mula—. Son mi escolta. No todos los caminos son seguros para un hombre de Dios.

—Ya lo veo —dijo Kim. Ahora estaba aún más cerca. Si se quedaba demasiado lejos, los caballeros podrían cargar contra él, y aunque el terreno era suficientemente despejado para poder esquivar sus lanzadas, enfrentarse corriendo a un hombre a caballo era una maniobra estúpida para un hombre a pie. Era mucho mejor mantenerse a corta distancia, donde estar sobre un caballo da menos ventaja. Sobre todo si el caballo no está adiestrado para el combate—. Y cuando has ido a buscar a esos hombres, ¿solo has pedido su ayuda o has comentado algo más?

Por cómo palideció el padre Pius, Kim dio por contestada su pregunta, pero no dio otro indicio de ello que sostener el garrote con menos fuerza. «El de la izquierda», pensó.

Pius sacudió las riendas.

—Fuera de mi camino —ordenó en tono poco amistoso intentando obligar a su mula a ponerse en movimiento; pero el animal no se movió ni un poco.

El caballero más próximo a Kim se inclinó hacia delante y lo amenazó con la lanza para dar respaldo militar a la orden del sacerdote. Kim levantó rápidamente el garrote mientras avanzaba un paso, y con ello desvió hacia fuera la punta de la lanza. El brazo del caballero quedó encima de la cabeza de Kim, una posición antinatural y peligrosa durante un combate con lanza, y Kim hundió el extremo del garrote en la axila expuesta del hombre montado.

El caballero retrocedió con la lanza balanceándose en su mano repentinamente floja. Intentó volver a apuntar con ella a Kim, y este golpeó fuerte con el garrote hacia la izquierda alcanzando el brazo del caballero; luego volvió el extremo hacia la derecha (mano izquierda adelante y abajo, mano derecha tirando hacia atrás) y alcanzó de lleno un lado de su cabeza.

Todo el movimiento fue tan rápido que pareció una única reacción a la lanzada del caballero. La mula de Pius, aún reacia a obedecer las órdenes de su jinete, dio un respingo sorprendida por la caída al suelo del caballero con un golpe seco acompañado de tintineos. El otro caballero soltó un juramento y picó a su caballo en las costillas en un intento de ponerse en mejor posición. Cargó contra Kim tratando de alancearlo, pero este ya se movía para situar el caballo sin jinete entre ambos.

El caballero siguió alejándose hasta el campo en barbecho que bordeaba el camino para poder volver su caballo con seguridad. Se fue lo bastante lejos para tomar carrerilla y convertir su montura en un arma eficaz. No era una mala táctica.

Kim recogió la lanza del caballero caído y se detuvo un momento para volverse y pinchar a la mula de Pius. No lo suficiente para herirla, pero sí para hacerla reaccionar. La mula se encabritó y el padre Pius fue a parar al suelo; Kim dirigió su atención al caballero que quedaba.

El caballo del caballero seguía nervioso y, como no inició la carga de inmediato, Kim miró de reojo al caballero al que había desmontado; vio que estaba consciente, se acercó y lo golpeó de nuevo en la cabeza con el extremo trasero del asta. «Quédate ahí».

El caballero dejó su caballo. El animal también era incontrolable y Kim estaba rodeado de cuerpos tirados por el suelo y otros animales. No serviría de nada cargar contra ese revoltijo. Sobre el suelo, al menos, estarían en igualdad de condiciones. Se aproximó a Kim con precaución, con la lanza sujeta de manera que quedaba cruzada con respecto a su cuerpo, con la base cerca de la cabeza y la punta hacia el suelo. No le pareció una posición demasiado agresiva, así que Kim siguió inmóvil, con la lanza apuntando al adversario que se acercaba. En espera de su siguiente movimiento.

Cuando el caballero llegó más cerca, levantó un poco la punta de su lanza y se impulsó hacia delante apartando a un lado el extremo de la de Kim para despejar el camino y golpear de frente. Kim se movió más deprisa y avanzó hacia el atacante, más allá de la otra punta, muy lenta, que lo habría alcanzado si se hubiera quedado quieto. Volteó su lanza para dirigir un rápido golpe con el extremo del asta a la cabeza del hombre. El caballero se paró en seco echando la cabeza hacia atrás, y el asta de Kim solo lo alcanzó de refilón en el casco. Sus ojos se abrieron como platos al ver dónde tenía la cara, e intentó retrasarla un poco más mientras Kim golpeaba directamente su nariz con el extremo del asta.

El cartílago crujió y la sangre empezó a manar de la nariz rota del caballero. Kim atrasó un paso su pierna izquierda para dejar un poco de distancia entre los dos y volteó otra vez su lanza hasta que chocó con la del otro y clavó su hoja en el suelo. El hombre intentó agarrarse a su arma. Su rostro estaba cubierto de sangre y mocos y enseñaba los dientes como si pudiera espantar a Kim con su monstruosa expresión.

Kim (centrado, tranquilo, preparado) lo miró directamente y luego adelantó las caderas para enviar todo su impulso a su tronco, a sus brazos y a su lanza, que ya se movía en arco. El impacto (en la parte superior de su pecho, por encima de la cruz roja del sobreveste) lo levantó del suelo.

Aterrizó hecho un guiñapo y no hizo por levantarse. Kim arrojó ambas lanzas hacia el bosquecillo, a distancia suficiente para que nadie pensara que eran fácilmente accesibles, y volvió hacia el sacerdote caído.

Pius estaba inconsciente, más por nerviosismo que por cualquier golpe visible en la cabeza, pero todavía respiraba. Kim no perdió más tiempo intentando reanimarlo; ya estaba harto del comportamiento grosero del sacerdote. Buscó en la bolsa del hombre y encontró lo que estaba buscando. De hecho encontró más de uno.

De repente Hans estaba justo a su lado y le tiraba de la manga.

—Los guardias —dijo el joven mientras señalaba. Un puñado de mongoles montados en sus ponis iban hacia ellos desde el puente—. Tenemos que irnos.

Kim manipulaba con urgencia ambos rollos. Ninguno estaba sellado, aunque parecía que uno sí había tenido sello (aún quedaban restos de cera pegados en el borde). Ambos parecían comenzar con las mismas letras. «Kim Alcheon, último de los Caballeros de la Flor, a Feronantus…» —imaginó que decían aquellas palabras. El que no tenía sello parecía escrito apresuradamente, aunque no podía saber lo que decía.

—No hay tiempo —advirtió Hans intentando que le hiciera caso.

Kim cogió al joven por la camisa y le dio los dos rollos.

—La Hermandad del Escudo —dijo reteniendo la atención de Hans. «¿Hay alguien en quien puedas confiar más?»—. ¿Son honorables?

Hans se revolvió sin que lo soltara, claramente más preocupado por la proximidad de los mongoles que por una conversación sobre el honor. Kim lo sujetaba con firmeza.

—¿Te protegerán?

Hans se paró y miró a Kim a los ojos.

—Sí —respondió—. Sí, lo harán.

—Ve entonces —dijo Kim echando un vistazo a los jinetes que se aproximaban—. Llévales estos mensajes. Uno de ellos es auténtico. El otro no lo es. Ambos pueden ser valiosos para ellos. Lo entenderán. —«Tienen que hacerlo; mi tiempo se ha agotado». Empujó a Hans hacia los árboles—. Corre, Hans. Corre todo el camino.

Una mirada hacia atrás era todo lo que necesitaba Hans para darse ánimo; cogió los rollos de Kim y salió disparado corriendo como un conejo hacia la seguridad del laberinto de chozas.

Kim observó cómo se iba y luego soltó un largo suspiro dejando que toda la tensión escapara de su cuerpo. Se agachó para coger su garrote y mientras se enderezaba se quitó la capucha. Le agradó la sensación del sol en la cara y esperó a que el jefe del grupo de mongoles lo llamara antes de darse la vuelta.

Cuando oyeron la señal (el característico uiiica, uiiica, uiiica de la aguja colinegra), Andreas y sus alumnos pararon su entrenamiento. Tras el último visitante inesperado se preocupaban más por la aparición de extraños en el bosque que rodeaba la casa capitular de su hermandad. Con las armas en la mano, fueron hacia la parte delantera del monasterio derruido, sin agresividad, pero con una actitud claramente poco amigable.

De entre los árboles emergió una persona encapuchada que hacía de guía a otra más pequeña. El nombre del centinela era Eilif, un fantasma rubio de los bosques, y su cautivo era un muchacho escuálido, aunque ágil y activo; era un chico diferente de los típicos golfillos que parecía que crecieran de las ruinas como lo hacen las malas hierbas en un campo sin labrar.

—Me ha dicho que tiene un mensaje para Feronantus —informó Eilif cuando el grupo de Hermanos del Escudo se reunió a su alrededor.

—¿Lo conoce? —dijo Andreas mientras observaba al muchacho. No se le había escapado que parecía entender un poco el latín; intentaba aparentar aburrimiento y despreocupación, pero sus ojos los seguían con demasiada precisión. Estaba escuchando sus palabras con atención—. ¿Estaba solo? —preguntó a Eilif.

—Vengo siguiéndolo desde el río.

Andreas asintió. Eilif se tomó eso como una despedida y se esfumó entre los árboles para volver a su cometido fantasmal de ojo vigilante de la casa capitular.

—Chico —dijo Andreas despertando el interés del joven—. ¿Qué mensaje traes?

—Para el jefe de la rosa roja —respondió el chico titubeando. Y señaló la bandera que ondeaba sobre el monasterio en ruinas.

—Yo soy el jefe —dijo Andreas—. Puedes dármelo.

El chico hizo una mueca y dijo que no con la cabeza.

—Feronantus —dijo sin apearse de su petición.

Andreas se puso en cuclillas y miró de frente al muchacho, intrigado por su persistencia. No sabía que Feronantus no estaba allí, pero conocía lo suficiente de la Hermandad del Escudo para tener claro que Andreas no era el hombre que buscaba.

—¿Quién te envía? —dijo, preguntándose con quién habría hablado el chico. «¿Haakon?». En el campamento mongol seguían rechazando sus preguntas sobre la suerte que había corrido el hermano que faltaba. Habían pasado más de dos semanas desde que el joven guerrero cruzó el velo rojo y nadie había conseguido descubrir qué había ocurrido. El estado de ánimo de los Hermanos del Escudo era cada vez más asesino y Rutger estaba muy ocupado manteniendo a raya su temperamento.

—Caballero de la Flor —contestó el chico, y al ver que el nombre no producía respuesta alguna en Andreas, pasó a ejecutar una exagerada pantomima agitando sus manos a su alrededor.

«Como si estuviera manejando un garrote», advirtió Andreas. El chico no tenía instrucción en ello y su técnica era rudimentaria y desorganizada, pero estaba claro que había visto a alguien cuya habilidad le había causado honda impresión.

—¿Te envía el Caballero de la Flor? —le preguntó.

El chico paró y asintió.

—Feronantus. —Vuelta al principio.

—Puedes decírmelo o no —señaló con una leve sacudida de cabeza—, pero no vas a acercarte más a nuestro campamento.

Esa afirmación afectó mucho al chico, y su semblante duro comenzó a amenazar con resquebrajarse. Miró al bosque que tenía detrás y luego otra vez a la bandera. Cuando sus ojos volvieron al rostro de Andreas, su expresión se había ablandado, y una parte de la ferocidad había desaparecido de su mirada.

—Proteger… —Señaló a la bandera y luego formó un círculo con los dedos. Lo colocó sobre su corazón—. ¿Protección?

Los hombres murmuraron entre ellos.

—Por la Virgen —exclamó uno de ellos, y Andreas mantuvo una expresión neutra mientras miraba al hombre que tenía al lado—. Ve a traer a Rutger —dijo en la lengua del norte, que el chico no conocía—. Y un poco de comida —añadió fijándose en cómo se veían las costillas del chico a través de su camisa andrajosa.

—¿Dijo que Kim, el Caballero de la Flor ese, lo había enviado?

Rutger seguía inspeccionando con atención los dos mensajes. Ambos habían sido escritos por la misma mano y ambos llevaban el mismo destinatario y la misma firma. La diferencia estaba en lo que decían.

Andreas asintió.

—Él dijo que se suponía que solo debía de haber un mensaje. Kim le pidió que entregara los dos. Uno sería auténtico; el otro, falso, y nosotros sabríamos cuál era cada uno.

Rutger levantó la vista y la dirigió hacia donde el chico (Hans, como por fin había conseguido averiguar Andreas) seguía trabajando con fruición en los muslos y las alas de un urogallo que le habían dado.

—¿Crees que sabe lo que dicen los mensajes?

—No lo creo. Ha dicho algo de una pelea; cerca del puente. Entre Kim y un par de escoltas. —Se señaló el pecho—. Ha dicho que eran caballeros livonios, pero cuando le he preguntado cómo lo sabía me ha dicho que llevaban una cruz roja y una espada en las sobrevestes.

—Mierda —dijo Rutger—. Creía que habían abandonado la cruz y la espada al unirse a los Caballeros Teutónicos. ¿Por qué llevan esos colores? —Miró el mensaje que tenía en la mano izquierda; el que habían decidido que era falso—. ¿Crees que lo escribieron ellos?

—Lo creo —respondió Andreas—. ¿Para qué iban a escoltar a un mensajero si no era porque querían asegurarse de que nos llegara este mensaje? —«Vuestro hermano está muerto, decía el mensaje. Yo vi cómo lo mataban los mongoles después de su victoria».

—¿Crees que saben algo de Haakon?

—Quizá —dijo Andreas encogiéndose de hombros—. O quizá no. Podrían estar simplemente sembrando cizaña. No lo sabremos hasta que vayamos allí y nos enteremos.

Rutger dijo que no con la cabeza.

—No podemos correr ese riesgo. Esa podría ser exactamente la clase de reacción que esperan provocar. El chico llegó aquí buscando a Feronantus, y sabía lo suficiente para darse cuenta de que le estabas mintiendo. Tenemos que permanecer aquí; tenemos que proteger el secreto de la partida de caza de Feronantus.

Andreas emitió un ruido con la garganta que sonó a evasiva. Cuando Rutger repitió su última afirmación, se animó como volviendo de un trance.

—Sí —dijo un poco secamente—, lo sé. Pero esos livonios son otra cuestión, en especial si llevan el emblema rojo de la cruz y la espada. No se están escondiendo entre los teutones. ¿Quién está al frente de ellos? ¿Es alguien que de verdad conoce a Feronantus de vista? ¿Y si deciden hacernos una visita? —Señaló con un movimiento de la mano la casa capitular que estaba tras ellos—. ¿Y qué hay de ellos? ¿Durante cuánto tiempo vamos a poder tenerlos aquí fingiendo que solo les faltan unos días más de entrenamiento para estar preparados?

Rutger arrugó el falso mensaje.

—No lo sé.

—El kan se va a aburrir, si no lo está ya —advirtió Andreas—, y va a ordenar a su ejército que se ponga en marcha. No podemos seguir ocultos aquí esperando a que suceda un milagro.

Rutger se volvió rápidamente hacia él.

—¿Qué quieres que haga? —le espetó en voz bastante alta y áspera—. ¿Los azuzo contra una horda que los supera en número por diez a uno? Acabará sucediendo, así que ¿de qué sirve seguir esperando? ¿Es eso?

—No —respondió Andreas sin alterarse—. Siempre es mejor evitar un enfrentamiento que lanzarse a él. Pero eso no implica que nos quedemos sentados sin hacer nada. —Miró hacia Hans—. Kim quiere reunirse con nosotros. —Sonrió—. Por la descripción del chico, parece como si fuera uno de los campeones del kan. Tenemos que lanzar un desafío. Aún están en curso los combates de calificación, aunque la palestra esté cerrada. Necesitamos dirigir la atención del kan hacia esos combates; incluso ofrecer alguna clase de combate de exhibición. Estoy seguro de que no costaría mucho convencer al kan para que pruebe a otro de sus luchadores contra nosotros. —Andreas hizo un gesto con los hombros—. Además, quiero conocer a ese Caballero de la Flor. Suena a desafío. Me estoy hartando de repartir leña a tus alumnos.

Cuando los guardias lo echaron dentro de la misma jaula de Zug, el nipón se levantó de su estera y fue a inspeccionar las heridas de la cara de Kim.

—Confiaste en el hombre equivocado —gruñó sentándose en cuclillas.

Kim se volvió boca arriba y se quedó quieto mirando el techo oxidado de su jaula.

—Sí y no —fue su enigmática respuesta.

Movió la lengua por el interior de su boca comprobando el estado de su dentadura. Los mongoles no le habían dado demasiado (a fin de cuentas, habían visto y apreciado cómo daba cuenta de dos caballeros de una de las órdenes militares de la cristiandad), pero estaban obligados a aplicarle alguna clase de castigo por estar tan cerca del río.

—¿Ha merecido la pena? —preguntó Zug.

Kim se encogió de hombros.

—Ahora estoy atrapado aquí contigo —dijo—. Debería haberlo pensado más.

Zug gruñó y le dio una suave patada camino de su estera. Su fuerza estaba volviendo, aunque demasiado despacio para su gusto (o el de Kim).

Kim ignoró a Zug, cerró los ojos y dejó que su respiración se fuera desacelerando. Le dolía un poco el bajo vientre y probablemente mearía sangre durante los próximos días, pero se le pasaría. Podía mantener la paciencia un rato más; ya había esperado mucho tiempo.

—Dos —murmuró cuando empezaba a relajarse.

—¿Qué? —gruñó Zug.

—Derribé a dos francos con armadura. —Kim sonrió—. No llegaron a tocarme. Cuando te sientas lo bastante fuerte quizá te enseñe cómo se hace. —Resbaló poco a poco hacia el sueño mientras Zug soltaba una elaborada serie de maldiciones en su lengua.

«Sin duda está mejor…».