19
EL LEGADO DE MI PADRE
Lian encontró a Gansuj en el jardín, desnudo de cintura para arriba y con un pantalón ligero, practicando con la espada contra un desventurado árbol. Era algo que no estaba permitido en el jardín del kagan, pero Lian advirtió la furia del joven en cuanto oyó el sonido del metal contra la corteza. Los jardineros eran tan sensibles como ella y no había muchos por ese rincón del jardín. Por todo el suelo había hojas y ramas cortadas, y con cada rápido tajo de la espada caían más. Paró cuando la vio acercarse, apoyó la punta de su espada sobre la hierba recortada y descansó en ella, jadeante y sudoroso.
—He oído… historias… a algunos criados —dijo ella.
Gansuj gruñó sin articular palabras y se volvió hacia el árbol con la intención de que su actitud descortés fuera interpretada como una despedida.
—Oí que era una mujer —continuó ella.
Él se quedó inmóvil, con la espada en la mano.
—¿Te han contado lo que le sucedió? —preguntó.
Ella dijo que no con la cabeza y se acercó unos pasos. Casi podía tocarle la espalda desnuda.
—No —respondió, faltando un poco a la verdad. Los criados no estaban muy dispuestos a hablar con claridad de lo sucedido en el salón del trono, y eso dejaba bastante claro qué había sucedido.
En una explosión de furia, clavó la espada en el corazón del árbol. Su arrebato sobresaltó a Lian y la hizo saltar hacia atrás como un animal asustado.
—¿Qué hago aquí? —preguntó volviéndose rápidamente hacia ella. Su semblante estaba distorsionado por la ira y la confusión.
Lian escogió sus palabras con cuidado.
—Fuiste enviado por el hermano del kagan para ayudar al imperio.
—¿Cómo? —preguntó Gansuj—. ¿Convirtiéndome en un perro faldero de la corte del kagan? ¿Se supone que debo ser más parecido a… a él?
—¿A Munojoi? —Lian lo negó—. No. No os parecéis en absoluto.
Gansuj desclavó la espada del árbol y, un poco arrepentido, recorrió el filo con los dedos buscando mellas.
—Entonces, ¿qué soy? —dijo en voz baja—. Chucai me amonesta porque soy un cazador. ¿Se supone que tengo que dejar a un lado todo lo que he hecho y lo que he aprendido para poder ser más del gusto del kagan? ¿Cómo ayuda eso al imperio?
Lian se acercó y apoyó una mano en su hombro desnudo. Gansuj casi se estremeció al sentir que lo tocaba, como si hubiera estado esperando que ella lo atacara. Lian notó sus músculos tensos y su piel caliente bajo su mano. Gansuj acabó de inspeccionar su espada.
—Si el kagan es sabio y lo ve todo, ¿por qué no ve a Munojoi como el perro asesino de ovejas que es? —preguntó él—. Y el maestro Chucai. Él enseñó muchas cosas al padre del kagan, y el kagan no… —Gansuj se calló abruptamente, y cuando volvió a levantar la vista hacia Lian, no fue capaz de sostener su mirada. Ella tuvo la impresión de que le ocultaba algo.
—¿Qué? —preguntó intentando que se lo contara.
Gansuj sacudió la cabeza y ella no insistió más. La confianza entre ellos era aún muy endeble. No podía permitirse perderla. No en ese momento…
—Todo es un error. —Gansuj describió un arco con la mano hacia el palacio—. Me enviaron aquí para ayudar al kagan a encontrar su fuerza, pero aquí nadie piensa que le falte. En lugar de ser un guerrero fuerte, intentan enseñarme a hacer reverencias y a arrastrarme boca abajo para divertirlo. Cuando se descubre una amenaza contra él, simplemente se oculta como si nunca hubiera existido. Todo este palacio es una ilusión, y yo soy el único que puede ver lo que de verdad es. ¿Qué puedo hacer?
Ella bajó la mano por su brazo, se acercó más y le cogió su mano con fuerza. Cuando él la miró, cuando apretó su mano, Lian hizo un gran esfuerzo por evitar que alguna emoción aflorara a su rostro, por contener el rubor que quería subir a sus mejillas. «Tan perdido —pensó—, tan sincero, pero sin saber qué camino tomar».
—Lo que tú sabes es correcto —se oyó decir a sí misma, y se sorprendió en silencio al darse cuenta de que lo decía muy en serio.
Para cuando Gansuj consiguió que le dejaran acceder a los aposentos privados del kagan, el sol había recorrido todo el cielo y empezaba a ocultarse tras las montañas. Había pasado el día persiguiendo a todos los consejeros del kagan (con excepción del maestro Chucai, con quien tuvo cuidado de no encontrarse) e incluso había acudido a varios torguud noyon antes de que, por fin, una de sus esposas, Muja, accediera a interceder por él ante el kagan. Ella le confió que estaba de un humor «muy negro», algo que Gansuj interpretó como un eufemismo de «está bebiendo sin parar». Al aproximarse a la entrada de la sala de estar del kagan notó que los faroles del pasillo despedían un aroma de naranja, y no de sebo de vaca rancio como en el resto del palacio.
«Un toque femenino», pensó mientras recordaba la sensación de las manos de Lian sobre su cuerpo al comienzo del día.
Los guardias vestidos de negro que estaban a la puerta del kagan hicieron una inclinación de cabeza sonriendo con los labios apretados, una señal de que habían sido avisados de su llegada, pero a la vez le dirigieron una mirada que decía: «Mejor tú que nosotros». Cerraron rápidamente la puerta tras Gansuj por si intentaba cambiar de idea.
La habitación era larga y oscura, solo iluminada por unos pocos faroles. La mayor parte de la luz procedía del balcón, donde estaba Ogodei Kan, una silueta de anchas espaldas recortada contra el cielo del anochecer. El viento de la noche (el último aliento del sol que se desvanece) recorría la habitación agitando las cortinas de seda y haciendo bailar las llamas de los faroles. El cielo índigo estaba atravesado por franjas de nubes rojas llameantes, y cuando Gansuj se acercó pudo ver el definido perfil de las montañas en el horizonte, con sus cimas perfiladas por el fuego anaranjado. Pronto se extinguiría también esa luz y el mundo volvería a sumirse en la oscuridad.
Gansuj intentó no pensar en el curso que habían tomado los acontecimientos solo un día antes. Hincó una rodilla en tierra y carraspeó.
—Oh, kan de kanes, señor del mundo, mucho ha que yo…, yo he… —Ese lenguaje florido no le salía con naturalidad, pero se esforzó en mostrar el debido respeto al kagan antes de embarcarse en todas las preguntas que tenía. «Un humor muy negro», pensó, y su voz se quebró.
Ogodei se volvió en el balcón. Tenía una copa en la mano y entró en la habitación con paso inestable.
—Ah, joven poni —dijo con voz estentórea—. Me has estado buscando.
Gansuj asintió.
—Necesito un poco de… orientación.
—Levántate y acércate, pues. —El kagan bebió un trago de su copa—. No necesito una estatua. —Hizo una seña con la mano hacia el balcón abierto—. Ya tengo una ahí abajo. ¿La has visto?
Así era. Era difícil no verla. En especial cuando de sus caños manaba vino, leche con miel y el Lobo Azul sabría qué más cosas. Se levantó llevándose una mano a la faja, donde había escondido la cajita lacada.
—La mujer que intentó entrar en el palacio la noche pasada —comenzó—. ¿Sabéis qué buscaba? —«¿Presenciaste su tortura?» era la pregunta que no era capaz de formular.
La cara del kagan se mantuvo inexpresiva, sin dar a Gansuj indicios de captar lo que había implícito en su pregunta.
—Secretos —contestó con la lengua algo floja—. Chucai dijo que era una espía que recogía información. Huyó antes de poder enterarse de algo útil.
Gansuj tragó saliva y obligó a su estómago a estarse quieto.
—¿Os lo dijo ella o el maestro Chucai? —preguntó, aún incapaz de hablar con claridad.
Ogodei bebió de su copa mientras se aproximaba a Gansuj y miró fijamente a la cara al joven.
—Fue el maestro Chucai —respondió.
Gansuj notó que le temblaban las rodillas; un súbito terror que chocó con una injustificada alegría en sus entrañas.
—No estabais allí —susurró.
Ogodei se inclinó hacia Gansuj y apoyó un dedo en sus labios flojos. Su aliento apestaba a vino agrio.
—Shhh —dijo—. Raramente estoy donde se supone que estoy, y eso es un secreto. —De repente se echó a reír salpicando de salivazos la cara de Gansuj—. Conozco muchos secretos, joven poni. —Dio una palmada en el hombro de Gansuj—. ¿Es lo que necesitas saber? ¿Está preocupado Chagatai con que me convierta en un borracho tan perdido que mis labios ya no puedan estar sellados? ¿Que alguno de mis enemigos envíe a alguien para robarlos mientras duermo?
—No —respondió Gansuj, nervioso por el súbito cambio de humor de Ogodei—. Es el maestro Chucai…
—Chucai. —Ogodei escupió el nombre como si fuera algo que se le hubiera pegado a la garganta—. Es un viejo pastor de cabras que piensa que las montañas están llenas de lobos. —Se irguió en toda su estatura y sacó pecho. Una parte del líquido de su copa se derramó y oscureció su manga ya manchada—. No soy una cabra.
—No —respondió Gansuj—. Por supuesto que no.
Algo llamó la atención de Ogodei e hizo una seña a Gansuj para que lo siguiera. Salió tambaleándose al balcón y señaló la gran bandera de guerra izada en el borde del balcón. Era una lanza gigante, excesivamente larga para ser manejada con facilidad encima de un caballo; bajo la hoja de acero colgaban densas matas de crin negra, las colas de toda una manada, que se agitaban y enroscaban con el abrazo del viento nocturno.
—La bandera del Gran Espíritu de Gengis Kan —dijo Ogodei—. ¿Conoces la historia, joven poni? El espíritu de mi padre aún vive en el interior de esa asta y se asegura de que su imperio se extienda hasta cubrir todas las tierras.
Gansuj asintió.
—He oído la historia.
—No es más que una historia —masculló Ogodei. Se apoyó en Gansuj, que se tambaleó intentando sostener la súbita carga del kagan—. Es una superstición —dijo Ogodei entre dientes—. Hay un secreto… —Se quedó abstraído mirando su copa. Cuando bebió, una parte del vino resbaló por su barbilla—. Es más vieja que mi padre —continuó Ogodei, ajeno al vino que le goteaba de la cara—. Él no la hizo. Se la dieron mucho antes de que se convirtiera en kagan. Nunca me dijo dónde… —Ogodei se quedó mirando la bandera durante un rato antes de proseguir.
»Pero me enseñó a escucharla. Me enseñó a ver cosas en la manera en que se mueven las crines. Es más que una bandera… Puedo mirarla y me hablará de batallas que nunca he visto, de batallas que no han tenido lugar e incluso de algunas que sé que nunca se librarán. Puedo poner mis manos sobre las crines de un millar de caballos y sentir el ritmo de su movimiento. Cómo atacar, cómo fintar, cómo retirarse… Siento cómo se puede ganar cada batalla.
Gansuj miró la bandera intentando ver lo que veía el kagan, pero no vio nada más que crines negras desvaneciéndose en la negrura de la noche entrante.
—Mi kan, con todo el debido respeto, estáis bebido.
La atención de Ogodei se desplazó rápidamente al rostro de Gansuj y después a la copa que tenía en la mano. Bebió con ansiedad, como si hubiera respuestas que pudiera encontrar en sus posos. Sus ojos estaban aún más vidriosos cuando bajó la copa y se quedó mirando al horizonte sin ver nada, ni siquiera que el sol se había retirado y había caído la noche.
—No lo entiendes, poni —dijo—. Soy kagan y hago lo que quiero. Y el imperio depende de eso. El imperio de mi padre. Tengo que seguir adelante. Por la memoria de aquellos que se sacrificaron. Por la memoria de Tolui. —En las comisuras de los ojos de Ogodei comenzaron a aflorar las lágrimas—. No lo entiendes —gritó de repente el kagan apartando a Gansuj de un empujón. También le tiró la copa y Gansuj se agachó y la dejó pasar hacia el fondo de la habitación—. Ninguno de vosotros me entiende. Ni Chucai ni Chagatai ni tampoco ninguno de mis generales. Ninguno de vosotros entiende lo que de verdad importa. Todos queréis decirme lo que debo hacer, pero no lo sabéis. ¡No sabéis qué hacer!
Gansuj retrocedió con las manos hacia el frente.
—Mi kan, estoy… —comenzó, pero lo interrumpió un terrible alarido procedente de Ogodei. Miró con un sobresalto cómo el kagan arrancaba del balcón un remate decorativo y lo arrojaba hacia la noche. Cuando el kagan se volvió hacia él, Gansuj se retiró velozmente, pero aquel solo estaba interesado en los muebles y los jarrones de su sala.
Gansuj continuó su retirada hacia la puerta, asombrado por el cambio experimentado por Ogodei Kan. Ya no era la cabeza del Imperio mongol; se había convertido en un gigantesco niño en mitad de una espantosa pataleta. Lanzaba los jarrones de un extremo a otro de la habitación. Levantaba los muebles y los estampaba contra el suelo, y cuando no podía levantarlos con facilidad la emprendía a patadas y puñetazos con ellos. Y grandes sollozos estremecían su cuerpo todo el tiempo.
La puerta se abrió y Gansuj, invadido por la vergüenza y la repugnancia, se escabulló de la habitación. Los guardias cerraron la puerta tras él sin dejar de mirar al frente, y su postura decía con bastante claridad que nunca reconocerían haber oído aquellos sonidos al otro lado de la puerta. Lo que sucediera a sus espaldas era un secreto que jamás iban a revelar.
La mano de Gansuj se introdujo en su deel y tocó el pequeño secreto lacado que llevaba ahí. La voz de Ogodei lo perseguía mientras se alejaba de la sala privada del kagan, un eco que se hacía cada vez más fuerte dentro de su cabeza a medida que el sonido real se iba desvaneciendo: «Ninguno de vosotros entiende lo que de verdad importa».