29
EL SACRIFICIO DE UN HERMANO
Gansuj se sentó en el borde de su tarima de dormir recorriendo con los dedos la pequeña caja lacada. Tras una semana de trastear con el enigma rectangular, había conseguido distinguir las uniones, pero el secreto de su apertura seguía eludiéndolo.
Le dolía el lado derecho de la cara. Ogodei le había hecho un tajo en la mejilla con la copa y Gansuj sabía que la herida no era tan grave como parecían indicar su aspecto y el dolor; en unos pocos días solo quedaría de ella un arañazo y la mayor parte del hematoma habría desaparecido. Hasta entonces sería una marca que llevaría con orgullo, un continuo dolor punzante que habría que aguantar sin quejas. Pero eso no significaba que fuera a obsesionarse con ello.
La caja era delgada y cabía bien en la palma de su mano. La ladrona, cuando corrió hacia él aquella noche en la estepa, la escondió en su deel en un desesperado juego de manos. No conseguía entender por qué ella le había confiado la caja, aunque no podía echárselo en cara teniendo en cuenta que debía escoger entre Munojoi y él. Pero ¿qué se suponía que debía hacer con ella? Agitó la caja para oír el ruido que hacía el objeto que encerraba. «¿Qué era lo importante, la propia caja o lo que había en su interior?».
Cuando iba de caza, el momento en que el sentimiento era más puro era el inmediatamente anterior al acto de soltar la flecha. Aunque la cuerda de tripa se le clavara en los dedos y el brazo le temblara por el esfuerzo de tensarla, sentía todo su cuerpo ligero, como un filamento de seda extendido entre la punta de la flecha y el blanco. Le parecía volar, vibrar en el aire, y cuando el blanco se agitaba repentinamente, él sentía el movimiento recorrer todo su cuerpo como un rayo. Y entonces soltaba la flecha, dedos y respiración acompasados, y antes incluso de que la flecha hubiera abandonado el arco él ya sabía dónde se clavaría.
La flecha solo volaba bien cuando él se conocía, cuando sabía lo que había que hacer y estaba preparado para actuar sobre la base de ese conocimiento. Entregar la copa a Ogodei y retarlo a aceptarla (como un regalo, pero igualmente como un reconocimiento de su locura por la bebida) había sido uno de esos momentos. Si hubiera pensado demasiado en ello antes de hacerlo nunca lo habría hecho, y ahora que ya estaba no había motivo para no aceptarlo como su destino. El destino que le había preparado el Lobo Azul.
«Puedo descubrir los secretos de esta caja».
Sostenía la caja con delicadeza, con los ojos entornados, la respiración pausada, los dedos recorriendo con mucho cuidado su suave superficie. Con el ojo de su mente veía la larga ranura que la dividía a lo largo, y mientras la recorría con su largo dedo se imaginó tensando su arco, avistando el blanco. Al notar el borde de la caja hizo una pausa, con el dedo apoyado con suavidad sobre la superficie lacada y el pulgar acariciando ligeramente la base. Intentó escuchar ese momento, ese levísimo estremecimiento de su blanco cuando empieza a sospechar que su muerte se acerca, y cuando sintió que algo se movía en su interior, soltó la flecha.
Cuando abrió los ojos sus manos estaban vacías. La caja (más bien las tres complejas piezas que la formaban) estaba en el suelo. Apartó las piezas para ver el contenido secreto de la caja rompecabezas. Tardó un poco en entender qué era, por su sorprendente simplicidad.
Era una ramita verde, un brote cortado de un árbol. A pesar del tiempo que había pasado en la caja, lejos de la tierra y la luz, aún estaba flexible, con la corteza joven y lisa y una sola y diminuta hoja verde amarillenta.
Acercó el brote a su nariz; olía a… el barro de la ribera del río en primavera, cuando el suelo estaba fragante por los brotes verdes. Cuando tocó la hoja con la yema del dedo casi le pareció notar un latido, como de un corazón en miniatura.
No podía conciliar el sueño. Abrir la caja no había resuelto su misterio, y tras una hora echado en la cama mirando la ramita, haciéndola girar con suavidad entre sus dedos, la había envuelto en un trozo de seda y la había escondido entre su ropa. Volvía a esconderla una vez más, más o menos igual que la ladrona.
Pero su mente no podía parar; sus pensamientos zumbaban como abejas furiosas que dan vueltas alrededor de su colmena en peligro. Cuanto más se esforzaba por encontrar una postura cómoda en la cama, más consciente era de lo pequeña que era su habitación y del poco espacio que le quedaba. Las paredes estaban demasiado cerca; si extendía los brazos le parecía que podría tocar las dos paredes opuestas. Estaba igual que el brote: moviéndose en el interior de una caja minúscula.
«¿Cómo podía algo sobrevivir en una caja así?», pensó mientras se ponía una chaqueta ribeteada de lana sobre la túnica. Quizá el brote solo pareciera vivo después de abrir la caja. Quizá lo había rejuvenecido el aire fresco.
Salió de la zona de invitados e inspiró a pleno pulmón cuando abandonó el edificio. «No soy un hombre de este lugar», reflexionó mirando el cielo nocturno. Las antorchas todavía chisporroteaban y bailaban en los senderos, moribundos restos de la fiesta que había llenado el palacio hacía horas, y su luz hacía difícil ver las estrellas.
Un extraño grito llenó el aire y erizó el vello de los brazos de Gansuj. También oyó voces (hombres gritando) y sintió vértigo, incapaz de entender cómo había sido trasladado al pasado, a la noche en que la ladrona había huido del palacio de Ogodei y lo había cambiado todo.
Pero no se trataba de esa noche. El ruido se repetía, la sonora queja de un animal furioso, y cuando Gansuj llegó a la esquina del palacio vio el origen del tumulto.
En la plaza, una majestuosa bestia se debatía. Era gris y titánica, con casi dos veces la altura de un hombre, orejas como telas de tienda, grandes colmillos como un jabalí y un morro muy largo que se enroscaba y desenroscaba como una serpiente. La monstruosa bestia se encabritaba sobre sus patas traseras del tamaño de troncos, luchando con cuerdas enrolladas a estacas y sujetas por los hombres que intentaban retenerla. «Como si una cuerda pudiera retener a semejante criatura, —pensó Gansuj—. Una demostración de humor de los cielos». Sus cuidadores, hombres de piel oscura con telas enrolladas a modo de gorro, picaban a la bestia con largas lanzas acabadas en ganchos gritándose frenéticamente unos a otros.
La bestia bramaba y chillaba pisoteando el suelo con sus grandes patas, cada una de ellas tan gruesa como el poste de una yurta. Mientras Gansuj la observaba, encontrando a la vez asombroso y divertido que los hombres intentasen domesticar a semejante criatura, volvió a encabritarse. Las cuerdas emitieron un sonido semejante a quejidos humanos y luego se soltaron de sus amarres. El suelo tembló cuando la bestia plantó las patas y luego sacudió la trompa hacia un lado y alcanzó a un enclenque cuidador. El hombre voló por toda la plaza como una muñeca de niña mientras los otros cuidadores intentaban (con valor, pero sin posibilidades) controlar a la bestia.
Liberado de sus ataduras, el gran animal lanzó un grito triunfal, como producido por una docena de cuernos, y cruzó la plaza con un paso pesado, pero imposible de detener.
Gansuj se aplastó contra el muro del edificio cuando el animal pasó frente a él. Se sintió como un insecto que se agarra con desesperación a una piedra sacudida por un terrible terremoto. Vio su poder en el lento bamboleo de su gran barriga, en los macizos músculos y tendones de sus descomunales patas… y en los profundos ronquidos de sus pulmones al mover su agrio aliento con olor de hierba.
«Vaya, no es más que un gran toro con el morro largo, con orejas como alfombras que se agitan y una piel gris, picada y arrugada como una armadura».
Entonces su mente se puso en marcha. No era un rinoceronte, cuya piel era convertida en armaduras para la realeza, sino algo parecido… Su gran cuerno era blando y se había alargado hasta convertirse en un miembro obscenamente prensil… y también ese ojo de color avellana, que lo miró al pasar a su lado, hundido y nervioso, pero inteligente, como el calculador ojo de un guerrero gigante.
Y luego pasó a su lado y Gansuj se apartó de la pared conteniendo la respiración. Ahora los cuidadores de la bestia gris corrían y saltaban señalándolo a él y riendo, pero se mantuvieron a una distancia prudencial cuando el toro guerrero de la nariz bamboleante se dirigió estruendosamente hacia la puerta del palacio. Los guardias de la puerta, riendo como dementes, pero sin ningún interés en cruzarse en el camino de aquel ariete viviente, abrieron a toda prisa las puertas para dejarlo pasar. El enorme animal pasó a toda velocidad sin que nadie le impidiera huir hacia la estepa abierta, seguido por gritos de burla y regocijo. «Es mejor dejarlo libre hasta que su furia se apague que intentar pararlo». Gansuj sonrió ante la idea de que tan extraña criatura corriese libremente por las llanuras. No le cabía duda de que acabarían por volver a capturarlo, si es que no lo cazaban y descuartizaban, pero por el momento era libre para correr bajo los cielos. Como deberían ser todas las cosas.
Ogodei nunca podía hablar de su terror secreto. El nudo del miedo se apretaba más y más en sus tripas cada año cuando se aproximaba aquel aniversario. Lo que le causaba el dolor no era el recuerdo de Tolui, el menor de los cuatro hijos de Gengis; para todos estaba claro lo querido que era para el kagan el recuerdo de su hermano. Tampoco eran las procesiones sin fin o las interminables comidas ceremoniales que se celebraban en honor de su hermano muerto durante toda la semana que duraba el festejo. No, lo que le provocaba dolor y espasmos en las tripas era que tenía que hablar ante la corte; tenía que presentarse ante ellos y hablar de la importancia del sacrificio de Tolui.
Ogodei iba de un lado a otro de su habitación como un tigre enjaulado. La gran copa estaba medio llena en una mesa cercana. No podía soportar su visión. El olor del vino lo perseguía. En más de una ocasión había cerrado las manos sobre el pie de la copa como si fuera un cuello que pudiera estrangular; si no podía partirla por la mitad, al menos podría ocultarla a su vista. Pero cada vez alzaba el borde hasta sus temblorosos labios y vertía un poco más de su contenido en su boca jadeante.
¡Ay!, cómo le habría gustado que la copa fuese aún más grande, como una bañera, para poder ahogarse en el vino y librarse de su carga, librarse del peso del imperio. Cada trago era más amargo, pero entonces se limitaba a beber más para borrar el gusto del trago anterior.
Ogodei soltó una maldición y estampó la copa sobre la mesa, de nuevo incapaz de tirarla por la ventana. El joven guerrero, Gansuj, se había enfrentado a él delante de todos sus invitados. Debería haberlo sacado a rastras de la sala y haberlo azotado.
El kagan hizo un gesto de desprecio ante su tembloroso reflejo en la superficie del vino. Debería haber sacado el cuchillo y haber matado él mismo al insolente cachorro. Pero la fiera expresión de su rostro le recordó a Tolui…, igual que la gran copa. Chagatai, su hermano mayor, había escogido bien su enviado.
En la puerta sonó un ligero golpe, y antes de que pudiera gritar a quienquiera que fuese tan imbécil como para molestarlo, su esposa Toreguene abrió la puerta y entró.
—Deberías ver la cantidad de gente que hay —dijo mientras entraba como deslizándose por el suelo. Iba muy arreglada, envuelta en capas de seda naranja y amarilla, con el cabello recién trenzado—. Todos esperan a su glorioso y sublime líder. —Le tocó ligeramente el brazo y hasta él llegó el olor de los aceites de jazmín y melisa de su cabello.
Ogodei resopló sonoramente y sus hombros y su pecho se hundieron. Quería tumbarse en uno de los divanes. Echar una cabezada.
—Deberían volver mañana —dijo con un suspiro—. O no volver. —Su mano se movió hacia la copa. Aunque se negaba a mirarla sabía muy bien a qué distancia estaba. «Solo otro trago, —pensó—. Quizá eso me atontará lo suficiente».
Ella se apoyó en él pasando el brazo bajo el de Ogodei. Su voz ascendió suavemente hasta su oído.
—No necesitan gran cosa. Enséñales la cara. Diles que comiencen sus fiestas.
—¿Qué celebran? —preguntó él con brusquedad—. El maestro Chucai dijo que esta fiesta sería algo nunca visto bajo los cielos, pero ¿por qué? ¿En honor de mi hermano muerto? En honor… —Se tambaleó hacia un lado liberándose del brazo de Toreguene y levantó la copa de la mesa. Miró a su esposa por encima del borde mientras acercaba la copa a sus labios. El vino se desbordó y le mojó la barba—. ¿Para honrar su sacrificio? A mi hermano no le importa. Está muerto. Se fue. Sus huesos se fueron. Un sacrificio inútil a unos dioses extraños.
Toreguene lo besó en la mejilla y le limpió el vino con el pulgar. Su amable sonrisa le hacía más daño que los recuerdos.
—Murió por la gloria del imperio —dijo ella, ni como reprensión ni como acusación, solo como recordatorio—. Murió por el sueño de tu padre. Sabía que su sacrificio era necesario para que el imperio pudiera seguir existiendo.
—¿Cuántos más hijos y hermanos han sido sacrificados por el sueño de mi padre? —gritó Ogodei—. ¿Cuántos más?
—Tolui fue un hombre bueno, el mejor y más noble hermano que cualquiera pudiera soñar con tener, pero sabía lo que había que hacer para mantener vivo el imperio. —Toreguene tomó suavemente sus mejillas entre sus manos cálidas y secas y lo miró a los ojos—. Tú eres el mejor de los hijos de tu padre. El único digno de ser su sucesor. No deshonres el sacrificio de Tolui negando lo que eres.
Los ojos de Ogodei empezaron a llenarse de lágrimas.
—Mi hermano —dijo en un sollozo—. ¿Qué otro haría un sacrificio semejante?
Toreguene quitó la copa de los dedos flojos de Ogodei y volvió a dejarla sobre la mesa. Sin decir palabra, lo condujo al balcón. Bajo la gran carpa azul del cielo había una hueste de guerreros en silencio. Lo esperaban. El sol estaba en su cénit arrancando destellos de los cascos de acero y las joyas de oro, y la multitud resplandecía como el agua.
—Todos ellos —dijo ella con voz tranquila—. Hasta el último de ellos y los millares que ya han muerto en acto de servicio, todos ellos sacrificarían su vida por ti, gran kan. —Le limpió la cara con la manga secando las lágrimas con cariñosos golpecitos—. No los rechaces.
La boca de Ogodei se apretó y su espalda se enderezó. Con suavidad, tomó las manos de Toreguene entre las suyas y las besó. Luego, con un pulgar, limpió una pequeña mancha de vino de su piel y levantó la cabeza para mirarla por debajo de sus gruesas cejas con sus pequeños y penetrantes ojos negros. Ella siempre producía ese efecto en Ogodei, como un tónico, mejor que cualquier vino, mejor aún que la visión de un buen caballo.
Cuando salió al balcón, el viento lo saludó como un viejo amigo; las crines de la bandera del Gran Espíritu colocada en la barandilla bailaban y se enroscaban con el viento. Casi podía oír en ese viento los relinchos y brincos de caballos ansiosos, deseosos de que los monten por las praderas.
El ejército reunido bajo el balcón dio un grito, y el sonido fue como una avalancha cayendo por una ladera empinada. Ogodei dejó que sus voces unidas lo abofetearan, y después, reanimado, rejuvenecido por la intensidad de su devoción, alzó los brazos para acallarlos y centrar su atención. Fue como si el repentino silencio expectante de un millar de hombres congelase el propio aire.
—Hoy… —comenzó, y luego volvió a empezar en voz más alta—. Hoy celebramos el sacrificio de mi querido hermano Tolui.
El nudo de sus tripas se apretó una vez más y luego se deshizo, y todos sus recuerdos, los queridos y los aborrecidos, fluyeron de nuevo. El momento había llegado. Todo aquello no significaba nada; lo significaba todo.
—Hace nueve años…
«Hace nueve años…», una noche en que nubes densas ocultaban la luna y el aire se hacía pesado amenazando con lluvia, Ogodei yacía en su lecho de muerte.
Tenía el pelo enredado y pegado al cráneo por el sudor, y una fina túnica se adhería a su cuerpo tembloroso. Cuando tenía fuerza suficiente intentaba deshacerse de las pieles húmedas y apestosas por su sudor, pero los sanadores siempre volvían a taparlo con ellas ignorando sus quejas guturales. Durante la mayor parte del tiempo se limitaba a mirar el enrejado de madera que sostenía la cubierta de la yurta y las evoluciones del humo rizándose antes de salir por el agujero de la cubierta. Los chamanes, como momias ahumadas envueltas en vestidos de centón, aparecían y desaparecían como fantasmas iluminados por la luz de luna que se cuela entre las nubes. Tocaban tambores de piel, entonaban interminables salmodias y hacían ruidos que imitaban a pájaros y zorros. Estaba seguro de que en algún momento miraría y todos se habrían convertido en lobeznos atemorizados que jadean y gimotean.
La fiebre lo había atacado durante la ausencia de la luna y lo había invadido como un malévolo diablo conjurado por sus enemigos. Creció en su interior, devorando primero la fuerza de sus piernas y brazos, y ahora se estaba ocupando de sus tripas y pulmones. Pronto ascendería por su garganta y encontraría la manera de llegar hasta su cerebro, y entonces dejaría de ser Ogodei Kan y se convertiría en un saco de pellejo pálido lleno de cenizas calientes.
Habían partido jinetes para convocar a todos los chamanes y sanadores de la tierra, y seguían llegando y se esforzaban por expulsar al demonio del calor que lo había infectado. Cantaban, bailaban, quemaban incienso; algunos buscaban respuestas en las confusas y erráticas palabras sin sentido que farfullaban sus labios, en la disposición de falanges y tabas que arrojaban sobre mapas de cuero o en las estrías y dibujos de caparazones de tortuga chamuscados.
Ninguno consiguió curarlo. En su propia defensa, dictaminaron que su enfermedad se debía a una maldición lanzada contra él por dioses iracundos de los reinos del sur (una venganza contra el imperio que había masacrado a sus tribus y expoliado sus tierras). Algunos de los chamanes intentaron comunicarse con los dioses extranjeros, encontrar una señal de lo que debían hacer para apaciguar su ira. La única respuesta llegó en forma de asfixiantes nubes de arena y repentinas tormentas cargadas de rayos.
«Una vida preciosa para ti —le dijeron los chamanes— a cambio de todas las que has arrebatado. Ese es el único sacrificio que aceptarán».
—Hermano…
Ogodei miró la tienda con ojos empañados intentando encontrar el origen de la voz que se había colado en sus delirios febriles. Mirando en la dirección del fuego con los ojos entornados distinguió una persona alta, vestida con pieles blancas y amarillas. Hizo un esfuerzo por levantar el brazo y le pidió que se acercase.
—He cabalgado toda la noche… —El hombre se arrodilló al lado de la cama y le cogió la mano caliente y grasienta con sus largos dedos—. El demonio extranjero aún no se te ha tragado —dijo el hombre con una sonrisa.
—Tolui —murmuró Ogodei. Quería abrazar a su hermano, pero el esfuerzo de pronunciar su nombre había consumido toda su fuerza. Intentó girar la mano para poder estrechar los dedos de su hermano, pero incluso eso quedaba más allá de sus posibilidades—. Pronto vendrá por mí el Lobo Azul —susurró. Le dolía la garganta y no podía sacar ni una flema. Su boca era como el desierto del sur: árido y sin vida—. Estoy… contento de que estés aquí —consiguió decir—. Cuando me vaya de este mundo…
Tolui puso un dedo que olía a cuero sobre los labios de Ogodei para hacerlo callar.
—No vas a morir —dijo. Su cara estaba chupada y tenía grandes ojeras oscuras que envejecían su rostro juvenil y lo envejecían de manera antinatural.
—¿Has encontrado un remedio? —preguntó la voz ronca de Ogodei antes de sufrir un ataque de tos seca que hizo que le doliera el pecho.
—He hablado con algunos de los chamanes y temen que no haya esperanza. Pero un viejo de las colinas del Águila me ha dicho que hay una manera…
La voz de Tolui se fue desvaneciendo hasta perderse en el ritmo obsesivo de los chamanes, que lo cuidaban cantando salmodias y tocando sus tambores.
—No —dijo Ogodei con esfuerzo—. No puedo permitir…
Tolui sacudió la cabeza.
—Nuestro padre me dijo que cuidara de ti, Ogodei. ¿No es eso lo que he hecho? Cuando olvidabas tus lecciones, ¿dónde estaba yo? Cuando te quedabas dormido, ¿quién te despertaba de un codazo? ¿Quién se ocupó del imperio de nuestro padre mientras las tribus se peleaban y se quejaban por nombrarte kagan? Te lo concedí con alegría cuando llegó el momento porque sabía que tú eras el hermano más sabio y capaz de todos nosotros. Te escogió nuestro padre y para mí siempre ha sido (y siempre será) mi principal deber y mi mayor honor seguir a tu lado. —Sus ojos estaban húmedos y brillantes—. Si mueres estaremos perdidos. Quedaremos débiles e indefensos mientras las tribus se reúnen para formar el kuriltai y elegir a un sucesor, como un niño huérfano que sale gateando de su yurta y encuentra a su familia devorada por los depredadores.
—Deberías ser tú, Tolui. Tú serías un buen kagan.
—¿Comparado contigo? —Tolui lo negó con la cabeza—. Los dioses te temen, hermano mío. Mira con qué desesperación intentan destruir el sueño de nuestro padre; tu sueño. —Apretó la mano de Ogodei como anticipándose a cualquier discusión—. Ya he decidido. Los chamanes oficiarán el rito. Déjame hacer esto por ti. Déjame servir a mi kan como mejor puedo hacerlo.
En la tienda se había hecho el silencio y Ogodei se esforzó por mirar a su alrededor. Había más chamanes de los que él creía que podían caber en la yurta. Todos iban vestidos de azul y habían cambiado sus tambores y huesos oraculares por tazas, astas de ciervo y bastones tallados. Intentó liberar la mano que le tenía cogida Tolui, pero su hermano menor lo retuvo con fuerza. No podía sentarse, no podía hablar. Su fuerza había desaparecido y volvió a desplomarse sobre las pieles mojadas de sudor. Lo envolvían como nieve húmeda y en el límite de su campo de visión bailaban figuras de demonios.
Los chamanes salmodiaban y la tienda estaba iluminada por la luz de cuatro braseros en los que quemaban aromática leña de pino. «¿Había pasado el tiempo?». Tolui ya no estaba al lado de su cama y su mano (la que hasta hacía poco sostenía su hermano) estaba fría y tenía un calambre. Cuando Ogodei parpadeó, uno de los braseros desapareció; fueron apagados en rápida sucesión y grandes nubes de humo comenzaron a crecer ocultando a los monótonos chamanes.
Una densa voluta de humo pasó sobre su cara. Alargó el brazo para tocarla, pero allí no había nada salvo un extenso vacío, como si yaciera desnudo en la estepa y todas las estrellas se hubieran apagado. Olía a sangre, como de una cacería reciente, y pensó en el ciervo del río, el que había matado con su padre hacía tantos años.
La salmodia se detuvo y los chamanes gritaron y chillaron en una cacofonía digna de una manada de lobos.
Ogodei no recordaba haber cerrado los ojos, y abrirlos fue como levantar una reja de hierro. Poco a poco consiguió levantar los párpados y se quedó con los ojos entornados y parpadeando a pesar de la poca luz que había en la tienda.
Los chamanes habían vuelto a sus salmodias y recitaban y canturreaban en voz baja. Susurros al viento. Tolui había vuelto y estaba a los pies de su cama. Tenía la cabeza gacha y el sonido que salía de su garganta parecía el de diez hombres que recitasen monótonamente y llorasen. Una copa de madera pasó de chamán en chamán hasta llegar a él, que la aceptó, se puso en cuclillas junto a los pies de Ogodei y la levantó hasta sus labios.
Y bebió, bebió y bebió. Parecía que nunca fuera a parar; Ogodei estaba a punto de gritarle que parase cuando dejó caer la copa y se desplomó contra la cama. Levantó la cabeza y sus brillantes ojos taladraron a Ogodei. Su boca se movió durante un rato antes de que salieran las palabras, y cuando lo hicieron Ogodei deseó poder gritar, empujarlas hasta el fondo de la garganta de su hermano como si eso pudiera deshacer lo que ya estaba hecho.
—Trae grandeza a nuestro imperio, hermano —susurró.
Ogodei se sentó. Su espíritu estaba volviendo en oleadas de pinchazos que recorrían sus miembros.
—Tolui —gritó con un jadeo ronco.
Tolui gimió y después se dobló por la cintura mientras sus manos se aferraban a la nada. Cuando volvió a mirar a Ogodei, las venas de su frente estaban hinchadas y moradas bajo la piel bañada de sudor.
—Hermano —susurró con voz sibilante—, me están bebiendo. —Toda la piel de su cara se puso tirante como el parche de un tambor, y Ogodei vio cosas que se movían por debajo; como lombrices excavando.
—Estoy borracho —dijo Tolui con un suspiro.
Intentó dar forma a una última sonrisa para su hermano mayor, pero sus músculos no respondieron y se desplomó inerte. Ogodei tiró las pieles a un lado. Descubrió que se tenía de pie, y corrió al lado de su hermano. Un chamán se colocó a un lado, medio oculto en la sombra.
—Está hecho —declaró con voz hueca y distante.
Los ojos de Tolui estaban cerrados como si se hubiera sumido en un profundo sueño. Ogodei lo abrazó con fuerza, pero ya no quedaba vida en el cuerpo de su hermano.
—En este día, hace nueve años, mi noble hermano se sacrificó para que yo pudiera vivir. ¡Pero su sacrificio no fue solo por mí! Tolui… Tolui Kan se sacrificó para que el Imperio mongol no se quedara sin su guía ni sin su destino.
Rodeado por más de un minghan de guerreros efusivos y extasiados era fácil contagiarse de su entusiasmo, y cuando la multitud rugió como aprobación tras las palabras del kagan, Gansuj se encontró unido a las aclamaciones a su pesar.
La explanada estaba suficientemente lejos del balcón de Ogodei para que no fuera fácil saber si el kagan había estado bebiendo. Desde luego, desde esa distancia no era posible distinguir los detalles que delatan la intoxicación en la cara de un hombre, pero teniendo en cuenta el ritmo de bebida del kagan y cómo se inclinaba sobe la barandilla del balcón mientras la multitud lo aclamaba, Gansuj sospechaba que el kagan estaba borracho.
—No debemos olvidar nunca el espíritu de mi querido hermano —continuó Ogodei volviendo a erguirse—. Su fuerza es nuestra fuerza, su espíritu todavía está con nosotros. Su nombre y los nombres de todos nuestros hermanos caídos son los que hacen de nosotros lo que somos. Quienes se levantan contra el imperio, quienes me desafían, profanan el recuerdo de nuestros hermanos muertos.
Ogodei hizo una dramática pausa, y cuando el clamor de la multitud llenó la explanada, levantó los brazos para pedir que gritaran más. El suelo retumbó cuando los hombres comenzaron a dar patadas acompasadamente. Esa vez, cuando el kagan bajó los brazos, el silencio volvió más despacio.
—Debemos a mi hermano —gritó Ogodei con voz resonante—, a vuestros hermanos y a todos los hermanos mongoles caídos, la continuidad de nuestro imperio. Mi padre unió las tribus y marcó para nosotros un rumbo que dejará una huella indeleble en la historia. Es nuestro deber, nuestra deuda sagrada con los hermanos que vendrán después de nosotros, mantener ese rumbo.
Las aclamaciones de la multitud se volvieron cada vez más fuertes y guturales hasta convertirse en un cántico de guerra. El sonido se movía en oleadas de atrás adelante y chocaba con los muros del palacio, y, por encima de la hirviente marea de guerreros vociferantes, Ogodei perdió el equilibrio. El corazón de Gansuj también, pero la multitud no se dio cuenta y Ogodei se estabilizó. Gansuj vio alguien moverse detrás de Ogodei y el rápido movimiento de la mano del kagan rechazando cualquier ayuda.
La multitud seguía entusiasmada, pero Gansuj había visto lo suficiente. Cuando Ogodei empezó a acallar a los guerreros vociferantes para su arenga final, Gansuj se abrió paso para salir de la masa.
La grandeza del kagan no había desaparecido. El vino lo debilitaba, pero no había acabado por entero con el fiero espíritu de Ogodei. Todavía era posible salvar al kagan, pero eso requeriría alguien como Gansuj (un ser independiente, un guerrero para quien las viejas costumbres aún estuvieran vivas y vigentes) para mostrarle el camino.
Aprender las costumbres de la corte era un medio para alcanzar un fin, algo así como aprender a interpretar rastros y señales para cazar. Un cazador tenía que conocer bien a su presa antes de poder perseguirla; antes de poder acercarse lo suficiente.