17
EL MISTERIO DE LA ASESINA
Cuando Munojoi y los demás jinetes se acercaron, Gansuj se puso de pie recordando a su cautiva con la hoja de la espada que debía mantenerse quieta.
Munojoi llegó el primero. Parecía un lobo hambriento, saboreando el momento antes de hincar los colmillos en la garganta de un ciervo herido de muerte.
—Pillado en el acto —dijo, aunque sin aclarar a qué acto se refería.
—Es mi prisionera —dijo Gansuj.
Los demás jinetes formaron un semicírculo alrededor de Munojoi y el polvo levantado por los cascos de sus caballos envolvió a Gansuj y a la mujer. Por el ribete de piel blanca de sus deel supo que no eran guardias de noche sino torguud, guardias de día. Miembros del iaghun de Munojoi.
Munojoi se inclinó sobre su silla. La luz de la antorcha proyectaba un baile de sombras sobre su cara.
—¿Ella? —preguntó. Se pasó la lengua por los labios como si saborease la palabra, y Gansuj se arrepintió de haber hablado. Munojoi desmontó y se acercó a los dos—. Ella es una prisionera de la guardia imperial, chico.
Gansuj se erizó al oír la despectiva palabra, más aún sabiendo que Munojoi la había utilizado precisamente para provocar en él la reacción que estaba teniendo. No era mucho más joven que el otro, pero «chico» connotaba una gran diferencia entre ellos. Gansuj se tragó la expresión de ira que ya tenía en la garganta, comprendiendo que con ella solo conseguiría dar a Munojoi la excusa que obviamente buscaba.
Munojoi sacó de su cinturón una larga daga y miró a la prisionera. Jugueteó con la punta del arma con inconsciente familiaridad.
—Apártate, chico —dijo a Gansuj con toda su atención enfocada en la mujer.
Ella miraba a Gansuj parpadeando sin parar, y él no pudo discernir si lo hacía por miedo o por el polvo que había caído sobre ella. Tenía la boca abierta y jadeaba. Gansuj sabía lo que haría en cuanto él apartara de su espalda la punta de la espada.
—Muy bien —dijo levantando la espada.
Ella saltó como un ciervo desde detrás de un matorral y salió corriendo, intentando desaparecer en la oscuridad que reinaba más allá de las antorchas. Uno de los hombres montados tiró la antorcha para coger el arco y las chispas se extendieron por el suelo y asustaron a los caballos. Se movieron y entrechocaron, y los hombres empezaron a gritar al que había dejado caer la antorcha.
Munojoi lanzó la daga, casi perezosamente, y Gansuj oyó un grito de dolor procedente de la oscuridad y luego la caída de un cuerpo.
—Hai! —gritó Munojoi a sus hombres—. Controlad vuestros caballos.
Los jinetes calmaron a sus caballos y los apartaron de la parpadeante antorcha caída, a cuyo alrededor había empezado a extenderse un pequeño incendio por la hierba. Cuando los animales se calmaron, Gansuj oyó un gemido gutural que procedía de fuera del círculo de luz.
Munojoi lo miró con una sonrisa salvaje instalada de nuevo en su rostro.
—Ahora tiene tu daga —dijo Gansuj, disfrutando del cambio de expresión que produjeron sus palabras en Munojoi.
Munojoi se acercó a la antorcha caída, apagó a pisotones el fuego que se extendía a su alrededor y la recogió.
—Ten cuidado, chico —advirtió con gesto agrio—. Cuando la recupere, podría usarla contra ti.
Munojoi caminó rápidamente en la dirección en que había lanzado la daga; poco después su antorcha barría el suelo como si estuviera limpiando de restos un pavimento de piedra. La mujer chilló, un largo quejido que se disolvió en un sollozo.
«¿Quién es?». Gansuj no había tenido tiempo de pensar en la afirmación de la mujer de que no era una asesina. Si lo que decía era cierto, ¿qué estaba haciendo en el palacio? ¿Era una ladrona? ¿Qué había robado?
Necesitaban respuestas, y el descubrimiento de la mujer y su posterior persecución habían estado dominados por la confusión, que incluía, se dio cuenta, el malentendido con algunos guardias que lo habían tomado por compañero de la mujer.
Miró a los hombres de Munojoi con un repentino nudo en la garganta. Aunque fueran torguud que habían jurado proteger al kagan, eran guerreros escogidos por Munojoi. «Estamos lejos de la corte —pensó—, lejos de la mirada del kagan. Sería fácil que se produjera un accidente. Nadie diría lo contrario».
—No es una asesina —gritó Gansuj—. ¿Cómo vamos a proteger al kagan si no nos enteramos de qué hacía en el palacio?
Dos de los jinetes se pusieron tensos, su lenguaje corporal cambió cuando Gansuj les recordó el fin principal de los torguud. Acababa de ganar un poco de margen para respirar. Mientras consiguiera mantener la atención dirigida a la mujer, la rivalidad entre él y Munojoi sería una inoportuna distracción del asunto que los ocupaba. Sus hombres no permitirían a Munojoi que se entregara a venganzas mezquinas.
Soltando el aire que tenía retenido, Gansuj dio la espalda a los hombres montados y fue hacia donde ahora se movía la antorcha de Munojoi.
Munojoi se esforzaba en dominar a la mujer. Con el impedimento de la antorcha y la daga no era capaz de inmovilizarla. La extraña tenía sangre en un hombro, una mancha húmeda y oscura con aspecto satinado a la luz de la antorcha, y el olor a pelo quemado inundó la nariz de Gansuj al acercarse. La mujer lo vio llegar y sus movimientos se volvieron aún más violentos, lanzando arañazos a Munojoi. Le golpeó el brazo izquierdo, que sostenía la antorcha, y el fuego bailó peligrosamente junto a su cara; cuando él echó la cabeza hacia atrás, ella se liberó.
Corrió, pero no hacia la oscuridad, sino hacia Gansuj. Sorprendido, él bajó la espada para que no se la clavara (si es que eso era, como parecía, lo que intentaba hacer) y ella no se detuvo. Chocó bruscamente con él, que se tambaleó intentando evitar que le atacara el rostro o le cogiera la espada. Ella no hizo nada de eso, y durante un instante se quedó con las manos apoyadas sobre su pecho; luego Munojoi llegó hasta ellos.
La sujetó por el pelo, tiró de su cabeza hacia atrás y le apoyó la daga en el cuello. Gansuj se apartó al ver acercarse la hoja, pero no pudo liberarse de la mujer, cuyas manos tiraban de su deel como si pudiera abrirlo y esconderse dentro de la voluminosa prenda; solo paró cuando Munojoi aplicó un poco de presión con su daga y una pequeña gota de sangre apareció en su cuello desnudo.
Munojoi miró con odio a Gansuj desde detrás de la mujer mientras apretaba la presa en su pelo.
—Hablará —dijo riendo—. Soy muy bueno no matando a la gente.
Ella temblaba sin control, y la mirada salvaje de sus ojos recordó a Gansuj la de un animal que ve aproximarse su muerte.
—Es mi prisionera —dijo Gansuj sin ceder terreno.
Munojoi soltó un bufido.
—Estoy al mando de un iaghun de la torguud del kagan —dijo—. Tú no eres más que un perro faldero del hermano del gran kan. Tu palabra tiene poco valor en Karakórum.
«Pero sí tiene algún valor —pensó Gansuj—, y por eso solo me amenazas aquí, lejos de los oídos de hombres sobre los que no tienes mando. —Se quedó mirando a Munojoi durante unos instantes y luego apartó la mirada. Retrocedió y se hizo a un lado y renunció a su reclamación sobre la mujer—. Por el momento».
Munojoi gruñó, seguro de su superioridad en esa situación, y se llevó a la prisionera, que ahora era suya.
—Atadla —gritó a sus hombres—. Vamos a llevarla a la ciudad. —Y dirigió a Gansuj una última mirada de desprecio.
Gansuj observó cómo le ataban las manos y luego la tiraban atravesada sobre la silla de Munojoi. Pocos minutos después se alejaban, sus luces fueron menguando hasta convertirse en luciérnagas y desaparecieron por completo.
Gansuj recuperó la antorcha que había tirado Munojoi, y mientras estaba apagando a pisotones el fuego que había provocado se dio cuenta de que la mujer había introducido algo en su deel.
Gansuj volvió a Karakórum tan deprisa como pudo, pero tardó un rato en encontrar su caballo, incluso con la ayuda de la débil antorcha. En consecuencia, llegó al palacio después del alba: polvoriento, dolorido, cansado e irascible. Ni siquiera el respiro de la brisa de la mañana acariciando su rostro mejoró su humor.
Las grandes puertas del palacio estaban cerradas, con los impresionantes adornos en forma de cabezas de dragón proyectándose hacia el mundo. Cuatro guardias vigilaban delante de ellas, vestidos con las vistosas armaduras de bronce y las impolutas pieles de cordero blancas de la guardia de día. Cuando Gansuj se acercó mantenían una actitud impasible que no cambió por su presencia ni por su mal humor.
—Tengo una información importante para el kagan —dijo— sobre el intruso de anoche.
—El intruso ya ha sido interrogado —informó uno de ellos.
Gansuj pensó en la cajita que le había dado la mujer. Estaba guardada dentro de su ropa interior; era rectangular, lacada en negro, del tamaño justo para caber en la palma de su mano y sin aberturas visibles. Cuando la agitó, algo traqueteó en su interior.
—Yo soy quien la capturó —dijo—. El kagan querrá oír mi informe.
—El comandante Munojoi, de la torguud, la atrapó —lo contradijo el guardia.
Gansuj se acercó un paso al hombre, y detrás de él otros dos cruzaron sus lanzas para formar una barrera.
—¿Me estás llamando mentiroso? —preguntó acercando mucho la cara a la del otro hombre—. Soy el emisario de Chagatai Kan y he sido enviado para informar en persona al kagan. Si no te apartas y me dejas entrar en el palacio…
El guardia intentó ponerlo en evidencia.
—¿Qué me vas a hacer?
—Voy a hundir mi cuchillo en tus tripas. —Gansuj enseñó los dientes—. Probablemente tus compañeros me matarán, pero después tendrán que explicar al kagan a quién han matado y por qué. ¿Crees que tienen ganas de hacer eso por ti? Tal vez incluso el kagan los dejará vivir lo suficiente para que expliquen al propio Chagatai Kan lo que han hecho.
Detrás del guardia, las lanzas se retiraron con un repiqueteo. El guardia oyó el ruido y parpadeó varias veces.
Gansuj pasó junto al alterado guardia y abrió de un empujón una de las pesadas puertas. Entró por la estrecha abertura disimulando el sudor que había aparecido de repente en las palmas de sus manos y en su frente con unos andares firmes y arrogantes más propios de un campo de batalla. Pero lo animaba lo que había advertido en la llanura: su palabra tenía algún valor. Sin duda Munojoi estaba por encima de él en la jerarquía del palacio, pero él cumplía órdenes directas del hermano del kagan, órdenes que ni siquiera el propio kagan podía ignorar por completo.
Entró veloz en el salón del trono, con un paso y una actitud reforzados por lo que iba pensando, y se paró en seco.
La gran sala estaba casi vacía. No había guardia ceremonial ni enjambre de obsequiosos cortesanos y administradores provinciales. Unos cuantos criados trabajaban en el suelo fregando las baldosas con trapos mojados y piedra pómez. Aparte de ellos, en el salón solo estaba el maestro Chucai, ensimismado cerca del enorme trono del kagan.
—¿Qué…? —comenzó Gansuj, y luego se dio cuenta de qué era lo que estaban intentando limpiar los criados. Su garganta se cerró con un espasmo y su ímpetu se desinfló. El olor era inconfundible (aún estaba fresco en su cabeza después de olerlo en la llanura) a pesar del agua perfumada y del incienso que habían quemado para enmascararlo—. ¿Qué ha pasado? —preguntó a pesar de que la respuesta era obvia.
—Un interrogatorio —respondió el maestro Chucai. Se acercó a Gansuj con el semblante tenso por el agotamiento físico y mental; él tampoco había dormido—. El comandante del iaghun, Munojoi, tiene una gran habilidad en algunas técnicas antiguas, unas técnicas que el imperio desearía que pudiera olvidar. —Se encogió de hombros—. Pero a veces es mejor…
—Era mi prisionera, maestro Chucai —dijo Gansuj interrumpiendo al consejero del kagan—. Podría haberla hecho hablar con menos… —señaló con el dedo a los criados que fregaban—, con menos crueldad.
—A veces la crueldad es necesaria para manejar un imperio —se explicó Chucai. No mostró reacción alguna a la interrupción del joven. Hablaba en tono calmo y controlado—. Por rechazable que pueda ser, se puede recurrir a la aplicación de medidas de fuerza extremas para descubrir amenazas al kagan y a la estabilidad de su mandato.
—¿Era una amenaza? —preguntó Gansuj.
La mirada de Chucai se enfocó en Gansuj y sus ojos se entornaron.
—Un enemigo es un enemigo —dijo en un tono aún más inexpresivo que antes.
—No es eso lo que he preguntado —replicó Gansuj—. En la estepa, mi clan siempre trató a sus enemigos con respeto, incluso a aquellos que venían contra nosotros con espadas y arcos. Ella no iba armada. Esto… Esto ha sido una carnicería.
—No llevaba armas —admitió Chucai—, pero eres un ingenuo si la crees incapaz de usarlas.
—¿Era eso lo que estaba haciendo aquí? —preguntó Gansuj—. ¿Te dijo que tenía intención de asesinar al kagan?
Chucai lo miró inquisitivamente.
—¿Es eso lo que te dijo?
—No me dijo nada —contestó rápidamente Gansuj.
—No eres buen mentiroso, Gansuj —dijo Chucai insistiendo en su mirada—. ¿Tan poco te ha enseñado Lian?
—Esto no tiene nada que ver… —comenzó Gansuj con el rubor apareciendo en sus mejillas.
—¿Qué instrucciones te dio Chagatai Kan? —preguntó Chucai—. ¿Se suponía que debías perseguir ladrones? ¿Interrogar espías extranjeros? ¿O se suponía que debías vigilar cuánto bebe el kagan?
Gansuj se mantuvo en silencio conteniendo el torrente de palabras que se agolpaban en su garganta. Sabía que Chucai no estaba interesado en oírlas.
—Lo que quisiera esa mujer, lo que intentaba cumplir, no es cosa de tu incumbencia —dijo Chucai despidiendo a Gansuj con un gesto de la mano—. He puesto a Lian a tu disposición para que puedas aprender las costumbres de la corte; solo se trata de que puedas cumplir tu misión con más facilidad. Perseguir a un intruso como hiciste anoche es el comportamiento impetuoso de un nómada de las estepas sin civilizar.
—¿Sin civilizar? —dijo Gansuj con un resoplido—. Yo no la habría torturado. —Y se volvió, se alejó del maestro Chucai y dejó atrás el salón del trono del kagan y su suelo manchado de sangre.
No le gustaba huir, pero ya había aprendido algo de Lian: a saber cuándo había perdido la ventaja. El maestro Chucai había manipulado la conversación para centrarla más en él que en lo que quería la mujer. No se atrevía a contraatacar. Chucai vería que sabía más de lo que admitía.
Pero ¿sabía más?
Introdujo la mano en su deel y tocó la caja lacada.