27

UN REGALO PARA EL «KAGAN»

Lian vio cómo Gansuj desaparecía en la aglomeración de cuerpos que rodeaba la pista. Ella había llegado con el séquito del kagan, atrapada en los últimos lugares de las filas de sirvientes y concubinas que desfilaban tras el gran kan. Estaba bastante segura de que Gansuj no la había visto.

Algunas de las otras concubinas estaban cotorreando desde detrás de sus abanicos acerca del combate entre Gansuj y Namjai, y unas cuantas dirigían tímidas miradas hacia ella preguntándose cómo sería irse a la cama con uno de esos guerreros. Lian las ignoró. Sus vidas estaban llenas de cotilleos, una corriente incesante de susurros que iban y volvían y que trataban de las proezas sexuales de los hombres de la corte: quién era un gran amante, quién era desconsiderado y propenso a la violencia, quién era un patético inepto incapaz de hacerlo… Su cháchara continua le recordó el iracundo piar de los arrendajos del jardín cuando los molestaban. No eran más que eso: pájaros chillones.

Una gran parte de su vida la pasaba esperando. Esperando a que el kagan decidiera que ya era hora de marcharse de Karakórum; esperando a responder a las interminables preguntas del maestro Chucai sobre el joven guerrero o sobre los otros hombres con los que ella pasaba tiempo en la corte; esperando pacientemente hasta que ya no notaran su presencia y pudiera escapar.

No era difícil ser recatada y adecuadamente respetuosa con Chucai; a fin de cuentas él era su guardián y nada había en su relación que dificultara mantenerla perfectamente clara. Él apreciaba su cultura y su educación, y aunque no dejaba de tratarla como a una propiedad, a sus ojos tenía cierto valor.

Gansuj era otra cuestión. Se había equivocado sobre su carácter en su primera impresión. A pesar de que aún tenía momentos de insensibilidad y ordinariez intolerables, se daba cuenta de que estaba intentando cambiar. No solo porque pensaba que su misión le exigía ser una persona diferente, sino también porque sabía que eso los aproximaría más.

¿Qué pasaría con él si ella escapaba? ¿Lo culparían? Munojoi aprovecharía la ocasión para desacreditarlo delante del kagan. ¿Arruinaría su huida la posibilidad que tenía Gansuj de salvar al kagan?

Lian sacudió la cabeza para borrar esos pensamientos. Gansuj era mongol, del pueblo que había masacrado y dominado al suyo. ¿Qué le importaba a ella el imperio? No estaba allí por voluntad propia; era una prisionera. Y si aquel imperio, el mundo de Ogodei Kan, se desmoronaba, ¿qué iba a ser de ella?

Conocía la respuesta a esa pregunta; sabía qué les sucedía a los prisioneros cuando nuevos conquistadores se cobraban su botín.

Cerca de allí, el kagan soltó una rugiente carcajada y después fue tambaleándose entre los miembros de su séquito para invitar a todos a participar del banquete de esa noche. Su rostro lascivo estaba oscurecido por el vino, y su ropa, empapada del sudor provocado por el lento veneno de la bebida. A las concubinas les daba igual su aspecto; el sudor y la peste siempre estaban incluidos en su destino. Todas lanzaron grititos de excitación.

«Durante la fiesta —pensó Lian— estarán todos tan ocupados contemplando cómo el kagan se ahoga en vino que nadie me prestará atención».

Si se atreviera a soñar con escapar, ¿no sería ese el mejor momento?

Gansuj alisó el delantero de su nueva túnica azul mientras entraba en el gran comedor. Le sentaba extraordinariamente bien, aunque no podía dejar de manosear el excelente tejido. No podía apartar de su cabeza el hecho de que ella se lo había regalado.

Cuatro grandes mesas ocupaban la mayor parte de la sala. En el extremo norte había una tarima baja en la que habían colocado una mesa redonda. Gansuj observó el enjambre de nobles y guerreros rodeados de criados y concubinas que esperaban, recorriendo rápidamente las caras para hacerse una idea general de quién se sentaba en cada lugar. La mesa de su derecha estaba rodeada por miembros de la torguud, reconocibles por los vivos de piel blanca de su ropa. Varios vieron a Gansuj junto a la puerta y alzaron su copa como saludo. Este respondió con una inclinación de cabeza. «Me he ganado el respeto». A pesar de que su combate con Namjai había quedado en empate, lo había hecho mejor que muchos de ellos. Tiró del rígido y ancho cinturón que ceñía su túnica y casi dejó caer el paquete que sujetaba bajo el brazo izquierdo. Ya tenía demasiado calor y no tardaría mucho en empezar a sudar.

De repente su idea le pareció todavía más absurda, rayando en lo ridículo. Vio al maestro Chucai cerca de la mesa redonda, y a pesar de la masa de personas que los separaba, al alto consejero no le costó mucho abrirse paso hacia Gansuj.

—Maestro Gansuj, he oído hablar de tus hazañas.

Gansuj se encogió de hombros.

—El combate acabó en empate —objetó.

Alguien gritó a Gansuj desde el fondo de la sala y los ojos de Chucai se movieron brevemente en esa dirección y volvieron al rostro de Gansuj.

—En cualquier caso, me animan esas historias. ¿Puedo suponer que la conversación que tuvimos el otro día fue… inspiradora?

—Un poco —admitió Gansuj.

Le pareció ver a Lian sentada al lado de… «¿Quién es ese?». Intentó mirar más allá de Chucai sin resultar grosero. «Namjai».

—Has traído un regalo —dijo el maestro Chucai haciendo una seña hacia el paquete que había bajo el brazo de Gansuj—. ¿Quieres que se lo entregue al kagan?

Gansuj no conseguía ver con claridad a la pareja a través de la multitud y titubeó, dividido entre conseguir un punto de observación mejor y responder al maestro Chucai. Suspiró y desistió por el momento. Chucai lo miraba expectante.

—Sí, por supuesto —respondió—. Sería un honor para mí entregarlo en persona al kagan.

—Por supuesto —dijo Chucai con amabilidad, como si ese hubiera sido el plan desde el principio. ¿Era una sonrisa eso que aparecía en los labios del consejero del kagan?

—Tal vez podrías indicarme qué lugar sería más adecuado para mí en la mesa del kagan —dijo Gansuj. Dio unos sugerentes golpecitos en el paquete.

Chucai hizo un gesto hacia la mesa de la tarima.

—Desde luego —dijo. Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. El orden es sencillo. Los que pueden ignorar su borrachera se sientan cerca; los que no, pero aun así quieren ganarse su favor, después de esos, y los que se avergüenzan, pero no se atreven a demostrarlo en público, lo más lejos que pueden. —Sonrió sin alegría—. En cualquier caso, es una mesa redonda y al kagan le gusta moverse y mezclarse con todos, lo cual hace difícil estar lo bastante lejos, me temo.

—Entonces no voy a pensar demasiado en mi lugar —comentó Gansuj inclinando la cabeza—. Me sentaré en el primer asiento vacío que encuentre. «Y dejaré el resto a la voluntad del Lobo Azul» —concluyó en silencio.

—Una decisión muy prudente y sensata —dijo Chucai devolviendo la inclinación de cabeza.

Gansuj se puso en movimiento y fue hasta la mesa principal, donde dejó el paquete sobre la mesa delante de una silla a la derecha del lujoso asiento reservado para el kagan. Se sentó, incómodamente doblado sobre el cinturón, y entonces se dio cuenta de quién estaba sentado justo delante de él. «Munojoi».

Solo tuvo un instante para devolver la mirada de odio del comandante del iaghun antes de que una súbita reducción del ruido imperante en la gran sala anunciara la llegada de Ogodei Kan. El kagan tardó un rato en atravesar la masa de gente (durante el cual Munojoi no dejó de mirarlo) y, al acercarse Ogodei, Gansuj comprobó con cierto alivio que sus manos estaban vacías. Por el momento no estaba bebiendo.

Desde aquel punto de observación, Gansuj veía mejor la mesa a la cual estaba sentado Namjai e intentó ver quién se sentaba a su lado. Era Lian, y la vio inclinarse hacia delante interesada en lo que decía Namjai. Ella rió por su aparente agudeza y Gansuj frunció el ceño. ¿Habría visto el combate? No se atrevía a buscar su mirada; no con Munojoi observando.

—Gansuj. —Ogodei lo cogió por el brazo, más para mantener el equilibrio, como advirtió Gansuj, que como gesto de amistad. Su aliento apestaba a vino—. Un intento impresionante el de esta mañana.

—Me siento honrado, kagan —dijo Gansuj dejando de prestar atención a Lian. «De todos modos, ¿qué me importa? Ella no forma parte de la misión que he venido a cumplir aquí».

—Un brindis —gritó Ogodei haciendo una seña a su pequeño criado encargado de la bandeja de copitas—. ¡Un brindis por nuestros luchadores!

—Por favor, kagan, si me dais vuestro permiso un momento…

Gansuj levantó una mano para detener al portador de la bandeja. Tragó saliva cuando todas las conversaciones se apagaron súbitamente a su alrededor, y durante un segundo su valor amenazó con abandonarlo. «Respeto —pensó, afirmando las rodillas—. Pedirlo. Ganarlo».

Cogió el paquete de la mesa.

—Hoy, hace horas —dijo—, he visto al kagan bebiendo de esas copas diminutas, y me he preguntado por qué os tomáis la molestia. En ellas cabe muy poco vino. No son dignas de vuestra grandeza, de vuestra importancia bajo el cielo infinito.

Los ojos de Ogodei parecían estar aún más desenfocados que la noche en que Gansuj lo había visitado en sus habitaciones. Sus pupilas eran agujeros negros que podrían tragárselo todo: la luz, el sonido, hasta el aire de la sala. Su boca empezaba a torcerse como si estuviera a punto de saltar hacia delante y morder a Gansuj en el cuello.

—Me envió aquí vuestro hermano —continuó Gansuj—. Chagatai quiere que dejéis de beber…

Fue interrumpido por una carcajada desde el otro lado de la mesa.

—Es la pequeña niñera —se burló Munojoi—. ¡Ha venido a explicarnos lo malo que es el vino para nuestra salud!

La misma suspicacia era visible en el rostro de Ogodei, y Gansuj se dio cuenta de que estaba próximo a perder la atención del kagan, igual que había fracasado estrepitosamente el día de su llegada a Karakórum. Giró la espalda con un estremecimiento en toda la columna y rompió el envoltorio de papel. Con un nuevo giro que hizo que los chambelanes dieran un respingo y los guardias avanzaran un paso, levantó el objeto… y enseñó su regalo al kagan.

—Chagatai dijo que yo debía insistir en que solo bebierais una copa al día, y me encuentro con que bebéis ¿cuántas? ¿Veinte? ¿Treinta? —Levantó la mano vacía con el pulgar y el índice muy juntos—. Minúsculas copas. ¡Copas para niños y monos! De este tamaño. ¿Quién presenta una copa así al kagan sin morirse de vergüenza?

Alzó la copa (la enorme copa de boca ancha que días antes había comprado por accidente en el bazar) en dirección a Ogodei, y luego la dejó de golpe sobre la mesa con un resonante ruido metálico.

—Debo lealtad a mi señor, Chagatai Kan, y al imperio. Él dice que una copa al día. Yo digo que el kagan debe hacer lo que le plazca. Vos, vos mismo me lo dijisteis la primera vez que me presenté ante vos: el kagan no pide permiso a nadie. El kagan solo se pertenece a sí mismo. Bebe, si ese es nuestro deseo; nadie, ni yo, ni vuestro hermano ni persona alguna de las reunidas aquí puede decir lo contrario. Pero si vais a beber, el gran kagan debe beber de una gran copa, de una copa digna de vuestra grandeza, de vuestra importancia, de vuestro poder que todo lo conquista.

La boca de Ogodei se movía como si estuviera masticando un trozo de carne con tendones. Miró a todos los que estaban a la mesa fijándose en sus caras borrosas que iban apartando la mirada, y después escupió. Y eructó.

El completo silencio fue roto por el roce de acero de armas que salían de sus vainas (los guardias, que se adelantaban a la violencia, deseosos de ejecutar la orden fatal del kagan).

Pero Ogodei levantó lentamente el brazo y un movimiento de su mano detuvo el castigo. El kagan se volvió despacio tambaleándose; su mirada recorrió uno por uno el rostro de los reunidos, todos fascinados, pero deseando con desesperación apartarse, irse de allí, huir ahora para librarse de la ira que todos sospechaban que estaba a punto de hacer erupción.

El criado con la bandeja de copas diminutas se retorció para apartarse cautelosamente del kagan. Como un animal que nota la debilidad de su presa, Ogodei lo fustigó con un grito sin palabras. La bandeja salió volando de las manos del hombrecillo salpicando a todos los presentes con vino tinto y espeso como gotas de sangre.

Luego, el kagan se giró hacia Gansuj con súbita y sorprendente estabilidad y sus manos agarraron la nueva túnica del guerrero. Gansuj se vio arrastrado hacia delante hasta que su cara quedó a no más de un aid de la del kagan.

La cara de Ogodei se puso tan oscura como el vino con el peligroso rubor provocado por la ira en sus ya rubicundas mejillas. De pronto, como un perro, se inclinó hacia delante y sus dientes se cerraron junto a la mejilla de Gansuj.

—¡Haré… lo… que… me… plazca! —dijo entre dientes salpicando de salivazos a Gansuj; luego se apartó como una serpiente con los labios fruncidos en una terrible mueca.

Gansuj se quedó callado con la mandíbula apretada. Había dicho todo lo que tenía que decir. El kagan lo escucharía o no. Con el rabillo del ojo podía ver los ojos horrorizados de algunas de las caras que los rodeaban. Estaban sonrojados por el miedo y la excitación, en sus mentes no cabía duda de que en cuanto su ira apabullante lo dejase hablar, el kagan ordenaría que quebraran a Gansuj, primero las rodillas y después las costillas, y luego lo colocaran bajo los tableros para pasar a caballo sobre su cuerpo fracturado; una muerte lenta, asfixiante, trituradora, por aquella desvergüenza y aquel insulto inexplicables.

Este no apartó su mirada de la del kagan, desafiando sin palabras a Ogodei a dar la orden. «No es muerte adecuada para un guerrero —pensó—, pero eso no me hará serlo en menor medida».

La comisura del ojo izquierdo de Ogodei empezó a temblar y empujó a Gansuj contra la mesa.

—Dame la copa —gruñó—. Yo juzgaré si es digna.

Gansuj se arrodilló y bajó la vista hacia los pies del kagan.

—Sí, mi kan —murmuró. Su vista se nubló; se balanceó boqueando en busca de aire. Oyó el ruido de cascos golpeando madera, y un instante después se dio cuenta de que solo era el eco de su propio corazón.

Alguien puso la copa en sus manos; estaba claro que era alguien demasiado asustado para dar él mismo la copa al kagan. Con las piernas temblorosas, Gansuj se puso de pie y le ofreció la copa. Ogodei se la quitó bruscamente de las manos.

—¡Vino! —gritó—. ¿Por qué no hay vino en esta copa? —Una docena de cuerpos saltaron como resortes ofreciéndose a llenar la copa del kagan con las suyas, medio vacías.

Con un gruñido, Ogodei se volvió y golpeó la cara de Gansuj con la copa. Los ojos de Gansuj se llenaron de lágrimas y la sala se emborronó mientras giraba y caía sobre sus rodillas y manos. Tenía sangre en la boca y notaba como si le hubieran restregado una brasa por la mejilla.

Algo pesado cayó sobre su cuerpo. Se tensó intentando evitar derrumbarse por completo sobre el suelo. «Tablas». Sus manos se apretaron con pánico. Pero solo era un hombre, inclinado sobre él, agarrándolo por los hombros, echando su aliento caliente y apestoso sobre su mejilla ensangrentada. Intentó enfocar un objeto brillante que flotaba dentro de su campo visual y, parpadeando para ver entre las lágrimas, vio que era la copa; su regalo a Ogodei. Había salido mejor parada que su mejilla.

—Es una buena copa —dijo el kagan junto a su oreja—. Fuera de mi vista, joven poni, antes de que cambie de idea.