18
LA APERTURA DEL VELO
Más tarde, cuando hubiera matado a aquella cucaracha gigante de acero, Zug se preocuparía por la humillación de haber acabado en el suelo. ¡De haber sido enviado ahí con su propia arma! Pero no había librado centenares de combates en esta palestra y otras semejantes sin haber adquirido ciertas habilidades. Una de ellas era que podía absorber la energía de la muchedumbre cuando la necesitaba, pero ignorarla por completo cuando solo chillaba como un grupo de ocas alborotadas.
Chevalier (que era el nombre que al parecer daba la multitud a aquel gran franco) tenía alguna experiencia con armas de asta, y aunque no excepcionalmente eficaz, sí era bastante bueno con la naginata. Zug sabía que había tenido suerte (¡dos veces!) y que esa suerte era más de lo que un hombre muerto podía esperar. No se le darían muchas más oportunidades.
Tirado en el suelo no podía utilizar sus piernas ni su cuerpo para dar fuerza a sus movimientos. Tenía que aproximarse, como había hecho el franco. Pero, a diferencia de este, él estaba tumbado de espaldas.
Zug se encogió como un camarón aproximando las rodillas al pecho. Al arquear al espalda para desplazarse, aproximó la hoja de la espada del franco a su blanco más cercano: su tobillo derecho. A diferencia del resto de su cuerpo, el tobillo del franco no estaba protegido. El golpe le cortaría el pie o le rompería huesos y lo dejaría lisiado.
El franco levantó su pie con destreza lo justo para dejar que la hoja pasara por debajo. Pero se había desequilibrado y tendría que volver a apoyar el pie antes de poder lanzar su ataque. Había perdido la iniciativa.
Zug mantuvo la enorme espada en movimiento. La hizo girar a su alrededor mientras reptaba otra vez como un camarón y volvió a golpear; el mismo golpe, pero aun con más fuerza.
La punta de la naginata se clavó en el suelo delante de él y paró en seco el movimiento de la espada. Era casi una imagen exacta de cómo Zug había bloqueado el segundo golpe del franco con la naginata hacía un momento.
Apoyándose en el codo derecho, Zug alargó la mano izquierda y agarró el asta de madera de la naginata a solo un pie de distancia de la mano del franco. El arma estaba neutralizada y Zug tenía un punto de apoyo.
La rodilla izquierda del franco quedaba expuesta más o menos a la altura de la cabeza de Zug, en una posición perfecta para recibir una patada. Zug encogió las rodillas casi hasta su barbilla y luego lanzó una patada contra la rodilla de su rival. El franco, al ver una ocasión de dar una patada en la cabeza a Zug, había comenzado a pivotar sobre su pierna izquierda, pero Zug fue más rápido y golpeó lateralmente la rodilla del otro en el preciso instante en que soportaba todo su peso y el de su pesada armadura.
El franco cayó al suelo casi encima de Zug. Su codo derecho estaba sobre el brazo izquierdo de Zug y lo inmovilizaba, y su apestoso sobaco estaba casi sobre la cara de Zug. Pero el brazo derecho de este se encontraba libre y protegido por su cuerpo.
Zug se deshizo de la espada del franco y, con un acto muy ensayado, llevó la mano a su espalda y sacó la tanto de su vaina.
La movió por delante de su cuerpo en un movimiento corto y rápido que el otro ni llegó a ver y la hundió hacia arriba con toda su fuerza en la axila del franco. Al hacerlo tuvo que reprimir el impulso de apartarse, porque esperaba que brotase un surtidor de sangre de la gran arteria que insuflaba vida al brazo de su rival.
Pero no sucedió nada.
Haakon había recibido muchos golpes dolorosos durante su instrucción y Taran había insistido en enseñarles a golpear al otro en determinados puntos, como detrás del ángulo de la quijada, donde resultaba especialmente desagradable. Pero Haakon nunca había sentido algo tan malo como lo que Zug le había hecho en la axila.
Ya no tenía sujeta el asta de la guja; el golpe de aquello en la axila le había dejado el brazo flojo. Levantó el brazo, más para ver si aún funcionaba que como táctica de combate, y se espantó al ver la hoja de acero plateado en la mano derecha de Zug, apuntando al lugar en que le dolía. La malla de Haakon había detenido un golpe perfectamente dirigido.
Entonces, con demasiado retraso, el entrenamiento volvió a activarse en su interior; agarró la muñeca de Zug con la mano izquierda, cogió la hoja de la daga con la derecha y la movió en todas direcciones. La empuñadura se escapó poco a poco de los dedos de Zug, primero del meñique y luego de los demás, y la daga quedó en la mano de Haakon. La presión de un antebrazo sobre el otro mantenía el brazo derecho de Zug doblado sobre su pecho. Sin haberlo planeado realmente y sin esfuerzo, Haakon se encontró con que tenía la daga en una posición tal que su punta quedaba a unas pulgadas de la garganta de su adversario. Un pequeño movimiento de su mano y todo habría acabado.
Pero no era capaz de matar a aquel hombre. Desde lejos, blandiendo la gran guja, era una cosa; pero ahora estaba tan cerca que podía ver a través de las estrechas ranuras de la máscara de demonio las venas hinchadas en el blanco de los ojos de Zug.
Se mirase como se mirase, Zug había ganado el duelo. Haakon había estado sobre él blandiendo un arma inmensamente superior, pero ese hombre lo había derribado y le había asestado un golpe perfectamente dirigido que habría debido dejarlo indefenso y desangrándose en el suelo hasta la muerte.
A veces, cuando estaba muy concentrado en un combate dejaba de oír. Más tarde, al concluir, recuperaba el oído. Creyó que estaba en uno de esos momentos, pero podía escuchar la respiración de Zug y el débil tintineo de su cota de malla al moverse.
No era que se hubiera quedado sordo; lo que sucedía era que toda la palestra guardaba absoluto silencio. Se apartó de Zug y se puso de pie con esfuerzo. Con un golpe de talón alejó la naginata fuera de su alcance y retrocedió apartándose de su rival yacente.
La máscara de Zug estaba torcida y ya no parecía la cara de un fiero demonio. Los bigotes blancos estaban enredados y sucios, y la boca quedaba hacia un lado, más como la de un borracho lascivo que como las fauces de una fiera.
Súbitamente el público empezó a gritar; fue un torrente de sonido de una fuerza que hizo tambalearse a Haakon. Zug también se encogió, y su máscara se inclinó hacia arriba cuando miró algo detrás y por encima de Haakon.
Haakon se volvió y vio a la entusiasmada multitud como una mancha borrosa; toda la palestra estaba en pie, gritando y aclamando. Hasta que su mirada se detuvo en el pabellón del kan. Onghwe Kan, con su imponente corpulencia envuelta en ropas de color carmesí y oro, estaba de pie al borde de su pabellón con las manos levantadas. Las unió, con el sol arrancando destellos a la multitud de anillos que ocupaban sus dedos, y saludó a Haakon.
Haakon tuvo la presencia de ánimo suficiente para hacer lo mismo. Tocó con la empuñadura de la daga de Zug el frontal de su casco y durante un segundo oyó dentro de su cabeza la voz de Taran. «¡Hazlo! —gritaba su oplo—. Puedes conseguir ese lanzamiento». Sus manos se apretaron sobre la empuñadura de la daga.
Onghwe Kan separó las manos con las palmas hacia delante, como si abriera una cortina, y Haakon se dio cuenta con un sobresalto de lo que estaba haciendo. Debajo de él, el velo rojo se movió. Fue retirado por manos invisibles y Haakon tuvo su primer atisbo de lo que había detrás.
El público, que ya hacía ruido suficiente para que lo escucharan desde leguas de distancia, gritó aún más. El pecho de Haakon se quedó paralizado. No podía respirar y cualquier idea de asesinar al kan desapareció de su mente. El mundo parecía ir cada vez más lento. El ruido estridente se convirtió poco a poco en un clamor apagado que martilleaba sus oídos como el lento aire de los tambores militares, y por encima del tronar de la multitud se elevó una sola voz que no paraba.
Zug se había puesto de pie. Su rostro había cambiado y Haakon se dio cuenta vagamente de que se había quitado la máscara. Su cara, aunque más bien suave, no era la de un muchacho. Furioso, con los ojos desorbitados, las mejillas rojas y vomitando sartas de palabras que Haakon no entendía, tenía la cara de un hombre adulto. Haakon se quedó mirándolo durante un momento en que el tiempo se congeló, prestando atención a toda la rabia y la desesperación que podía ver claramente en el rostro de Zug; era una cara que tardaría en olvidar. Se inclinó ante él y luego dio la espalda a su adversario vencido y fue hacia la abertura bajo el pabellón del kan.
Había vencido. El velo rojo se había abierto.
Dietrich observó cómo el caballero de la Hermandad del Escudo desaparecía de la vista. Desde su posición en el lado oeste de la palestra eran visibles el velo y una parte del túnel que había detrás, pero en cuanto el caballero rebasó el velo este volvió a caer y ocultó de la vista de todos lo que ocurría al otro lado.
El público aún lo celebraba y la palestra empezaba a temblar con la vibración rítmica de los golpes que daban con los pies. El clamor de voces comenzaba a apagarse lo suficiente para que Dietrich pudiera hacerse oír por uno de sus compañeros sin tener que gritar; se había vuelto hacia Burchard cuando un penetrante chillido se alzó sobre el ruido general.
Abajo, en la arena del ruedo, el competidor vencido estaba aullando. No llevaba máscara y su indignación iba dirigida contra el pabellón del kan. En lugar de apagarse, el grito cesó abruptamente. El luchador se volvió sobre los talones y se lanzó a por la guja tirada en el suelo.
La puerta este se estaba abriendo y vomitó cuatro soldados mongoles con largas astas especiales: estaban rematadas con bolsas de arena para golpear y empujar. El equipo de dispersión, que salía para separar a luchadores y para empujar al superviviente a su lugar, era una imagen habitual en la palestra, y Dietrich había visto sus largos bastones en acción más de una vez, aunque por lo general se enfrentaban a un luchador armado solo con una espada. El arma de Zug era tan larga como las suyas y estaba afilada.
El primer mongol descubrió lo afilada que estaba la hoja de la guja cuando le separó limpiamente la cabeza de los hombros. El segundo mongol intentó bloquear el giro de la hoja de Zug con su bastón, pero todo lo que consiguió fue desviarla y que en lugar de cortarle el cuello le cortara el cráneo en dos. Los dos restantes cayeron de espaldas en un intento de mantenerse fuera del alcance de Zug.
Dietrich miró hacia las murallas que rodeaban la palestra en busca de los arqueros. Estos no perdían de vista al luchador enloquecido del ruedo, y uno disparó una flecha. Zug levantó los brazos haciendo girar el arma entre el arquero y él, y la flecha rebotó en la madera de fresno del asta.
Burchard soltó un gruñido de admiración.
—Mira —dijo señalando hacia el pabellón. Los dos arqueros situados allí tenían flechas preparadas, pero no las disparaban—. El kan no está dispuesto a perder a su campeón.
Los dos arqueros que estaban más lejos oyeron por fin la orden de esperar. La muchedumbre se estaba convirtiendo en un agitado mar de opiniones enfrentadas: unos coreaban el nombre de Zug; otros gritaban pidiendo clemencia; otros hacían lo mismo, pero lo que querían era sangre, la de cualquiera; y una pequeña parte de la gente estaba empezando a estar furiosa. Por debajo de los livonios y cerca del muro, se inició una pelea y un cuerpo salió despedido de la vociferante masa por encima de la barrera.
El cuerpo (uno del norte, a juzgar por su cabello claro) cayó inerte sobre la arena. Tenía sangre en la cara. Sus miembros se agitaron; aún estaba vivo, pero sin sentido a causa del golpe que lo había enviado a la arena. Lo que sucedió a continuación no ocurrió por su culpa, pero fue él quien abrió la compuerta.
Dos mongoles saltaron al ruedo, y mientras uno se inclinaba sobre el norteño para liquidarlo, el otro cruzó el ruedo en busca de la espada que había abandonado el caballero.
Tras espantar a los dos guardias que quedaban hasta la puerta este (que se había cerrado tras ellos en cuanto Zug atacó al primero y que no se abriría por mucho que rogaran a los que estaban al otro lado), Zug cargó hacia el centro de la palestra, su guja alcanzó en la espalda al mongol que corría y prácticamente le separó las piernas del tronco.
Desde varios lugares saltaron más cuerpos al ruedo, y Dietrich advirtió que no todos eran mongoles. Los arqueros empezaron a disparar. El público, que ya no lanzaba gritos de «¡Zug! ¡Zug!», ahora respondía con miedo e ira. Empezaron a arrojar sus propios proyectiles, sobre todo piedras, y algunos estaban dirigidos contra los hombres del ruedo, pero muchos iban contra los arqueros y los ocupantes del pabellón. Los arqueros respondieron dirigiendo su atención hacia la masa apiñada a su alrededor y disparando contra ella.
Sigebert tiró del brazo de Dietrich, una señal clara de que era hora de marcharse. Un poco renuente, Dietrich permitió que lo sacaran del caos del público alborotado.
—Fascinante —murmuró mientras Sigebert se abría camino a empujones despejando un pasillo hacia las escaleras que había tras las gradas. Una idea estaba empezando a tomar forma, una respuesta a sus oraciones nocturnas en las que pedía inspiración a Dios.
Con toda su fanfarronería y su superioridad militar, los mongoles no dejaban de ser hombres. Hombres que estaban lejos de su casa ocupando una tierra extraña. Aquellos hombres (los guerreros que hacían el trabajo sucio para el kan) estaban empezando a perder su ventaja. El ejército se estaba cansando, y un ejército cansado se asusta con mayor facilidad.
«Sí —pensó—, y los hombres asustados atacan a las cosas que temen». Dietrich visualizó en su mente la bandera de la Ordo Militum Vindicis Intactae ondeando al viento sobre el monasterio en ruinas y sonrió.