20
LA MUERTE DE UN AMIGO
Un mensajero no mata; una unificadora no arrebata una vida. Pero había sangre en sus manos y en el cuchillo.
—¿Necesitas ayuda?
Cnán oyó la voz de Raphael en la lejanía, y durante un momento creyó que la pregunta iba dirigida a ella, pero cuando levantó la cabeza para responder vio que hablaba con Percival.
—Lo crié desde que era un potro —dijo Percival. Su rostro era como una máscara; sus labios apenas se movían cuando hablaba—. Lo haré solo. Ayuda a los otros a atender a Taran. —El solemne caballero se volvió y se adentró en el bosque siguiendo un rastro de sangre y hierba aplastada.
El silencio del campo y el bosque se cerró alrededor de Cnán. Su cuchillo aún goteaba sangre sobre la tierra y la hierba pisoteadas. Se quedó mirando, sin verlos, los árboles del límite del bosque con su belleza extrañamente plácida. El persistente humo de Yasper daba un toque mágico y fantasmal a la visión. La daga que tenía en las manos le resultaba ligera como el aire y eso no le pareció correcto. Quería deshacerse de ella, pero al mismo tiempo no era capaz de tirarla.
Habían envuelto a Taran en una capa y lo habían llevado al campamento para cavar allí una tumba. El holandés vagaba por el campo apagando las llamas, y el humo que quedaba se movía en remolinos a su alrededor. Ella pasó por encima del cuerpo del mongol, caído boca abajo sobre la tierra en la misma posición que Taran. Reprimió un estremecimiento y continuó, sintiendo como si estuviera a punto de ponerse muy enferma.
¿Hasta dónde había caído permitiéndose llegar allí y utilizar aquel instrumento, un instrumento de muerte, para aquello a lo que estaba destinado? Limpió la hoja con un puñado de hojas secas mientras poco a poco se iba disipando su impresión, como si sintiera volver la sensibilidad a un miembro dormido y, con ella, el principio del hormigueo de la conciencia que vuelve. No era lo que quería sentir.
Dio otro paso con la intención de alejarse de la compañía y ser ella misma. Sus pies asumieron el control. Mientras caminaba oyó una discusión a su espalda: un grito de Roger, la respuesta de Feronantus… Las palabras eran vacías y distantes, intrusiones en un sueño espantoso. ¿Era ese el castigo por lo que había hecho?
Llegó hasta ella un sonido extraño y triste que se introdujo en su mente y tiraba de ella en la dirección en que se estaba moviendo. Las hierbas altas le rozaban las piernas. Se detuvo en el borde del amplio claro por donde habían irrumpido los mongoles hacía solo un momento y su atención volvió con una terrible sacudida cuando se dio cuenta de que no había estado vagando erráticamente, sino siguiendo las huellas de otro por el campo y luego hacia el bosque.
Cnán se quedó inmóvil mirando cómo Percival se arrodillaba junto a su caballo. Obedeciendo algún instinto que le había dicho que buscase refugio, el caballo había llegado renqueando hasta la protección de los árboles y luego se había desplomado.
El cuerpo del caballero estaba bajo los rayos de sol que se colaban por las copas de los árboles, malla sobre músculos moviéndose con una suavidad deliberada absolutamente discordante con sus violentos movimientos de poco antes. Cnán volvió a oír el sonido entrecortado que la había sacado de su malestar: los profundos estertores del caballo de Percival, herido de muerte.
Su propio aliento pareció fusionarse con el lento jadeo del gran caballo tumbado entre los helechos. Se le hizo un nudo en el estómago y otro en la garganta cuando Percival se quitó el guante de malla y pasó su mano encallecida por el cuello tenso del animal. De su flanco sobresalía una flecha. El caballo soltó un quejido más fuerte y su pecho se hinchó. Percival permaneció alejado unos pasos mientras el caballo se retorcía y se debatía agónicamente.
En su corta vida había asistido con frecuencia a la muerte de hombres y caballos, había absorbido todo el horror de la imagen y había continuado; pero esto era diferente. Allí y en ese momento, la visión la dejó clavada, congelada; de repente no podía ni quería moverse de donde se había medio escondido, agachada entre los helechos que crecían en los márgenes del bosque.
Mientras Percival trataba de calmar al animal que lo había transportado a lo largo de millas y millas, a ella le pareció que estaba viendo sufrir y morir a una parte esencial de aquel hombre grande y noble.
«¿Qué clase de mundo es este —pensó— que produce un hombre así? Una persona que puede llamar a la violencia como a un perro obediente y luego hacerla marchar enfundando una espada».
Para ella la violencia había sido inmediata, totalmente repentina y desesperada. ¿Sería igual para Percival cada vez que desenvainaba la espada? ¿Sentía él la misma impresión que ella? Si no era así, ¡qué fácil era arrastrar a una persona a una vida en la que el perro de la violencia se convertía en un lobo enloquecido, que tira de sus cadenas dispuesto a salir lo quiera o no su dueño!
Pero ahora él tenía una rodilla en tierra, como rezando, y vio en ese momento que no era solo el caballo quien sacaba a la luz su sufrimiento mudo.
En la garganta de Cnán se hizo un nudo y sus ojos se humedecieron. Estaba temblando. Esta conclusión, el horror y la conmoción era lo que soportaba Percival, lo que soportaban todos ellos cada vez que eran llamados al combate.
Súbitamente, la voz de Percival emergió de su gris pesadumbre dirigiéndose a su caballo.
—Te he exigido mucho, Tonnerre. Has recorrido millas y soportado penalidades, muchas de las cuales me correspondían. Siempre fuiste leal, paciente y amable. Un hombre en su juicio no podría exigir ni una pequeña parte de lo que tú has dado.
La cola del caballo dio una sacudida, como a modo de respuesta. Cnán vio que levantaba la cabeza y captó una mirada de triste comprensión en sus ojos oscuros. Había dolor, pero también un residuo de inquisitiva inocencia que hizo volver al corazón de Cnán las palabras de Feronantus. Todas sus fieles monturas: comida y cargas, sufrimiento y muerte, por el bien de los hombres que los criaban, los adiestraban y los montaban.
—Has viajado muy lejos y nos has servido maravillosamente —continuó Percival con voz casi inaudible. Se acercó a la gran cabeza y se reclinó sobre ella, cogió con suavidad una oreja y la acercó a sus labios—. No puedo quitarte el dolor ni pedirte que vuelvas a correr, así que no te dejaré aquí sufriendo, Tonnerre.
Mientras Cnán observaba, el caballero desenvainó su daga con la renuencia de un hombre que preferiría cortarse la mano a hacer lo que estaba a punto de hacer. La imagen de Percival se emborronó y Cnán notó el calor de las lágrimas resbalando por sus mejillas. Su cuchillo, por desesperación; el de Percival, por piedad.
—Tu partida nos debilita —dijo Percival con la voz quebrada.
Dos compañeros perdidos, uno a manos del enemigo y otro al que él debía liberar ahora. Cnán también había visto ese rito muchas veces a lo largo de los años y de las millas. Animales tan malheridos que era una cuestión de piedad acabar con ellos en lugar de dejarlos sufrir y morir lentamente.
Pero nunca había sido así. La verdad de todo ello estaba impresa en la manera en que él sostenía la daga y en el temblor de su voz, siempre calmada. Cnán se volvió y apretó los ojos. No podía soportar verlo.
Hubo un golpeteo espasmódico de cascos, una breve y violenta ráfaga de temblores y luego la quietud.
El temblor y el jadeo del mongol que había matado aparecieron ante los ojos cerrados de Cnán. Apretó los dientes. Cuando se obligó a mirar otra vez, encontró a Percival de pie al lado del animal inmóvil; se volvió lentamente hacia ella.
En las sombras del bosque que había más allá también vio a Raphael, con los brazos cruzados, mirando con esa expresión analítica que en ocasiones le resultaba tan irritante. ¿Cómo podía el médico no estar conmovido?
Pero Percival solo vio a Cnán. Abrió la boca para hablar. Sus mejillas estaban surcadas por las lágrimas. Pero no pronunció palabra alguna. Se estremeció. Despacio, su cuerpo giró hacia un lado hasta quedar de perfil a Cnán y su mirada se alzó hasta que sus ojos quedaron en blanco. Cayó de rodillas y su barbilla le tocó el pecho. Podría haber estado dormido, pero su cabeza se movía despacio de un lado a otro como si estuviera escuchando alguna música secreta. Entonces, de manera increíble, sonrió como ante la aparición de un amigo que llevara largo tiempo ausente. Levantó los ojos hacia las ramas y el cielo que había sobre su cabeza y estiró ambos brazos, con las palmas hacia arriba como si estuviera recibiendo una lluvia tibia. Cnán vio cómo el cuerpo del caballero se aflojaba desde la anterior rigidez de la aflicción, y luego tenía un espasmo, dos, en alguna clase de paroxismo interior.
Comenzó a murmurar en latín y Cnán se esforzó por distinguir las palabras.
—Ego audio Domine. Animus humilis igitur sub ptoenti manu Dei est. Mundus sum ego, et absque delicto immaculatus. Verbum vester in me caro et ferrum erit.
¡Ese resplandor en su rostro era imposible en el bosque con la luz de la mañana! Miraba a su alrededor sin ver las cosas de este mundo, radiante como un niño pequeño, y la luz de su semblante parecía atravesar el bosque.
«Luz sin sombras».
Reprimiendo un grito, Cnán huyó. Sus pies la llevaron lejos de los helechos, a campo abierto, con el asombro, la culpa y el recuerdo pisándole los talones. A veinte pasos se paró, con los hombros rígidos como la roca, y luego no pudo evitarlo: se giró y miró hacia atrás.
Percival no se había movido. Raphael, que también había asistido a ese momento, se iba (no hacia Percival) con una expresión de perplejidad en su rostro oscurecido por el sol.
Cnán volvió a correr, pasó por la ratonera del seto y llegó al gran campo del otro lado, donde podía tener un poco de espacio privado. El viejo árbol moribundo al que había trepado antes no estaba lejos. Corrió hasta él, fue al lado opuesto, donde nadie podría verla, y se desplomó temblando entre el laberinto de raíces de su base. Apretando los dedos contra la antiquísima corteza, lloró hasta que le dolió todo el cuerpo por el sufrimiento, la pena y, en medio de la pena, la inesperada e increíble belleza de la iluminación de Percival.
Un poco más tarde, con el pecho aún oprimido y las mejillas tirantes por las lágrimas secas, volvió al campamento. Las voces de los Hermanos del Escudo, ahora menos fantasmales, parecían viajar de árbol en árbol por el bosque hasta que Cnán los vio. El humo de Yasper se había disipado hacía mucho y el aire estaba limpio. Después de la batalla, el silencio había dado paso a la ira. Ahora la Hermandad del Escudo estaba en desacuerdo y el antiguo campo de batalla resonaba con la discusión.
—¡Roger, basta! —El grito se elevó por encima de todos en el momento en que el campamento aparecía otra vez ante su vista. Raphael se había interpuesto entre el normando e Istvan. El primero sostenía un hacha y una espada.
—Apártate —dijo Roger—. Por él vamos a morir todos, uno por uno. No merece tu protección, y mucho menos tu fe.
—No somos bárbaros —respondió Raphael con severidad— para matar a uno de los nuestros cuando el enemigo sigue cerca. Bajad vuestras armas. Por el bien de Dios y de todos nosotros, sed razonables.
—¿Razonables? —se burló Roger—. Taran está muerto, y ese hombre —dijo levantando la espada hacia el húngaro— es tan bueno como para haber atraído hasta nosotros a todos los mongoles que lo mataron. Es una locura mantenerlos a él y a su locura en la compañía; el buen juicio exige acabar con él antes de que consiga que nos maten a todos. Sería un acto de piedad con él, ¡y con todos nosotros!
—Basta —ordenó Feronantus levantándose de donde yacía Taran. Illarion estaba sentado al otro lado del cuerpo y ambos habían estado hablando en voz baja. Cuando Cnán se acercó vio que el jefe de la hermandad mostraba una expresión entre el duelo y la firme determinación. Había en ella un rigor tranquilo que no toleraría más disputas—. Su locura ha costado una vida; no dejemos que cueste más. Levantemos el campamento y reunamos los caballos sueltos que hemos encontrado; saldremos en cuanto hayamos acabado de dar descanso a Taran como es debido.
Roger, con las armas preparadas, no se movió. La mano de Istvan descansaba sobre la empuñadura de su sable y sus ojos estaban fijos en los del normando con una mirada dura que delataba una buena disposición para seguir con la violencia, incluso para disfrutar con ella.
La sangre y el polvo habían formado una costra negra en la barba del húngaro. Parecía más un demonio que un hombre.
Raphael permaneció entre ellos con los ojos fijos en los de Roger. Los otros esperaban sin atreverse a respirar, porque ninguno quería hacer el movimiento que diera pie a su hermano para la venganza.
Roger fue el primero en cambiar de actitud.
—Que así sea, pues —dijo bajando la espada y el hacha. Hizo media reverencia y retrocedió un paso trasladando su atención a Feronantus—. Guárdate esto en tu cabeza, Feronantus. Que Dios y la Virgen nos amparen a todos si no podemos controlar a este…, este… —Volvió a mirar a Istvan—. Este perro loco. No es nada para mí, ni un compañero ni un guerrero. Es un carnicero poseído por el demonio y no quiero saber más de él. Debería ser atado a un árbol y abandonado a los mongoles.
Istvan recibió el exabrupto con una cortés inclinación de cabeza, sin perder seguridad e irritando con su arrogancia a todos cuantos lo rodeaban, con excepción de Feronantus.
Asqueado, Roger dio media vuelta y se alejó. El grupo se relajó lentamente, todos se encogieron de hombros y se pusieron a levantar el campamento. Solo Istvan pareció advertir la llegada de Cnán, aunque ella levantó un hombro para evitar su mirada. Un hombre acosado por el demonio, maldito por sus camaradas, y aun así desafiante y orgulloso. Ella no conseguía entender con claridad nada acerca de Feronantus y sus intenciones.
Cuando volvió Percival acometieron el paso final de enterrar a su camarada en tierra extraña. Juntos, dos a cada lado, cogieron la capa de Taran, lo trasladaron algunos pasos y lo bajaron a la fosa recién cavada; luego lo envolvieron con la capa para protegerlo de la tierra.
Despacio y en silencio, los camaradas del oplo se reunieron alrededor de la tumba con la mirada baja. Feronantus pronunció un panegírico sencillo. Cnán entendió bastante bien las palabras en latín antiguo. Estaba un poco familiarizada con las maneras en que los cristianos enterraban y bendecían a sus muertos. Sabía que enterraban sus cuerpos intactos en la creencia de que su Dios, en el día del Juicio Final, los haría levantarse, y aquel cuyo cuerpo hubiera sido destruido no tendría nave en que volver. Era una costumbre extraña para ella, y no menos por acabar de asistir a la ceremonia, muy diferente de los entierros que había visto en Oriente. Pero la verdad era que, para ella, una forma de negar la irreversibilidad de la muerte era tan rara y sin sentido como la otra.
El discurso de Feronantus fue breve, pero cada una de sus palabras estuvo impregnada de un ardiente afecto y un gran sentimiento de pérdida.
—Que Dios te acoja, Taran, oplo de muchos y el mejor de nosotros. Tal vez el mundo no te recuerde, pero nosotros nunca te olvidaremos.
Entonces empezó a hablar en una lengua diferente, que ella había oído pocas veces antes y nunca durante mucho rato. En voz baja, pero firme, declamó rítmicamente en la lengua de los hombres del norte que habían dado su nombre a la fortaleza de la roca. Cnán no sabía qué estaban cantando, pero pronto los demás se unieron a su superior. Algo en el ritmo y en las duras palabras guturales del cántico le hizo deducir que aquello era también un rito muy muy viejo, quizá más viejo que la propia cristiandad; un rito que nunca aprobaría la Iglesia a la que ellos supuestamente servían.
Cuando acabó el cántico, todos tenían lágrimas en los ojos, y uno tras otro se arrodillaron y cada uno arrojó un puñado de tierra a la fosa.
Entonces le sorprendió el verdadero significado de la palabra que empleaban para referirse a él: oplo. Taran había sido su amigo, pero para algunos había sido algo más: su maestro, su confidente, su tutor tranquilo y paciente. En su actitud ante la tumba y en la forma en que se dejaban invadir por la pérdida vio los primeros signos de duda. Uno de sus mejores guerreros había caído. Ningún manto de confianza podría ocultar la cruda verdad de que todos se enfrentaban al mismo destino; si no en este viaje, en algún otro. Millas de penalidades y esfuerzos, y al final nada más que un desigual hoyo en el suelo. Cualquier oración fúnebre que se cantara sería entonada cada vez por menos voces.
Cnán observó cómo Feronantus cogía en silencio la espada marcada por los combates de Taran, desataba la vaina del caballo del hombre caído y la ataba a su propia silla, sosteniendo la empuñadura con los ojos cerrados mientras susurraba una plegaria.
Los demás acabaron de cubrir la fosa y apilaron unas piedras sobre ella; luego clavaron en el centro un palo que cortaron, suficientemente largo para servir de garrote. El palo se alzaba sobre el suelo ya con aspecto de ser muy viejo, como la manifestación de su duelo eterno.
Cnán se acordó de las palabras que Percival había susurrado a Tonnerre. Hasta ese momento los miembros del grupo no habían empezado a interiorizar que, en aquel viaje, todos eran prescindibles; no eran diferentes de los caballos.
—Necesito un trago —dijo Yasper llevando su caballo al lado del de Raphael.
Llevaban varias horas cabalgando, dirigiéndose más hacia el sur que hacia el este según la estimación de Raphael, y todos en el grupo habían estado perdidos en sus propios pensamientos. Raphael se había dedicado a pensar en el asedio de Córdoba, recordando a aquellos (fueran moros o cristianos) que él contaba entre sus amigos, y le alegró que el holandés lo interrumpiera. La ristra de pérdidas que siempre se arrastraba tras la batalla era una herida perpetua que sufrían los supervivientes.
—Un trago, dices —contestó mirando a Yasper con suspicacia—. Sospecho que no estás pidiendo permiso para beber, sino indagando si nos uniríamos a ti.
Yasper asintió con un continuo parpadeo. Su pelo estaba aún impregnado del humo de sus botes de humo y Raphael notó el olor acre de sus reactivos alquímicos. Si no resultaba evidente por la multitud de frascos y bolsas, y por los picos retorcidos y bocas estrechas de otros misteriosos recipientes que asomaban de sus abultadas alforjas, el penetrante olor que rodeaba al sonriente holandés era un claro indicio de cuál era su oficio.
—Por supuesto, Raphael. Tú y yo hemos viajado juntos lo suficiente para que conozcas bien mis preferencias. —Lanzó un objeto redondeado a Raphael.
Era un pellejo, y Raphael observó que entre la colección de utensilios y productos con que cargaba la montura de Yasper había varios más, todos colgados de un cordón con una ingeniosa atadura, idéntica a la del que ahora tenía en la mano. El pellejo (de piel de caballo por el tacto) era oblongo, estrecho en la boca, muy parecido a sus pellejos para el agua, y cuando Raphael se lo llevó a los labios el olor del líquido que contenía le agredió el olfato.
—Esto está podrido —comentó.
—De eso se trata, creo —dijo Yasper con una risita. Hizo un gesto con las manos para indicar a Raphael que debía beber.
Dubitativo, Raphael volvió a intentarlo con la esperanza de que el sabor no fuera tan repugnante como el olor. El líquido era más denso de lo que esperaba, pero no desagradable, y sabía a…
—Almendras —observó—. ¿De dónde lo has sacado?
—De los mongoles. Cada uno llevaba un pellejo, además de… —Yasper se estremeció.
—¿Qué?
—Bajo sus sillas. —Yasper hizo una mueca e indicó a Raphael que debía beber o devolvérselo—. Carne envuelta en trapos empapados de aceite.
—¿Cruda?
Yasper dio un buen trago del pellejo y asintió mientras se secaba los labios.
—Era —dijo, y Raphael reconoció en su voz un tono de admiración mezclada con el asco— la carne más tierna que he visto. Pero… —Volvió a pasar el pellejo a Raphael.
—No tenemos tanta hambre —dijo este. Volvió a probar la bebida y notó un cosquilleo en el fondo de la garganta al tragar.
—Todavía no —admitió Yasper. Se inclinó hacia Raphael bajando la voz—. Pero esto —añadió señalando el pellejo—, esto es bastante bueno. Aunque, en mi opinión, no es suficientemente fuerte.
—¿Puedes fortificarlo? —preguntó Raphael.
—Es probable, pero necesitaré ayuda. Y algunos suministros.
Raphael miró a Istvan, que cabalgaba por delante y a la derecha del grupo principal. Suficientemente lejos para quedar fuera del alcance de una conversación normal, pero lo bastante cerca para que todos fueran conscientes de su presencia.
—Ya hay un miembro de nuestra compañía que va por su cuenta en busca de suministros. No creo que se tolerara otro.
Yasper soltó un bufido.
—Nada tan ilícito como lo que él busca. Puedo encontrar lo que necesito en cualquier poblado razonablemente grande. En el caso de que pasemos cerca de uno.
—No sé si debo darte esperanzas a ese respecto, amigo. Estamos lejos de cualquier poblado que yo pueda llamar amistoso.
Yasper cogió el pellejo que el otro le ofrecía.
—Estoy de acuerdo, y pensando en ello he empezado a preguntarme por este viaje que estamos haciendo.
—¿Has empezado? —replicó Raphael.
Yasper torció los labios.
—Si, como dices, estamos lejos de los territorios amistosos, y, como yo estimo, solo hemos recorrido una pequeña parte de la distancia hasta nuestro destino, ¿cuál es nuestro plan para conseguir los suministros y ayudas que podamos necesitar? —Bebió del pellejo de licor mongol—. Estamos acostumbrados a las marchas largas y a dormir bajo las estrellas, pero después de la… pérdida de esta mañana, el humor de los hombres se vuelve sombrío. Con cada hora que pasa se hace más difícil mantener su entusiasmo. Los hombres comienzan a pensar en el calor de un fuego y en una cama; incluso en un tejado sobre la cabeza. Aunque solo sea por una noche.
—Todo soldado sueña con la noche en que pueda deshacerse de su armadura y dormir despreocupadamente —dijo Raphael—. Una parte normal de nuestra carga es el hecho de que nos sean negadas esas comodidades o cualquier comodidad. —Le devolvió el pellejo. La articulación de sus palabras empezaba a resentirse—. Como bien dices, todos hemos ido antes a la guerra; esas esperanzas y desilusiones no son nuevas.
—Cierto —admitió Yasper—. Pero en el pasado siempre he podido encontrar consuelo en la esperanza de alcanzar nuestro destino; en saber que, algún día, conseguiremos nuestro glorioso objetivo. Si mi destino es un lugar que nunca he visitado, suele haber alguien en la partida que sí lo ha hecho, y puedo convencerlo de que me cuente historias de ese lugar para que me resulte más real.
—Ninguno de nosotros ha estado en el lugar al que vamos —señaló Raphael—. Ya lo sabíamos cuando aceptamos la convocatoria de Feronantus para unirnos a la compañía.
Yasper rió.
—No soy miembro de vuestra orden, recuérdalo. Me ofrecí como voluntario. —Bebió otro trago del pellejo y volvió a ofrecérselo a Raphael, que levantó una mano para rechazarlo; luego se lo pensó y aceptó otro trago—. Pero —dijo sin rastro de frivolidad en la voz— desde que enterramos a Taran he pensado en que tú y los otros sois buenos soldados. Seguiréis a Feronantus a cualquier lugar al que os lleve y eso es todo lo que necesitáis saber. Pero ¿y yo? No me asustan las consecuencias de la curiosidad ni de la insubordinación, y por ello me pregunto si ese hombre sabe adonde va. Adonde nos está llevando.
Raphael recordó la mirada que había visto en el rostro de Percival en el bosque, la serenidad del conocimiento, y su mente tomó nota de cómo Yasper había dirigido su conversación. Sabía que el alquimista era un hombre inteligente y curioso. Las extrañas y esotéricas cuestiones que se esforzaba en entender y dominar con sus experimentos eran mucho más misteriosas y místicas que la sencilla preparación de botes de humo o que encontrar la manera de destilar aquel licor mongol para conseguir algo más fuerte. De toda la compañía, el holandés era el único capaz de hablar con fluidez varias lenguas, como él, y no dudaba de que fuera capaz de leerlas y escribirlas también; probablemente incluso el árabe. Si conocía las ciencias físicas de los griegos, debía de conocer también su retórica y su filosofía. Ese hombre no era tonto, por mucho que su aspecto y sus tintineantes botes y pociones indicasen otra cosa.
Raphael asintió.
—Es un mal plan que no se puede cambiar.
—Brindo por la sabiduría de Publio Siro —dijo Yasper.
Raphael picó ligeramente a su caballo.
—Y yo voy a ver si averiguo de qué humor está nuestro jefe. —Se adelantó y dejó al holandés con su pellejo de bebida fermentada vacío.
Feronantus conversaba con Cnán, la unificadora de piel oscura que había demostrado ser un añadido interesante para su compañía. No era la primera que había conocido Raphael. Su actitud era igual de distante y arrogante que la de la mayoría de las unificadoras, pero a lo largo del último mes había tenido tiempo para observarla. Cnán hablaba sobre todo con Feronantus cuando estaba en el grupo principal, y Raphael sabía que en general sus conversaciones consistían en los informes de Cnán sobre el territorio circundante y la ruta que estaban siguiendo. Una o dos veces ella había encontrado alguna excusa para hablar con Percival, cuyas corteses respuestas le resultaban tan molestas que nunca aguantaba mucho rato de conversación.
Era consciente de que ella lo había visto en el bosque observando a Percival. No sabía si había entendido lo que veía, pero ya había visto bastante.
Se adelantó hasta la pareja y buscó la mirada de Feronantus.
—Un momento, si puedes hacerme el favor —dijo, y luego indicó a su caballo que se adelantara. Mantuvo el paso durante un rato, hasta que Feronantus se unió a él.
—Raphael —dijo el viejo veterano de Týrshammar—, ¿qué te pasa por la cabeza?
—En realidad es un asunto que está en la cabeza de Yasper —dijo Raphael—. No encontré una respuesta adecuada para él.
Feronantus se giró sobre su silla y miró la columna de jinetes.
—¿Qué es lo que quiere saber ese holandés?
—Nuestra ruta hasta Karakórum.
—No conozco esa ruta. Por eso hemos traído a la unificadora, por eso llevamos a Illarion. Él ya lo sabía cuando partimos y nada ha cambiado. Nuestra ruta se nos revelará por el camino, por…
—¿Cuándo? —lo interrumpió Raphael.
El semblante de Feronantus se ensombreció.
—Por lo que descubran nuestros exploradores y por la información que puedan recabar de fuentes locales —dijo—. Tú ya lo sabes, Raphael.
—Por supuesto. Y no lo cuestiono. Pero, como acabas de decir, nuestra ruta se nos revelará. Mantengo mi pregunta: ¿cuándo?
Feronantus frunció los labios y pensó durante unos instantes en la cuestión de Raphael. Su mano descendió hasta la empuñadura de la espada de Taran, no de forma amenazadora sino inconscientemente, como cualquier hombre apoyaría la mano en una pared o una roca para mantener el equilibrio sobre terreno irregular.
—Me gustaría pedirte que hablaras claro, Raphael —dijo—, para que no haya confusiones.
—¿Has tenido una visión? —preguntó directamente Raphael—. ¿Te ha sido revelada nuestra ruta?
La mano de Feronantus se apretó sobre la espada de Taran. Cuando quedó claro que Feronantus no iba a responder, Raphael continuó.
—Vi a Percival en el bosque, cuando fue a dar muerte a su caballo. Yo estaba allí cuando la Virgen se le apareció.
—Eso no es posible —dijo Feronantus.
Raphael lo fulminó con la mirada.
—Lo vi. Y también Cnán, aunque dudo que lo entendiera. Se nos ha enviado una señal, Feronantus. Seríamos unos insensatos si no lo reconociéramos.
Feronantus no cedía ni su mano dejaba de apretar la empuñadura de la espada del oplo muerto.
—Eres muy atrevido, Raphael, hablándome de profecías y visiones, como si yo fuera un pastor inculto que busca consejo y guía de los fantasmas…
—Yo estaba en Damietta —lo interrumpió Raphael— cuando un miembro de la hermandad tuvo una aparición. Al legado pontificio, Pelagius de Albano, no le interesó la visión de nuestro hermano, y por ello se inventó una propia. Incluso se dirigieron a mí para que lo tradujera al árabe para ellos y así pareciera más auténtica. Cuando me negué quisieron echarnos de la ciudad, y si no hubiera sido por san Francisco, lo habrían hecho. Nos quedamos atrás cuando el ejército marchó Nilo arriba. —Su voz se volvió más amarga, ahogada por los recuerdos—. Nos quedamos mientras nuestros amigos y compañeros cristianos eran conducidos a la muerte por el orgullo y la arrogancia del obispo.
Feronantus soltó la espada y la fiereza de su mirada se suavizó hasta que su rostro se convirtió en el de un hombre viejo y cansado.
—Lo siento, Raphael —dijo—. A lo largo de los años hemos perdido a demasiados por motivos similares. Demasiados…
Sorprendido por sus propios sentimientos, Raphael se dio cuenta de que no tenía más que decir y asintió con un nudo en la garganta. «Demasiados»… Le dolían los brazos, como si su cuerpo hubiera decidido por fin aceptar el esfuerzo del combate de la mañana y todo su deseo fuera soltar las riendas de su caballo y dejarlo seguir su propio camino. Una parte de su ser tenía la esperanza de que volviera hacia el oeste por iniciativa propia.
—Acompáñame durante un rato más, ¿quieres? —pidió Feronantus—. Me gustaría contar con tu compañía mientras medito un poco eso que acabas de decir.
Raphael agitó las riendas de su caballo y este sacudió la cabeza, como si negara haber pensado en dar la vuelta.
—Por supuesto —respondió a Feronantus, y se irguió un poco más en la silla al ver el consuelo que su presencia daba al veterano.