8
ASÍ CAZABA MI PADRE
El ciervo estaba enloquecido por el miedo y sus pezuñas levantaban terrones y bloques de hierba mientras intentaba escapar. Los caminos principales habían sido cerrados con vallas improvisadas, y la mayoría de los pasos estrechos entre los grupos de árboles y arbustos estaban protegidos por un soldado con lanza. Su piel de color marrón arena estaba moteada de rojo; varias veces había intentado escapar atravesando los arbustos y otras tantas lo habían hecho retroceder las puntas de metal de las lanzas. Ninguno de sus cortes era mortal; el privilegio de darle muerte estaba reservado para otros.
Se detuvo muy agitado en el centro del camino, con las pezuñas resbalando sobre las piedras. Movía sin parar las orejas ante el inusual ruido de la partida de caza. No eran precisamente silenciosos.
Una lluvia de saetas de ballesta cortó el aire alrededor del animal y una se hundió profundamente en su pata delantera derecha. Con un berrido de dolor, intentó saltar para alejarse, pero su pata derecha no respondió y se tambaleó. Se espantó por las risas y gritos que llegaron inmediatamente después de la lluvia de saetas.
Gansuj seguía al grupo de cazadores con el arco a un lado. Llevaba una flecha preparada, pero no tenía prisa por dispararla. Habían convertido el jardín en una arena y los nobles estaban cazando animales cautivos que soltaban en ese espacio cerrado. Cuando había visto a los hombres que colocaban las barreras, ya se había dado cuenta de en qué iba a consistir la caza, y a la vez su única preocupación era asegurarse de participar en ella. Ahora que ya estaba se daba cuenta de que no tenía estómago para aguantarlo. Eso no era una cacería, era una matanza.
Era desagradablemente consciente de que su actitud era la misma que había mantenido en la corte durante las últimas semanas: estaba en el límite del círculo interior de Ogodei y a la vez con un pie fuera. La advertencia de Lian no paraba de resonar en su cabeza: no serían solo sus actos lo que se juzgaría, también lo que los demás dijeran de él. Tenía que disimular bien su desaprobación antes de que alguien la advirtiera y fuera con ello al kagan.
—¡Fallaste! —gritó Ogodei a su compañero mientras corrían sin prisa hacia su presa.
Detrás de la pareja se esforzaba por mantener el paso un séquito de cortesanos rubicundos y jadeantes que corrían levantando los bajos de sus ropas. El kagan sonreía encantado, ajeno a las salpicaduras de hierba y barro en su vestido de color azafrán dorado. Era evidente que disfrutaba con la cacería.
—Con el próximo disparo lo tengo —dijo Munojoi mientras aflojaba el paso para acabar de cargar su arma. Era una ballesta múltiple (un complicado ingenio con resortes y palancas) que a Gansuj le parecía más un engorro que otra cosa, pero era indiscutible que, una vez cargada, era un instrumento mortífero. Munojoi gruñó cuando acabó de montar la corredera y la levantó para disparar.
Munojoi llevaba el pelo cortado casi al rape, y eso, combinado con su rostro chupado, le daba una apariencia esquelética a pesar de la longitud juvenil de su barba. Era enjuto y musculoso, y sus brazos parecían cualquier cosa menos los de un cadáver. Una cicatriz pálida comenzaba detrás de su oreja izquierda y desaparecía bajo su ropa. No faltaban rumores acerca de cómo se la había hecho, pero a Gansuj no le importaba lo suficiente para molestarse en intentar adivinar cuál sería cierto. Todos los guerreros tenían historias para sus cicatrices, y la mayoría de ellas no eran más que cuentos.
Desde atrás, Gansuj observó cómo Munojoi se concentraba en el blanco. Ogodei aún jadeaba, pero el guardia de día estaba quieto como una roca y su pecho apenas se movía. Los músculos del cuello de Munojoi se tensaron cuando apretó el ancho disparador de la ballesta, y se inclinó para aguantar el retroceso cuando disparó las tres saetas.
El ciervo estaba volviéndose cuando lo alcanzaron las flechas y dos de ellas fueron a parar a su cuello y hombro. La tercera le acertó en un ojo y se incrustó en el cráneo del animal salpicando sangre y humores. Se le doblaron las patas delanteras y cayó sobre un macizo de peonías.
—Solo una de la docena de maravillosas máquinas de matar que han inventado los chinos. —Munojoi ofreció la ballesta a Ogodei con una gran sonrisa—. Listos, esos pequeños cabrones —dijo riendo mientras iba rápidamente hacia el ciervo caído.
La partida de caza se agrupó alrededor de Ogodei manifestando sonoramente su placer y su apoyo al ver el arma en sus manos. Gansuj ni siquiera se molestó en acercarse. Desde donde estaba podía ver bien todo.
Más allá del grupo de aduladores cortesanos y nobles, Munojoi estaba plantado sobre la cabeza del animal muerto y alzaba su espada. El sol se reflejó en la hoja y la convirtió en un destello plateado durante su descenso; la cabeza del ciervo quedó separada del cuerpo con un chasquido blando. Munojoi se arrodilló y levantó la cabeza por los cuernos, con la sangre resbalando por sus manos.
—Para el señor de todo cuanto hay bajo el cielo azul —dijo volviéndose hacia Ogodei—. Yo os ofrezco humildemente este trofeo.
—Quédatelo —dijo Ogodei—. Tengo trofeos mucho más impresionantes en mi colección. —Rió, hizo una seña a un criado para que le trajera otro odre de vino, que cambió por la enorme ballesta, y dio un gran trago para acabar con su sed.
Ya estaban conduciendo otro ciervo hasta el jardín, que salió disparado en cuanto su encargado le retiró la cuerda del cuello. Se encaminó hacia el muro este hasta que se encontró con que en esa dirección no había escapatoria. Fue hacia la derecha, desapareció durante un instante tras un grupo de árboles y luego volvió a aparecer en la cima de un pequeño montículo próximo al límite sur del jardín. Aún estaba asustado, pero suficientemente lejos para que el atractivo de la hierba recortada que había bajo sus patas superara el miedo. Miró a su alrededor durante un momento y luego bajó la cabeza con cautela hacia la hierba.
Ogodei eructó y pareció advertir por primera vez la presencia de Gansuj.
—¿Qué te parece el nuevo juguete de mi guardia? —preguntó con un volumen lo bastante alto para que la atención de toda la partida de caza se desviara hacia Gansuj—. Es un arma impresionante, ¿verdad?
Gansuj hizo una inclinación de cabeza, recordando las advertencias de Lian acerca de las reputaciones y las percepciones en la corte. «Ni siquiera el kan de kanes era inmune al atractivo de la actividad favorita».
—Parece que dispara muy bien, kagan.
Ogodei miró a Munojoi, que había dejado la cabeza cortada del ciervo. Los brazos del torguud estaban cubiertos de sangre.
—Sí —dijo—, esta arma dispara bien, ¿no?
Gansuj se estremeció por dentro ante el tono de las palabras de Ogodei, y, a juzgar por la expresión de Munojoi, él las había interpretado igual. Antes de que Gansuj pudiera encontrar la manera de desviar la conversación, Ogodei hizo una seña con el odre al criado que sostenía la ballesta.
—Enséñame cómo funciona —pidió; y cuando el criado se quedó petrificado, Ogodei sacudió la cabeza—. No, tú no —dijo con un gruñido—. Gansuj.
El sirviente por poco se desmayó por el alivio, corrió hacia Gansuj y casi le tiró la complicada ballesta. Gansuj habría necesitado las dos manos libres para sostenerla, y de repente no pudo recordar la secuencia de botones y palancas que Munojoi había accionado para tensarla. El criado le acercó el arma pidiéndole con los ojos que la cogiera, pero Gansuj no hizo ni el menor intento.
—Con todo mi respeto, kagan —dijo pronunciando cada palabra despacio y con cuidado—, creo que deberíamos dejar algunos de estos ingenios chinos a los chinos. Yo cazo mejor como me enseñó mi padre: con un simple arco.
Su arco había pertenecido al padre de su padre, un simple arco recurvado de madera, asta y tendones, desgastado y reparado generación tras generación. «Igual que el cielo —pensó mientras se adelantaba unos pasos para situarse un poco por delante de la aglomeración de cuerpos que rodeaba al kagan—. Nunca cambiaría». La sensación al sostenerlo era la correcta. No había mecanismos complicados que lo hicieran funcionar. Simplemente era una extensión de su propio brazo.
Munojoi soltó un bufido.
—¿Ese viejo palo? Seguro que es bueno para cazar bueyes enfermos.
Gansuj se permitió una leve sonrisa mientras apreciaba la distancia hasta su presa. El ciervo seguía pastando en el montículo sin apartar un ojo vigilante de la partida de caza. «Sí —pensó mientras levantaba el arco y apuntaba—, deja que hable sin parar. En eso es mejor que tú». Un tiro difícil, pero no imposible. Gansuj inspiró con lentitud hasta estar seguro de que su cuerpo estaba estabilizado. Sus brazos eran como piedras. La punta de la flecha no oscilaba. Esperaba…
—Demasiado lejos —dijo Munojoi en voz muy alta. Un murmullo recorrió el grupo, una conformidad expresada, pero no de una manera tan intencionada, ni tan pública, como la descalificación de Munojoi.
El animal reaccionó al ruido, sintió peligro y levantó la cabeza. Los músculos de sus patas temblaron, pero era demasiado tarde. La flecha de Gansuj, siguiendo de cerca el ruido producido por el grupo de personas, alcanzó al ciervo en el pecho. El animal se tambaleó una vez, con la sangre formando un reguero sobre su piel blanca, y luego se desplomó.
Ahora no salió sonido alguno del grupo, y Gansuj se armó de valor para no volverse a mirarlos.
—Y así —murmuró casi para sí— es como cazaba mi padre.
La potente risa de Ogodei rompió el silencio.
—Veo que tu padre era tan buen tirador como el mío.
Gansuj se volvió hacia Ogodei e hizo una respetuosa inclinación de cabeza en respuesta al cumplido insinuado. Cuando levantó la mirada se dio cuenta de que Ogodei seguía observándolo con esos ojos penetrantes que ya había visto antes, cuando acababa de llegar. Fue como si se hubiera disipado una nube de la mirada del kagan y estuviera viendo algo que se le había mantenido oculto durante mucho tiempo.
Por el rabillo del ojo, Gansuj vio al criado dejar el artefacto chino de Munojoi sobre la hierba. Nadie más pareció advertirlo ni estar interesado.
El temprano amanecer otoñal se extendió por el valle demasiado despacio para el joven Ogodei. Estaba tendido boca abajo en el suelo helado de un claro pantanoso. El frío le calaba los huesos y la débil luz hacía jugarretas a sus ojos. Las condiciones no eran ni de lejos las ideales para la caza y llevaba demasiado tiempo tumbado allí.
Antes de que el sol amenazara con aparecer por encima de la cresta, Ogodei había estado observando dos siluetas en la hierba próxima a la ribera, seguro, alternativamente, de que eran animales o de que eran sus hermanos mayores con sus chaquetas de piel. Sus músculos empezaban a sufrir calambres. Incluso si pudiera estar seguro de la identidad de su presa, podría no ser capaz de tensar el arco de forma adecuada para dispararle.
Se levantó sobre sus manos y rodillas y avanzó muy lentamente. Los quebradizos rastrojos se rompían contra sus hombros. El ruido era como de ramas de árbol agitándose en sus oídos, y estaba seguro de que su presa podía oírlo.
Ogodei apretó el pecho y el vientre contra el suelo y soltó el aire despacio. Casi estaba a la distancia de tiro. Si colocaba la flecha, se levantaba y disparaba en un solo movimiento, tendría una probabilidad razonable de derribar un ciervo.
Pero, si las formas eran las de sus hermanos, no habría fin para las burlas esa noche alrededor del fuego, y habría algo más que burlas si de verdad alcanzaba a uno de ellos.
Ogodei maldijo en voz baja y se puso de rodillas lentamente. Tenía que asegurarse. De repente el silencio del valle fue roto por una risotada y Ogodei sintió cómo todo el aire abandonaba sus pulmones. Se mantuvo inmóvil durante varios segundos para oír las burlas que estaba seguro de que iban a llegar, pero no llegaron, y el hecho de que sus hermanos no estuvieran riéndose de él no atenuó el remordimiento por lo que podría haber sucedido. Esperó a la siguiente explosión de risas y se levantó y caminó como si acabase de entrar en el claro, sin preocuparse ya por todo el ruido que producía el roce de su cuerpo con los arbustos. Zuchi, el mayor de los hermanos, se había vuelto hacia el ruido y agitó una mano al reconocerlo.
—¡Tercer hermano! Ven aquí. Chagatai está contándonos sus grandes hazañas de anoche —dijo riendo.
Ogodei sonrió mientras se acercaba a sus hermanos mayores a paso ligero. No lo avergonzaba su apodo porque no era más que la verdad: de los cuatro hijos de Gengis Kan, solo Tolui era menor que él.
De los hermanos, en general se admitía que Chagatai era el más bello, y su arte para improvisar una historia con la misma habilidad que cualquier animador de la corte sin duda contribuía a su capacidad de embelesar a las mujeres del campamento. Zuchi confiaba sobre todo en su posición como primogénito, y Tolui conseguía aprovechar sus permanentes enfermedades para contar con un enjambre de mujeres solícitas y cariñosas que lo seguían a todas partes. Aunque Ogodei pensaba que la imagen que veía en el cubo de agua era bastante agradable, la mayoría opinaba que se parecía mucho a su padre, tanto en el físico como en los gestos.
—Ella tenía una notable generosidad natural —gritó Chagatai a Ogodei cuando el pequeño se acercó. Mantenía las manos extendidas delante de su pecho, como si con ese gesto bastara para que Ogodei entendiera todo lo que necesitaba saber de la historia que estaba contando Zuchi.
—¿Has estado alguna vez con una mujer con los pechos pequeños? —preguntó Ogodei.
Chagatai hizo una mueca fingiendo estar ofendido y Ogodei rió, olvidando su frustración.
—Desde luego, Chagatai, parece que todas las chicas con las que te acuestas están bien en sazón —bromeó Zuchi. No era solo su estatura lo que hacía evidente que era el mayor de los tres. Ya tenía arrugas alrededor de los ojos y su mirada era mucho más directa y penetrante. Se erguía cuadrando los hombros como si estuviera dispuesto a aceptar la carga del liderazgo. Levantó las manos y empezó a manosear el aire frente a sí—. ¡Oh, están firmes!
Chagatai le dio un revés en el hombro.
—¡Esos melones son míos!
Sus risas fueron interrumpidas por una nueva voz que resonó en todo el claro:
—¡Estoy impresionado!
Desde la hilera de árboles que quedaba detrás del lugar donde Ogodei había estado apostado, una figura imponente y otros cuatro hombres entraron caminando enérgicamente bajo el sol de la mañana. La luz hacía relumbrar el oro alrededor del cuello de Gengis Kan, y esa misma luz parecía desaparecer en sus capas negras.
—De verdad, hay que ver qué grandes cazadores son mis hijos —dijo Gengis—. Tú has matado tu ciervo y ya lo has desollado, porque estás aquí contando historias. Venga, enséñame lo que has cazado.
Ogodei miró primero a Chagatai, y al no ver otra cosa que pánico en el rostro de su segundo hermano, volvió la cara hacia el río. Sus mejillas ardían por la vergüenza, y toda la amargura de la cacería fallida le estaba revolviendo el estómago. Gengis y sus cuatro hombres los rodearon con facilidad mientras permanecían de pie, clavados al suelo. «Como ciervos aterrorizados», fue la idea que pasó por la mente de Ogodei. Si Gengis hubiera estado solo, de no haber testigos del momento en que el gran kan descubrió el fracaso de la cacería de sus hijos, podrían haber escapado sin más daño que el producido por la lengua de su padre. Tal como estaban las cosas, era muy posible que recibieran una azotaina real.
—Padre… —comenzó Zuchi.
—Tenemos más de mil setecientas bocas que alimentar. —Gengis hablaba sin rabia ni rencor, pero ellos lo sabían mejor que nadie—. Los granjeros de este territorio no pueden proveernos de suficiente comida; no podrían ni aunque nos los comiéramos también a ellos.
Ogodei no pudo controlar un estremecimiento, no solo por la idea del canibalismo, sino por la calma y la naturalidad con que su padre había sugerido la posibilidad.
—Sé que no sois cazadores expertos, pero os envié a aprender a cazar —continuó Gengis respondiendo a la afirmación que no iba a permitir acabar a Zuchi—. Necesitamos provisiones. Todos los miembros de esta tribu deben ser capaces de…
Ogodei hizo callar a su padre levantando una mano, y por el rabillo del ojo vio a dos de los guardias del gran kan reaccionar como si Ogodei lo hubiera abofeteado. Este los ignoró y llevó un dedo hasta sus labios. Volvió un poco la cabeza, lo suficiente para ver la cara de su padre.
—Ciervo —articuló en silencio, y señaló. Río abajo, en la otra ribera, estaban inmóviles dos hembras de buen tamaño y un gran macho.
Los ojos de Gengis siguieron el dedo de su hijo y, con un movimiento de cabeza, hizo que los guardias más próximos al río se arrodillaran. La disciplina familiar quedó olvidada cuando el grupo se centró instintivamente en sus presas. Los guardias se agacharon despacio hasta el suelo; sus espadas eran inútiles en esa cacería, y ahora solo actuaban como cazadores. Zuchi y Chagatai empezaron a reptar por la orilla; sus botas hacían suaves crujidos al rozar con las piedras del río. Gengis se descolgó el arco y dio un paso hacia el agua con la vista fija en los ciervos. Ogodei estaba a su lado, con el arco también preparado, y entraron a la vez en el río con las botas hundidas en las aguas gélidas y poco profundas.
Los ciervos oyeron a Zuchi y a Chagatai y levantaron la cabeza ofreciendo blancos perfectos de perfil a Gengis y a Ogodei. Ambos hombres estaban preparados y sus cuerdas zumbaron casi en el mismo instante.
Dos flechas se hundieron en el cuello del macho con un sonido blando casi inaudible desde el otro lado del río; pero las hembras, más próximas al sonido, se asustaron, se alejaron con rapidez y desaparecieron en el bosque. El macho luchó por mantenerse en pie y luego se inclinó hacia delante y cayó al río, donde se agitó en vano.
Ogodei soltó un grito y, levantando las rodillas a cada paso, bajó por el río tan rápido como pudo para evitar que el ciervo derribado se alejara flotando.
—Buen tiro —gritó Chagatai. Los guardias silbaron en señal de reconocimiento y Zuchi incluso aplaudió cuando Ogodei pasó frente a él entre grandes salpicaduras.
El ciervo había dejado de patalear y el río empezaba a arrastrar su cuerpo cuando Ogodei lo alcanzó. Se paró, se aseguró de que no estaba sobre piedras sueltas y agarró la cornamenta del animal.
—Ayudadme —gritó.
—¡No! —ordenó la voz de Gengis desde el otro lado del agua.
Asegurando bien sus pies, Ogodei miró por encima del hombro. Zuchi y Chatagai habían cruzado la mitad del río, y ellos también se habían detenido al oír la voz de su padre.
—Vosotros dos —dijo Gengis—, volved al campamento con las mujeres; esta pieza no es vuestra.
Chagatai se quedó inmediatamente cabizbajo y sus hombros se hundieron. Zuchi titubeó.
—¡Volved! —rugió Gengis, y los hermanos mayores de Ogodei reaccionaron de inmediato al tono de su padre y volvieron sobre sus pasos. Se quedaron de pie en la orilla, chorreando, reacios a abandonar del todo el lugar, y la guardia personal de Gengis se acercó para quedarse con ellos mientras el gran kan sacaba de su faja un gran cuchillo de desollar con mango de hueso y se introducía en el río.
Ogodei sintió que perdía agarre y equilibrio y tuvo que ponerse de espaldas al gran ciervo. El macho era mayor de lo que había creído y no lo tenía muy bien sujeto. No podía sacarlo del agua tirando de él por los cuernos. Tenía que conseguir una posición mejor, y cuando estaba intentando colocarse tras los cuartos traseros del animal, apareció su padre a su lado y pasó el brazo izquierdo por las paletillas del ciervo.
—¿Preparado? —preguntó Gengis Kan con la cara muy próxima a la de Ogodei.
Ogodei pudo oler el aliento de su padre (carne, ajo, el aroma ligeramente agrio del airag). Durante un instante volvió a ser un niño junto a su padre, aquel hombre extraño a quien nunca había visto, pero que lo miraba con ojos fieros. Se había sentido, aunque sin conocer esos conceptos, seguro…, protegido…
—¡Levántalo! —gritó Gengis. Ogodei dio un traspié hacia atrás y el cuerpo del ciervo se movió hacia la orilla. Dio otro traspié y cayó con un buen golpe, con la cuerna del ciervo hincándose dolorosamente en sus muslos. La cabeza del ciervo estaba en su regazo, y su cuerpo, casi fuera del río.
Gengis salió a la orilla y miró desde arriba a Ogodei con una expresión muy especial en su rostro.
—¿Qué? —preguntó Ogodei. Luego, tomando la expresión de su padre por un gesto de desaprobación, se enfrentó a él—. Si hubiéramos seguido hablando, el ciervo habría oído…
—Esa era la decisión correcta —dijo Gengis—. No estoy enfadado porque me interrumpieras.
Ogodei intentaba entender en qué pensaba su padre.
—¿Por qué escogiste el macho? —preguntó Gengis.
Ogodei miró a sus hermanos y a los guardias y tomó una decisión instantánea. «Dile la verdad».
—Padre, era la mejor opción. Nunca se me pasó por la cabeza tirar a una de las hembras. Debería haberlo hecho. Lo siento…
Gengis hizo un gesto para que dejara de disculparse. Se sentó en el suelo junto a Ogodei. Puso el cuchillo de desollar en el suelo entre ambos y luego miró a los hombres que estaban al otro lado del río.
—¿Sabes qué habrían hecho tus hermanos?
Ogodei no estaba seguro de cuál era la respuesta correcta, pero sentía que Gengis iba a decírsela de todos modos, así que guardó silencio.
—Habrían sabido que yo escogería el macho y ellos habrían escogido una hembra.
Volvió a aparecer el nudo en el estómago de Ogodei, que de pronto volvía a ser el adolescente estúpido. El que casi había disparado a uno de sus hermanos al confundirlo con un ciervo.
—Habríamos tenido más carne —dijo con palabras que le quemaban la garganta.
Ogodei miró fijamente al animal apoyado en su regazo. Quería deshacerse de él. La emoción de la caza desaparecía y todo lo que quedaba era la insoportable vergüenza de su incapacidad de pensar más allá de sus propios deseos.
—Escogiste el macho porque lo querías —dijo Gengis—•. Querías el premio que representaba. No me esperaste ni me pediste permiso, y no lo dudaste.
Ogodei miró a su padre, pero el gran kan seguía con la mirada perdida al otro lado del río.
—Hiciste —continúo su padre con enorme lentitud— exactamente lo mismo que habría hecho yo. —Por fin miró a Ogodei.
Ogodei miraba fijamente a su padre buscando en su cara alguna explicación a la tristeza que percibía en su voz. Sentía todo a su alrededor: la dureza de las astas del ciervo en sus manos, el agua del río fluyendo a su lado, su aliento mezclado con el de su padre en el frío aire de la mañana, los profundos surcos dibujados alrededor de los ojos de su padre por el sol y por la carga de su posición, y el repentino vacío de su estómago tras la desaparición de su ansiedad y de su miedo. Y sabía que las palabras de su padre encerraban algo más que un simple cumplido. Durante un momento, solo estaban ellos dos a la orilla del río y el resto del mundo no existía.
«Padre e hijo. Más parecidos que diferentes».
Gengis asintió, y el momento pasó. Se levantó de la hierba y desató las correas de cuero que sujetaban a su cinturón la vaina de su cuchillo de desollar.
—¿Qué haces? —preguntó Ogodei.
—Esa pieza no es mía —respondió Gengis. Volvió a mirar a Ogodei, dio media vuelta y empezó a cruzar el río.
Ogodei miró el cuchillo que había en el suelo. Lo reconoció: era el de su abuelo. Un objeto anterior a su nacimiento, incluso anterior al nacimiento de su padre. Sacó la hoja de la tierra húmeda. El metal tenía un brillo apagado bajo el brillante sol de la mañana. La hoja era larga, pero estaba bien equilibrado y se movía con facilidad en su mano.
Salió de debajo del cadáver del ciervo y evaluó la masa del animal. Quizá pesaría la mitad que un poni. Haría falta más de un viaje para llevarlo hasta el campamento, incluso despiezado.
Necesitarían la mayor parte del día para transportar toda la carne hasta allí.
Ogodei miró hacia el otro lado del río. Gengis había llegado a la ribera opuesta y uno de los guardias había dado su capa al gran kan.
—¡Eh! —gritó—. Que uno de vosotros se quede conmigo para ayudarme a llevar esta carne.
Durante un largo instante, el único sonido fue el borboteo del río entre ellos, y luego Gengis echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Ahuyentó de allí a Zuchi y a Chagatai enviándolos al campamento y dos de los guardias los siguieron. Gengis habló con los otros dos, y el que le había dado su capa asintió. El gran kan se volvió hacia Ogodei una vez más y luego se marchó con un guardia tras él.
Para cuando el guardia que se había quedado acabó de cruzar el río, Ogodei ya había destripado el ciervo y estaba desollando las ancas dejando a la vista la carne magra.