28
MAL ENCUENTRO EN KIEV
Cuando rodearon el pie de la colina notaron el viento en la cara, y aunque su roce era a la vez ligero y refrescante, llegaba cargado de un hedor malsano. Al principio Cnán pensó que sería la clase de putrefacción que no es extraña en las fétidas tierras pantanosas, pero el río fluía con demasiada libertad para que pudiera albergar materia en putrefacción. Miró a los demás y vio que también les afectaba el olor, pero, a diferencia de ella, parecían estar más acostumbrados.
—Un cadáver en putrefacción —explicó Yasper. Hurgó en una de sus muchas bolsas hasta encontrar un frasco pequeño. Lo destapó con cuidado, vertió una pequeña cantidad del espeso líquido en dos de sus dedos y luego se apretó las fosas nasales con ellos. Manteniendo la boca cerrada, inspiró profundamente hasta que las aletas de su nariz se cerraron—. Ah —suspiró. Cuando bajó los dedos ya no parecía disgustado por el penetrante olor que impregnaba todo el aire. Con una sonrisa, ofreció el frasco a Cnán.
Ella lo miró como si acabase de manifestársele la viruela, y cuando agitó el frasco en su dirección acabó por cogerlo de su mano extendida. Con algunas dudas, depositó una gota en uno de sus dedos y la olió con precaución. El olor a menta era apabullante y echó la cabeza hacia atrás con sorpresa.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Una tintura de aceite de menta —explicó él sonriendo—. Una receta mía. —Sacudió la mano delante de su cara como si estuviera enviando más del repulsivo hedor hacia sus fosas nasales.
Ella puso una gota en otro dedo y, con cierta torpeza, imitó el método utilizado por Yasper para aplicar el aceite a su nariz. Sus ojos lagrimearon cuando inspiró y los vapores de menta entraron hasta el fondo de su cabeza como pequeños témpanos. Pero tuvo que admitir que era una sensación agradable, aunque extraña, y muy preferible al hedor de la carne en descomposición.
Rædwulf soltó una risita ante su expresión cuando estiró su largo brazo y cogió el frasco de sus dedos. A diferencia de Yasper, puso unas gotas de aceite en el gran pliegue de piel que iba de su pulgar a su índice y se apretó la mano contra la cara para cubrir por completo los orificios de su nariz.
Luego pasó el frasco a Feronantus, que tomó su parte y lo ofreció a Istvan. El húngaro lo miró con el ceño fruncido y comenzó a acariciar su bigote con ahínco, como si la idea de poner menta en su barba fuera demasiado desagradable para pensar en ello. Finn solo inhaló del frasco y luego se encogió de hombros y lo devolvió a Yasper. Como si no estuviera muy seguro de qué era toda aquella agitación o de por qué alguien podría querer embotar su capacidad de oler.
Un poco mareada por el aceite de menta, Cnán se centró en el pequeño poblado de chozas que estaba encajado entre la colina y el río. A lo largo de la ribera había varios embarcaderos de madera, con barcas amarradas en ellos por cualquier medio disponible. Había chozas y establos improvisados dispuestos sin un orden claro, al parecer construidos en cualquier lugar en que fuera posible apoyar dos trozos de madera uno contra otro para hacer algo parecido a una pared. La pequeña aldea junto al río parecía hecha al azar y sin cuidado, como si sus habitantes edificaran y fabricaran lo necesario con lo que tenían alrededor sin mucha preocupación por la permanencia o por protegerse de los merodeadores. Se dio cuenta de que era una actitud que no debía resultar del todo inesperada si se tenía en cuenta por lo que habían pasado los habitantes. ¿Qué más podían hacer los mongoles que aún no hubieran hecho? Matarlos podría incluso ser una bendición.
Sin pretenderlo, Cnán se sumió en la tristeza de sus recuerdos y su cabeza se llenó de los olores y sonidos del pueblo en llamas donde, hacía tanto tiempo, lo había perdido todo. Un poco aturdida, se tambaleó en la silla y habría caído del caballo si no la hubiera cogido alguien por el brazo. Volvió la cabeza, abrió los ojos y se asustó al ver la cara de preocupación de Yasper. Malinterpretando su reacción, Yasper la soltó.
—Respira por la boca —dijo en tono amable—. El olor puede ser demasiado intenso al principio. Respira despacio, y no por la nariz, hasta que se te pase el mareo. —Y le hizo una demostración.
—Estoy bien —respondió ella más secamente de lo que pretendía, y luego—: Lo siento, Yasper. Solo intentas ayudarme y yo te contesto muy mal.
—No tiene importancia —dijo él con una gran sonrisa—. Son tiempos duros, y la única verdadera descortesía es la que no se reconoce como tal.
—Hablando de eso… —los interrumpió Rædwulf llamando su atención hacia un trío de mugrientos lugareños que se aproximaban a su grupo. Para decir que los tres hombres iban vestidos habría que llamar «ropa» a los harapos de tela y cuerdas y a los pedazos de piel que cubrían una parte de sus cuerpos esqueléticos. Se acercaban despacio, arrastrando los pies, inclinados desde la cintura, con sus mugrientas manos extendidas en actitud suplicante. El primero, empujado por los otros dos para que hablara por ellos, farfulló algo en rutenio.
—Cnán —dijo Feronantus—, ¿entiendes sus palabras?
Ella se acercó más sin bajar del caballo, con la cabeza ladeada intentando seguir el parlamento del hombre. Era algo repetido insistentemente y eso le hizo más fácil reconocer algunas palabras.
—Repite lo mismo una y otra vez —explicó ella—. Algo relacionado con regalos, creo. No, con tributos. —Lo interrumpió con algunas palabras en tártaro.
Uno de los otros dos hombres chilló, cayó de rodillas y se arrastró servilmente por la tierra. La boca del portavoz se había quedado abierta, pero ya no salían palabras de sus labios quejumbrosos.
—Muy bien —opinó Yasper uniéndose a Feronantus y Cnán—, es una invocación poderosa. Quizá podrías enseñárnosla a los demás.
—Solo le he preguntado si entendía lo que le estaba diciendo —aclaró Cnán.
—En la lengua de los mongoles —supuso Feronantus. Cuando Cnán asintió, él inspeccionó el poblado con los ojos entornados, buscando movimientos entre las chozas y los desperdicios—. Los hemos aterrorizado —dijo—. Pero está claro que no somos mongoles…
A su derecha, Istvan soltó un ruidoso bufido, y la atención de los tres hombres se trasladó al húngaro. Su cara de pocos amigos solo produjo más miedo, y el que estaba arrodillado incluso intentó hundirse más en el suelo.
—Finn —gritó Feronantus sin apartar la vista del poblado—. No estamos solos, ¿verdad?
—Así es —respondió el cazador.
Cnán miró a su alrededor buscando a Finn, que estaba en cuclillas a cierta distancia examinando el camino por el que iban.
—Caballos —dijo señalando el suelo—. Herrados, como los nuestros. Hace menos de un día.
—La cruz y la espada rojas. Yo creía que los livonios ya no… —fue la respuesta de Roger al reconocer el escudo de armas del caballero muerto.
—El infierno no ha podido retenerlos —apuntó Raphael.
—O sencillamente ha encontrado su compañía muy aburrida —se burló Roger.
—Fuera cual fuere su motivo para andar perdidos por la Rus —dijo Illarion—, es gratificante comprobar que al menos uno ha encontrado el destino que se merecía.
—Lo cual nos lleva a una pregunta: ¿hay otros? —preguntó Raphael—. Porque este es relativamente reciente, y las Doncellas del Escudo (si es correcta mi suposición acerca de quiénes son esas mujeres) parecen estar esperando que lleguen más.
La pregunta era importante e hizo que los cuatro hombres apartaran la vista del escudo con la cruz y la espada por primera vez desde que lo habían visto. De manera instintiva formaron un círculo mirando hacia el exterior, inspeccionando las ruinas y la ladera por debajo de ellos en busca de indicios de que los hubieran seguido. Sus manos se desplazaron a las empuñaduras de las espadas y las hachas. Pero no vieron indicios de problemas.
—El hermano Raphael tiene razón —dijo Percival— cuando dice que debemos enterarnos, y pronto, de si hay otros livonios por los alrededores. Pero entre todos solo tenemos cuatro pares de ojos. Esos ojos están inspeccionando viñas quemadas y montones de escombros en un paisaje que les resulta nuevo y extraño. Detrás de nosotros, muchos más ojos acostumbrados a este lugar vigilan la ciudad desde un puesto de observación mejor, y por eso la manera más rápida que tenemos de encontrar la respuesta a esa pregunta es sencillamente acercarnos a las puertas, explicar qué intentamos y pedir a las Doncellas del Escudo que compartan con nosotros lo que saben.
—Pues que tengas suerte —dijo Roger entre dientes.
—Iré solo —anunció Percival.
Era una afirmación incontestable, no una propuesta. Y de nuevo aquella luz parecía iluminar su rostro. A Raphael le habría gustado que desapareciera; le resultaba muy inquietante. Quizá se debiera a una falta de sangre en la piel ya pálida del caballero.
Percival se quitó la espada y la aljaba y las entregó a Roger, y luego dio media vuelta y caminó derecho hacia las puertas que les cerraban el paso a través de la muralla más interior y más alta del priorato.
La respuesta de las Doncellas del Escudo situadas en las almenas se dividió. Casi todas hablaban en la lengua local, por lo cual Raphael no podía entender lo que decían, pero la mitad simplemente se burlaban mientras que las demás parecían casi enloquecidas y rabiosas. Cuando Percival comenzó a dar los últimos cien pasos hacia las puertas, los montones de escombros que lo rodeaban cobraron vida de repente como un hormiguero atacado por la reja de un arado, y personas normales (en su mayor parte pobres desgraciados, desarmados y más vendados que vestidos con envolturas improvisadas con harapos y mantas grises) escaparon de los precarios refugios que habían construido a lo largo de los accesos al priorato y abandonaron las hogueras que habían encendido por el camino. Percival miró a un lado y otro observándolos con curiosidad y Raphael advirtió en su postura que estaba un poco ofendido por el visible miedo que le tenían los refugiados.
—¿Tienen miedo de Percival? —preguntó Roger—. ¿O de lo que está a punto de sucederle?
—Cualquiera de las dos cosas bastaría para que esa gente se apartase de él —respondió Illarion.
Percival se encontró en un espacio vacío frente a las puertas, mirando directamente hacia arriba a la mujer que hablaba latín y se había dirigido a él poco antes; ella lo contemplaba entre dos almenas, desde encima de la entrada. Quizá sintiendo que no era caballeroso llevar el casco para dirigirse a una dama cuyo yelmo estaba bajo su brazo, se quitó el suyo, lo depositó en el suelo delante de sus pies y luego se irguió, levantó la barbilla, echó su cabello hacia atrás y miró directamente a su interlocutora. Todas las damas guardaron silencio durante un momento.
—¡Qué hijo de perra! —masculló Roger.
Las voces de las Doncellas del Escudo fueron resurgiendo, no tan altas como antes y en un tono diferente: algunas de ellas incluso más furiosas, otras coqueteando burlonamente con él, y quizá unas pocas haciéndolo con bastante sinceridad.
Su jefa se permitió mostrar una sonrisa sarcástica y sacudió ligeramente la cabeza.
—No estoy segura de cuál de vuestros intentos ha sido más insultante —dijo—. La primera vez llegasteis rebosantes de la más insufrible arrogancia. «Muy bien hecho, chicas. Gracias por mantener este lugar arreglado para nosotros. Ahora, abrid las puertas para que podamos convertirlo en una verdadera fortaleza. Dejad libres los barracones y los dormitorios, mullid nuestras almohadas, preparadnos algo de comer y limpiad nuestras armaduras, que tenemos que ocuparnos de asuntos importantes». Cuando enviamos a paseo a vuestros emisarios y repelimos el inevitable ataque por sorpresa que llegó a continuación, supusimos que ya no os veríamos más. Pero habéis vuelto. ¿Y cuál es vuestra última estratagema? Una cara bonita con la que ganaros a las chicas idiotas que guardan las llaves de las puertas. Decidme, ¿son los hombres que se esconden detrás de ti tan agradables de contemplar?
—Eso tendríais que decidirlo vuestra merced y las demás Doncellas del Escudo, mi señora —respondió Percival.
—Podéis llamarme hermana Vera —dijo la mujer—. No soy una señora, y si lo fuera no sería vuestra.
—Muy bien, hermana Vera. Yo soy el hermano Percival.
—¡No sois nuestro hermano! Hemos aguantado que os acerquéis tanto solo para deciros, otra vez, que ni vos ni los otros livonios sois bienvenidos en nuestra ciudad —dijo Vera—. Si vuestros amigos se acercan lo suficiente para que nos hagamos una idea de su hermosura, conseguirán acabar con una flecha en la cara, como el que habéis visto.
—Entonces, bueno sería que levantaseis la mano y detuvieseis los lanzamientos de flechas hasta que haya podido acercarme lo suficiente para hablar con vos y sacaros de un grave, pero comprensible error —dijo Percival.
Entonces se quitó la sobreveste sacándola por la cabeza, y luego se despojó de la cota de malla (una tarea nada fácil, pues pesaba más que algunas de las mujeres que le apuntaban con sus flechas). Eso provocó muchos más comentarios groseros de las Doncellas del Escudo, que él fingió no haber oído. Tras dejar su cota de malla en el suelo, desató su gambax y se quitó la acolchada prenda para dejar a la vista una camisa de lino, gastada y manchada de sudor, pero, teniendo en cuenta por lo que habían pasado, sorprendentemente limpia.
—Si vuestra cara no nos ha convencido —dijo la dama de las almenas—, podéis estar seguro de que tampoco vuestro…
Pero entonces se calló. Y durante los instantes siguientes también se fueron apagando los silbidos. Porque Percival había cogido el puño de su manga derecha con la mano izquierda y la había remangado para mostrar el antebrazo. En el mismo gesto extendió el brazo hacia delante y lo rotó hasta que su palma quedó hacia el cielo y las Doncellas del Escudo pudieron ver la carne de su antebrazo.
Raphael, que estaba detrás de él, no podía ver lo que Percival les enseñaba, pero no le hacía falta, porque él llevaba la misma marca en su carne.
Tras captar la atención de las Doncellas del Escudo y hacerlas callar, Percival dejó caer su mano izquierda. Los ojos de las mujeres de las almenas vigilaban atentamente sus movimientos. La mano izquierda se cerró sin apretar; luego la extendió hacia ellas y extendió los dedos mientras la giraba para mostrar la palma.
No había nada especial en ella, y eso fue lo especial para las doncellas. Durante unos instantes, Percival se mantuvo en esa posición para que todas vieran bien la marca de su antebrazo y su palma sin marcar. Un cambio recorrió a las mujeres de las almenas, como una ráfaga de viento que agita un mar de hierba. Vera no dio orden alguna, pero los arcos crujieron y las cuerdas perdieron su tensión. Las flechas volvieron a sus aljabas, y las espadas, a sus vainas.
—Hermano Percival —dijo Vera con voz repentinamente ronca—, hemos cometido una injusticia con vosotros. Vuestra merced y los demás Skjaldbræður sois bienvenidos, más que bienvenidos, a nuestra ciudadela.
Olvidado su plan de investigar si se podía conseguir provisiones, el grupo siguió con una formación más abierta: Istvan y Finn (de nuevo a caballo) delante, Eleazar en la retaguardia, Feronantus y Cnán y Yasper y Rædwulf por parejas. Una vez más, Cnán se habría sentido desnuda y expuesta cabalgando al descubierto, sobre todo sin llevar ninguna clase de yelmo o cota de malla (que por lo demás nunca había llevado), pero rodeada por los siempre alerta y preparados caballeros de la Ordo Militum Vindicis Intactae se sentía… protegida.
La sensación no era diferente de la que había tenido hacía muchas semanas, la primera vez que entró en la casa capitular de la Hermandad del Escudo para su Kinyen. Y al mismo tiempo, esa sensación, aunque nueva, no era inesperada al estar rodeada por tantos caballeros y por los muros de piedra, pero ahora se sentía extraña y encantada de sentir otra vez un eco de aquella sensación estando en compañía de unos pocos caballeros. Intentó no quedarse atrapada demasiado tiempo en la fuente de sus emociones.
Subieron por la estrecha calle que seguía el río manteniendo el serpenteante curso de agua en su flanco derecho. La suave pendiente de la pequeña colina ascendía a su izquierda, y más adelante el camino se apartaba del río y bajaba para abrazar el pie de la ladera.
El olor a carne descompuesta era cada vez más intenso. Era eso, pensó Cnán, o que el aceite de menta de Yasper estaba empezando a agotarse. Ahora podían ver el lado trasero de la colina. En la cima de la pequeña elevación había una serie de edificios bajos dispersos ocultos por una rudimentaria empalizada de troncos en bruto. Un camino estrecho (en el que a duras penas cabía un caballo, y mucho menos una carreta) y muy empinado zigzagueaba ladera abajo hasta encontrarse con el camino mayor, que no quedaba muy lejos de ellos.
Lo que llamó su atención fueron los dos hombres que tiraban de un estrecho carretón colina arriba y la compañía armada que los seguía.
Los de la compañía iban vestidos con cotas de malla, desde el almófar hasta los escarpines, y sus largas sobrevestes eran blancas. Cada uno llevaba un escudo y una colección de espadas, hachas y mazas. El emblema pintado en algunos de los escudos era una cruz sobre una espada invertida en rojo. «Caballeros», pensó Cnán. Como los de su grupo, por las armas y por el porte. De todos modos ahí acababan las similitudes, porque sus rostros eran duros e implacables, con expresiones poco amigables que le decían que no eran de la misma clase que sus compañeros. Contó cabezas. Eran como el triple que su actual grupo.
En comparación, los dos hombres que tiraban del carretón casi no parecían ni humanos. Ambos llevaban ropas mugrientas y hechas jirones que colgaban tiesas de sus escuálidos cuerpos, y las cabezas que asomaban de las ropas estaban cubiertas por masas enredadas de cabello y barba, tan llenas de polvo y otras cosas que era casi imposible distinguir alguna clase de cara. El destartalado carretón no era mucho más que un tablero clavado a un par de tablas en las que habían sujetado dos ruedas de manera chapucera. Sobre la carreta había algo que a primera vista parecía un montón de pieles sucias, pero Cnán vio un ligero movimiento que le hizo darse cuenta de que el bulto era en realidad otra persona como las que tiraban del carretón.
Alguno vio a los Hermanos del Escudo y desde la columna de caballeros se elevó un grito. La compañía se detuvo y todos se giraron hacia Cnán y los demás. Los dos harapientos empezaron a tirar más deprisa del carretón. Desde la empalizada de la cima de la colina llegó un alarido, más una advertencia provocada por el pánico que el graznido de un ave rapaz que se lanza sobre su presa.
Uno de los caballeros era casi una cabeza más alto que el resto de su compañía, y cuando comenzó a bajar la pendiente todos se abrieron como el agua a su paso. Cuando llegó al final de la columna, desenvainó la espada y caminó sin prisa hacia abajo. Sus hombres volvieron a formar tras él, como una oruga que se pliega sobre sí misma, y lo siguieron.
—Esperad —dijo Feronantus en voz baja a los demás Hermanos del Escudo—. Dejad que muestre sus intenciones.
Cnán oyó el crujido de un tendón en tensión, y al mirar por encima del hombro vio a Rædwulf tensar su arco. No parecía importarle tener que mantener esa posición durante algún tiempo. Tras él, Eleazar estaba atando las riendas de su caballo al pomo de cuerno de su silla. Necesitaría las dos manos para blandir su monstruosa espada, observó Cnán, y la única manera que tendría de dirigir a su montura sería con las rodillas. Si es que se llegaba a eso…
Se estremeció, con una súbita sensación de frío, y se preguntó si sería eso lo que sentían todos ellos al aproximarse el momento de la violencia. Tenía ganas de vomitar.
El caballero alto se detuvo a unos cuantos cuerpos de distancia de ellos. Por el borde de su almófar asomaban mechones de cabello ensortijado del color de la arena, y su barba tenía mechas rojas. Rió, y Cnán vio su dentadura fuerte y blanca.
—Feronantus —gritó el caballero—, estás lejos de tu roca, viejo.
La familiaridad con que hablaba el hombre sorprendió a todos menos a Feronantus, que permaneció impasible ante la broma. En todo caso, pensó Cnán, en ese momento se parecía a una piedra más de lo habitual.
—Y tú llevas los colores de una orden que ha caído en la infamia, Kristaps —respondió Feronantus.
Kristaps escupió.
—Saule. Fuimos traicionados.
—La única traición con que os encontrasteis fue la de vuestro maestre llevándoos a aquella ratonera.
—Heermeister Volquin fue un gran jefe, Feronantus, y mejor hombre que tú.
—Su liderazgo no sirve de nada a nadie ahora que está muerto —dijo Feronantus con tristeza—. ¿Qué voy a hacer con tu variopinta banda? ¿Eso es todo lo que queda, ese triste puñado de desertores? ¿O se está cociendo alguna felonía que requiera que vistas a tontos ignorantes como si fueran caballeros de verdad?
Varios de los caballeros que había tras Kristaps desenvainaron las espadas y se movieron atrás y adelante, claramente deseosos de recibir la orden de enfrentarse a la Hermandad del Escudo. El caballo de Istvan resopló y empezó a piafar, reproduciendo el estado de inquietud del húngaro. Cnán oyó el leve crujido del arco de Rædwulf.
—Yo me pregunto lo mismo de ti, Feronantus —respondió Kristaps, indiferente a la tensión entre los dos grupos—. ¿Te has perdido? —Levantó la mano—. Petraathen queda en esa dirección, ¿no? —Hizo un gesto algo vago, como si no le preocupara señalar en la dirección correcta—. Aunque quizá ya no existirá para cuando consigas volver. —Enseñó los dientes—. Ha pasado mucho tiempo mientras tú estabas escondido en la roca, vejestorio. El mundo ha pasado de largo y ha abandonado a tu Hermandad del Escudo.
Feronantus replicó con una sonrisa sin alegría.
—¿Es esto todo lo que te queda? ¿Vagar lejos de vuestra tierra como perros enloquecidos escarbando en busca de los despojos del campo de batalla?
Uno de los hombres de Kristaps avanzó un paso, pero el caballero alto lo paró poniéndole una mano sobre el hombro.
—Somos siervos de Dios en una misión sagrada —respondió.
—¿Misión sagrada? —le soltó Yasper, incapaz de contener su lengua—. ¿Así llamáis a aterrorizar a la gente inocente de esta atormentada ciudad?
Y Cnán dedujo lo que Feronantus y los otros ya habían entendido: las gentes del poblado los habían confundido con hombres como aquellos y estaban intentando apaciguarlos con tributos, para adelantarse a alguna persistente amenaza de violencia.
—No hay inocentes ante Dios, solo pecadores y justos —replicó Kristaps con gélida calma, como si estuviera explicando algo tan obvio como la salida y la puesta del sol.
Feronantus se anticipó a cualquier réplica de Yasper levantando una mano.
—Cálmate —dijo en voz baja.
Miró fijamente a Kristaps y a los demás caballeros, y Cnán advirtió que su mirada se entretenía en el emblema que llevaban en las sobrevestes. «Significa algo para él», pensó, más que una simple marca de identificación como la rosa roja de la Hermandad del Escudo. Allí había algo más que lo estaba afectando.
—La cobardía te pega. Como siempre.
La mirada de Kristaps se desplazó por el grupo y su sonrisa se amplió ligeramente al ver a Cnán. Ella contuvo un estremecimiento; había pasado algún tiempo desde la última vez en que un hombre la había mirado de esa manera.
Le resultó extraño, pues, que Istvan desenvainara su sable y picara a su caballo. No podía creer que fuera una reacción a cómo la había mirado Kristaps (a fin de cuentas, era la reacción que habría esperado de Percival), pero el repentino movimiento del húngaro la sobresaltó y la dejó confundida.
Istvan mantuvo sujetas las riendas de su caballo y no le permitió cruzar el espacio vacío entre los dos grupos, pero su actitud era claramente agresiva. En contraste con los brincos de su montura, el húngaro era una estatua: los ojos clavados en su enemigo, los nudillos blancos de apretar la empuñadura del sable.
Kristaps conservó la tranquilidad con la actitud de un hombre que veía al jinete más como una diversión entretenida que como una amenaza creíble.
—Istvan —dijo Feronantus—, no es el momento.
Istvan enseñó los dientes y un rugido de fiera brotó de su garganta.
—Ya has oído a tu amo, perro —dijo insidiosamente Kristaps—. Te está ordenando que te quedes a sus pies.
Los ojos de Istvan estaban desorbitados y Cnán temía que el caballero alto hubiera ido demasiado lejos. El húngaro tenía el resorte de la ira muy flojo, era demasiado aficionado al alivio que le proporcionaban sus estallidos de rabia. La cabeza de Cnán se llenó de imágenes de la alegría sin medida que lo envolvía mientras combatían con los mongoles en la granja.
Aguantó la respiración temiendo lo peor.
Los superaban en número por más de tres a uno. Un enfrentamiento en ese momento seguramente sería su ruina.