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UN PASEO AGRADABLE

Cuando Kim lo conoció, el hombre que ahora luchaba como Zugaikotsu no Yama había estado vagando por los muelles de Byeokrando, arrancando lapas y descargando barcos por las monedas que le lanzaran. La opinión de los del lugar estaba dividida entre que estaba loco o que simplemente era idiota, pero sin duda era nipón. En aquellos días daba una respuesta diferente cada vez que le preguntaban su nombre, y Kim (que había aprendido algunas palabras de su idioma hablando con pescadores y comerciantes) supuso que se limitaba a mirar a su alrededor y decir el nombre de cualquier objeto que tuviera delante. Así, según el día, se lo podía conocer como «Lapa», «Gato Vagabundo», «Ola que Rompe» o «Cubo de Pescado».

Kim (que había sido perseguido hasta Byeokrando tras la resistencia desesperada de los Caballeros de la Flor) había conseguido trabajo como una especie de guardia local que mantenía el orden en los muelles. Incluso a esa edad era alto, con el rostro y la espalda anchos, barba cerrada y semblante serio. Esas cualidades, que intimidaban a la mayoría de los duros tipos que andaban por los muelles, irritaban al vagabundo nipón de los múltiples nombres. Habían tenido ya muchas peleas. Algunas las había ganado Kim. Para él ese era el resultado normal y de esperar, ya que él era, hasta donde sabía, la última encarnación viva de una tradición militar que se remontaba más de mil años en la historia. Pero siempre parecía asombrar al hombre que más tarde sería conocido como «Zug». Cuando Kim perdía, algo extremadamente raro para él, el resultado parecía confirmar a Zug que todo era como debía ser.

Sería excesivo decir que Kim y el nipón se habían hecho amigos, pero habían establecido una relación de precavido respeto. Suficiente para que un día Kim insistiera en que el otro le dijera su nombre verdadero. Él respondió Shisa, que como Kim sospechaba, y luego confirmó, significaba «Hombre Muerto» en su lengua.

Exasperado, Kim se asomó por la ventana de la taberna en la que estaban hablando, vio un par de perros que copulaban en la calle y llamó al hombre «Dos Perros Follando», que luego quedó reducido a «Dos Perros».

En determinado momento los mongoles extendieron su control a toda la península de Corea. La corte real embarcó en los muelles de Byeokrando y zarpó hacia el exilio en la cercana isla de Ganghwa, visible frente a la costa, desde la que tenían intención de organizar la resistencia militar. Los mongoles les iban pisando los talones, así que se consideró necesario lanzar una maniobra de diversión para evitar que tomaran los muelles antes de que el rey y su corte pudieran huir. Así, Kim y Dos Perros encontraron empleo en aquello para lo que estaban mejor dotados: morir en una valiente lucha desesperada contra un enemigo muy superior en número.

Luchando espalda con espalda acabaron con una cantidad desmesurada de mongoles y por ello llamaron la atención del joven Onghwe Kan, que ordenó a sus hombres que no se les enfrentaran. Mediante un intérprete hizo acercarse a los dos exhaustos guerreros y les preguntó sus nombres.

—Kim Alcheon, último de los Caballeros de la Flor —respondió Kim sin faltar a la verdad.

Dos Perros, que había estado bastante ocupado con su naginata, miró rápidamente a su alrededor y respondió:

—Zugaikotsu no Yama. Es decir, «Montaña de Calaveras».

Y se quedó con ese nombre.

En lugar de hacerlos matar allí mismo, Onghwe los incluyó en su circo de espadas para luchar en lo que ha sido su ocupación desde entonces, lo que contribuye a explicar por qué cuando Kim se enteró de que Zug estaba sufriendo histriónicos estertores de muerte encerrado en una jaula de hierro, se limitó a poner los ojos en blanco. Era lo mínimo que se merecía ese idiota por enloquecer y decapitar a todos aquellos mongoles tras su derrota a manos del caballero franco.

Cuando los estertores de muerte se prolongaron por tercer día consecutivo, Kim fue a visitar la jaula e insistió a los horrorizados guardias para que abrieran la puerta y le permitieran aventurarse en su interior.

La situación era bastante vergonzosa. Dada la naturaleza de las actividades del circo, en él había jaulas adecuadas para encerrar a seres humanos. No era la primera vez que Dos Perros había estado encerrado en una de ellas. Por lo común tenía la suficiente presencia de ánimo para utilizar el cubo que habían puesto a su disposición; pero, fuera cual fuese el demonio que lo había poseído esta vez, había hecho que perdiera el control de sus intestinos y su diarrea estaba por todo el lugar. Dos Perros estaba tumbado en medio, temblando, dándose manotazos y rascándose frenéticamente, algo bastante comprensible cuando uno está cubierto de su propia mierda, pero Kim sospechaba que el frenético rascar venía de otra cosa. Había oído historias de borrachos que, privados de bebida, creían ver insectos o pequeños roedores corriendo por todo su cuerpo.

Al preguntar a los guardias, estos le confirmaron, con cierta malicia alegre, que por orden expresa de Onghwe Kan no se daba bebida a Zug. Estaba claro que si les hubieran dejado obrar a su antojo habrían causado a Zug daños mucho más graves que simplemente quitarle su licor. Así que el estado actual de Zug les parecía bien y no tenían prisa por mitigar el tormento del nipón.

Kim les explicó con paciencia que si Onghwe hubiera querido a uno de sus gladiadores favoritos muerto se habría limitado a matarlo. Como no era esa la orden que había dado, la conclusión era que la privación de la bebida era un mero castigo. Negar atención médica a Zug podría equivaler a una sentencia de muerte. Uno de los guardias más espabilados saltó ante la insinuación de Kim y se encargó de que llamaran a un médico chino para tratar al enfermo con extracto de adormidera.

Una vez que la droga hubo calmado a Zug hasta el punto de que entrar en su jaula no fuera ya considerado instantáneamente letal, enviaron esclavos a limpiar un poco el lugar y a quitarle la mierda de encima. Gracias a esos cuidados su estado mejoró. En los días que siguieron le retiraron poco a poco la adormidera y por fin llegó a estar suficientemente lúcido para que hablar con él no fuera una completa pérdida de tiempo.

—Nos hemos visto reducidos a la condición de esclavos y ya no estamos en condiciones de seguir viviendo —fue su respuesta a la pregunta genérica de Kim acerca del estado de su salud. Hablaba en la lengua de Corea, la que utilizaban Kim y él cuando no querían que los entendiesen los mongoles.

—¿Ahora te das cuenta de eso? —preguntó Kim—. Porque si es así, tu demencia es aún peor de lo que suponía. Eso, o has empezado a creerte las historias que el kan cuenta de ti.

Con una mano temblorosa, Dos Perros le hizo una seña de que lo dejara estar.

—Hace años que lo sé —respondió—, igual que tú, oh, caballero de la Flor.

Kim había sido entrenado para resistir grandes dolores (y el entrenamiento había durado años), pero la indiferente declaración de Zug le dolió profundamente y luchó por no mostrar una reacción visible a lo que acababa de decir el otro.

—El mundo está lleno de esclavos —dijo despreocupadamente—, la mayoría de los cuales están en condiciones mucho más degradantes que nosotros.

—Algunos dirán que están menos degradados, porque encadenados y azotados son incapaces de engañarse a sí mismos en cuanto a su verdadera condición —replicó Dos Perros—. Lo que ha pasado en los últimos días, el revolcarme en mi propia mierda y suplicar de rodillas que me dieran un trago de vino, me ha proporcionado una comprensión muy clara de cómo son realmente las cosas. Y no estoy interesado en seguir viviendo en estas condiciones.

—No es la primera vez que te quejas de que no aguantas cómo es tu existencia —le recordó Kim—. ¿Tres veces? ¿O ya es la cuarta? No me acuerdo. Pero ¿qué harías para cambiar las cosas?

—Matar al kan y huir lejos de esta gente.

—¿Huir? ¿Adonde? Estás a una infinidad de millas de tu casa.

—No quiero volver a casa. —Hizo un esfuerzo para sentarse derecho y se inclinó hacia Kim—. Pero ya no quiero morir aquí. ¿Tú sí?

Kim miró atentamente a Zug. «¿Por qué no? —pensó encogiéndose de hombros—. Tiene razón. Mi jaula, aunque esté más limpia que la suya, no deja de ser una jaula».

—No —respondió—. Pero ¿cómo propones llevar a cabo esa…, esa misión? Solo somos dos, y tú estás medio muerto y encerrado en una jaula.

—Tenemos que cerrar una alianza con los monjes de la flor de ciruelo roja.

Kim se encogió de hombros.

—¿Quiénes son esos monjes? ¿Alguna orden militar de tu tierra natal…? —De pronto se preguntó si la demencia de Zug podría ser más sutil de lo que había creído al principio. ¿Una orden de asesinos imaginaria?

—No, están aquí. Los he visto. El franco al que me enfrenté en la palestra. El hombre que…

—¿Que te venció?

—No me venció —insistió Dos Perros—. Yo le clavé mi tanto en el puto sobaco. Su armadura era mejor, eso es lo que pasó.

A Kim no le pareció oportuno cargar contra un hombre enfermo, así que dejó pasar su respuesta sin más comentarios.

El suelo de la jaula era de tierra. Dos Perros se levantó trabajosamente de su jergón y luego usó la punta de un palo que había encontrado para dibujar sobre él una flor con cinco pétalos sobre un sol radiante con muchos rayos acabados en punta.

—Los monjes guerreros que llevan esto como mon son diferentes de los otros francos. Creo que son como nosotros.

—Como éramos —lo corrigió Kim.

Dos Perros hizo un gesto despectivo con la mano, como si la diferencia fuera despreciable.

—Llegarán a ser como nosotros o serán destruidos si no se detiene a los mongoles. Tenemos que hacerles llegar un mensaje a ese respecto.

—¿Y cómo piensas que se puede hacer, teniendo en cuenta que no tenemos una lengua en común con ellos?

Dos Perros levantó un tembloroso dedo índice para llamar la atención sobre el siguiente e importante punto:

—En el poblado de chusma y maleantes que rodea el circo hay un sacerdote franco que ha pasado años con los mongoles y habla su lengua casi tan bien como la suya propia.

—Sí —lo interrumpió Kim—, lo conozco.

Zug asintió.

—Ve a buscarlo y pídele que te escriba un mensaje en alguna de las lenguas de la cristiandad, y luego entrégalo a los monjes de la flor de ciruelo roja.

—Podría ser que no me fíe de él.

—Claro que puede ser. Pero ¿hay alguien más en quien puedas confiar?

Kim salió de la jaula en un estado de irritación considerable. Nadie conseguía hacer aparecer la ira en su cara como lo hacía Dos Perros. No le gustaba que lo enviasen a hacer recados, pero no podía resolver el problema que le había planteado Dos Perros ni tampoco discutir la elemental veracidad de todo lo que le había dicho.

Le habían dicho que nunca se apartara de las inmediaciones de la palestra y el campamento mongol. Pero Kim sabía que esa norma nunca sería aplicada mientras él siguiera contando con el favor del kan. En cualquier caso, había optado por no alejarse mucho de casa. Le habían dado una yurta privada con un tamaño adecuado, limpia y confortablemente amueblada. Por su posición en el corazón del campamento mongol estaba bien vigilada durante la noche, así que podía dormir a pierna suelta. Tenía acceso a comida, bebida, mujeres y masajes, aunque no hacía tanto uso de todo ello como Zug. Pero el mero hecho de disponer de todo eso hacía que tuviera pocos motivos para ir más allá de las líneas de defensa del campamento y adentrarse en la barriada que había brotado alrededor de la palestra como setas en un tocón durante los meses que llevaba funcionando el circo.

Se ocultó un poco echándose por los hombros una capa con capucha y fue hacia allí.

El disfraz, por supuesto, no engañaría a los guardias mongoles a la salida del campamento. Sabían a la perfección quién era. Sus motivos para llevarlo eran dos: por una parte, para mostrar el debido respeto por la orden del kan de no salir, y por otra, para evitar ser reconocido de inmediato por los jóvenes aspirantes a luchador que habían acudido a la palestra desde todo el mundo conocido cuando Onghwe Kan hizo correr la voz de que necesitaba luchadores. Aquella aglomeración era en gran parte el monumento que esos hombres erigían para sí mismos cuando intentaban asentarse en un lugar. Comparada con cualquier otra ciudad, contaba con un exceso de jóvenes aventureros y engreídos, prostitutas, herreros, armeros y establecimientos de bebidas. Faltaban servicios sanitarios, refinamientos culturales, vigilantes del orden y mujeres decentes. Los que llegaron primero y defendieron con uñas y dientes su terreno se quedaron con las estructuras permanentes, que allí eran las viejas casas de piedra o de barro y caña de una aldea quemada y arrasada hacía algunos meses, ahora dotadas de nuevos tejados y puertas improvisados. Los lentos y los débiles habían acabado viviendo en chozas y cobertizos construidos con los restos que habían arrastrado desde las cercanas ruinas de Legnica, o en simples tiendas, que estaban amontonadas de cualquier manera.

No había verdaderas calles, solo senderos que zigzagueaban y se bifurcaban pavimentados con mierda de humanos y bestias. Cada vez que Kim se aventuraba en la aglomeración, la encontraba más grande y más sucia. Cada vez le servía de recordatorio de por qué no era dado a salir del confort del campamento y de su yurta. Podía soportar la mugre; lo que le resultaba totalmente insufrible eran los jóvenes luchadores que querían desafiarlo. Acudían a aquel lugar porque creían saber algo sobre lucha e imaginaban que podrían encontrar ocasiones de demostrarlo. Lo que encontraban era una palestra a la que no tenían posibilidad de conseguir acceso, salvo como espectadores una vez cada dos semanas, cuando el kan celebraba sus grandes competiciones. En otros momentos podía haber encuentros preliminares que servían a los organizadores del circo para escoger luchadores dignos de presentarse a la siguiente gran competición, pero el acceso a ellos era únicamente por invitación. La manera de ser invitado era conocer a alguien, engañar a alguien, que se hubieran fijado en ti en una batalla o distinguirte en las peleas informales que se montaban en algunos antros improvisados, construidos en la aglomeración por tipos extremadamente desagradables que sabían cómo funcionaba el sistema y cómo podían sacar provecho de ello. Eran esos lugares, más que cualquier otra cosa, lo que atraía a los jóvenes trastornados sin techo que creían que tenían futuro en el circo de espadas.

La última vez que Kim se había aventurado allí, quedaban unos cuantos pasos de espacio entre la ciudad de chozas y el viejo templo de los cristianos, al que le había ido sorprendentemente bien durante el avance inicial de los mongoles. Pero ahora la aglomeración de tiendas y cobertizos ya tocaba la base de todos sus muros, con un pequeño espacio despejado alrededor de su puerta para que la gente pudiera entrar y salir.

Cuando Kim entró en el templo, había un sacerdote de pie al fondo de su sala más grande, de espaldas a la entrada y sosteniendo una copa por encima de su cabeza mientras entonaba alguna clase de conjuro místico. Formando un ordenado semicírculo a su alrededor había otros tres sacerdotes, todos alzando sus manos vacías como por simpatía. Dispersos por el suelo de la sala había alrededor de una docena de cristianos, todos arrodillados. Kim, por supuesto, no entendía ni un ápice del rito, pero vio que el padre Pius era uno de los tres sacerdotes menores que estaban delante. Sintió la tentación de ir a tirarle de la manga y llevarlo aparte, pero algo en el comportamiento de la gente del templo le hizo pensar que lo considerarían poco educado, así que se quedó de pie en silencio y esperó a que el sacerdote principal acabara su conjuro y comenzara a repartir comida y bebida entre los diversos desgraciados que habían estado esperando de rodillas. La cantidad de comida repartida le pareció muy escasa y a duras penas compensaría el esfuerzo. Además, el sacerdote la depositaba directamente sobre la lengua de los reunidos, aparentemente para asegurarse de que no cogían demasiada. Kim pensó que si fueran un poco más generosos, no tendrían que dosificar tan estrictamente lo que fuera.

Pero eso daba igual. Cuando acabaron de servir la comida, Kim se acercó al que se llamaba Pius y le hizo saber que quería hablar con él. Todos los sacerdotes lo miraron con muy mal gesto, y Kim comprendió tarde que la ceremonia aún no había concluido. De todos modos, Pius, que ya había visto el rostro de Kim a la luz de una vela y lo había reconocido, accedió a ausentarse del rito y lo acompañó por una puerta lateral hasta un cuarto pequeño al fondo del templo, iluminado por los rayos de luz que se filtraban entre las carbonizadas tejas de madera.

—Necesito tu ayuda para escribir una carta a los monjes de la flor de ciruelo roja —empezó Kim hablando en mongol— y para entregarla al superior de su orden. A cambio de tu ayuda puedo ofrecerte dinero o ayudarte en lo que necesites.

El padre Pius parecía demasiado confundido por todo aquello para poder responder algo. Mientras esperaba a que el sacerdote ordenara sus ideas, le describió el sello o mon que Dos Perros le había dibujado en el suelo de su jaula. Poco después el sacerdote comenzó a asentir con la cabeza.

—No es una flor de ciruelo —replicó—, sino una rosa roja.

—Muy bien. Los monjes de la rosa roja, entonces —dijo Kim encogiéndose de hombros para indicar que en realidad no le importaba qué clase de flor fuera o cómo se llamara la orden.

Pero Pius no podía dejar la cuestión.

—La rosa es un símbolo de la Virgen en la heráldica de los francos.

—Perfecto. Son monjes célibes. Nosotros también los tenemos. O al menos tenemos unos que aseguran que lo son.

—Todos los monjes son célibes —explicó Pius—. No es eso lo que simboliza la rosa. Es una referencia a la Virgen María, madre de Dios.

De inmediato acudieron muchas preguntas a la mente de Kim, pero hizo un esfuerzo por no formularlas, pues la conversación ya se había detenido en ese asunto mucho más tiempo del necesario. Pero a Pius no había manera de pararlo.

—Son de la Ordo Militum Vindicis Intactae —dijo, hablando durante un momento en otra lengua sin sentido para Kim—, que quiere decir «Orden de los Caballeros de la Defensa de la Virgen».

—¿Defienden a las vírgenes?

—No. Bueno, sí. Por supuesto que defienden a las vírgenes. Pero no es eso lo que significa el nombre. La Defensa de la Virgen es una manifestación de la Virgen María que una vez se apareció sobre un campo de batalla sosteniendo un escudo y una lanza, e inspiró a los fundadores de esta orden para realizar extraordinarios hechos de armas.

—¿Puedes hacerles llegar un mensaje o no?

—Sí, desde luego.

El padre Pius había empezado a revolver el contenido de un arcón encajado en una esquina de la pequeña habitación. Todos sus muebles habían sido robados o quemados; ese arcón había sido colocado allí después de la batalla. Como ahora podía ver Kim, contenía lo que los francos solían usar para escribir: piel de animal seca, plumas y pequeños recipientes de cerámica que, a juzgar por las manchas alrededor de su boca, contenían tinta. Perdió algún tiempo trasteando con todo aquello, recortando las plumas y mezclando fluidos misteriosos en los recipientes para que la tinta tuviera la consistencia adecuada. Kim podía ver con bastante claridad que todo era una pequeña representación ofrecida por el padre Pius para dejar claro a Kim cuántos problemas y gastos le estaba ocasionando (problemas y gastos por los que esperaría ser compensado más tarde). Pero llegó el momento en que se encontró en la tapa plana del arcón con todo preparado: vela, tinta, pluma, pergamino y el propio padre Pius.

Kim carraspeó.

—«Kim Alcheon, último de los Caballeros de la Flor, a»… —Hizo una pausa—. ¿Cómo se llama el superior de la orden?

—Guardan muy celosamente sus secretos —dijo el padre Pius—, pero se rumorea que uno de sus maestres (un hombre llamado Feronantus) ha sido visto por un espía en su campamento. Y si de verdad está allí, será sin duda el hombre al mando.

—«A Feronantus», pues —concluyó Kim—. Saludos. Yo y mi hermano de armas Montaña de Calaveras hemos tenido noticias de vuestras hazañas y…

—¿Podrías traducirme eso literalmente? —preguntó Pius.

—¿Qué?

—Montaña de Calaveras. Parece un poco… indigno.

—Puedes escribir «Zugaikotsu no Yama» entonces, o cualquier otro nombre que te agrade —respondió Kim—, siempre que ese Feronantus entienda que el hombre al que me refiero es el del último que luchó con su campeón en el circo de espadas.

—Muy bien; dejaré claro eso —dijo el padre Pius, y pasó un buen rato escribiendo una serie de símbolos muy raros. Kim encontraba difícil distinguir unos de otros. A sus ojos todos eran más o menos iguales.

Pius lo miraba expectante.

—«Quisiéramos conversar con vos de manera respetuosa y honorable, de guerrero a guerrero. Si tuvierais a bien aceptar, enviad la respuesta con el portador de esta carta y presentaos a nosotros en el campamento del kan, que es donde nos alojamos. Quedamos a vuestra disposición con respeto y honor»… y todo eso.

—¿Es todo? ¿No quieres decir algo más concreto? —preguntó Pius, al parecer un poco decepcionado. Era evidente que había estado esperando conseguir algo valioso o que le interesara por algún motivo fisgando el intercambio de cartas y estaba decepcionado por la falta de concreción de lo que le había dicho Kim. Este lo miró severamente. Pius se encogió, comprendiendo que había dejado ver con demasiada transparencia sus motivaciones y deseos. Sin más comentarios a la redacción, acabó de escribir, espolvoreó arena sobre el pergamino para secar la tinta y luego sopló para limpiarlo y lo enrolló. Vertió cera de una vela en el borde para sellarlo, y Kim estampó su sello personal en ella.

—¿Cuándo la entregarás? —preguntó Kim.

—En cualquier caso estaba a punto de salir para hacer unos recados —respondió el padre Pius—. Iré ahora. —Hizo una pausa—. Su casa capitular está un poco lejos y tardaré en volver…

Kim ignoró los titubeos del sacerdote.

—Cuando lo hayas hecho, volveré y hablaremos de cómo serás compensado —dijo acallando cualquier queja del sacerdote con una mirada severa, y luego se marchó.

Pius no era el único que lo había reconocido, y ya se había corrido la voz de que estaba en la iglesia. Cuando salió del cuarto del fondo encontró a varios guerreros jóvenes que lo esperaban. Por suerte todos eran muchachos que buscaban instrucción, no hombres con ganas de luchar. Sin interés alguno en dedicarse a instruir a aquellos novatos sucios y revoltosos, estaba a punto de echarlos con cajas destempladas cuando recordó las palabras de Dos Perros Follando: «¿Hay alguien más en quien puedas confiar?».

Algunos de ellos eran medio mongoles y al parecer otros habían aprendido algunas palabras de su idioma en los meses que los mongoles llevaban mandando en el lugar. Tras unos minutos de combate verbal con ellos (dando la impresión de estar interesado en ellos en un momento y espantándolos como moscas en el momento siguiente) se quedó con uno de los muchachos con más edad y mejor vocabulario. Se llamaba Hans, un nombre que se grabó en la memoria de Kim precisamente porque, a diferencia de muchos otros nombres francos, era fácil de recordar y pronunciar.

—El sigilo y la astucia son buenas cualidades en un guerrero —le dijo Kim mientras lo apartaba—. Intenta seguir al padre Pius sin que te vea y vuelve a contarme qué ha hecho. Si quedo contento con el resultado, te enseñaré algo.

Los ojos azules de Hans miraron hacia un lado y luego hacia el otro contando cuántos muchachos podían oírlos.

—Puedes traducirles lo que te he dicho a los otros o no —dijo Kim adivinando sus pensamientos—. La decisión es tuya.

—¿Qué me enseñarás?

Kim lo miró de arriba abajo.

—Como no tienes espada te enseñaré a vencer con las manos desnudas a un hombre armado.

Hans dio media vuelta y salió disparado como si Kim acabase de amenazarlo con la muerte. Lo persiguieron varios de los muchachos que querían saber qué le había dicho.

Kim sonrió, salió de la ruinosa iglesia y disfrutó de un agradable y tranquilo paseo hasta el taller de un carpintero, un tallador que había estado haciendo para Kim un garrote con un determinado tipo de madera dura del lugar. Era difícil conseguir en esa parte del mundo maderas tan oscuras y pesadas como las que utilizaban para tales armas en zonas más civilizadas del mundo, y por eso el proyecto avanzaba con lentitud.

El artesano no hablaba mongol y Kim no hablaba ninguna de las lenguas que fueran comunes en aquellas tierras, y por eso la conversación también avanzaba despacio. Solo llevaban unos minutos cuando los interrumpió Hans, que entró en el taller con la noticia de que el padre Pius había ido directamente a hablar con el «maestre de algo o con otros caballeros».

Eso era exactamente lo que Kim esperaba escuchar y por eso pidió a Hans que lo esperase hasta que acabara de hablar con el tornero.

Intercambiaron no sin esfuerzo algunas frases más, pero después de un rato Kim cayó en la cuenta de que no había oído ni una palabra de lo que le había dicho el artesano. Algo lo preocupaba. Levantó la mano para acallar al carpintero y dedicó un momento a pensar en lo que había dicho Hans.

—¿Has dicho que Pius está ahora con ese hombre?

—Sí, los he visto hablando en el lugar donde habitan los caballeros.

—Eso es extraño —observó Kim—, porque me han dicho que los caballeros están instalados en un lugar bastante apartado de aquí.

—Qué va —dijo Hans—, están a no más de un tiro de arco de donde estamos ahora.

—¿Cómo se llama ese maestre con el que está hablando Pius?

—Dietrich.

—¿No es Feronantus?

Hans parecía confundido.

—Feronantus es el maestre de la Hermandad del Escudo. El padre Pius está en la casa de los Caballeros Livonios.

—Llévame hasta él —pidió Kim.

Cogió un garrote del montón del carpintero (no era el que había encargado, pero era un buen palo de roble que le serviría en caso necesario) y corrió tras Hans. No tuvo tiempo de explicar al carpintero que se trataba de un préstamo, no de un robo.

Pero en el tiempo que tardó Hans en guiarlo por el laberinto hasta el lugar en cuestión, el padre Pius ya había acabado de hablar con Dietrich y se había marchado hacia el nordeste, en la dirección del campamento de la Hermandad del Escudo. Esa información se la proporcionó a Hans un muchacho más joven que al parecer hacía de ayudante para él. Kim tomó nota, con interés y aprobación, de que aun siendo tan joven Hans era capaz de delegar responsabilidades en subordinados. Mientras Hans conversaba en la lengua local con el chico más joven, Kim observó el edificio de piedra que habían ocupado los Caballeros Livonios para usarlo como cuartel general local (un edificio algo más pequeño que la iglesia, pero como ella, un estado bastante aceptable) y vio su sello en una bandera. Los símbolos eran rojos (al menos eso era correcto), pero ninguno era una rosa. Esa no era la bandera de la Ordo… ¿cómo los había llamado Hans? Algo más sencillo que el nombre imposible utilizado por Pius. La Hermandad del Escudo.

¿Lo había traicionado Pius delatándolo a Dietrich? ¿O solo se había detenido en ese edificio para algún recado sin relación con lo suyo antes de ir a encontrarse con Feronantus? «Podría no ser de fiar». Kim ya podía imaginar la conversación con Zug.

Solo había una manera de asegurarse: comprobar el sello de la carta.