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POR ENCIMA DE LOS ESCOMBROS Y ATRAVESANDO LAS RUINAS

Las murallas que rodeaban Kiev eran un cascarón desmoronado, pero la Puerta de Oro conservaba en gran medida su porte majestuoso aunque solo fuera por sus inmensas proporciones. Cuando Raphael la cruzó con Percival, Roger e Illarion, pudo sentir, aunque nada más durante unos instantes, lo que había sido la ciudad antes de la llegada de los mongoles. Luego dejó atrás la puerta y ya únicamente vio ruinas.

Por el este flanqueaba la ciudad el Dniéper, que serpenteaba de norte a sur. Por encima se alzaban un par de colinas, y en la más alta de las dos se mantenía en pie una estructura con paredes blancas, con una finalidad religiosa evidente, con grandes ventanas en arco que brillaban incluso bajo el cielo plomizo. A los ojos de Raphael su estilo se parecía mucho al de una iglesia bizantina, con algunos detalles rutenos.

Una calle (ahora solo un pasadizo que zigzagueaba entre las avalanchas de escombros de los edificios derruidos) quedaba delante de ellos. Hubo un tiempo en que las casas se apiñaban a la sombra de la vieja muralla, pero ahora solamente unas pocas se erguían entre las ruinas ya despojadas de cualquier objeto de valor. Los restos de las otrora orgullosas obras en piedra blanca y dorada estaban junto a los de edificios que por algún motivo no habían sido tocados, como si estuvieran protegidos por la intercesión de Dios. La construcción que coronaba la colina (Raphael sospechaba que era un priorato de alguna orden) no era la única casa de Dios que quedaba en Kiev. Se decía que los mongoles, igual de supersticiosos con respecto a todos los seres sobrenaturales, nunca destruían iglesias si podían evitarlo.

La gente que quedaba en el lugar (ya no se sentía inclinado a llamarlo ciudad) era también una curiosa mezcla de seres perdidos y emprendedores, de trastornados y enajenados. «Incluso después del paso de la horda mongola —pensó Raphael— la vida debe seguir lo mejor que pueda». El olor a col hervida llegó hasta su nariz junto con la dulce y terrosa fragancia de la remolacha. Un apetitoso aroma de pan de cebolla le llegó desde un horno de piedra colocado contra toda lógica en una esquina cubierta de escombros y atendido por un panadero fornido y sudoroso. El hedor de la basura y los albañales también estaba por todas partes, pero ese era familiar para todos los moradores de la ciudad, e incluso era un signo de su resurrección. Las ciudades muertas solo huelen a podredumbre vieja y a polvo. Allí era más evidente la vida, incluso para un ciego, por el olor de la carne atareada y poco aseada, mezclado con el del pescado que supuso que había sido sacado hacía poco del Dniéper.

Siguiendo a Illarion, Raphael sacó su caballo del camino principal para evitar el destartalado y ruinoso carro de un cadavérico comerciante. «Dice mucho —pensó Raphael— de la naturaleza tenaz de los hombres el hecho de que alguien que tiene artículos que vender se atreva a intentarlo en semejante lugar». Desde luego la posibilidad de beneficio no parecía muy grande. Sin duda una gran parte del dinero que cambiaba de manos en los últimos tiempos estaba yendo a parar a las arcas de los mongoles.

Entre las ruinas de otra calle divisó a Feronantus y al resto de su grupo entrando por otra puerta (no, al fijarse bien vio que era un hueco en la muralla) y alejarse en dirección al río. El arrugado rostro del señor de Týrshammar tenía una expresión aún más angustiada desde la muerte de Taran, y Raphael no podía culparlo. La pérdida de un hermano fue una cuchillada que seguía sangrando incluso días después de haber sido retirada la hoja. Taran había sido el instructor de varios de ellos, que se contaban entre los más grandes. Su marcha fue algo amargo que había que tragar cada mañana al despertar; en especial para Feronantus.

Y ahora… otro desengaño quizá aún más inesperado había caído sobre su superior.

—Vamos —dijo Illarion volviendo a avanzar tras el carro—. Si nos dedicamos a perder el tiempo sin sentido, llamaremos la atención.

La recuperación de Illarion había sido impresionante, pero la ausencia de su oreja hacía que oyera mal por ese lado, y las lesiones que había sufrido su cuerpo bajo las tablas aún entorpecían sus movimientos. De todos modos, era un guía mejor y más alerta de lo que esperaba Raphael. Sin duda el ruteno, cuando miraba a su alrededor, veía otros días, otra ciudad: la vieja Kiev con su gloria legendaria.

Percival cabalgaba a la derecha de Raphael, y Roger cerraba la marcha. Raphael pensó que el franco y el normando formaban una extraña pareja, pero eran buenos amigos. Todo corazón puro necesita un contrapeso pragmático, y todo escéptico necesita un idealista para levantar su espíritu. Era fácil pensar que Percival era ingenuo si uno acababa de conocerlo, pero Raphael había aprendido hacía mucho tiempo que no hay hombre que sea simple o fácil, y ya había oído bastante de las conversaciones de los caballeros sobre Taran para saber que en él había más de lo que parecía a primera vista. Había un motivo detrás de cada voto, un propósito y una creencia detrás de cada acción.

La posibilidad de que Percival hubiera sido tocado por la gracia divina (o de que creyese que así era) hacía la situación inusualmente compleja, pero Raphael se encontraba extrañamente tranquilo a ese respecto. La cruda realidad de su situación, examinada de manera aislada, era descorazonadora. Las visiones extrañas podrían hacer su camino más tortuoso, pero daban a Raphael un bienvenido descanso de pensar todo el tiempo en comer, calentarse y descansar. La verdad era que los episodios de epifanía lo fascinaban. A fin de cuentas, ¿cómo iba algo tan poderoso como Dios a tocar de manera tan leve, pero firme, un cuerpo humano? Un suceso curioso, desde luego. Por supuesto, Dios podía ser capaz de cualquier clase de sutileza, pero ¿por qué Percival? O incluso Feronantus.

Mientras Raphael iba sumido en la confusión con estos pensamientos, el cuarteto se adentró en la ciudad siguiendo caminos que culebreaban por los barrios derruidos como los senderos de las bestias salvajes. A Raphael ahora lo asaltaban duros recuerdos del sitio de Damietta y de otras catástrofes en Tierra Santa, que desplazaban a sus elevadas conjeturas sobre dioses y hombres.

Su caballo tembló cuando la cuesta se hizo más pronunciada. «Aquí necesita toda mi atención», pensó Raphael, y volvió a regañadientes al aquí y ahora. El priorato de la cima de la colina, rodeado por los terraplenes y bancales formados por las paredes derribadas de la calle y los huertos y viñas quemados, parecía casi cernerse sobre ellos bajo la pálida luz del cielo encapotado, como si los propios edificios hicieran guardia.

Aunque ahora estaban en el centro de la ciudad, la ladera que se elevaba desde ellos hasta la base del priorato estaba despejada y su aspecto era completamente rural. O al menos eso le pareció a Raphael, acostumbrado a las densamente edificadas ciudades de Levante. Con la bendición de sus vastas tierras, los rutenos habían aprendido a construir con un estilo más amplio, encerrando grandes parcelas de terreno con vallas de recorrido caprichoso, criando los animales y cultivando las frutas y verduras cerca de donde se iban a consumir. En la proximidad de la cima las tapias de piedra reemplazaban a las vallas y se volvían más altas y gruesas a medida que encerraban parcelas circulares de terreno cada vez más pequeñas alrededor de la cima. Las últimas tenían el inconfundible aspecto de las murallas de fortaleza y, en consonancia, habían sufrido mucho durante el asedio.

Pero aún tendrían que seguir subiendo por badenes y revueltas y pasar muchas puertas y portillos antes de tener que preocuparse por verdaderas fortificaciones. Para Raphael el urbanita, la primera parte de la ascensión fue más parecida a un paseo por una finca que al cruce de una ciudad.

Cabalgando entre los restos quemados y rotos de una pequeña viña se encontraron con un viejo solitario vestido con andrajos mugrientos, al parecer el último habitante que quedaba en aquellas alturas. Estaba sentado a la sombra de una pequeña y decrépita estación de plegarias abierta por los lados, sosteniendo un racimo de pequeñas uvas mohosas y mirando el mundo exterior sin entenderlo.

Illarion se paró para dirigirse al hombre en ruteno. El viejo los miró en silencio, como evaluando su realidad, su solidez, y luego asintió para sí mismo y respondió. Incluso desde su ignorancia de la lengua, Raphael captó la entonación y el porte de un hombre educado. El hombre había debido de ser en algún momento lo suficientemente orgulloso y útil para que lo instruyeran en letras y oratoria; tal vez un campesino libre o un vasallo que cuidaba las viñas y ayudaba al abastecimiento del priorato.

La conversación terminó abruptamente cuando el extraño decidió que ya era bastante, sacudió sus harapientos pantalones y comenzó a bajar la colina volviéndose de vez en cuando para mirarlos como asustado.

—Le he dicho que queríamos hacer una visita a los que viven arriba —dijo Illarion—. Me ha recomendado que nos vayamos. Dice que nunca nos abrirán las puertas y que nos matarán como a los otros o morirán en el intento. —La confusión de Illarion por las crípticas palabras era tan manifiesta en su cara que los demás (incluido Percival) no pudieron evitar estallar en carcajadas.

—¿Como a los otros qué? —preguntó Roger—. ¿Por quiénes nos ha tomado ese tipo? ¿Por mongoles?

—Tal vez por bandidos —apuntó Percival—, porque no es que tengamos muy buen aspecto.

—¡Los bandidos no llegan a caballo hasta la puerta y llaman! —respondió Roger.

—Entonces vamos; hagamos exactamente eso —dijo Percival— y demostrémosles que no somos bandidos, sino hombres acostumbrados a las cosas claras.

—En cualquier caso, parece que no tenemos muchas opciones, porque ya nos han visto —dijo Raphael señalando con la cabeza hacia una esquina del priorato, donde un vigía los estaba observando desde una cúpula bulbosa.

Antes de que llegaran a Kiev, Cnán ya había perdido la esperanza de encontrar algo que mereciese la pena o fuese útil dentro de las derruidas murallas de la ciudad. Había visto la devastación que dejaba a su paso el ejército mongol y sabía cómo la desolación se iba adueñando del corazón de los supervivientes y los devoraba desde dentro hasta que no eran más que cáscaras vacías. Se había acorazado contra cualquier cosa que pudiera remover en ella la visión de Kiev (recuerdos, no siempre agradables, de su madre), pero cuando ella, Feronantus y el resto del grupo empezaron a avanzar entre las ruinas se sorprendió al descubrir que la desolación no era tan absoluta como había temido.

No solo había supervivientes, sino que parecía que estuvieran construyéndose nuevas vidas entre las ruinas y las cenizas. Era evidente que los recursos escaseaban; solo se podía edificar con vigas rotas y pedazos de piedra. La gente que quedaba ya se había trasladado desde el centro de la vieja Kiev hasta la ribera del río. El Dniéper.

El río iba a desaguar al Axeinos, el mar Oscuro, como una gran serpiente que reptase desde el norte hasta el sur atravesando la Rus. En Kiev, el río formaba un meandro alrededor de las dos colinas gemelas donde estaban los edificios sagrados que habían ido a visitar Percival y los otros. Penitentes, en peregrinación a tierra consagrada.

Feronantus los guio a ella, Eleazar, Rædwulf, Istvan y dos caballos por las calles llenas de escombros de Kiev. Finn había desmontado al pasar por los restos de la Puerta de Oro y había desaparecido en el laberinto de edificios derruidos. De vez en cuando, Cnán podía verlo durante un momento explorando su camino entre las ruinas.

Yasper también había renunciado a su caballo, pero él no era casi invisible como Finn. Ni igual de silencioso. Podían oírlo dar golpes a los restos de paredes chamuscadas, tirar piedras, e incluso, esporádicamente, oían el tintineo de objetos metálicos cuando rebuscaba en algún raro escondite de utensilios domésticos que no había sido saqueado.

A Cnán le pareció sorprendente que aún pudiera encontrar algo de valor, una prueba de lo poco que se habían esforzado los supervivientes o de lo tenaz que era la curiosidad del holandés.

El caballo de Cnán se asustó por un fuerte ruido de choque, seguido por un estallido de carcajadas de Yasper. Salió bailando de detrás de una pared sosteniendo sobre su cabeza un recipiente doblado y retorcido. Cuando calmó a su caballo, Cnán se fijó en el objeto que llevaba el holandés e intentó identificar qué podía haber sido.

—Es perfecto —dijo él en respuesta a la pregunta que debía de estar claramente escrita en la cara de Cnán. Echó el recipiente oblongo en sus alforjas y se fue a continuar con su búsqueda.

Istvan adelantó su caballo hasta pasar a Cnán y se volvió hacia Feronantus.

—Está haciendo demasiado ruido —advirtió el húngaro con enfado.

Feronantus señaló con la cabeza en la dirección de donde habían venido.

—No intentamos escondernos —dijo.

En la cresta donde habían estado parados hacía pocas horas había un hombre a caballo. Estaban demasiado lejos para distinguir detalles del hombre o del animal, pero a Cnán el hombre le pareció demasiado grande para su montura o el caballo era demasiado pequeño. «Un mongol —pensó, y entonces se dio cuenta de quién debía de ser—: el que escapó».

Istvan había llegado a la misma conclusión, y cogió su arco soltando improperios en su lengua.

—Quieto, Istvan —dijo Rædwulf con una sonrisa—. ¿Crees que se va a quedar quieto mientras te acercas lo suficiente para colocar una flecha en su pecho?

—Puedo rastrearlo —replicó Istvan con un gruñido—. En algún momento tendrá que parar: a comer o dormir o mear, es igual. Le meteré una flecha por un ojo mientras…

Cnán se echó a reír a pesar de que el miedo había clavado sus heladas garras en su nuca.

—Los mongoles mean desde el caballo —informó—. También comen y duermen de igual manera.

—Eso explicaría cómo se mantiene tan cerca de nosotros —señaló Feronantus.

—¿Quién? —preguntó Yasper apareciendo con un par de jarras tapadas. Estiró el cuello para ver qué estaban mirando—. Oh, mierda —exclamó al ver al rastreador mongol. Con sorprendente celeridad, saltó sobre su caballo sin soltar ninguna de las jarras—. ¿A qué esperáis? —dijo.

—A ti —respondió Feronantus con un toque de ironía. Picó ligeramente a su caballo en las costillas y el animal, sin prisa, empezó a caminar hacia el río—. Nos ha visto —advirtió por encima del hombro—. Yo supongo que conoce esta zona mejor que nosotros, así que nada se gana aparentando tener miedo. Lo más que podemos esperar es convencerlo de que este era nuestro destino. Después del anochecer, cuando vuelvan los demás, podremos cruzar el río discretamente y poner una buena distancia entre nosotros y él. Esperemos que con eso baste.

El camino hasta la cima se hacía cada vez más difícil. No solo porque el suelo era más empinado, sino también porque en algunos lugares estaba cortado por montones de escombros que habían caído ladera abajo desde partes de la muralla dañadas. En otros lugares los huecos en la muralla eran lo bastante grandes para ofrecerles puntos de paso, pero tenían que desmontar y llevar los caballos con mucho cuidado por suelos poco estables.

En los tramos cada vez más escasos en que el camino era liso y fácil, Raphael miraba hacia arriba, y vio que el vigía de la torre había dado la voz de alerta por su llegada y las defensas de la muralla exterior se estaban poblando de brillantes cascos y puntas de lanza.

—En esta casa de Dios debe de haber más caballeros que monjes —comentó Illarion.

—Algunos monjes son caballeros —dijo Raphael mirando a Percival.

—Estás en lo cierto y a la vez te equivocas —dijo Percival mirando hacia arriba—, porque esos que ves no son monjes.

El juego de acertijos fue interrumpido por una exclamación de Roger, que abría la marcha en ese momento. Los demás vieron que se había detenido para examinar, desde una distancia prudencial, un cuerpo que yacía en el suelo en medio del camino.

Durante sus viajes habían cruzado muchos campos de batalla. Ver un cadáver tirado en el suelo con toda su armadura era algo inusual. La mayoría de los ejércitos enterraban a los muertos o los quemaban, aunque solo fuera para evitar el olor y las enfermedades y para frustrar a cuervos y perros vagabundos. Incluso en los raros casos en que un ejército se ponía en marcha antes de haber completado esa faena, los lugareños supervivientes solían hacerlo una vez que el peligro había pasado. Cualquiera que hubiera caído tan bajo como para dejar cuerpos humanos tirados en el campo, también sería propenso a despojarlo de todo lo que le resultara útil o pudiera vender.

Era extraño, pues, encontrar un caballero con armadura completa muerto en el suelo en medio del campo. Que ya llevaba algún tiempo fallecido quedaba claro por la cantidad de moscas que lo rondaban. Su cota de malla y la forma de su casco y su escudo lo identificaban como caballero de la cristiandad; no era mongol. Había caído boca abajo y su escudo había quedado debajo de él. Pero su cabeza estaba vuelta de manera poco natural hacia un lado y su cuello estaba doblado hacia atrás. Cuando se acercaron (aunque solo un poco por el hedor y la cantidad de moscas) vieron la explicación: una flecha lo había alcanzado a través de la abertura en T de su casco y se había clavado en el pómulo debajo del ojo derecho; al caer, el extremo trasero de la flecha había chocado contra el suelo y le había girado la cabeza.

Su primer impulso, por supuesto, fue mirar al final de la muralla y juzgar la distancia. Desde luego, estaban dentro del alcance de un arco, pero suficientemente lejos para que el arquero que había disparado aquella flecha hubiera tenido suerte o fuera excepcionalmente bueno. En lo alto de la muralla se distinguían ahora varios arcos, y crujidos lejanos indicaban que estaban tensando algunos. El instinto de Raphael le hizo buscar un lugar donde ponerse a cubierto, pero Percival reaccionó al revés: se volvió hacia los defensores y levantó ambos brazos mostrando las palmas de las manos.

—¡Esperad! —gritó—. Somos caballeros de la cristiandad y no vuestros enemigos.

Raphael hizo una mueca de dolor ante la ingenuidad del franco. ¿Cómo era posible que un hombre con su educación no tuviera noticia de la cuarta cruzada y de las atrocidades infligidas por caballeros cristianos del oeste a sus hermanos en Zara y Constantinopla?

—Antes de que agotes nuestra paciencia con observaciones estúpidas como esa —respondió en latín una voz (que Raphael identificó como de mujer)—, haznos el favor de satisfacer tu curiosidad acerca del caballero cristiano que yace a tus pies. Pregúntate cómo llegó a ese estado si no era nuestro enemigo, y después piensa si sería juicioso acercarte más a nuestras murallas.

Illarion y Raphael intercambiaron miradas; ambos habían advertido el énfasis puesto por la mujer en la palabra «nuestras».

—Percival tenía razón —dijo Roger—, no son monjes.

Estaba mirando fijamente a la mujer que les había gritado. Su feminidad era evidente, porque se había quitado el casco y lo llevaba bajo el brazo, pero había algo en las posturas y movimientos de los guerreros con cota de malla y casco que la rodeaban que indicaba que en el priorato no había ni un solo hombre.

Raphael asintió, algo distante, mientras recordaba una vieja historia, una tradición de hacía muchos siglos, anterior al momento en que la Ordo Militum Vindicis Intactae se hizo cristiana. Su primer puesto avanzado fue Petraathen, en lo alto de las montañas que hay entre el Danubio y el Báltico. Su segundo puesto fue la isla llamada Týrshammar, y muchos eran guerreros del norte («vikingos», los llamaban algunos) que habían aprendido la senda de la espada en ese lugar. Aquellas gentes del norte guardaban antiquísimos cuentos y mitos acerca de doncellas guerreras (skjalddis) que encajaban a la perfección con la tradición de la virgen guerrera que se había propagado desde tiempos inmemoriales desde los riscos de Petraathen. Las mujeres que se habían convertido en la Hermandad de Doncellas del Escudo en Týrshammar eran pocas comparadas con los hombres que llegaron a formar la Hermandad del Escudo, pero estaban presentes en los barcos vikingos que, en los últimos días de los hombres del norte, cruzaron la Rus y bajaron por el Dniéper hasta el mar Negro. Algunos de ellos echaron raíces en Kiev, donde fundaron un tercer puesto avanzado. Según un rumor, mantuvieron sus tradiciones, incluida la de instruir a mujeres para el combate, incluso durante y después del cisma que dividió la cristiandad entre las Iglesias de Oriente y de Occidente.

No era de extrañar que Percival estuviera tan interesado en llegar a este lugar.

El franco respondió a la burla de la doncella del Escudo con una respetuosa reverencia y, como le había dicho, prestó atención al cadáver tirado en el camino. El misterio de por qué yacía allí, sin enterrar y con todas sus pertenencias, estaba explicado: las Doncellas del Escudo lo habían dejado allí como advertencia. Percival se acercó a él un paso, luego otro, y otro, cada paso más corto y más lento que el anterior. Eso no pasó inadvertido para las doncellas, que le dedicaron un despreciativo coro de risas.

—¿Por qué nos odian así? —preguntó Raphael—. Y, además, ¿por qué nos hablan en latín?

—No tengo ni idea —respondió Illarion—, pero sospecho que ese cadáver podría decirnos muchas cosas si fuera capaz de hablar.

Antes de acercarse más al muerto, Percival inició la pequeña ceremonia de santiguarse y rezar una plegaria. Roger, exasperado, soltó una maldición, apartó a Percival de un codazo y fue derecho al caballero muerto conteniendo la respiración. Puso un pie sobre su casco y lo hizo girar, con lo cual la flecha se levantó como la manecilla de un reloj.

—Una cara —anunció— como cualquier otra; es decir, como cualquier otra llena de moscas y hormigas.

—Quita ese pie —dijo Raphael acercándose bastante a disgusto— para que podamos ver el escudo que lleva en el frontal.

Roger empezó a obedecer, pero el peso de la flecha, como era su costumbre, volvió a caer haciendo girar la cabeza hasta donde estaba al principio. Sacó un hacha, colocó su hoja bajo las plumas de la flecha para sujetarla y luego retiró el pie para descubrir el escudo heráldico colocado en el frontal del casco del muerto. Casi al instante gritó una imprecación por la sorpresa.

Sus tres compañeros avanzaron como uno solo y se inclinaron para verlo de cerca. El diseño (una cruz de Malta sobre una espada roja en un fondo de acero pulido) era simple y bastante fácil de interpretar. Se acercaron más, no porque no lo hubieran visto bien la primera vez, sino porque ninguno de ellos podía creer lo que tenían ante sus ojos.