Capítulo 36
Pável encuentra los manuscritos de Bábel esperándole sobre su escritorio de la Lubianka. El formulario que los acompaña, fechado dos días antes —el 20 de noviembre de 1939—, lleva la firma de Rodos, junto a la que el inspector ha garabateado un «custodiar».
Custodiar.
Qué extraño, piensa, apoyando una mano en la caja de los expedientes atados, nunca se sabe hasta dónde puede llegar uno. Ahora, en vez de añadir los expedientes de Bábel a la pared de Kutirev, coge los manuscritos y los lleva a los anaqueles vacíos que hay junto a los otros. Encima de él, la bombilla enrejada arde en silencio. Pável vuelve a la pared de las cajas, levanta otro montón de manuscritos y los lleva al fondo. Después continúa con los restantes. Se ha quedado para acabar esto.
Un gesto, una mano levantada frente al cañón del fusil que la bala traspasará como si fuera papel. Fue el truco de Deneguin, esconder sus tesoros a ojos vistas. Kutirev regresará antes o después. En cuanto el joven teniente mejore caerá sobre los archivos y dará fin en pocos meses a este modesto sabotaje, a este aplazamiento de la pena de muerte.
No importa, Pável trabaja todo el día, hasta bien entrada la tarde, va reduciendo poco a poco la muralla de manuscritos y los repone en los anaqueles del archivo. Saca los informes probatorios de todas las cajas para quemarlos después. El caos, eso es lo que encontrará Kutirev a su vuelta. El trabajo meticuloso de muchos meses reducido a la nada en unas horas; todo por hacer de nuevo, desde el principio. A las dos, los brazos y la espalda le duelen tanto que se ve obligado a descansar unos minutos cada cierto tiempo. No se sienta porque teme no poder levantarse. Está apoyado en uno de los estantes con los ojos cerrados cuando suena el teléfono del escritorio.
—El comandante quiere verle —dice Sevarov.
Ha desaparecido el baño de civilización de sus encuentros previos con Radlov. Sobre la mesa desde la que se ve la plaza Dzerzhinski las tazas y las fuentes de comida han sido reemplazadas por expedientes apilados de presos. Con un gesto mecánico, Radlov, sentado detrás de su escritorio, indica a Pável una silla vacía.
—¿Cómo va la reorganización?
—Casi terminada —dice Pável.
Radlov le estudia un momento.
—Tengo entendido que su colega ha sufrido un percance. Hace semanas que falta, ¿no es así?
—Sí.
—Un contratiempo. —El oficial da vueltas a la pluma que hay sobre el secante del escritorio—. Estoy seguro de que por el momento se valdrá usted solo, pero debe comprender que quiero ver acabado ese trabajo. Tenemos que pasar a otra cosa.
A otra cosa. Usted y yo nunca pasaremos a nada, piensa Pável, porque lo que hemos hecho aquí juntos, dentro de este edificio, nos perseguirá hasta el final.
—La última vez que estuve aquí leía usted Gógol, ¿lo ha terminado?
—Gógol.
—Me dijo que entendía por qué se había quitado la vida, que había comprendido el motivo leyendo sus cuentos. ¿Cuál era?
Radlov le contempla con curiosidad; no sabe si enfadarse o tomárselo con buen humor. Se alza de hombros.
—Estaba harto.
—¿De qué?
—De sus semejantes.
—No, camarada comandante. Un sacerdote, el padre Matvei Konstantínovski, le dijo que debía dejar de escribir porque la literatura era pecado. Para Gógol, equivalía a dejar de vivir. Aun así, renunció a la literatura con tal de salvar el alma. Quemó un libro que le había costado años escribir, el segundo volumen de Las almas muertas, y luego dejó de comer. —Pável pregunta: —¿Cree usted que el padre Konstantínovski tendría remordimientos?
Atónito, Radlov se apoya en el respaldo de la silla.
—¿Ha terminado la conferencia? —pregunta al fin—. ¿O queda algo más?
—No, nada más —responde Pável—. Ya está.