Capítulo 34
Unas horas después de comunicar por teléfono a Simonov el itinerario de su viaje, llega la respuesta. Le espero mañana. En cierto sentido, esta sencilla frase es la confirmación de lo que Pável aguarda desde que Elena desapareció de su vida.
—Entonces, ya está —dice Natalia cuando él se lo comunica.
—Ya está.
Más tarde, esa misma noche, vuelve a encontrarse en la estación de Kiev. Ha pasado menos de un día desde que vio partir a su madre, pero le parece que ha entrado en una estación absolutamente distinta. A esta hora no hay gentío en los andenes, y el ruido y la actividad han dado paso a una calma profunda, sin prisas. Billete en mano, salta al tren. En su departamento, echa la llave de la puerta y se tumba hasta que nota el movimiento del tren. La estación se aleja deslizándose y las luces de Moscú desaparecen. Poco después, Pável sale al pasillo en busca del revisor, al que encuentra sentado en el catre de su chiscón, en calcetines, leyendo.
—Estaba pensando si podría comprar cerveza.
El revisor abre un armario y examina una pila de cajas.
—¿Cuántas botellas?
—Con dos basta, y un abridor, si tiene.
La cerveza está caliente y amarga. Al final, sólo bebe una botella antes de desnudarse, tumbarse en la litera e introducirse entre las sábanas. Avanzada la noche, medio dormido, oye crujir el pomo de la puerta.
—¿Quién está ahí? —grita, pero no hay respuesta.
Se viste, abre la puerta y sale al pasillo, que encuentra vacío. Un fantasma, piensa.
—No se preocupe —dice el revisor cuando le cuenta el incidente, interrumpiendo de nuevo su lectura—. Será una equivocación. La gente sale a orinar en plena noche.
Se encoge de hombros. ¿Qué espera? Son cosas que pasan. Algo en la expresión del revisor indica que se sorprende de pocas cosas en este mundo.
Apoya el libro en el pecho, como si quisiera ocultar la cubierta.
—¿Duerme usted alguna vez?
—No si puedo evitarlo.
Pável vuelve a despertarse antes del amanecer. El tren se ha detenido. Afuera la luna derrama su resplandor azul sobre los campos nevados hasta donde se pierde el horizonte y las sombras de las nubes se deslizan lentamente sobre la nieve. El viento azota las ventanas. Pável lo siente apoyando la mano en el cristal helado.