Capítulo 26
Pável pasa los quince días siguientes como en una nube. De noche, lo más tarde posible, se sienta a oír la radio y a beber hasta embotarse, todo con la esperanza de postergar el sueño. A veces, cuando se despierta al día siguiente, unos sueños inquietantes, recordados a medias, le rondan aún la cabeza, como un llanto que traspasa la pared. Come sin apetito, se baña, se viste, acude al trabajo mecánicamente, enlazando un día con otro. Los márgenes de su existencia cotidiana se contraen hasta la supervivencia, igual que en los meses posteriores a la muerte de Elena. Sólo que ahora, cada vez que entra en la Lubianka, se le ensombrece el corazón... los gemidos del ascensor, el sonajero de las llaves por el pasillo, la muralla de manuscritos detrás de su escritorio. Ha ocultado las cartas que encontró en el piso de Semión en la pared del sótano, con los cuentos de Bábel, aunque todavía no ha enviado la carta cerrada de Semión. Por Vera, se dice. Dejemos que crea que Semión se reunirá con ella; dejémosle aún esa esperanza.
Lo más que ha podido averiguar es que a Semión no le han llevado a la Lubianka.
—No tenemos ninguna ficha de Semión Borísovich Sorokin —dice el funcionario cuando telefonea al departamento de admisiones—. Pregunte en Lefórtovo o en Butirka. He oído que últimamente están a tope.
—Ya lo he intentado, pero no quieren decirme nada.
—Entonces tendrá que presentar una solicitud por los canales oficiales.
Pero Pável no está dispuesto. Teme que la solicitud le ponga en evidencia. Ya se ha arriesgado bastante con la visita al piso de Semión.
El miércoles telefonea Víktor.
—Es tu madre. Ha sufrido un leve accidente, pero no te preocupes, ya está bien —y añade enseguida—. Se torció un tobillo. Aun así, sería mejor que vinieras.
Una cabriola, lo define su madre.
—Yo creo que la escalera estaba mojada —se queja. Está en su dormitorio con Olga, sentada en la cama, con el pie sobre una almohada—. Me encuentro bien, Pasha, de verdad. Un poco avergonzada pero bien.
—No hay motivo para avergonzarse —dice Olga.
—Pues yo me avergüenzo. Por las escaleras ruedan los niños y los borrachos.
—Sólo importa que estés bien —le dice Pável, pero el aspecto demacrado de su madre, sus canas enmarañadas, le asustan. Lo peor es que detecta en su mirada un cansancio que se esfuerza en disimular. Algo hay detrás del accidente que no se le ha dicho. Luego, cuando Víktor le acompaña a la estación, sale a la luz.
—Se había equivocado de edificio —explica.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuando se cayó, estaba al otro lado de la plaza, en la unidad número 4. Gracias a Dios vive allí Vlad, un amigo que la encontró en la escalera y la trajo a casa. —Víktor contempla la negra línea de árboles que hay detrás del terraplén de las vías, por donde acaba de ponerse el sol—. Según tu madre, había llamado a nuestra puerta, al 310, pero había otra familia. Según Vlad, estaba fuera de sí.
—Dios mío.
El viento frío le da en la cara. Pasan por el mercado a cielo abierto, donde el atardecer azulea la atmósfera. Dos obreros que queman rastrojos detrás de la estación observan el fuego apoyados en sendos rastrillos.
—Creo que tu madre debería volver al médico —dice Víktor al cabo de un rato.
—Sí.
Han llegado a la entrada de la estación. Detrás de ellos una mujer atrae a la clientela con un sonsonete gutural:
—¡Margaritas bonitas, rosas hermosas para vuestras enamoradas y vuestras esposas!
Uno de los obreros clava el rastrillo en la fogata, cosa que provoca un vendaval de chispas en la oscuridad. Pável agarra a Víktor por una manga del abrigo, como si de pronto la acera temblara bajo sus pies y fuera él quien estuviera a punto de caerse. Aunque lo intenta, no puede articular palabra.
—Ya lo sé —le dice Víktor con cariño. Pone su mano en la de Pável y se la estrecha—. Verás como no le pasa nada, estoy seguro.
El sábado se encuentra con Olga y su madre en el ruidoso vestíbulo de la estación Kiev. Toda envuelta en su abrigo y su pañuelo, la madre aprieta el bolso contra el costado. A la salida Pável llama un taxi y da la dirección al chófer.
—Al 11 de la calle Yauzskaia.
Como la primera vez, todos los asientos de la consulta del neurólogo están ocupados.
—¿Por qué no esperamos fuera, en el descansillo? —propone Pável—. Ya nos llamarán cuando nos toque.
El largo descansillo huele a ácido fénico. Pasa un enfermero que empuja una silla de ruedas vacía canturreando a boca cerrada. Al poco, Olga extrae una perita verde del bolsillo, que divide en tres trozos con una navaja pequeña.
—Traigo también galletas, por si os apetecen.
Pável acepta su trozo de pera, dando las gracias. Le gusta que Olga los acompañe. Si no fuera por ella, duda de que su madre hubiera accedido a venir.
—¿No comes? —le pregunta a su madre.
—No.
—Hay una panadería en la acera de enfrente. Puedo ir en una carrera y traerte algo.
—No, gracias.
—¿No quiere un poco de agua? —pregunta Olga.
—Lo que quiero —dice su madre sin inflexión en la voz— es que dejéis de tratarme como si fuera de cristal. No tengo apetito, no tengo sed; y después de pasarme media vida haciendo colas, una espera más no me va a matar. Basta ya de tratarme como a una niña. Si quiero algo, yo lo compraré.
Arrastrando los pies, abandona la sala de espera un viejo escoltado por un hombre de mediana edad con cuello de toro que mira sin pestañear al frente. El cuerpo del anciano tiembla como si lo agitara una fuerza invisible, un viento que no afecta a los que están a su alrededor. Los dos hombres avanzan lentamente por el descansillo en dirección al ascensor.
—¿Quieres que entre contigo? —pregunta Pável.
—Prefiero entrar sola. —Su madre se vuelve a examinarlo un momento con una expresión dulcificada—. No tengo miedo, Pasha, y no quiero que lo tengas tú.
Pero Pável no puede remediarlo. Ha perdido ya tanto que le aterroriza perderla a ella.
—Lo intento —responde.
—Ya lo sé, cariño.
Cuarenta minutos después una enfermera pronuncia su nombre.
—¿Seguro que no quiere que entre alguien con usted? —pregunta Olga. Su madre niega con la cabeza, cogiendo la mano de Pável. Cuando la enfermera repite su nombre, le suelta y entra.
—Yo soy Anna Dubrova.
—Entre, por favor. El doctor la verá enseguida.
La madre de Pável da otro paso y se detiene.
—¿Tengo que llevar el bolso o puedo dejárselo a mi hijo.
—Mejor déjeselo a él —dice la enfermera.
Una hora más tarde, cuando salen, Pável ve que ha llovido, aunque el cielo ya está raso. Junto a la entrada del hospital, un gorrión con las plumas iridiscentes alborotadas deja de chapotear denodadamente en un charco al paso de ellos.
—Me apetece caminar un poco —dice su madre con la voz trémula. Aún no les ha comunicado el diagnóstico del doctor Hirsch; de hecho, no ha pronunciado palabra desde que salió de la consulta. Sin embargo, su actitud contenida, como si hubiera recibido un golpe en el pecho y le doliera al respirar, alarma a Pável. Los cabellos grises, liberados del pañuelo, le caen sobre los ojos. Cuando Pável se aproxima para cogerle el brazo, la siente abandonarse un poco contra él.
—Caminaremos despacio —dice Olga con cariño—. Si se cansa, cogemos el tranvía.
Los quioscos que jalonan la Yauzskaia prosperan. Cigarrillos, revistas de cine, novelas en ediciones baratas: Cómo se templó el acero, de Iván Lapshin. Cuando la madre de Pável se cansa, se dirigen a una parada de tranvía llena de gente, donde Olga les quita a las galletas el papel de cera.
Para sorpresa de Pável, su madre acepta varias, que come con aire ausente. Mirándola, siente la urgente necesidad de abrazarla y echarse a llorar. En su lugar, con un gesto casi impaciente, le sacude las migajas del abrigo.
—Por fin —anuncia alguien. El tranvía se acerca lento a la parada.
—No pienso volver a ese sitio, Pasha —dice su madre—. Ha sido la última vez.
—¿Qué dijo el doctor Hirsch? —pregunta él. Cuando su madre sacude la cabeza y mira para otra parte, el temor que le consumía hasta ese momento se vuelve insoportable—. ¡Dímelo! —exclama con un tono impositivo.
Su madre da un ligero respingo pero no contesta.
Olga le pone una mano en el brazo.
—Pável, por favor.
No te precipites, dice con la mirada. Déjala que se explaye cuando lo crea conveniente. Ten paciencia.
Llega el tranvía, que vomita a unos pasajeros por la puerta trasera y recibe a los nuevos por delante. Van tan apretados que casi no pueden moverse. Olga, separada de ellos, levanta una mano para que sepan dónde está. El tranvía arranca. A Pável el pañuelo de su madre le roza la barbilla, y la siente respirar contra él. Al poco rato, ella alza la vista.
—Piensa que debo de tener un tumor en el cerebro, Pasha. —Se toca la frente—. Aquí.
—Pero, ¿está seguro?
—No. No sin mirarme dentro del cráneo. —Se encoge de hombros ligeramente—. Pero dice que todos los síntomas apuntan a un tumor.
—¿Existe tratamiento? ¿Qué ha dicho el doctor Hirsch?
Pável está tan aturdido que sólo se le ocurren preguntas... aún lucha por asumir las palabras de su madre.
—Ya veremos —responde ella.
—¿Qué quieres decir?
El tranvía se ha detenido. La oleada de pasajeros que suben los empuja hacia el fondo a pesar de que falta espacio físico para avanzar.
—¿Qué significa eso, mamá? —pregunta Pável con mayor dureza de la que quisiera, levantando la voz. Afuera, una mano golpea la ventanilla con la palma abierta y por un momento se queda allí, blanca, contra el cristal. De nuevo se ponen en marcha.
—No me grites, Pasha.
—¿Dices que nos limitemos a esperar sin hacer nada?
—Sí.
Se la queda mirando, paralizado de terror.
—¿Qué quieres que te diga? Me preguntas qué me ha dicho el médico y yo te lo cuento. A no ser que me abran el cráneo, cosa que no estoy dispuesta a permitir, esperar es lo único que puede hacerse.
—No lo creo, tiene que haber algo.
—Es que no se trata de lo que tú creas, Pasha. Escucha, ¿qué posibilidades tengo? ¿Dejar que el médico ese me taladre el cráneo? ¿Y si encuentra algo? Tendrá que quitarme una parte del cerebro, y yo no puedo vivir el tiempo que me quede con la capacidad mental de un recién nacido.
—¿Es eso lo que te ha dicho el médico?
—Ha dicho que el peligro existe siempre, sí. La gente que se somete a esas operaciones cambia, Pasha. No hablan, no pueden leer, no reconocen las caras. Viven con un cerebro muerto.
—Pero viven.
—Sí —dice su madre—, pero dejan de ser lo que fueron.
Se aproxima su parada. Al abrirse camino hacia la puerta de atrás, Pável cae contra los cuerpos que le rodean y se queda allí, con una rodilla en suelo, sin voluntad para levantarse. Incurable... la palabra le martillea inútilmente la cabeza. Los pasajeros le miran desde su altura con rostros que denotan indiferencia o preocupación o simple sorpresa. Pável hace un esfuerzo por levantarse y se abre paso empujando con los hombros, sin dejar de repetir: «Por favor».
—Tranquilo, amigo —dice una voz junto a su oído.
—Disculpe, tengo que salir, por favor.
Ya está fuera, de nuevo en la calle, con Olga y su madre junto a él. El tranvía continúa rodando.
Desde aquí sólo tiene diez minutos más de autobús hasta la estación Kiev. Mientras lo esperan, Pável guarda silencio y da vueltas a lo que su madre acaba de contarle, a su deseo de que se resigne, pero, ¿va a quedarse cruzado de brazos? Pável se agarra a cualquier posibilidad, aunque sea la operación. De otro modo, ¿qué le aguarda a su madre en el futuro, sino la degradación y la muerte? Llegará un día en que ni le reconozca ni recuerde su vida con él, y serán dos muertes: la de ella y la suya. Si es eso lo que quiere, pide demasiado.
Pero, ¿y si ella estuviera en lo cierto? Un desliz de la mano, un error minúsculo... y se perdería en un instante. Una extraña para sí misma y para su hijo.
En la estación Kiev suena la última llamada para su tren. A lo largo del andén de cemento, pasada la inmensa techumbre arqueada que lo cubre, los tres se abren camino entre la multitud.
En cabeza de la larga fila de vagones azules, la vibración de los enormes motores diésel estremece el tren entero y hasta el aire que lo rodea. Desde el andén, Pável sigue con la mirada a Olga y a su madre mientras ellas buscan sus asientos y se instalan. Luego, una vez que el tren arranca, lo sigue caminando lentamente; su madre le mira por la ventanilla y los rostros de la gente del andén se van deslizando por el cristal hasta que se termina la plataforma.