Capítulo 12

Más tarde telefonea a su madre. El hombre que contesta al teléfono público de su piso está tan borracho que a Pável le cuesta entender lo que dice.

—¿Con quién quiere hablar? —pregunta en tono grosero, pero deja caer el aparato sin darle tiempo a responder, probablemente a propósito. Pável le oye mascullar imprecaciones mientras el auricular le destroza el oído. Se corta la línea. Cuando le conectan otra vez desde la centralita, contesta el mismo hombre, aunque ahora se gasta una cortesía casi cómica.

—¿Sí? ¿Quién llama, por favor?

—Quisiera hablar con Anna Dubrova del 310.

—Anna Dubrova...

—En el 310. Dígale que es su hijo, y no vuelva a colgarme.

Silencio.

—Está bien, camarada —dice muy atento.

Al cabo de un rato oye que el hombre llama a una puerta y luego un murmullo de voces y pasos.

—¿Pável? —Es Víktor—. ¿Anda todo bien?

—Sí, todo bien, pero esperaba hablar con mi madre.

—Olga y ella han ido al cine con los niños porque yo tenía trabajo pendiente. Volverán pronto. —Víktor hace una pausa antes de añadir—. Te hemos echado de menos. ¿Cuándo vuelves a hacernos una visita?

—Pronto —dice Pável. Se le cruza como un fogonazo la imagen de Marfa Borísova con la boca medio abierta, desmayada en la camilla que introducían en la ambulancia. Recuerda cómo le temblaba el pie desnudo cuando encajaron la camilla y cerraron la puerta. Sin saber cómo, ese recuerdo dispara otro, el de Bábel, el tic de sus dedos sobre la pierna.

—¿Cómo está mi madre? —pregunta.

—Parece que le ha disminuido la ansiedad que le producía el trabajo, y también Andréi y Misha. Después de tu última visita, tuvo una época que, no sé, no quería perderlos de vista ni un segundo. Te digo que lo que hizo ese médico, fuera lo que fuera, le ha servido.

—Es que no hizo nada.

—¿No?

—No diagnosticó ninguna enfermedad.

—Pues es una buena noticia, ¿no?

—No lo sé, Víktor.

Y es cierto. A Pável le gustaría creer que los olvidos de su madre han quedado atrás, pero no puede. Cada vez que piensa en ella, la ve sola, sentada en un tren que la conduce a Moscú, perdida en una amnesia temporal que le ofusca la conciencia; la ve delante de su piso vacío, llamando a la puerta, cada vez más azorada y temerosa.

—Si le pasara algo, me lo dirías, ¿verdad?

—¿Hace falta que lo preguntes?

—Quería asegurarme, porque lo necesito —explica Pável.

Víktor le habla con cariño.

—Te comprendo. Claro que te lo diría. —Y luego—. ¿Estás bien? Pareces un poco... —Víktor duda—. Como si esta noche no fueras tú.

¿Es él?

—Ha sido un día duro —dice Pável, y antes de que Víktor pueda replicar—: ¿Quieres decirle a mi madre que he llamado?

—Se lo diré.

—Gracias.

* * *

La desazón no le deja dormir. Con la cabeza en la almohada, Pável oye el tamborileo de su pulso y el suave latido de la sangre en el oído. La calle se estremece al paso de un camión en primera. Espera oír el chirrido de los frenos, el ruido metálico de una verja que se abre; en algunas noches silenciosas y claras el ruido llega desde el mismo Donskói. Pero el camión continúa su camino. Pável aparta las sábanas y se viste.

No enciende la luz de la cocina. Las farolas de la calle arrojan su halo resplandeciente sobre la mesa y el suelo como una red echada al agua. Llena la tetera y enciende el sibilante ojo de gas del hornillo. Mientras abre el armario para buscar una taza, piensa: «Mañana cargaré el carro de manuscritos, y al día siguiente y al otro también». Todavía no se ha encontrado con los poemas confiscados de Mandelstam, pero no tardarán en aparecer, llegará un día en que los archivos no puedan ocultarlos más y las llamas se tragarán sus versos. Pável apaga el quemador de gas y se queda oyendo el repiqueteo del hornillo hasta que se enfría.

Baile de máscaras. Siglo de perros lobo.

No lo olvides.

Hazte invisible, la gorra en una manga,

¡y que Dios te guarde!

¿Es posible ocultarse eternamente?, se pregunta Pável. Se calza y baja las escaleras. En la puerta del sótano, buscando a tientas el interruptor de la luz, nota el frío de los ladrillos en los dedos. Cuando lo localiza, entra y cierra con cuidado la puerta. En la oscuridad oye un ruidito como de rascar, como si arañaran una puerta. Pero debe de ser una rata, porque cesa en cuanto la fila de luces se enciende sobre él. No obstante, la imagen se le queda en la cabeza: unas manos arañando débilmente una puerta, una pared. Mandelstam dibujaba sus poemas con una uña en la pared de su celda. Conserva para siempre mis palabras por su regusto a infortunio y a humo. Verdad o mentira, es otro de los rumores persistentes de la Lubianka.

Cuando toca con la mano el ladrillo suelto de la pared, Pável se pregunta si aún podría volverse atrás, pero ¿cómo va a detenerse ahora? El aire viciado del sótano, con su olor acre y terroso a decadencia, a las hojas podridas de las tapias de los jardines, se le cuela insidioso en los pulmones. Pável paladea su sabor a muerte. Si fuera capaz de salvar el cuento de Bábel, algún resto de su obra, podría redimirse, siempre que quede algo en él que redimir. Tal vez no sea tarde.

Mete la mano en la pared hasta que toca las hojas de papel, que ya han cogido polvo y están cubiertas de la arenisca del cemento desmenuzado. Le asalta el pensamiento de estar introduciendo la mano en una tumba. Durante un segundo llega a esperar que otra mano agarre la suya, y un escalofrío le recorre el cuerpo en la oscuridad. Luego, con cuidado, extrae del agujero el manuscrito enrollado y, a la sombra de la caldera, empieza a leer.