Capítulo 19
A la tarde siguiente, cuando se detiene en la ventana del chiscón de Natalia, nada ha cambiado entre ellos. La voz de la mujer no es ni más ni menos cálida, ni hay en sus ojos el menor indicio de la intimidad que, por breve que fuera, compartieron ayer. Sin embargo, Pável no se libra de la sensación de que Natalia ha descubierto su secreto. De ser así, ¿cabe confiar en que no le denuncie? Por otra parte, ¿qué puede hacer sino fiarse de ella?
Natalia le comunica la llegada de otro telegrama.
NOVEDADES. CONTACTO TELEFÓNICO ESTA NOCHE. SIMONOV.
—¿Qué habrá pasado? —pregunta ella.
—A estas alturas ya no tengo la menor idea.
Arriba, Pável espera con ansiedad la llamada de Simonov. No es capaz de estar sentado. Con las mangas de la camisa subidas por encima del codo, sacude las alfombras y barre y friega el suelo. El faldero le sigue a todas partes, como si fuera la mismísima sombra de Marfa Borísova. En un determinado momento, al detenerse para echar un vistazo a la calle, ve la ventana con su retazo de cielo negro reflejada en los ojos saltones del perro y le parece una tumba.
—Ni siquiera sé lo que espero —murmura.
Comienza a comprender lo que siente el perrillo cuando lo pasean con la correa, siempre con alguien que tira de ti por detrás.
A través de los telegramas de Simonov, Pável se ha confeccionado una imagen mental del empleado del depósito de cadáveres a la que de un modo inconsciente ha puesto la voz seca y sin emoción de un hombre largo tiempo acostumbrado a la compañía de los muertos. En cambio, la que oye ahora, que bien podría llegar de otro mundo, aunque un poco vacilante, le sorprende por su calidez.
—Los han cogido.
—¿Cogido...? —Pável se interrumpe, confuso.
—A los responsables del accidente —explica Simonov—. Son dos primos que viven en una de las granjas colectivas de la zona. Desde que lo supe, ando yendo y viniendo a la comisaría para enterarme de todo lo posible. Parece que uno de ellos trabajó hace años de guardafrenos.
Pável no dice nada; está tratando de extraer algún sentido de la historia que le cuenta Simonov.
—Pretendían vender lo que habían robado. Cuando la policía entró en su habitación, encontró un montón de maletas. —Simonov se aclara la garganta—. Una pertenecía a su mujer. Era una bolsa de color azul.
Pável se pellizca el caballete de la nariz. Son más de las once. Afuera, sobre el Donskói, una delgada columna de humo apunta al cielo.
—¿Y ahora qué va a pasar?
—Habrá un juicio, imagino. La policía retiene la bolsa como prueba, pero no se preocupe porque la investigación no será larga. —Simonov calla un momento—. Por favor, entiéndalo. Este accidente afectó a mucha gente de aquí. La noche que descarriló el tren de su esposa acudió medio pueblo a prestar ayuda.
Pável calla.
—No piense que es una excusa —continúa Simonov—. Creo que usted debía saber que hemos hecho todo lo posible para dar una salida a la situación dentro de nuestros escasos recursos.
—Camarada Simonov —dice Pável, cansado—. Agradezco de veras el tiempo que ha invertido en llamarme, pero es muy tarde. Con toda franqueza, ahora mismo no tengo fuerzas para hablar del accidente. Usted dice que han hecho todo lo posible para resolver el asunto. ¿Puedo explicar yo cuál es mi postura?
—Desde luego.
—El pasado mes de enero mi esposa, Elena, tomó un tren para Yalta. Lo que pasó después ya lo sabemos usted y yo. Si el descarrilamiento fue intencionado o no es algo que de momento carece de interés para mí. Lo que de verdad me importa es que me devuelvan los restos de mi mujer. Hace ya ocho meses, ocho meses —repite—, que usted me envía unos telegramas que hasta ahora no han cambiado nada, porque mi esposa sigue desaparecida. Ahora, después del último, llama para decirme que la policía cree que ha encontrado a los responsables de su muerte, pero no dice nada de lo que en realidad me importa. —Se le quiebra la voz y tiene que tomar aire antes de continuar—. Hasta que encuentren a mi mujer, le ruego que me deje en paz, por favor.
Se oyen leves zumbidos en la línea.
—Me hago cargo —dice Simonov.
Pável devuelve el auricular a su lugar.
Hacia el amanecer le despiertan unos ladridos. El faldero, con una raya de pelaje erizado a todo lo largo del lomo, ronda junto a la puerta. Pável se sienta; se quedó dormido en el sofá. La garganta le arde de sed; el vaso que hay en el suelo, junto al sillón, todavía contiene un dedo de whisky. Un golpe en la puerta, luego otro.
—Un momento —dice Pável en voz alta.
Mientras se levanta y cruza la habitación, sólo una frase le martillea el cerebro como una sirena. Han venido... han venido... han venido.
—¿Quién es?
—Natalia.
¿Le habrá traicionado? Es curioso, pero no siente rabia, sólo estupor y desamparo; lo que pase ahora ya no está en sus manos. Abre la puerta. Delante de él tiene a Natalia, sola, temblando visiblemente.
—¿Lo has oído?
Entra y cierra la puerta a sus espaldas.
—¿He oído qué? ¿Qué ha pasado, Natalia?
—Conecta la radio.
—Natalia...
—Los alemanes han invadido Polonia.
Tienen que esperar unos minutos a que el aparato se caliente. Entre la tormenta estática de pitidos se abre paso una voz que llega hasta ellos como si hubiera recorrido una inmensa distancia helada: «... el ejército alemán responde al fuego de las posiciones polacas. Las últimas noticias hablan de una reacción masiva y aplastante por tierra y aire al ataque preventivo de los polacos». Ataque preventivo de los polacos.
—¿Dicen que Polonia ataca a Alemania? —pregunta Pável, incrédulo—. ¿Por qué? Es un suicidio.
Natalia sacude la cabeza con aire grave. Mentira, quiere decir su mirada, nos están mintiendo.