Capítulo 32

La noche anterior a la partida de su madre, Pável llama a la puerta de Natalia. Por primera vez baja con las manos vacías, sin vino ni whisky. Sólo puede ofrecerse a sí mismo. Natalia se le queda mirando largamente, como si estuviera decidiendo permitirle la entrada.

—Es tarde, Pável.

—Ya lo sé, pero me apetecía verte.

—¿Cuándo vas a Tula?

—El martes.

Natalia asiente, pero esta noche Pável percibe en ella una cierta precaución, y él no quiere complicarle más la vida.

—Perdona —dice—. Llevas razón, es tarde. Me voy.

—No, no te vayas.

La sigue al dormitorio, donde Natalia corre la gruesa cortina que hace de puerta. En la oscuridad, Pável la atrae hacia sí y las bocas se juntan. Percibe el sabor agridulce de sus cigarrillos en los dientes, en la lengua. Las manos de Natalia le desabrochan con rapidez el cinturón, los botones del pantalón.

Más tarde, como si recuperaran el hilo de una conversación iniciada, Natalia pregunta:

—¿Qué piensas hacer con el perro?

Pável se queda en suspenso.

—La verdad es que no lo he pensado.

No ha pensado en casi nada, salvo en la partida de su madre. Desde su encuentro de ayer con Víktor, no deja de cavilar qué va a decirle: qué dirá y qué no será capaz de decir.

—Yo cuidaré de él, si quieres —dice Natalia.

—¿No te importa?

—Son unos días, no creo que nos matemos el uno al otro en tan poco tiempo.

Podría no volver, el pensamiento se le pasa espontáneamente por la cabeza. Podría dejarlo todo atrás.

En la oscuridad, nota la mano de ella en su hombro.

—¿Estás preocupado?

—¿Por qué?

—No lo sé. Ese asunto de Simonov.

—Hasta cierto punto, me parece irreal.

—¿Qué quieres decir?

—Es como si Elena regresara mañana, como si estuviera aún viva. —Al rato, añade—: O como si nunca hubiera existido. A veces me lo parece. Se habla tanto de los recuerdos... ¿por qué nunca se dice que son vulnerables, insustanciales? Los recuerdos de Elena, su forma de mirarme, su voz, ¿qué será de ellos?

Pero no añade: Cuando yo no esté.

La mano de Natalia continúa en su hombro. En cualquier momento, Pável está seguro, se replegará en sí misma, señal de que él debe irse. En cambio, contra su costumbre, habla.

—Mi marido siempre creyó que volveríamos a ver a nuestras hijas. La foto que viste de Anna me la dejó él. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque sabía que yo la necesitaba. Una fotografía. El no necesitaba nada; para él cada día de vida era uno menos de los que le quedaban para reunirse con Anna y Nadiezhda. Estaba convencido de que ellas le esperaban. Con Dios.

Pasa un tiempo antes de que Pável pregunte.

—¿Qué le pasó?

—¿A Nikolái? Con el tiempo, regresó al este. Durante años recibí unas cartas suyas larguísimas, y eso que no hablaba de nada especial... del trabajo, de algunos amigos comunes. Creo que las escribía borracho. Lo terrible es que nunca, ni una sola vez, mencionó a Nadiezhda o a Anna. Hablaba de todo menos de ellas, como si no hubieran nacido. Luego, dejé de recibirlas.

—¿Le contestaste alguna vez?

—No tenía motivos.

Luego añade.

—No le odio, lo digo por si lo piensas. No le odié ni cuando me hizo lo de la cara.

Se sienta y alarga el brazo por encima de Pável, que oye abrirse el cajón de la mesilla y enseguida ve la llama del fósforo. Observa la larga cicatriz iluminada por la llama trémula que enciende el cigarrillo de Natalia. Durante unos instantes, la habitación pequeña y pobre aparece ante sus ojos, para desaparecer de nuevo en la oscuridad.

—Te pegaba.

—Sólo esa vez —dice Natalia—. íbamos en el tren a Moscú y de pronto... no sé... me atacó. Estábamos sentados y al momento yo me hallaba en el suelo y le tenía encima, dándome patadas. Perdí el sentido y me desperté en el hospital. Naturalmente, nos habían bajado del tren.

—Dios mío, pero ¿por qué te atacó así?

—¿No lo adivinas? Porque me culpaba de lo que ocurrió con las niñas. Él no estaba, lo habían ingresado en la clínica del pueblo por una neumonía que casi le mata. Pero yo sí, y era la madre. Tenía el deber de protegerlas y no supe.

—¿Qué les pasó a tus hijas?

Natalia suspira.

—Están muertas, Pável, eso es lo que cuenta.

—¿Y tú? ¿Crees que volverás a verlas?

Un silencio; luego, con suavidad:

—No. —Pável oye un respiro breve e intenso, casi un jadeo—. Yo, no.

Y comienza a sollozar.

Pável ha abierto una antigua herida largo tiempo cicatrizada. Imagina lo que debió de ser la escena del tren hace tantos años, el marido enajenado descargando golpe tras golpe en el rostro dolorido y destrozado de la joven esposa delante de unos pasajeros sobrecogidos por el horror. ¿Cómo habría reaccionado él si hubiera estado delante? ¿Habría intervenido para detener a Nikolái? ¿Habría hecho algo?

Se incorpora y la atrae hacia sí.